Los cuerpos de la danza contemporánea

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Los cuerpos de la danza contemporánea

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A lo largo de este trabajo presentaré algunas consideraciones que, me parecen, debieran tomarse en cuenta para impulsar un replanteamiento de la noción del cuerpo dentro del quehacer de la danza contemporánea. Éstas son: 1. En el cuerpo del bailarín, que se juega en la paradoja entre la disciplina y el derroche de energía, se gestan fuerzas excesivas que no alcanzan a ser mermadas con el disciplinamiento cuadrante al que se somete durante su formación ni por la voz de autoridad del coreógrafo. Eso excesivo, que rebasa toda fuerza limitada a una finalidad específica, se resalta en el movimiento del cuerpo que baila y en la falta de producto obtenido en el acto mismo de danzar. 2. Aquel cuerpo ejercido y desbordado en la acción y el movimiento, es un cuerpo conscientemente produciéndose y repensándose, lo que abre puertas a nuevas prácticas, relaciones y subjetividades que portan la posibilidad de transgredir la condición pura e inamovible del cuerpo identitario, encerrado en las prohibiciones y tabúes propios de la práctica dancística que persigue un ideal corporal.

 

Dicho lo anterior, me gustaría hacer un ejercicio de descripción de algunos de los distintos cuerpos que, a mi parecer, se asoman e irrumpen a la danza, al tiempo que ponen en jaque la idea hegemónica del cuerpo danzante, para desplegarla y sugerir que, incluso en prácticas académicas y disciplinantes, podemos señalar la producción de más de un cuerpo que escapa de la cuadratura.

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Cuerpo paradójico

 

El cuerpo de la danza es un cuerpo paradójico porque se juega en la tensión constante entre la disciplina y la indisciplina, sin quedarse en alguno de los lados para siempre. Entonces, encontramos que si las técnicas de entrenamiento lo pueden encuadrar en patrones de movimiento y someterlo a prohibiciones que arremeten contra su sensualidad, también son éstas las que abren posibilidades, las que dan una conciencia de movimiento e incitan a la rebeldía contra ellas mismas. Aquí, el cuerpo se asoma como una fuerza difícil de controlar.

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Cuerpo asignado

 

El planteamiento tradicional del cuerpo en la danza, lo ubica aséptico y ajeno a las fuerzas que vienen de su entorno (sean éstas sociales, políticas, económicas, culturales, históricas), a la vez que neutraliza las que fluyen en él mismo a través de un encuadre disciplinar que frena el movimiento vital de creación, el desvío y la multiplicidad. Cada cuerpo queda inscrito en espacios definidos que se miran ajenos entre ellos (el del bailarín, el del que no tiene capacidades para bailar, el del espectador, el del solista, el del iluminador, el del coreógrafo, etc.), aislados entre sí, porque ninguno pasa de un espacio al otro. En esta clara división entre adentro-afuera se denotan espacios que excluyen e ignoran, cerrados, preestablecidos y presumidos como verdadero.

 

Bajo esta lógica, por un lado tenemos al cuerpo ejecutante de la acción escénica y, por el otro, a aquel que la mira desde la visión distante y contemplativa. Pero, también, encontramos al cuerpo del que ejecuta, bien distanciado de la voz del que dicta los designios de la acción. De este modo, cada uno trabaja desde su zona asignada, limitado a lo que debe y se le pide ser, y se niega o menosprecia o se trata de “experimento” a cualquier ejercicio que pudiera cuestionar tal orden delimitado. Con todo ello, observamos una división de funciones sin polémica, que limita, por un lado, al bailarín a bailar y al espectador a mirar, al bailarín a bailar y al coreógrafo a crear. Esta es una asignación que niega todo espíritu crítico, en donde se excluye el carácter material y sensible de lo corporal que contagia y franquea distinciones.

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Respecto a ello, Jacques Derrida, inspirado en el teatro de la crueldad, plantea la distancia de papeles asignados como lo que “no hace otra cosa que consagrar con insistencia didáctica y pesadez sistemática la no-participación de los espectadores (e incluso de los directores y los actores) en el acto creador, en la fuerza irruptiva que se abre camino en el espacio escénico”.[1] Si bien este autor no hace referencia directa a la danza, ésta es una reflexión necesaria para las prácticas en donde penetra la presencia de otro (del otro con quien se comparte escena pero, también, del otro con quien se comparte el espacio escénico) y lo corporal se evidencia en devenir, con fugas y absolutamente carnal.

