La pregunta es (también) mortal*[1]
El asunto del pino
apréndelo del pino,
y el del bambú
del bambú.
Matsuo Basho
UNO
Pongámonos bajo el influjo de un haikú y no perdamos demasiado tiempo en preámbulos. La pregunta por el ser implica, intensifica y profundiza una rotura del mundo. Esto es lo único que, al hilo, o al filo de la pregunta por la cura y la temporalidad, dentro de la estructura de la fenomenología hermenéutica, en verdad me interesará por el momento discutir.
Huyendo de lo ya pensado, Heidegger acuña, o vacía y vuelve a rellenar, el término Dasein, pero permítaseme aquí, si cabe, una referencia o alusión aun más oblicua. El ente que (se) pregunta por el ser simplemente cae de la nube en que andaba. La pregunta le hace caer en un pozo sin fondo. Cae en él sin paracaídas. La pregunta es una pregunta sin fondo, quizá, concedámoslo, sin sentido.
Pero menos que una pregunta inútil es la pregunta por la extraña, desasosegante, crepuscular o auroral verdad de lo inútil. Rodeados, infestados, compuestos de útiles, lo inútil o inutilizable emerge como una sorda, inexplícita amenaza. También, posiblemente, como promesa, y esto aproxima a los teólogos, abiertos o encubiertos, al banquete.
Porque desde Heidegger, seguramente antes que él, sabemos o adivinamos que el mundo es menos “lo real” que un inconsútil tejido de referencias, de enlaces, de funciones, de vínculos, de remisiones, de signos cuya trabazón y trenzamiento puede terminar por cubrir la totalidad de aquello que el ente que pregunta podría estar en el instante en trance de experimentar.
El mundo es un mapa, un planisferio, una representación, una maqueta del mundo. Detrás, o debajo, o al sesgo, o al margen, ha quedado aquello que el mundo no puede articular. Aquello que el mundo no puede incorporar, ni absorber, ni asimilar, ni capturar, ni poner bajo custodia y caución.
Queda, en pocas palabras, aquello que el mundo no puede.
Aquello que yo, tú, él, nosotros, vosotros y ellos, en cuanto efecto y condición del mundo, no podemos (en sus respectivas conjugaciones).
Tan no podemos, ni puede el mundo, que ni siquiera se ha podido hacer de eso un “algo”. Por raro que se escuche, pero esta es justamente la cuestión, con el ser no se puede. No se puede, en particular, hacer nada.
El ser no es la flor sino el abrirse de la flor. Sólo que el abrirse de la flor no es, propiamente, un poder. Debajo del mundo no subsiste substancia alguna, ni siquiera una realidad, sino algo innombrable y probablemente inadmisible. Antes del mundo sólo hay lo real, o el ser, pero, ¿eso qué?
¿A qué apunta la frase “lo que el mundo no puede articular…”? El mundo consiste precisamente en la transgresión de ese no-poder. El choque de dos espadas, la impugnación de la palabra. El mundo, pongámoslo así, es la conversión de la angustia soberana en miedo productivo.
La pregunta por el ser abisma a quien pregunta en la noche del mundo. Allí no hay, en primer lugar, nada qué ver. El ser es nada, pero esa nada sin la cual nada vendría a la presencia. El ser no está en alguna parte, no está allí afuera, o adentro: el ser destella (y se extingue) en la pregunta. No hay ser si nada, si nadie pregunta. Si nada, si nadie pregunta, hay ente, sólo ente, pero no ser. La pregunta es el resplandor o la estela del ser, y ese resplandor instantáneo es la existencia misma.
La pregunta por el ser es lo propio de ese ente que en cada caso somos. No es indispensable formularla, no es obligatorio, para todos, en todo momento, tornarla explícita. Esta formulación o explicitación es lo propio, en todo caso, de ese modo de ser o de comprensión o de discurso o de disposición anímica que se llama filosofía.
La pregunta lanza al ente que pregunta a la vacuidad del mundo, es decir, a su propia vacuidad, y lo lanza porque la pregunta, aun sin ser formulada, o aun antes de serlo, es la emergencia misma, la extrusión o comparecencia de esa vacuidad. La pregunta abisma en la noche del mundo porque es la noche en que consiste, resiste y desiste el ser del ente que pregunta.
No es cuestión de describir a este ente en su positividad. Este ente existe, pero es justamente su existencia lo que genera una suerte de sombra, una como reluctancia a la positividad. La positividad de este ente, es decir, su constitución en cuanto ente en y con el mundo, no coincide con sus existencia. Que este ente exista significa que no coincide consigo mismo. Significa que está diferido de sí, extendido y como desparramado o despatarrado en el tiempo.
