Paulina Rivero Weber, (Coord.), Nietzsche: el desafío del pensamiento, Ed., FCE, México, 2016.
“Tenemos aquí un libro, decía Klossowski, que dará cuenta de una rara ignorancia: ¿cómo ceñirse a hablar del “pensamiento de Nietzsche” sin señalar en ningún momento lo que ha sido dicho al respecto?”.[1] Retomo estas palabras, porque creo que ellas hablan de nuestra propia experiencia al leer Nietzsche: el desafío del pensamiento, coordinado por Paulina Rivero. No nos queda duda, “[…] lo que este libro muestra no es sólo eso (pretender hablar del mundo desde Nietzsche), sino cómo al hacerlo surgen originales soluciones a problemas actuales”.[2] como escribe Paulina Rivero en su prólogo.
Al abrir las páginas de este libro lo que sale a la luz es su radical novedad. Su compleja textura, su tejido asombroso, la trama de la que se anudan cada uno de los ensayos aquí vertidos, suscita la reflexión, el sorpresa, la duda, nuestro escepticismo, una perplejidad ante los temas variopintos realmente desafiantes porque ellos nos presentan a un Nietzsche en el que “el pensamiento lúcido, el delirio y el complot forman un todo indisoluble”.[3] Es cierto, tenemos aquí a un Nietzsche visionario respecto de la concepción de la animalidad, de nuestro ser depredador y en el que ahora se advierte la alteridad no ya desde la mismidad ni de la semejanza, sino desde ese devenir en el que nos descubrimos en la desapropiación de sí, para vernos como eso que somos en tanto que animales.[4]
Pero igual cuando nos preguntamos en este momento si es posible la figura del filósofo, la respuesta se nos viene de inmediato, como una avalancha, como el filósofo del futuro, es decir, “hombres experimentos”, “aquellos para los que la filosofía y el pensamiento deben ser un ‘testimonio determinante acerca de quién es él, esto es, en qué orden jerárquico se disponen los instintos más íntimos de su naturaleza’ y para los que el conocimiento ‘es un mundo de peligros y victorias en el que también los sentimientos heroicos tienen sus tarimas para el baile y sus palabras para la lucha […]’.”[5]
Santiago Guervos destaca con ello a un pensador que se autointerpreta, y en el que “su filosofía es la confesión de sí mismo, la experiencia de su pensamiento, el experimento supremo de su propia vida”.[6] Algo que me recuerda a Kierkegaard para quien habría que creas pasiones, al menos una por la cual vivir o morir. Estos dos temas son desafiantes, nos incomodan, por su denuedo al hablar de coherencia, y de nuestra racionalidad puesta en cuestión. Este libro va contra todos los códigos establecidos de interpretación hechos sobre y contra Nietzsche. Y digo esto porque creo que en el título mismo, radica la fuerza del libro: desafío. Uno no va a leer el tradicional Nietzsche deleuziano, ni tampoco el de Fink, o el de Ross, ni al de Colli o Safranski, por decir los menos.
Hay algo que marca todo nuestro quehacer contemporáneo y es esa andanada semántica nietzscheana del “Dios ha muerto”. En La Gaya ciencia, más exactamente, en el fragmento 125, Nietzsche decía que la muerte de Dios era la gran experiencia del vacío. No estaba equivocado. Si pensamos que nuestra cultura está bañada de todas las quimeras de los nuevos humanismos, de todas las “facilidades” de una antropología, entendida ésta como reflexión general, medio positiva, medio filosófica, sobre el hombre, reconforta y tranquiliza pensarlo entonces desde la llamada “muerte de Dios”, es decir, desde el instante mismo en que Dios pasa a segundo término y nos quedamos con su sombra, la verdadera batalla, el reino de la disciplinarización y del escamoteo al mundo de su estatuto fundamental de “mero accidente”.