 

Cuerpo neutralizado

 

Los designios que, tradicionalmente, definen al cuerpo de la danza, lo encierran en disciplinas que cancelan casi todo tipo de interrogación. El cuerpo formado en las academias y escuelas busca alcanzar un orden ideal, una transparencia, precisión, perfección; una neutralidad que repele contaminaciones y rozaduras con otros cuerpos y con su propio ambiente, y que lo deje apto para ser moldeado por coreógrafos y maestros. Un cuerpo maleaba. Con ello, se resalta un toque de fantasía en estos cuerpos entrenados que, pareciera, nada tienen en común con lo múltiple y perecedero de la propia corporalidad, porque siempre aparecen más allá de uno mismo, siempre como otros, bien encuadrados, domesticados, obedientes e inalcanzables para quien los contempla.

 

En este cuerpo impostado de significados asumidos, que limita su movimiento a formas preestablecidas, se perpetúa un estado de cosas que niega la contaminación de las fuerzas atravesando y turbando la piel. Por consecuencia, derivan relaciones de poder naturalizadas que definen al cuerpo como ejecutante de una danza reproductora de códigos e interpretaciones unívocas, demarcado por fronteras disciplinares, cómplice de un poder hegemónico que encasilla en patrones de cuerpos prohibitivos y potenciales escondidos. Pareciera, así, que esta práctica se conforma por cuerpos anestesiados, en el sentido en el que Suely Rolnik propone el concepto de anestesia sensible, como el estado del espectador-consumidor, emparejado al artista inofensivo en estado de goce narcisista;[2] es decir, como cuerpos caracterizados por la mirada que remarca un individualismo sin ningún tipo de cuestionamiento y desde donde se olvida la capacidad inventiva y de extrañamiento ante estados de cosas.

 

 

 

Este tipo de cuerpos, que no reclaman ninguna responsabilidad y se presentan adormilados dentro del proceso de producción de sí mismos, así como en las relaciones que se sustentan en su entorno, es una herencia de la que la escena contemporánea no ha podido desprenderse por completo.

 

Cuerpo indisciplinado

 

Ante el apaciguamiento geométrico que divide entre sala-escenario, ejecutante-coreógrafo o disciplina-libertad, se posiciona el reto del cuerpo en la danza contemporánea. Frente a las corporalidades asignadas, neutras, univocas, individuales, autónomas y distantes, se pone especial atención en las condiciones de posibilidad exaltadas por lo corporal entendido como lo múltiple, irruptivo y amplificador de relaciones inestables.

 

Visto así, el movimiento del cuerpo de la danza contemporánea busca romper cuadros preimaginados y disciplinamientos que, por igual, someten y tallan a cualquier corporalidad sin detenerse en singularidades. Con esta ruptura se genera un vacío que exige asumir la responsabilidad de enfrentar la falta de designios ajenos, lo que lleva a la exploración en la propia potencia. Esta anotación recuerda, una vez más, a Derrida, al referir al hueco que queda cuando la jerarquía del autor se trastoca y nada, anterior a la producción misma de la obra, queda por decirse. Entonces, aparece ese vacío que ya no obedece ningún decir previo dancístico, y que se acerca (tan sólo se acerca porque bien sabemos que la libertad del movimiento en general nunca es natural) al movimiento libre y espontáneo del cuerpo bailando:

 

“En cierta forma, la responsabilidad de la escritura, de lo que llamamos creación en general, se vive como algo hueco, proveniente de un vacío —una especie de kenos de la escritura—, de tal forma que, en el fondo, lo que habría que decir no existiría antes del acto de decir; porque si el contenido de lo que estuviera por decirse fuera previo, no habría, por un lado, responsabilidad qué asumir, no habría riesgo, y, por otro, veríamos reconstituirse al mismo tiempo la dicotomía y la jerarquía entre el autor, el texto y la escena”.[3]