El ser no puede ser pensado desde el mundo y su positividad. O bien sí puede, y es lo común. Pero en realidad es al revés. El ser es aquello que falta al mundo para poder cerrarse sobre sí mismo. La palabra “ser” apunta de este modo a la falta o al exceso de mundo. Apunta a su rotura. A su extremo. A su noche.
Noche, pero noche esplendente.
En la noche, lo más lejano es lo más próximo y lo más próximo es lo más lejano. La noche es otro espacio y otro tiempo, quizás lo otro del espacio y del tiempo (del mundo).
DOS
Por la pregunta, el ente que pregunta no cae en el tiempo del mundo, sino en el tiempo que él “es”. Pero el ente que pregunta también cae, normalmente, en el tiempo del mundo. También queda deslumbrado por el presente, por la presencia, por la inmediatez, y encadenado y ensamblado a ello. El ente que pregunta hace familia con lo presente. Se comprende, es decir, se constituye, en cuanto tal, en referencia inmediata a este presente, presente en el que siempre y en cada caso está. El mundo es el mundo de los buenos y de los malos días, el mundo del cómo me (nos) va.
El mundo es la caverna descrita hace siglos por Platón. Pero si es mundo es porque no sabe, ni puede admitirlo, que es justamente la caverna.
El mundo es lo común, lo comunicable. Un prácticamente infinito plexo de señales y de herramientas. El mundo es efecto y condición de un prácticamente infinito proceso de domesticación, de subjetivación y de objetivación.
El mundo es (lo) profano. Aquello que se extiende fuera y a espaldas del templum.
El ser es aquello que, sin confundirse con él, sostiene —pero también estremece— al mundo. No es desde el mundo que puede abrirse el ser, sino desde el ser que el mundo puede ser abierto —y sorprendido.
Este sorprender al mundo es en primer lugar sorprenderse a sí mismo en la intrincada articulación y conexión con el mundo. El mundo es sorprendido en su carácter y en su función de mundo. Que hay un mundo y que el mundo no es todo es una sacudida —saludable o patológica, en este caso da igual— que tarde o temprano experimenta el ente que pregunta.
Aunque tendríamos que preguntar o sospechar si la pregunta no es también, y sin escapatoria, un (otro) modo de mantenernos atados al mundo.
En el mundo nunca soy “yo” “y” “mi circunstancia”, sino que más bien “yo” es la circunstancia, “yo” es un mero circunstante. Yo (Selbst) es tan sólo la punta de una madeja infinita, el extremo identificable —e identificado— del mundo en cuanto sistema de remisiones, de flujos, de intercambios. En este sentido, no es cuestión de saltar del “Yo” al “Mundo”, o del “Yo” al “Nosotros”, porque yo es desde siempre su consecuencia, su cómplice, su coartada, su abrochadura.
El “Yo” es, literalmente, un efecto personal del “Nosotros”.
Pero, en franca caída libre, el ente que pregunta comprende, o siente, o decide, que no solamente es (un) yo.
El ente que pregunta no (sólo) es un yo —ese yo es una condición y un efecto del mundo— no sólo es un “efecto personal” sino la posibilidad de estar en cada caso desconectado o conectado, atento o desatento, vigilante o sonambúlico, acordado o discordante, concentrado o disperso. El ente que pregunta “es” porque y cuando y allí donde se encuentra —o se pierde—, porque y cuando se halla —o se extravía—. Su ser, una obviedad obviada por la tradición, es un estar (bien o mal, o más o menos, o ahí pasándola).
El ente que pregunta sólo es porque está (en el mundo), pero ese estar (en el mundo, siendo con él) no agota —aunque por regla general lo extenúe— su ser.
Y es que estar en el mundo no es resultado de una elección libre. Esto puede sonar bastante majadero, pero no por ello deja de ser cierto: nadie ha pedido nacer. No había nada que “pidiera” venir al mundo, y ser en él. No había a quién preguntarle ni pedirle parecer. “Antes” del mundo, simplemente no hay “yo” que responda (ni que pregunte).
Sólo que, repitámoslo, ni “yo” es todo lo que soy, ni “el mundo” o “la realidad” es todo lo que es. Hay un es que no hay.
TRES
Estar en el mundo no es jamás consecuencia de una decisión previa —no mi decisión previa, al menos—, pero mantenerse en el mundo sí exige ya bastante de mí. El yo está precisamente a su servicio, al servicio de esta exigencia.
Arrojado sin derecho de apelación, para sostenerme se requiere de cierto arrojo y, se diría, de cierta dosis de ceguera. Siempre puedo preguntar, lo hago, pero también, y sobre todo, tengo que orientarme. Se me exigen respuestas, se me imponen juramentos, se me formulan promesas, se me asignan tareas. Se me pide que sea, y que sea alguien.