Y ése es el punto nodal, porque la lucha por la secularización, es decir, el trabajo por hacer inquebrantable el espacio de mundo para negarle lugar a Dios o a los dioses no termina; todos sabemos que es el tiempo de la ciencia; es la puesta en cuestión del orden del ser; es el periodo del desarrollo de la burguesía; el espacio de la retirada, de la despedida. Por eso el nuevo mito: la idea de construir lo sagrado en medio de la despedida de Dios y de la fortificación del progreso, de la emancipación. Sin embargo, en rigor, como Nietzsche quería, sólo nos queda la época del no-lugar. Nadie quiere aceptarlo, preferible vivir bajo el amparo de la sombra de Dios que vivir en sus consecuencias.
Cómo comprender que hoy es el lapso de la retirada, del quiebre del progreso que es la conjugación del futuro como lo veía Condorcet. Es el momento en que los efectos vanos de la Revolución francesa (o como se la ha llamado también: el tiempo de la esperanza trunca) tiene que brillar. Pero sobre todo, es el instante del encuentro entre Dionisos y el Crucificado: el nihilismo, leído desde la clave hermenéutica como nos propone Remedios Ávila Crespo, es decir, “una lectura del nihilismo en clave simbólica, con la doble valencia que tiene el símbolo en Ricoeur: como algo susceptible de crítica, pero también de reconocimiento, de sospecha y de escucha, de deconstrucción y de reconstrucción”.[7]
Nietzsche a cada momento sólo quiso radicalizar la idea del crepúsculo de Dios y el de nuestra básica orfandad. Porque frente a la infinitud del mundo lo que se asoma es el abismo, el dolor, la angustia, la experiencia de misma del desamparo. La metáfora de la muerte de Dios trae consigo un infinito sin confines que exige hoy una compensación; hay una inquietud de vacío, de la falla, de la fisura, en un mundo que no es el de Ptolomeo. La paradoja es que en medio de este sistema de códigos fundamentales que producen una cultura, esto es, un mundo ordenado, un mundo delimitado, racional, con sentido, la sensación es de quebranto. Sin duda Nietzsche no es el que produce este nihilismo, sino que lo advierte, y por ello su escritura da que pensar. Remedios Ávila se arriesga a pensar en la nada y en el nihilismo como contraparte de ese vacío radical, del sinsentido, en una posición en la que más bien “todo está por hacer” y por ello no interpreta al nihilismo “como una invitación a la desesperación”, “sino una llamada a la acción y al compromiso por medio de la acción”.[8]
En el ensayo de Sánchez Meca nos encontramos con una categoría familiar en la filosofía de Nietzsche: el cuerpo, tema tan vigente desde finales del siglo XX, aunque podríamos decir que fue Husserl quien se ocupó de él y luego le siguieron los fenómenologos, como Merleau Ponty y Michel Henry, pero el cuerpo en Nietzsche ha sido sin duda uno de los temas menos comprometidos en la innumerables interpretaciones. Santiago Guervós ya ha hablado del cuerpo en Nietzsche como fundamento fisiológico de su filosofía, y Sánchez Meca como “la única expresión de la vida”, de “aquella realidad de la que nosotros podemos tener cierto tipo de experiencia directa”.[9] Es decir, tomar contacto con nosotros mismos, con el sentimiento de nosotros mismos como vida encarnada, como dice Sánchez Meca, “la autoafección en nuestro cuerpo de la vida orgánica o la experiencia que la vida hace de sí misma desde nuestro interior sintiéndose como automovimiento”.[10]
Poco que agregar al lúcido ensayo de Andrea Díaz Genis donde toca la visión nietzscheana del eterno retorno. Difícil de comprender si no estamos adentrados en los niveles de profundidad de la escritura y del pensamiento nietzscheano. Andrea parte del aforismo 341, titulado “El peso más abrumador”. El análisis no tiene desperdicio y nos lleva incluso a una posición difícil de no sostener cuando escribe: “El ser humano tiene derecho a anticipar su muerte natural cunado ya no soporta su vida…”. La consecuencia de la lectura del aforismo 341, leído con perspicacia, es justo la posibilidad de lo que Díaz Genis nombra como “automuerte”.