 

Con esto quiero decir que, desde la mirada en donde el cuerpo ya no se considera modelo ideal y unívoco, sino aquello excesivo que ningún lenguaje alcanza en su totalidad, se rebasa la percepción de la forma encuadrada y se da el impulso para que los cuerpos generan experiencias productoras de sentidos múltiples, siempre insuficientes e indóciles ante cualquier estado de cosas o relación tipificada. Vemos, entonces, una ruptura constante de significados que requiere de una exploración continua. Así, será en la exploración del movimiento que el cuerpo se deja tocar por la multiplicidad de las fuerzas que atraviesan, lo que lo volverá desobediente a los patrones que lo habían estatizado.

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Con ello reaparece en la danza el cuerpo sin recato, que niega las formas de apropiación institucionales, que elimina jerarquías, apela a la producción de nuevas experiencias corporales y a la problematización de todo espacio preconcebido, aquel que busca esconder accidentes y fallas y asignar a cada cuerpo en lugares bien demarcados. De este modo, se da cabida a los movimientos de desestabilización que desplazan, como consecuencia, lo sensible, lo visible y lo decible de regímenes en apariencia inamovibles, y se activa el sentido vital que contiene la danza cuando reclama repensar y reconstruir al espacio de lo corporal.

 

Desde esta perspectiva, tememos la propuesta de una concepción del movimiento sin tapujos, gozoso, contagioso, perturbador, como un movimiento sin movimiento de danza (más dentro de una pista de baile que en un teatro), concebido fuera del límite del cuerpo prefigurado. Y si este movimiento, abierto a otras corporalidades, posee la indocilidad necesaria para interrogar la práctica dancística, también trae consigo el cuestionamiento a los hacedores de escena limitados a ser agentes de discursos cerrados, formulados con antelación y restringidos a ser vehículo de sentidos a priori, para empezar a concebirlos como subjetividades en acción y con gran fuerza crítica y creativa.

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Así, los planteamiento del quehacer dancístico contemporáneo no anuncian una nueva manera de moverse sino una experiencia que invita a desbordar las cuadraturas de las técnicas de formación disciplinar y a la mirada prohibitiva del cuerpo como exceso y exuberancia, con lo que se plantea una nueva sensibilidad: al final tenemos que la danza contemporánea abre un espacio al movimiento que se alimenta de la indisciplina y de la multiplicidad del cuerpo que, aunque nunca es totalmente libre, encuentra un lugar para experimentarse sin recato.

 

Cuerpo táctil

 

Partícipe y constructora del cuerpo, la danza abre un horizonte de conocimiento que se da desde el tacto y el roce continuo con los otros. Frente al cuerpo vuelto blanco de vigilancia y control por los ejercicio de poder, Rolnik propone un cuerpo dispuesto a ser afectado por las fuerzas del mundo y sensible a las vibraciones nerviosas que recorren la carne (llamado por esta autora, cuerpo vibrátil), con lo que reconoce la potencialidad de las fuerzas que se disparan de lo vivo como producto de nuevas formas de la experiencia y que no pueden ser abarcadas en su totalidad por ningún disciplinamiento: “Conocer el mundo como materia-forma convoca la percepción, operada por los órganos de sentido; en cambio, conocer el mundo como materia-fuerza apela a la sensación, engendrada en el encuentro entre el cuerpo y las fuerzas del mundo que lo afectan”.[4] Éste es un encuentro que se propone desobstruir el acceso a lo sensible que acerca al otro, al entorno y a lo vivo, y que potencia las fuerzas de lo corporal.

 

En este contexto, me parece pertinente señalar la distinción que Benjamin hace entre el mago y el cirujano en su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, en donde el primero cura al poner su mano sobre el enfermo, es decir, desde la distancia del mero toque, mientras que el segundo lo hace por medio de la intervención que implica penetrar el interior del paciente al introducirse operativamente.[5] Éste último, bien cercano a la compenetración intensa de lo táctil, deja de lado la visión cautivadora y se vuelve un proyectil que se impacta en el espectador. Entonces, eso táctil remite a un cierto tipo de percepción que va del recogimiento y del hundimiento ante la obra, a aquella que va hacia el espectador, que “baña con su oleaje, la envuelve en su marea”[6] y que genera un tipo de recepción no sólo visual y de formas a contemplar, sino sensorial que penetra al cuerpo y desobstruye su potencialidad.