Debo responder y dar satisfacción a determinadas expectativas, no importa si proceden de mí, de mi “yo”. Es imperativo existir. Planear mi vida, trabajar, someterme, hacerme cargo. Estar en el mundo no ha estado en mi mano, pero sostenerme en él depende casi íntegramente de ella. En el mundo, lo realmente, lo efectivamente importante, es en cada caso y en cada momento, ponerse a mano.
Este ponerse a mano es, de principio a fin, poner cuidado. Mantener la atención, fijarse, estar en lo que se está. Procurarse un sitio en el mundo. Andarse con cautela, permanecer al alba. Ni perder detalle (importante) ni bajar (descuidadamente) la guardia. La cura no es estar eternamente preocupado, sino mantenerse, y mantenerse en guardia.
Ponerse a mano equivale a disponerse, a mantenerse dispuesto. El cuidado es estar dispuesto e instantáneamente disponible. Siempre listo, siempre despierto. Servicial, atento, comedido, circunspecto. Un apéndice que se imagina origen. Un origen de siempre comenzado, de siempre ya sido. El cuidado me torna dispuesto y adaptable.
El mundo necesita conectores, necesita conductores o superconductores, necesita fluir. Necesita cables y clavijas.
El mundo siempre ha sido, material o virtualmente, un éxtasis telemático.
El Dasein es menos lo que es que lo que puede ser, pero, ¿habría mundos posibles? Dudoso.
El ente que pregunta es un ente que, entre otras muchas cosas, podría preguntar. Empero, básicamente, en su origen arrojado o de-yecto (o lo que es lo mismo: indecidido), es el juego del proyecto y del trayecto. Caer hacia delante, caer hacia atrás, caer en donde se está. Somos una cadencia, pero una cadencia que pierde o que olvida el ritmo y el tono.
El ente que pregunta no está quieto, es un tránsito y una (de)cadencia. Un puente y un ocaso, diría esa voz de la conciencia (no moral) que susurra desde algún lugar y un tiempo del mundo que podrían ser los Alpes suizos en algún invierno del siglo diecinueve.
Pero es también un ente engramado. Nunca enteramente pro-gramado, y eso le honra en la misma medida en que le destrona, o le condena, pero sí engramado, es decir, inscrito —prescrito, adscrito, proscrito, conscripto— en una (en la) gramática, en la gramática del mundo. Por ello puede defenderse que “yo” es ante todo y a fin de cuentas una función gramatical.
Un efecto de código, no el origen o la fuente del sentido.
Cabe preguntarse entonces si la pregunta por el ser obedece o desafía a la gramática del mundo.
CUATRO
El ente que pregunta es una inserción, una singularidad, un accidente en la gramática del mundo. Es una especificación o concreción de esa gramática, pero una especificación inestable, o incompleta, o, para decirlo con mayor dureza, una especificación fallida. El ente que pregunta emerge de esa gramática —no podría “ser”, no podría no hacerlo—, pero también —y por eso pregunta— como falla, como disfunción, como corte, como pérdida. Como entropía.
La pregunta por el ser implica, intensifica y profundiza (metáforas fallidas) una rotura en (la gramática del) mundo porque el ente que pregunta pregunta porque está roto. Quebrado, y quebrado no en último término por el funcionamiento y la operación del mundo.
Pues lo que uno es (“uno” por debajo o al margen o en fuga del Gran Uno) es un conglomerado iridiscente de miramientos. En cierto sentido, o desde cierto ángulo, eso es la cura. Estar en el mundo es un venir de lo desconocido hacia lo desconocido. Entre los bordes, del límite hacia dentro, un conjunto, un sistema, un mundo (hecho) de miramientos.
Venir de lo desconocido e ir a lo desconocido puede resultar incómodo, pero es lo propio. Peor aun: es angustiante (precisamente porque es “lo propio”). Allí nace la pregunta, pero este preguntar nunca es lo que se dice necesario. ¿Es necesario “ser”? No que yo sepa (pero nunca es él quien sabe). Lo necesario no es ser, sino permanecer en el mundo, asegurarse, afirmarse, encontrar (o conquistar) acomodo. Lo necesario es subsistir, persistir, insistir.
Pero existir, existir en absoluto es necesario.
La existencia, el ser del ente que pregunta, se asegura y se mantiene en y por el estar en el mundo, pero, necesariamente, el estar en el mundo distrae y hechiza al existente escamoteándole a cambio su desnudo e innecesario existir.