Me es imposible reseguir el orden de los textos, hablar de todos ellos, lo que he dicho ha sido a vuelo de pájaro, una primera inmersión, un primer viaje, solo algunas consideraciones más. Es cierto lo que dice Foucault acerca de que con Nietzsche tenemos el primer esfuerzo por desenraizar el pensamiento de la antropología, por despertar al pensamiento de su sueño antropológico. Nietzsche ha encontrado el punto en el que el hombre y Dios se pertenecen mutuamente, en el que la muerte del segundo es sinónimo de la desaparición del primero, y en el que la promesa del superhombre significa en primer lugar y ante todo la inminencia de la muerte del hombre, como quería Foucault, esta es una de las ideas que atraviesan a casi todos los ensayos aquí reunidos.
En estos lances la modernidad asoma sus divisas, sus jeroglíficos que tienen que ser dilucidados: la modernidad es la forma invisible de lo que, en el fondo del mundo, hace que las cosas sean visibles; sin embargo, para que esta forma salga a su vez a la luz, es necesaria una figura visible que la saque de su profunda invisibilidad. Por eso el rostro del mundo está cubierto de señas y signos que nos hablan de esa muerte radical que hace que se abra el tiempo de la secularización, el tiempo de la fragmentación. Luego de la Muerte de Dios únicamente nos queda aquella enunciación del Sofista de Platón que decía que la verdad sólo es un conflicto de interpretaciones y ella depende de la necesidad y de las circunstancias en las que se da en una sociedad (muy a contrapelo, por otro lado, de lo que defendió siempre el mismo filósofo como “omoiosis”). Que no nos quede duda alguna, la verdad está en la Retórica, más en la construcción del discurso. El giro que se opera con la retórica nos hace ver que ella podía haber tomado cualquiera de los dos caminos, pero el lugar de la verdad es el conflicto, la invención, por eso en la interpretación histórica la verdad no es más que la invención de la verdad que se juega en la historia misma. Para Foucault, nietzscheano de prosapia, la verdad si bien ha sido registrada como adaecuatio, como concordancia, etc., esto es relevante si, y sólo sí se comprende que estas formas de la verdad sólo adquieren un estatuto a partir del proyecto de la modernidad, un plan, un proyecto, una forma de ver y vivir el mundo.
En Las palabras y las cosas, una arqueología de las ciencias humanas, libro por demás paradigmático y nietzscheano, Foucault advierte que es ahí donde se produce una forma de subjetividad y con ella una forma otra de la verdad y que surge y se promueve a partir de la elaboración de una discursividad que irrumpe en el seno de un momento histórico que se ha denominado como modernidad y que queda ilustrado en el mismo libro, por el ejemplo de la novela de Cervantes, El Quijote. Sin entrar en mayores detalles, diría que es aquí donde el individuo se toma y se sustenta, mediante el gesto soberano cartesiano, como sujeto. La transformación que se lleva a cabo de hombre a sujeto, es un vuelco, una plataforma desde la cual nace eso que constituye nuestro propio rostro.
Pareciera que la razón humana ha triunfado, que las verdades que logra captar la razón son el leimotiv de la ciencia. No hay nada más inamovible que ese sujeto capacitado para reconocerse de manera individual, como individuo, y entonces o desde entonces, se vuelve idóneo para reflexionar sobre su condición natural, histórica y performativa; en otros términos, reflexiona sobre los horizontes biológicos, ontológicos y lingüísticos, tal y como nos los hace ver Nietzsche. Ya no hablamos del hombre de carne y hueso, ya no es el ser humano convertido en objeto de estudio, sino más bien hablamos de la certeza, de ese estado indubitable que permite el conocimiento, la ciencia, el saber o la verdad. Este sujeto es el individuo que se objetiva discursivamente, es el sujeto que habla de sí por medio de discursos (decires) producidos a partir y con base en el período en que vive (trabaja y habla) y que se reconoce como parte de esta época. Para hacerse sujeto el individuo requirió entonces concebir su tiempo y su lugar, escudriñó la manera de comprender su propia naturaleza y expresar (hablar) de su vida y de sus acciones como ser viviente (su praxis). El reconocimiento de sí y la búsqueda y acceso a sí mismo (a verdades sobre sí) se convierten en elementos fundamentales para la existencia de lo que se pasó a llamarse sujeto. Las verdades sobre sí que busca revelarían su esencia. Una naturaleza que no se identifica con la creación o el libre albedrío concedido por Dios (porque Dios se ha hecho obsoleto), sino a una racionalidad natural y positiva, enunciada y fundamentada en los discursos de las ciencias humanas. Estas ciencias hacen parte del proceso de subjetivación (producción de sí) del sujeto moderno, a la vez que lo sujetan (subordinan) a las verdades que encuentran y sostienen. Sin embargo, por el camino contrario, las ciencias humanas que aparecen en la modernidad y que enuncian sus saberes acerca de lo humano (la sociedad, la economía, la psyché, etc.) tienen al propio ser-humano como umbral, como esa capacidad humana de conocer que establece el límite para los contenidos positivos que las ciencias humanas enuncian. La respuesta a esa modernidad discursiva es Nietzsche como podemos ver en cada uno de los ensayos que forman este libro.