 

Cuerpo contagioso

 

La danza, que reclama el tacto y el eco entre corporalidades, y que elimina las fronteras del cuerpo individual (si es que un cuerpo individual existe), produce un potencial que despliega energía, líneas de tensión, campos de fuerza, zonas de riesgo, imágenes sin significación directa ni promesas de desenlaces digeridos, que desplazan, constantemente, a los convocados por el movimiento. Este despliegue de fuerzas, que se provoca por el vaivén del cuerpo en la danza, va más allá del escenario delimitado por cuatro paredes, para ir directamente a la sensación del otro, haciendo que el movimiento se vuelva vivencia corporal. Veremos que el bailarín, además de movilizar al propio cuerpo, convoca, reconstruye y encarna los vínculos entre corporalidades; invita al otro a moverse, a seguir su ritmo y, de esta manera, remover sus propias fuerzas vitales.

 

En este contagio aparece un espacio que no se puede definir sólo por sus características técnicas, así como un cuerpo que se juega y se construye en el encuentro plástico, donde cualquier delimitación limitante queda rebasada. Si a partir de este sitio pensamos al cuerpo como un habitar el espacio, es decir, como un situarse en el mundo no limitado por un territorio que demarca un adentro y un afuera, abierto al encuentro y dejándose afectar, podemos afirmar, como lo hace D. Najmanovich, que “el cuerpo no puede ser pensado como un recipiente que nos contiene ni una muralla que nos aísla, es lo que se forme-deforme-transforma y conforma en el entramado de la vida”,[7] ya que éste, en contacto con la alteridad, moviliza subjetividades, borra la frontera entre territorios y llama al otro desde el movimiento gozoso y contagioso. Rolnik dice: “Nuestro cuerpo tiene una potencia absolutamente fundamental en cuanto vivo que es la potencia de ser afectado por las vibraciones de la realidad en cuanto campo de fuerzas y no en cuanto forma”,[8] concepción de lo corporal que se enfrenta a la limitada por prohibiciones y jerarquías.

Esta última nota me parece significativa porque la presencia visible del que habita la escena es la que potencia el encuentro, porque su cuerpo se vuelve un espacio convocante, que, además, se deja afectar y desplaza aquella subjetividad unívoca que mira a lo otro desde un yo exterior e interpretativo. Por ello, considero importante recalcar la consigna del cuerpo del bailarín de mostrarse ante otros en escena, desde formulaciones corporales pulsantes que no se encierran tras una cuarta pared ni se detienen por la técnica de formación dancística o por el prototipo de cuerpo bien definido.

 

Veremos que, a través del movimiento, el cuerpo en la danza busca un contacto que apele al gozo desobediente; entonces se lía con los otros a través de la atmósfera que respiran y que habitan, y evoca al impulso y el instinto de tocar (a veces sin tocar). Y es que el cuerpo es vulnerabilidad y fuerzas, y desde ahí activa flujos vitales que ponen en cuestión a la distancia y a los encuadres fijos, así como a los lugares asignados que responden al cuerpo disciplinado, para, entonces, potenciar aquel eco que disloca sentido y cuestiona al cuerpo pensado sin ningún tipo de polémica.

 

Cuerpo extraño

 

Si el accionar de la danza apela a un encuentro con otras corporalidades, si impulsa un movimiento de fuerzas desde lo táctil que problematiza al propio cuerpo, entonces es capaz de construir otras relaciones y geografías de acción.

 

Esta posibilidad, la de trastocar la concepción naturalizada del cuerpo, conlleva un cuestionamiento de las relaciones jerárquicas encarnadas; además, implica dudar de que ciertos cuerpos sólo están capacitados para ejecutar los dictados del que se ha señalado como creador, coreógrafo-director, que los recluta mudos y dóciles, y afines a los requisitos para la estructuración de su obra; implica romper estructuras que fomentan una relación imitativa y reproductiva, que no repara en la imposibilidad de representar directamente lo que un autor designa a otros cuerpos cargados de experiencias, memorias y motores propios; e implica dirigir la mirada hacia la forma de abordar la propia relación con el cuerpo.