El ente que pregunta está literalmente, materialmente absorto en el mundo y en virtud de él, pendiente y enceguecido en y por el inagotable y fabuloso juego de abalorios que es el mundo.
La pregunta por el ser es ante todo la pregunta por mi ser, por el ser que soy, por el que de este ser, pero, dado que soy esencialmente un estar en el mundo, me encuentro ocupado en él, con él y por él. Ante la llamada del ser, mi celular sonará siempre, o intermitentemente, ocupado.
Ocupado en devolver al mundo lo que el mundo me ha dado. Ocupado con las infinitas minucias y grandezas que me salen al paso. Ocupado por un mundo que no se sostiene a sí mismo si no es por esta subjetivación, por esta usurpación yoica del existente, de cada existente, y por esta objetivación instrumental y simbólica de todo lo ente.
El ente que pregunta, qué duda cabe, puede caer en la tentación de preguntar sólo lo estrictamente necesario. Puede imaginarse, con razones de sobra, homo sapiens.
CINCO
El esfuerzo desplegado para ganar la vida, para ajustarnos a lo que el mundo ha hecho y espera de nosotros, e incluso para forzarlo a lo que cada quien (el quien puede ser, o es, siempre, por necesidad, colectivo) imagina querer, se representa en la torva belleza de una pérdida irrecuperable. Queremos ganarle la carrera al tiempo, pero el tiempo nos lleva, como sabía Zenón mirando imaginariamente a un semidios y a una (humilde) tortuga, una imperceptible e inabordable e impensable delantera.
Contamos con el mundo, contamos con nosotros mismos, contamos con nosotros. Podemos seducirlos, podemos someterlos, podemos imponernos. Pero, ¿quién o qué se impone? El mundo, el mundo siempre saldrá ganando. Vive de y por nuestra pérdida. Por eso sólo hay salvación y promesa de salvación en el interior del mundo —y siempre para él.
La pregunta por el ser interrumpe esta contabilidad. Interrumpe estos afanes. Desactiva la corriente, dinamita los puentes, suspende (o, al menos, desvía) la circulación. La pregunta por el ser es terrorista, pero es expresión y condición de un terror ante y por la existencia, ante y por (el) ser.
Terror que involucra y despierta la belleza terrible del mundo.
A menos que la belleza sea ese terror.
La pregunta por el ser son la ocasión y el espacio en los que se da una especie de apagón general. Es condición, ocasión y consecuencia de una como desbandada, de una como desesperada pero a la vez amorosa deserción. Desde ella y en su caparazón aparece el mundo como lo que nunca ha dejado de ser: como desierto. Lo han sabido desde siempre nuestros alucinados. Lo han sabido, sin saberlo, sin poder saberlo, nuestros muertos. Es un conocimiento anterior al conocimiento. Intransferible pero actuante. Impráctico pero insidioso. Nunca aquí, nunca ahora.
Menos amor por la sabiduría que sabiduría del amor.
Pero un amor sin subterfugios. Amor a lo desconocido en cuanto desconocido. Jamás una tierra por explorar, por colonizar, por someter. Jamás el mundo, pues el mundo sólo es voluntad, voluntad d ocupación. Amor por el porqué del mundo, pero sobre todo amor por el antes del mundo.
Cuanto más enmarañada se encuentre la selva de símbolos que es el mundo, cuanto más detallado el mercado de instrumentos, de seguros, de recibos y contrarrecibos que es el mundo, más desértico aparecerá el mundo ante la infinitamente más desértica mirada de esta pregunta.
La pregunta es mortal.
SEIS
Este preguntar no brota o emerge o nace o adviene desde una falla del sistema o de la gramática del mundo, falla que sería dable subsanar (he ahí el sitio de la técnica), si no fuera porque esa falla o esa defección es aquello que en cada caso somos.
El ente que pregunta pregunta porque es la falla, la falla ontológica del mundo.
Falla tectónica en o bajo o sobre (son imágenes pedidas prestadas del mundo) la selva de símbolos que nos (que me) configura, el ente que pregunta pregunta porque su ser ni es un hecho ni está del todo hecho.
Fisura abierta en la piel o en la entraña del mundo, el ente que pregunta pregunta desde el fin de sí mismo que al mismo tiempo es el fin de todas las cosas. Esa pregunta viene desde un fin absolutamente seguro pero imposible de prever. La mortalidad nos arranca de cuajo todo lo sapiens.
Esa pregunta, observémosla, cuidémosla encarecidamente, viene desde lo desconocido encaminándose a lo desconocido.
La pregunta se abre a lo posible sólo allí y cuando viene de lo imposible.
