Un camión lanzado para aplastar niños —entre otros— da una imagen insostenible del nihilismo. El propio nihilismo nombra un desenlace: el de nuestra historia y nuestra civilización.
Se apodere de simulacros religiosos o de extravíos psicóticos, se tome por un loco de Dios o del transhumanismo, el nihilismo encuentra la manera de destilarse y de envenenar por doquiera, y en todos aquellos a los que pueden fascinar las potencias de aniquilación.
No basta con declararle la guerra. Debemos enfrentarnos con nosotros mismos, con nuestra empresa universal de potencia nunca satisfecha. Tenemos que examinar y desmontar los camiones locos de nuestros supuestos progresos, de nuestras fantasías de dominación y de nuestra obesidad mercante.
El mundo está en un viraje. Tiene que inventar un nuevo futuro. Matar a los niños (y a los otros), es matar el futuro sin siquiera hacer existir un presente. No basta con levantar el tono: también hace falta pensar lo que existir puede querer decir, aparte de hacer rodar camiones, mercancías y empresas.
Un político profesional, hombre o mujer, el día de hoy ya no puede eximirse de hablar del sentido de nuestro mundo. Y ello no solamente recitando la divisa de la República francesa, pues cada una de esas palabras es aplastada por los camiones, las mercancías y las empresas, y por la insuficiencia o la negligencia de nuestros pensamientos.
No se trata de acusarnos más que a los fanáticos, los terroristas y los aterrorizados. Se trata de ir más allá de los reflejos condicionados. Pues lo que está en juego es la exigencia incondicional de un mundo posible.
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