 

En esta tarea de desautomatizar al cuerpo definido en una identidad esencial y al movimiento corporal prefigurado, opera un extrañamiento que invita a reinterpretar las sensaciones instituidas y a extraerlas del lugar común de la danza. Tal extrañeza logra que el cuerpo del bailarín, que desde sus gestos extracotidianos ya polemiza al movimiento habitual, trastoque certezas y llame a la exploración de la propia experiencia, entrañada y grabada, así como a deshabituar el trazo ciego de lo que se ha definido como su única posibilidad de trazo.

 

Este extrañamiento, que repercuten en el cuerpo al poner en crisis su estado de cosas, es capaz de abrir un espacio de transformación al cuestionar su propia composición. Margarita Baz señala: “Habitar el cuerpo como condición de su proyección escénica, es también, paradójicamente, deshabitarlo de identidades cerradas, del ensimismarse imaginario, para hacer posible la emergencia de la potencia de enlace, del don, del ser con los otros”.[9] Así, el bailarín emprende su empresa hacia aquel cuerpo opaco, hecho disciplina natural e incuestionable que, comúnmente, es su propio cuerpo, con el objetivo de alejarlo de su existencia instituida y acercarlo a la presencia viva de la sensación, que invoca a la multiplicidad plástica de fuerzas que nos afectan y que potencia un asomarse sorpresivo, que recrea y distorsiona aquello que habíamos visto sin cuestionamientos. Entonces, este cuerpo se reconoce en el vaivén que va de la paz de la normalidad, a la turbación que desequilibra y que orilla a buscar y a actualizar sentidos desde las experiencias físicas del desplazamiento.

 

Pero, ¿no es en el momento en el que algo parece tener sentido cuando uno debe cuestionar la situación de nuevo? Para que el cuerpo de la danza se vuelve crítico de la realidad tendiente a lo verdadero, se inserta en propuestas interrogativas, propositivas y encaminadas hacia la invención que afecta la realidad, habilita conexiones que no puedan definirse para siempre y propaga nuevas formas de relacionarse con lo corporal. Así, habrá que tenerse cuidado de no volver a rotular o darle nombre definitivo a esta danza y a su cuerpo, ya que eso sería una manera de quitarle extrañeza y estabilizar cada nueva exploración.

 

Cuerpo presente

 

Aquel cuerpo que reta la visión unívoca del ojo hegemónico desde su trinchera (la escena), deja entrever las tensiones indecibles que atraviesan al movimiento; invoca las fuerzas de la vida, de las que no puede apropiarse por completo y para siempre, pero que, en el intento de descifrarlas, intento por demás siempre fallido, logra trastocar la actualidad de su presencia.

 

Al entender de Derrida, nos encontramos frente al planteamiento de otro tipo de representación. No se trata de la representación que ilustra y queda exterior a la acción artística; tampoco tiene que ver con la escena hecha para voyeurs, es decir, para meros espectadores. En vez de esto, la representación se entiende como la producción de un espacio que se despliega en varias dimensiones y “que ninguna palabra podría resumir o comprender”.[10]

 

La práctica de la danza contemporánea busca gestar y encarnar sensaciones que vayan más allá de la elección de un tema bien recortado y separado de su fondo, para adentrarse en la potencia propia del acontecer. En este sentido, parafraseo las palabras de Gilles Deleuze dirigidas al teatro de Carmelo Bene: el sujeto-tema, entendido como forma o conflicto, se subordina a la intensidad o al afecto.[11] Por su parte, Hans-Thies Lehmann, haciendo referencia a la ilusión dramática rota, apunta que “ya no se busca la totalidad de una composición estética constituida de palabras, de sentidos, de sonidos, de gestos, etcétera, y que se presenta como una construcción coherente para la percepción”;[12] en lugar de ello, se buscan grabar impresiones sensoriales que, luego, serán asimiladas para inventar y reinventar vocabularios de movimiento.