Viene desde el fin, desde mi fin, desde el fin del mundo, cierto pero sobre todo incierto, seguro pero sobre todo improbable; viene desde un fin que, por serlo, es intraspasable. Lo posible se abre, se entrega, desde un radical e inapelable no-poder. No poder más. No desde su actual o presente estar allí, sino desde la marcha, desde la caída hacia la raíz. Desde su anticipación. El ente que pregunta sólo pregunta porque su vida es un desvivirse.
Existir es un declinar. Una declinación de la palabra, una declinación del cuerpo, un declive, obviamente, pero también un clivaje, pero principalmente un clinamen. El existente es porque está en el mundo, pero es sin remedio un desvío del mundo. El ente que pregunta declina simplemente (o complejamente) estar en el mundo. La forma en que llega a ser propio es, paradójicamente, desapropiándose, renunciando a apropiarse incluso de sí, declinando todo derecho a la propiedad. Lo que él es no tiene nada que ver con la apropiación.
Esto lo convierte en culpable, pero, y esto no dejará de asombrar, culpable sin necesidad de expiación. El existente comprende que él sólo es posible en el mundo —pero que no todo, y esto le llena de una como dulce inquietud, no del todo ni para la eternidad pertenece a él. El existente pregunta porque no pertenece (del todo) al mundo.
El ente que pregunta se siente, se sabe o se adivina culpable no porque “sea” y no deba ser, sino porque “ser” lo arranca violenta, amorosa, irredimiblemente, del mundo.
SIETE
Preguntar por el ser, lo estamos viendo, no es una pregunta ociosa, y no lo es porque ni siquiera responde a una presunta curiosidad característica del ser humano. Es una pregunta nacida no del asombro, sino del espanto. O, mejor dicho, de la —difícil— asunción del espanto. Se pregunta por el ser cuando el mundo retrocede y me deja en franca soledad. Cuando el mundo aparece en su carácter de escapatoria. Cuando cesa, por un instante, su poderoso hechizo.
Es una pregunta oscura. Una pregunta tornada a lo oscuro. Una pregunta que viene de la noche del mundo.
El ser no es algo para ver, ni una señal para “ponernos de acuerdo”. Seguramente esto exasperará, y abrirá heridas, pero el ser no es comunicable. Por el contrario, el ser irrumpe en la comunicación, el ser extingue nuestro mirar. El ser nos desobra. Por eso Heidegger lo concibe, o le guarda su sitio, como una llamada. Una llamada que no dice nada sino que impone silencio. “La llamada no relata ningún hecho, ella llama sin ruido de palabras. La llamada habla en ese modo desazonante que es el callar”[2]. El ser que soy es bastante extraño a mí, y radicalmente extraño al mundo en el cual he caído sin remedio.
Extraño, pero no un poder extraño. En este respecto, Heidegger, cuidadoso, casi nunca baja la guardia: el ser no es Dios. Resta saber si, con todo, sigue siendo un poder.
En el mundo, el ente que pregunta es uno, uno de tantos. Fuera del mundo, la soledad y el espanto lo consumen. ¿Por completo?
El mundo también retrocede ante la experiencia —y la asunción— de la culpa. No se trata, desde luego, a pesar de las inercias todopoderosas de la tradición, de una culpa moral. En todo caso, la moral emerge de ella. El ente que pregunta puede (debe) decir No al mundo. Lo dice en primer lugar para habitar en él. Y lo dice enseguida por ser lo que es. En ese llegar a ser ha elegido —y ha excluido. El ser se anuncia en el existente como el espacio de lo posible: por la libertad. No se trata tampoco, desde luego, de una libertad fáctica, de una libertad dada “en” el mundo: ella en absoluto es un “valor”. Es una libertad culpable no porque haya ofendido o faltado a algo o a alguien, sino porque es negatividad, una negatividad no siempre ni por fuerza volcada al mundo.
El ente que pregunta es, igual que en Hegel, la negación —la pérdida— de lo inmediato. A eso lo llama Heidegger la cura o el cuidado. “El cuidado —el ser del Dasein— consiste, por consiguiente, en cuanto proyecto arrojado, en ser-fundamento (negativo) de una nihilidad. Y esto significa que el Dasein como tal es culpable”[3]. Por la culpa, el existente se abre al ser —el ser que él mismo es— retrocediendo desde (y contra) el mundo.
Hay, pues, un cuidado abierto al mundo, y un cuidado que consiste en disponerse a esa irrupción del ser. El cuidado arranca al ente que pregunta de su extravío y de su deriva en el mundo. Lo devuelve a sí. Lo despierta. Lo conmina a retroceder hasta el antes del mundo, hacia el menos de mundo. Sólo allí la conciencia es lo que es.