II
Quizá dar vueltas en filosofía no sea tan inoportuno como en la vida del progreso y por esta razón podremos ir girando incansablemente las mismas preguntas como la primera vez que Tales se preguntó por aquello que da unidad y consistencia ontológica a todo lo que existe para acercarnos, como en círculos concéntricos, al punto de nuestro debate. Hay un ensayo que justo está al final del texto que me gusta mucho, y es sobre la música de Nietzsche. Paulina Rivero ya había escrito sobre este tema y junto con su hermano, que es músico, publicaron una obra excepcional que abarcaba las partituras de la música de Nietzsche; un estudio profundo sobre esta trama, y la interpretación de la misma, excepcional. Desde luego que tengo que reconocer, como decía Trías,[11] que hay conexiones entre las distintas culturas musicales como en la música teorizada por Platón y en los octoechos del canto gregoriano, así como en las escalas del temperamento igual que se da a partir del Barroco y del Clasicismo hasta el encuentro con la música de Nietzsche. Lo curioso del caso es que el filósofo siempre ha sido renuente a pensar en este ámbito del ser humano que toca todas las aristas de su trama significativa, siempre ha evadido o tratado por encima. Salvo Schopenhauer, Adorno y muy contemporáneamente Eugenio Trías, claro, sin olvidar en la antigüedad a Platón, son escasas las referencias a ese mundo excepcional de la música.
Recuerdo que fue hace mucho tiempo cuando escuché esa música, Sánchez Pascual, el traductor español de Nietzsche, en una clase de Victoria Camps había llevado algunas interpretaciones de la música de Nietzsche. Mi asombro fue mayúsculo, mi sorpresa me arrojó de cara al conflicto entre Wagner y Nietzsche. Por un tiempo tuve la sensación de haber entrado a un pasadizo secreto de la filosofía, una nota marginal, una excepción, leí “La canción de medianoche”, así como El nacimiento de la tragedia en su juego de lo dionisiaco y apolíneo, y “Las tres metamorfosis del espíritu” de Así habló Zaratustra y “La canción de la medianoche”; hay una gnosis musical que no supe leer en ese tiempo en esos textos de Nietzsche; diría que no tuve los recursos para poder reseguir en mis pesquisas. Ellas se quedaron en los puntos suspensivos de tantas cosas… No supe más. Fue un instante en el que pude descubrir a un Nietzsche sensible, tremendamente sensible a la música, de hecho, un músico. Tuvieron que pasar más de 30 años para que Paulina Rivero nos regalara ese trabajo y con ello mi memoria de aquellos años felices, y renovara mi asombro otra y otra vez por Nietzsche.