 

Si bien no se puede prescindir de los dispositivos formales, de la técnica de formación dancística ni del encuadre que visibiliza toda realidad, la presencia, como un decir asomándose del cuerpo a partir de la representación, siempre alude a ese algo más excesivo que se manifiesta, no como reflejo sino como fuerza, expresión de la práctica que se ubica en la propia vida, es decir, en el cuerpo aconteciendo.

 

El roce entre cuerpos, que se da por habitar un mismo espacio, abre una perspectiva en la cual el bailarín se reorganiza en función de lo inmediato, de su materialidad y del acontecimiento que es él mismo, así como del otro bailarín bailando, si es el caso, y del otro, que no se puede pasar por alto, que es el público convocando, su presencia y corporalidad. Aquí, el cuerpo es el lugar de encuentro y el tacto, el sentido primordial, porque, al final, todos hemos vivido un cuerpo, el propio cuerpo finito, sensible, singular, capaz de afectar y poner en jaque al sujeto distante abstracto y meditativo.

 

Encontraremos a los cuerpos constituyéndose en el jugarse y dejarse afectar en el encuentro del aquí y ahora, más que su interpretación, en su experimentación y desplazamiento. Por ello, cada vez más separado de dispositivos que ocultan y niegan su voluptuosidad, el cuerpo en la danza busca representarse a sí mismo.

 

Cuerpo político

 

Lo político en el arte no tiene que ver con los mensajes ni sentimientos que transmite con respecto a asuntos sociales; según Jacques Rancière, el arte es político en la medida de lo que hace o no visible:

 

En la medida en que encuadra no sólo obras o monumentos, sino también un sensorium espacio-temporal específico, en tanto este sensorium define modos de ser en conjunto o de ser separado, de ser dentro o fuera, en frente o en el medio de, etc. Es político en la medida en que sus propias prácticas modelan formas de visibilidad que reencuadran el modo en que prácticas, maneras de ser y modos de sentir y decir.[13]

 

Entendida así, la práctica estética de la danza se acerca a la consideración que Ileana Diéguez hace del cuerpo del ejecutante escénico: en este caso, la acción dancística, con su presencia material activa, queda inserta en ciertas coordenadas contextuales que la afectan y desde las que deriva su intervención en el flujo de lo real, con lo que reafirma que “la presencia es un ethos que asume no sólo su fisicalidad sino también la eticidad del acto y las derivaciones de su intervención”.[14] Ahora bien, es importante destacar que esta eticidad no tiene que ver sólo con la postura exterior a la obra y la de sus creadores; tampoco se relaciona únicamente con el contexto político que rodea a los modos de producción y distribución del arte. Aquí importa resaltar lo que se genera desde el interior de la propia práctica, las propuestas que, desde lo corporal, irrumpen en un panorama vetado y velado, el cómo se desplaza lo inamovible y se señalan las violencias perpetuadas en el cuerpo.

 

Bajo este argumento, podemos proponer al cuerpo en la danza como el cuerpo en movimiento que conlleva un impulso que, de modo gratuito, sin ninguna finalidad externa a la propia acción de moverse, contagia el deseo de experimentarse y reconocerse como una multiplicidad de intensidades, sensaciones y deseos fluyendo, desde donde se revela lo sensible, invisible e indecible, y se tensiona la hegemonía del movimiento y el modelo del cuerpo ideal. De esta forma, la exploración en el cuerpo en movimiento, evidencia otras corporalidades anuladas y escondidas tras la correcta edad, clase y género para bailar, que niegan las singularidades y la posibilidad de todo cuerpo de bailar.

 

Como una suerte de resistencia, la danza rompe con los poderes que se juegan dentro de ésta, interfiere y prolifera configuraciones, cuestiona referencias dominantes y se acerca a sensaciones que ya no se basan en identidades ni en la prohibición de las jerarquías bailarín-coreógrafo, alumno-maestro, cuerpo de baile-solista, ejecutante-artista, espectador-bailarín…, sino en el desbordamiento y el exceso que es el propio cuerpo en movimiento.