El mundo, pues, es lo disponible. Pero el lugar de la pregunta es ese ente que se torna enteramente disponible al ser. Tal es su culpa.
La vía del existente muestra, una y otra vez, que el ser es aquello que resiste a, o que se evade de, la configuración del mundo. Mientras que el mundo exige en general un pro-yectarse, el ser llama o impulsa hacia atrás al existente. Se podrá aventurar así que si el mundo es prometeico, el ser es epimeteico. Si el mundo es lo profano, el ser es lo sagrado. Pero la raíz de lo profano no es ella misma profana.
El cuidado es un caer, es decir, un actuar, un permanecer en guardia: pero es también una insensata incitación a tomarse radicalmente en cuenta como algo existente, como algo cuyo ser consiste en arrancarse al ser, al ser del mundo.
OCHO
Mueren cien años en un instante, lo
mismo que un instante en un instante
Antonio Porchia
El mundo es efecto de una negación, pero la negación no se detiene —si no es por necesidad— en el efecto del mundo. La negación no por fuerza es una negación productiva. La negación es, por fuerza, nunca por necesidad, negación del mundo.
El ente que pregunta por el ser no hace otra cosa que apropiarse de ese ser que consiste en desapropiarlo de todo lo que ahora y en cada momento es presente.
El ser no coincide con, ni se consuma en, el presente. Siendo tan poco, el presente llega a ser demasiado. Peor aun, llega a serlo todo. Pero el presente sólo es eso: un presente. A saber, un obsequio, un regalo. Un desprenderse de sí.
Un despedirse de sí, un despedirse del mundo, un despedirse de todo. En cada instante (pero no todo el tiempo es un instante), el ente que pregunta consiste en ser su debut y su despedida. Esa es su “integridad”. El ente que pregunta sólo está completo aceptando que cuando esté realmente completo él nunca va a estar realmente presente para festejarlo.
Es entonces que se deja invadir por una culpa alegre y cono sin culpa. Porque esa culpa lo libera y lo salva del mundo. Porque le incita, le invita a despedirse de sí. Porque sólo así llega, llega antes que él mismo, a ser. Un ser que no es y nunca ha sido “suyo”, sino al que retorna. Una orfandad querida, un exilio asumido, pues hogar es eso que en el mundo no hay. Ítaca, Ulises, está venturosamente fuera del mundo.
Demorarse, anticiparse, volver. Pasar por el corazón. ¿Qué es el ente que pregunta sino una escansión del tiempo, un darse tiempo, un éxtasis no provocado ni siquiera buscado, un impertérrito desanudarse del tejido del mundo, un extravío angustioso y a la vez jubiloso en la magia o el milagro de un instante?
Pues el instante jamás es el presente —no es sólo el ahora, la exclusión de lo sido y lo porvenir—, sino un presente, un don que condensa en sí el desenmadejarse entero del tiempo. Su gratuidad, su gracia, su gratitud.
Que la verdad del ente que pregunta sea su íntegro estar en el mundo no impide, más bien reclama, que su ser esté al lado, por encima, antes o contra el mundo. El acorde no es eterno, no es perfecto. El existente es un defecto, una defección del (ejército, la iglesia, la escuela del) mundo.
Y si no lo es, es porque su verdad no es un ente que pertenezca al mundo. Su reino no es de este mundo, pero el existente tarda en comprender que los reinos sólo son y pueden ser de este mundo. El existente pregunta sólo porque es, existiendo, la negación del reino, de cualquier reino, de todo reino. El que pregunta pregunta porque se siente, se sabe o se adivina, en un instante, que no es imagen y símil de Dios.
A menos que Dios sea la ausencia absoluta de imagen y semejanza.
Con lo cual de Dios queda realmente muy poco. Sólo la palabra, aunque es más el extraviante canto de las sirenas que la palabra poderosa que nos ata al mundo. Si no hemos preguntado más por el ser es porque nos hemos deslizado cómoda y felizmente en esta confusión.
NUEVE
El ente que —casi nunca— pregunta es lo que el mundo ha hecho de él y todo lo que él, a conciencia o sin ella, y voluntariamente o no, ha contribuido a la hechura del mundo, pero allí, venturosa desventura, no termina, no puede terminar. Él es también aquello que por estar en el mundo ha debido excluir, retirar, aplazar, censurar, destruir, olvidar. Él es el efecto de su declinar, de su renunciar a serlo todo.
El ente que —a veces, en tiempos— pregunta es el tiempo. Pero el tiempo no perdona. El tiempo ya no tiene tiempo de perdonar. El tiempo no perdona porque ya lo ha donado todo.
