Reflexiones sobre la guillotina, la vuelta a Albert Camus

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Reflexiones sobre la guillotina, la vuelta a Albert Camus

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Frente al crimen, ¿cómo se definió, en realidad, nuestra civilización? La respuesta es simple: desde hace treinta años, los crímenes de Estado exceden a los crímenes de los individuos. No hablo, ni siquiera, de las guerras, generales o localizadas, aunque la sangre también sea un alcohol que intoxica, a la larga, como el más ardiente de los vinos.

Albert Camus, Reflexiones sobre la guillotina

 

Albert Camus, escritor prolífico de origen argelino, considerado uno de los exponentes más notables de la literatura francesa (Premio Nóbel). Contemporáneo de Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Merleau Ponty, Raymond Aron. Autor de El extranjero, La peste, El primer hombre, impulsor de la filosofía del absurdo. Albert Camus, el intempestivo e irreverente, hoy día sigue manteniendo gran vigencia gracias a sus obras literarias, las cuales se han caracterizado por su marcado sentido ético y psicológico.

Sin embargo, la obra de Camus va más allá de su narrativa (novela, cuento, dramaturgia), prueba de ello es su producción periodística, así como diversos ensayos entre los que destacan, El mito de Sísifo, y El hombre rebelde, éste último que, como sabemos, le valió el rompimiento definitivo con J.P Sartre. Pero además de estos dos ensayos (de corte filosófico) de gran valor y profundidad, hay otros que tal vez no se han tomado con la debida atención y seriedad. Pienso en concreto en su ensayo Reflexiones sobre la guillotina publicado en 1957.

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Ensayo olvidado, desconocido, tal vez opacado por otras obras del mismo autor, sea cual sea la razón del desconocimiento de este trabajo, lo cierto es que dicho texto constituye una aportación genuina de Albert Camus al tema jurídico y ético que envuelve a la pena capital. Se podrá objetar que la pena de muerte es cosa del pasado. Y en efecto, en muchos Estados ha sido abolida, incluso constitucionalmente. Pero sigue vigente en otros más. Como en Estados Unidos, Corea del Norte, Corea del Sur, China, Japón, etc. En Francia, se prohibió hasta 1981. Es decir, varios años después de que Camus publicara Reflexiones sobre la guillotina.

Reflexiones sobre la guillotina, vale señalar, nace como un ensayo que podemos denominar “de diálogo” con otra importante obra, Reflexiones sobre la horca, del inglés Arthur Koestler. No en vano es que en algunas ediciones como la ofrecida por la editorial Emecé, sea posible hallar los dos escritos juntos. Aunque, también eso no impide que se puedan leer independientes el uno del otro.

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Los años de posguerra, gracias a la terrible crisis europea, marcan de manera rotunda Reflexiones sobre la guillotina, dando al lector una crudeza poco usual. Entre los argumentos vertidos por Camus, que han soportado el paso del tiempo, se recrea el terror de una época y por supuesto, de la pena capital. Pero va más lejos, ya que su autor no sólo reconstruye el fenómeno de dar muerte por fuerza de ley, sino también incide en una crítica contundente a la violencia de Estado. Así, Camus cuestiona, da vueltas al problema. Orillándonos a pensar ¿A caso dar muerte al criminal, remedia verdaderamente la polución del delito?

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Ya en las primeras páginas del texto, Camus comparte una anécdota, la de su padre. El cual, indignado por un homicidio múltiple (en el cual un asesino acabó con la vida de un matrimonio y sus hijos) decidió por primera vez, asistir a la decapitación pública de un delincuente:

 

“Una de las raras cosas que sé de él (refiriéndose a su padre), en todo caso es que quiso asistir a la ejecución, por primera vez en su vida. Se levantó de noche para dirigirse al lugar del suplicio, en el otro extremo de la ciudad, en medio de un gran gentío. A nadie dijo lo que había visto esa mañana. Mi madre cuenta solamente que entró como una exhalación, el rostro trastornado, se negó a hablar, se tendió un momento sobre la cama y de pronto se supo a vomitar”

 

La indignación y la rabia son emociones que mueven a una sociedad a clamar justicia para que se repare el daño recibido. Como lo hiciera, en su momento, el padre de Albert Camus, al presenciar la decapitación de un asesino. La pena de muerte, en todo caso, es bien sabido que por mucho tiempo ha sido el acto “intimidatorio por excelencia” del que se han valido gobiernos enteros: laicos y religiosos. El espectáculo de sangre del que se hacía gala en las plazas públicas, el ritual entre el verdugo y el criminal en donde éste quedaba a merced del primero, muestra hasta dónde la pena de muerte ha sido un suceso inmisericorde y “excepcional” ante el espectador, para poner así un coto a acciones criminales especialmente repudiadas: como el asesinato, la violación, la traición a la patria, etc. Pese a todo, la pena de muerte nos dirá Camus: “… no es menos indignante que el crimen, ya que ese nuevo asesinato, lejos de reparar la ofensa hecha al cuerpo social, agrega una nueva mancha a la primera.”