Confieso que siempre he sido un principiante en la música, confieso igual que aquella primera vez que escuché la música de Nietzsche en una extinta grabadora, con pésima acústica, no me gustó como músico, pero también confieso que el trabajo de Paulina y el de su hermano me reconciliaron con Nietzsche. Al leer este texto quedo persuadido de que “[…] su musicalidad viene de muy lejos, de mucho más lejos que su encuentro con Wagner, y llega muhco más allá de su propia vida lúcida. Él nación en un ambiente musical y vivió su primera infancia inmerso en la música litúrgica luterana, como resultará luego evidente en gran parte de sus composiciones […]. Nietzsche vivió inmerso en la música, y por tanto ésta no puede reducirse a un capítulo o a una mera aspiración en su vida: más bien, su vida podría contarse como una serie de capítulos musicales”[12] Hoy, este texto no desmerece en nada al anterior, nos cobijan anécdotas, pequeñas historias, y una suerte de hermenéutica del stimmung en Nietzsche, pero quizá lo que más me desafía en este texto es encontrarme con un Nietzsche creyente, un Nietzsche religioso, uno que, como bien señala Paulina, “Debemos recordar que un pensador que ha repetido con tal insistencia “Dios ha muerto” –no “Dios no existe”, sino “Dios ha muerto”- debiera ser tomado como un pensador de cuño religioso”.[13]
¿Qué se abre en estos ensayos, qué se extrae o que descubrimos? ¿Un intento de revelar esa otra voz de Nietzsche, su locura, el alma dionisiaca, su eterna disertación sobre el lenguaje, su despiadada crítica a la modernidad, su recurrencia al mundo griego, al arte, al cuerpo, a la tragedia y a su comprensión que nos ilumina acerca de la belleza, su música? Es cierto lo que dice Colli: “Nietzsche no necesita intérpretes, él mismo ha hablado suficientemente de sí mismo y de sus ideas”:[14] “Sólo hay que prestar atención, sin intermediarios. Para ello la primera condición es que se le pueda comprender, obviamente, pero sin menospreciar la condición posterior -en tanto que su discurso es muchas veces esotérico-, o sea que se le quiera entender”.[15] Y sin embargo, estos textos son realmente un desafío para el pensamiento, un volver a Nietzsche y buscar ahí, entre las comas y puntos, “originales soluciones a problemas actuales”.
Notas
[1] Pierre Klossowski, Nietzsche y el círculo vicioso, Ed. Altamira, Col. Caronte Filosofía, La Plata, 1995, p. 7
[2] Paulina Rivero Weber, (Coord.), Nietzsche: el desafío del pensamiento, Ed., FCE, México, 2016, p. 9
[3] Pierre Klosswski, Nietzsche y el círculo vicioso, Ed. Altamira, Col. Caronte Filosofía, La Plata, 1995, p. 8.
[4] Cfr., Mónica B. Cragnolini, “Extraños devenires: una indagación en torno a la problemática de la animalidad en la filosofía nietzscheana”, en Paulina Rivero Weber, (Coord.), Nietzsche: el desafío del pensamiento, Ed. Cit., p. 30
[5] Luis Enrique de Santiago Guervós, “La filosofía experimental en el pensamiento de Friedrich Nietzsche: la autointerpretación del filósofo en su obra”, en Paulina Rivero Weber, Op. cit., p. 33.
[6] Luis Enrique de Santiago Guervós, “La filosofía experimental en el pensamiento de Friedrich Nietzsche: la autointerpretación del filósofo en su obra”, en Paulina Rivero Weber, Op. cit., p. 38.
[7] Remedios Ávila Crespo, La ambivalente experiencia de la nada metafísica y nihilismo en Nietzsche, en Paulina Rivero Weber, Op. cit., p. 55.
[8] Ibídem, p. 74.
[9] Diego Sánchez Meca, “La crítica de Nietzsche a la ciencia moderna”, en Paulina Rivero Weber, Op. cit., p. 75.
[10] Ídem.
[11] Eugenio Trías, El canto de las sirenas. Argumentos musicales, Ed. Galaxia de Gutenberg, Círculo de Lectores, Barcelona, 2007, pp. 17-25.
[12] Paulina Rivero Weber, “Música, religiosidad y filosofía en Friedrich Nietzsche”, en Op. cit., p. 175.
[13] Ibídem., p. 177.
[14] Narcís Aragay Tusell, Origen y decadencia del logos. Giorgi Colli y la afirmación del pensamiento trágico, Barcelona, Anthropos, 1993, pp. 31-32.
[15] Citado en Narcís Aragay, op. cit., p. 32.
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