El ente que pregunta difícil o raramente pregunta por el ser, por “su” ser. Pero si lo hace, cuando lo hace, allí donde esta pregunta le asalta, pregunta porque, sin muy bien saberlo, sienta, piensa o adivina que es tiempo. “Ser” “tiempo”. Proposición ilógica. Inexactitud gramatical. Dentro y desde el mundo, lo interesante siempre suena un poco estúpido.
Ser tiempo: un dolor infestado de dicha.
Si no preguntamos, ni yo ni nadie, es porque estamos (eufórica, o depresivamente) saturados de mundo. Del mundo, y de las preguntas que le son necesarias. De las preguntas y las respuestas que necesitamos para ante todo mantenernos vivos. No desde la pregunta que nos revela y da la existencia y desde la cual irremisible e injustificadamente somos. No desde la cual, en este instante, soy y persisto en ello.
No de esa pregunta desde la que en primer lugar aprendo (ese es mi ser) a despedirme. De ustedes, de ti, milagro, pero antes de mí. De todo lo que me ha hecho ser lo que no puedo simplemente dejar de ser.
Esta pregunta me enseña, enseña, a no estar. A no estar más. Pero, mientras esté, a no estar de más.
Es curioso, pero esta enseñanza también (y es la única) enseña a estar, a estar de verdad en el mundo.
DIEZ
El ente que pregunta pregunta sólo porque y cuando viene de vuelta de su fin. Llega a ser el que es llegando siempre desde ese límite que lo planta de cuerpo entero en medio del mundo. Viniendo desde la imperiosa pero indeterminable posibilidad de nunca más estar, el que pregunta advierte que su estar no es todo —y no cualquier cosa.
Viniendo desde la muerte, no como imagen, no como palabra, no como sentido, todo resulta (otra vez) inicio. Sólo viniendo desde el fin hay y es posible un presente. Sólo desde la posibilidad extrema de lo imposible está y queda abierta la posibilidad de estar en el mundo.
Eso que irrumpe en el instante, eso que interrumpe la caída del tiempo, en la instancia de la conciencia, es el silencio, el silencio del mundo.
Por ello se dirá que el ente que pregunta se encuentra hendido: viniendo siempre del silencio del mundo, pero de un silencio que en el mundo y merced a él pierde sin remisión.
Conservar el silencio en medio del mundo, en medio del mundanal ruido, equivale a darle tiempo al tiempo. Darle lugar a aquello que da lugar. Ese es el famoso “ser” del ente que pregunta. Es, traducido a este mundo, y por ello traicionado, el ejercicio de la paciencia, la pasión del instante. No del mío, por necesidad miserable, no del instante infatuado del nosotros, no del instante de ellos, que por necesidad envidiamos. Ni siquiera del tuyo, amor, lleno de relámpagos y de terremotos.
El instante, que resplandece, no es de nadie.
Ese instante en que todo adviene desde su fin anunciándose en su fin.
Nunca el instante en que todo es(tá) presente y al alcance de mi mano, sino el instante que retorna sin cesar porque él es el cesar mismo, la instancia de la (eterna) despedida del presente, el soplo del dios venidero en la adherente telaraña del mundo.
El instante no es el eslabón que conjunta y encadena lo sido y lo porvenir, sino el inimaginable modo en que el ser-tiempo quiebra, de espaldas a sí mismo, la hegemonía del presente. En el instante irrumpe y resplandece todo el tiempo, pero el tiempo que no estará ni ha estado jamás a disposición del ente que pregunta. En él y por él se hace presente todo lo posible, pero lo que en él es imposible, qué extraño, es la presencia. El instante es el olvido del presente, jamás su “realización”.
Hundido en el mundo, el tiempo anega al ente que pregunta. Es preciso aprender (olvidar) a salir del tiempo del mundo a fin de comprender que lo esencial del tiempo no es consumir al ente que pregunta, sino darle tiempo a ese tiempo que él es.
Hay una modulación o una caída del tiempo según la cual se asegura y se afirma al existente en su ser; pero hay así mismo otra modulación u otra caída del tiempo que no se encarga ni de afirmarlo ni de asegurarlo. En esa cadencia, el existente es sólo lo que es, a saber: un éxtasis del tiempo mundano, un corte en la cadena del tiempo medido.
El tiempo, ¿qué es si no la pura terrible generosidad del tiempo?
ONCE (Primer final)
El ente que pregunta pregunta siempre, y por fuerza, al sesgo. Por esa pregunta abre un claro para el (su) ser. Este preguntar se desliza por los bordes o por las hendiduras del mundo.