 

Una última consideración: el cuerpo espectador

 

Las nuevas corporalidades escénicas reclaman otro tipo de percepción para el espectador, en donde la danza ya no sea para ser vista sino para inmiscuirse en ella. Entonces, es importante introducir la noción de espectador curioso, ya no sólo a la expectativa de lo que se le pone enfrente y seguidor de discursos ya digeridos, sino como el que reclama otras formas de participación, brindándole una dimensión a la producción escénica en donde los papeles de quien mira, quien crea y de quien ejecuta, se difuminen para apelar al otro y, de esta manera, provocar interpelación.

 

Bibliografía

 

  1. Baz, Margarita, “La formación del sujeto de la danza: el despliegue de los escenarios rituales”, prólogo a Alejandra Ferreiro Pérez, Escenarios rituales. Una aproximación antropológica a la práctica educativa dancística profesional, CENIDI-Danza/INBA, México, 2005.
  2. Benjamin, Walter, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Trad.de Andrés E. Weikert, Itaca, México, 2003.
  3. Deleuze, Gilles, “Un manifiesto menos”, en Superposiciones, de Jaques Algasi, Ediciones Artes del Sur, Buenos Aires, 2003.
  4. Derrida, Jacques, “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación”, en La escritura y la diferencia, Trad de. Patricio Peñalver, Anthropos, Barcelona, 1989.
  5. _____________“Las voces de Artaud, entrevista con Èvelyne Grossman”, en Magazine littéraire, Trad. de Dulce María López, No. 434, 2004 (http://caosmosis.acracia.net/?p=450), consultado el 10 de enero de 2016.
  6. Diéguez Caballero, Ileana, Escenarios liminales. Teatralidades, performances y política, Atuel, Argentina, 2007.
  7. Lehmann, Hans-Thies, “El teatro posdramático”, Trad. de Jean-Frédéric Chevallier y Philippe-Henri Ledru en J. Chevallier, (coord.), Coloquio internacional sobre el gesto teatral contemporáneo, UNAM/ Escenología/ Proyecto 3, México, noviembre de 2004.
  8. Najmanovich, Dense, “Del cuerpo –máquina al cuerpo-entramado”, en Revista DCO, 9 y 10, México, enero 2008.
  9. Rancière, Jacques, citado en Eduardo Pellejero, Jaques Rancière: Las aventuras de la emancipación (fc.ul.pt/equipa/3_cfcul_elegiveis/eduardo%20pellejero/rancieemanc.doc), consultado el 2 de enero de 2016.
  10. Rolnik, Suely, El ocaso de la víctima, en Caosomosis Biblioweb (http://caosmosis.acracia.net/), consultado el 24 de julio de 2016.
  11. _____________ “La memoria del cuerpo contamina el museo”, en Transform, de Damian Kraus, 2007 (http://www.transform.eipcp.net/transversal/0507/rolnik/es), consultado el 8 de abril de 2016.
  12. _____________ “Redefinamos utopía como los mundos que se crean según lo que la vida colectiva pide”, en Eutsi, página de izquierda antiautoritaria, 2007 (http://eutsi.org/kea/), consultado el 2 de mayo de 2016.

 

Notas

[1] Jacques Derrida, “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación”, p. 335.
[2] S. Rolnik, “La memoria del cuerpo contamina el museo”.
[3] J. Derrida, “Las voces de Artaud, entrevista con Èvelyne Grossman”.
[4] S. Rolnik, El ocaso de la víctima.
[5] Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, p. 81.
[6] ibídem, p. 93.
[7] Dense Najmanovich, “Del cuerpo –máquina al cuerpo-entramado”, p. 96.
[8] S. Rolnik, “Redefinamos utopía como los mundos que se crean según lo que la vida colectiva pide”.
[9] Margarita Baz, “La formación del sujeto de la danza: el despliegue de los escenarios rituales”, p. 15.
[10] J. Derrida, “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación”, op. cit., p. 325.
[11] Cfr. Gilles Deleuze, “Un manifiesto menos”, en Superposiciones, p. 93.
[12] Hans-Thies Lehmann, “El teatro posdramático”, p. 36.
[13] Jacques Rancière, citado en Eduardo Pellejero, Jaques Rancière: Las aventuras de la emancipación.
[14] Ileana Diéguez Caballero, Escenarios liminales. Teatralidades, performances y política, p.45.

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