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Y efectivamente, tan es una mancha —opinó Camus—, que la sociedad nunca habla de la pena de muerte con absoluta apertura, sino con fórmulas estereotipadas. Y lo mismo hará la prensa. Esto sugiere, como comenta J. Bloch-Michel, que la pena de muerte no es sino otro crimen, aunque racionalizado y legalizado. Desde que Cesare Beccaria en siglo XVIII, con De los delitos y las penas hiciera una ofensiva para abolir la pena de muerte, dos siglos ya habían transcurrido en los cuales, lentamente la pena de muerte se empezó a ver, si bien aún como un medio para reducir el delito, también comenzó a apreciarse como un acto de obscenidad. Por eso mismo, la pena de muerte, ya en el siglo XX, se empezó a realizar en privado. No en público. Sino en el patio trasero de las penitenciarias. Y de las que la prensa, al cubrir la nota, sólo comunicaba, ya consumada la pena que: “el condenado había pagado su deuda a la sociedad”

La pena de muerte, como sea, ha seguido dividiendo a la opinión pública, porque oscila entre el sí y el no. De practicarla, en todo caso, tendría que ser, pensaba Camus, pública. Por suponer un castigo ejemplar. Por tanto, el acto habría que llevarse a cabo directo a la mirada, bajo el escrutinio y el morbo de la gente, para que la pena capital lanzase el mensaje rotundo de contención: “quien realice esto, pagara así, del mismo modo que este desdichado”. De ahí que para que una pena manifieste “ejemplaridad”, es fundamental que sea “espantosa” dirá Camus, con el fin de convertirse en un acto verdaderamente intimidatorio.

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De no hacerlo así, ¿entonces por qué mantener la pena capital que deja de ser ejemplar, tanto porque no es pública, tanto porque no despierta el terror necesario al delincuente? Ese terror que debería generar la fuerza suficiente para helar la sangre de quien mira el momento justo en que cae la cabeza del criminal. O cuando el cuerpo del condenado es suspendido por una soga. Cuando las muecas y el rictus de dolor nos impacta por su rotunda “veracidad”. Con esa rigidez que manifiesta, nada más y nada menos que la suerte burda de quien ya no tiene más salida que morir.

Para Camus, el inconveniente de que la pena capital haya dejado de ser pública, exhibía al tiempo la desconfianza de la propia sociedad en que, en efecto, tal pena no fuera un “remedio” a la criminalidad. Hecho que además se reflejaba en cifras, es decir, que pese a que se mantuviera la pena a muerte en muchos Estados, ésta no había eliminado en porcentajes nítidos los problemas de raíz. Vaya, ni redujo ni aumentó el crimen, según las estadísticas.

Pero hay algo más: lo que esconde el dar muerte al condenado, y del cual no hay ninguna mención sobre el proceso, pero que Camus sí resalta. Motivo por el cual argumenta que con la pena de muerte se hace del criminal un objeto: una cosa. Lo que significa que se le sobaja a una completa deshumanización.

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El argumento de Camus retorna a un fondo ético inmediato. Ya que la relación con el otro, el delincuente, a través de la pena capital, nunca repara, en absoluto, el daño a la sociedad. Afirmación que contrasta con el argumento hegeliano que encontramos en los Fundamentos de la filosofía del derecho, concretamente en el famoso parágrafo 100. Donde Hegel señala que: “(…) (con la pena de muerte) se honra al delincuente como algo racional.”

En Reflexiones sobre la guillotina, la postura que defiende Albert Camus será por completo contraria a la de Hegel. Ya que para Camus no existe el reconocimiento del otro (el delincuente) en tanto que sujeto, sino en tanto que objeto. Ni muchos menos hay honra hacia él. Al contrario. Es la reducción de la corporalidad al grado más bajo. Por lo que afirma Camus, con crudeza, que la pena de muerte se ha de considerar como lo que en realidad es: una venganza. El talión. Ojo por ojo, diente por diente: “El talión es la categoría de la naturaleza y del instinto, no de la categoría de la ley”. Con esto se contradice el alegato de quienes aun hoy, declaran que la pena a muerte no es ninguna venganza, sino una pena preventiva para que el mismo delito no se vuelva a repetir. Ante estas objeciones, Camus señala: “El castigo que sanciona sin prevenir, se denomina venganza. (…) Quien me hizo mal debe recibir mal; el que me reventó un ojo debe quedar tuerto; en fin, el que mató debe morir.” Acá tenemos el círculo vicioso. Que se repite una y otra vez.

Al criminal localizado por el crimen cometido: se le secuestra (se le pone al resguardo de la ley), se le juzga, se le condena a muerte, y se le alimenta bien. Es como un animal al que se le retiene vivo, con la ventaja de que el delincuente es consciente de su pesar antes de llevarlo al patíbulo. Un procedimiento terrible, en efecto, porque se le asesina lento, mil veces en vida antes de darle el golpe final. La postura de Camus es clara, la de un humanista que se opone a la violencia venga de donde venga. Aunque, se comportó particularmente duro con los crímenes del propio Estado.

Así, como se puede apreciar, en este breve panorama, Reflexiones sobre la guillotina es una pequeña obra pero de gran calado: dura, crítica, mordaz. Que merece ser leída y contrastada a la luz de nuestro tiempo. Por tener la fuerza de mostrar, con todo realismo, el lado destructivo que emana en cada uno de nosotros, acaso porque en cada uno también existe un verdugo que desea la muerte del otro. Sea como sea, la pena capital, con todo y lo racional y civilizado que se diga un Estado, seguirá, por mucho, siendo un tema controvertible porque los delitos, al fin de todo, reflejan la descomposición de una sociedad; y su reparo, nunca dejara de manifestar, como dijera Camus, una venganza que sólo resulta en otro crimen.

 

Bibliografía

Camus Albert, Koestler Arthur, La pena de muerte, ed. Emecé, Buenos Aires, Argentina, 2003

 

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