La pregunta por el ser ha emplazado, desplazado y reemplazado al ente que pregunta. Al final, descubre, o acepta, que su centro no es un cartesiano “yo pienso”, ni un kantiano “sujeto trascendental”, ni una “autoconciencia” hegeliana, sino un eso es —pariente lejano del eso mismo de Schelling o del sunyatta budismo zen—, un existente, en el sentido estricto de un espacio y un tiempo situados siempre, y siempre finitos, que sólo son el lugar de irrupción, de interrupción de la pregunta.
El lugar y el destino de la pregunta es por fuerza un ser en fuga.
¿Quién pregunta? Nunca (un) yo. Pregunta lo imposible en caída libre hacia lo posible —y en su despedida de ello.
DOCE (Final alterno)
El arte termina en el momento en que cesamos de preguntar. Pero esto ocurre porque, paradójicamente, no estamos en posición de interrogar. El que interroga se funda en un poder, así éste no sea otro que el poder de ser comprendido por aquello que es interrogado. Nadie pregunta esperando como respuesta el silencio o la indiferencia. Al preguntar, ya soñamos. Imaginamos que lo interrogado se da por aludido. Pero, al mismo tiempo, el solo hecho de formular una pregunta nos aleja imperceptible e ineludiblemente de aquello de lo cual, en confianza, ingenuos y arrogantes, esperamos una respuesta. ¿Porqué ese color de viejo incendio en las montañas, porqué la luz retorna así desde ellas, porqué, para acabar, esa luz y esas montañas? No hay montaña ni luminosidad que respondan. Preguntamos, en vena metafísica, porqué el ser, y perdóneseme, pero el ser nunca, y la palabra es fuerte, nunca responde. Sin lenguaje no hay mundo, pero sano será también reconocer que el mundo guarda una como extrañeza o asimetría —radical, no accidental— respecto de las palabras, de los números, de los signos: de nuestras marcas en su superficie, en lo que del mundo hay de expuesto. El mundo es nuestro mundo —y nada más. ¿Qué pasa con lo que queda fuera de ese nuestro? ¿Si no es nuestro, no es?
Quizá las cosas del mundo estén sordas, o ciegas, pero en ocasiones dan la impresión de doblarse, de ceder ante nuestro preguntar. Quizá nunca sepamos porqué hay ser y no más bien nada, pero entretanto sabemos que ¡vaya si hay ser, y vaya si hay nada! Estamos por constatar que no era cuestión de elegir. El telescopio Hubble, fuera de nuestros planos vitales, muy por encima de la atmósfera terrestre, registra y fija un ser cuyo terrorífico esplendor implica íntimamente a la nada: una belleza espantosa, un orden cósmico que destruye —o engulle— toda noción de orden y de cosmos. La pregunta metafísica no retrocede ante ese ser, pero parece como si ante lo infinito se le encogiera un poco el corazón. Es natural. Ella intuye que en el mundo siempre hay lugar para comenzar a concebir lo inconcebible.
Este lugar, digámoslo sin remedio en tono dogmático (o apocalíptico), es el espacio del arte. Es el mismo espacio de la pregunta, pero, si es arte, y esto quiere decir ante todo que no es (sólo) técnica, se trata de un preguntar sin esperanza.
Concebir lo inconcebible no equivale a llenarlo —a anularlo— con un contenido positivo. Lo inconcebible no se remedia con “cosas”, ni con “hechos”, ni con “señales”, menos aún con “imágenes”, o con “ideas”, o con “fórmulas”. Lo inconcebible —que es siempre aquello que se presagia— no se “resuelve”. El arte —lo que hay de “estético” en la experiencia y en la acción de los hombres— no es precisamente la falta de sentido, sino la experiencia de su evaporación, de su abandono: su regreso a lo incontenible, a la muerte: a la muerte, en particular, de lo representable, de lo que cabe en una Idea.
En esa muerte, en ese fin se abre un lugar inespacial, inextenso, pero virtualmente infinito. Irrellenable. Un “fin sin fin”, según la admirable Crítica del Juicio. Un algo indestructible, según la admirable sensibilidad de Kafka. Allí nacen, y allí retornan, insaciadas, exhaustas, todas las preguntas. El poder de preguntar retorna en algún momento como pregunta por el poder, por el poder mismo de preguntar, y en esa pregunta, en ese casi desquiciado preguntar, el mundo se estremece en cuanto mundo: en cuanto objeto y origen de la pregunta.
Cuando la pregunta no es medio de un interrogatorio o reactivo de un cuestionario, cuando la pregunta es el sacrificio de toda interrogación, el efecto, muchas veces maravillosamente involuntario, es la obra, la obra de eso que a duras penas alcanzamos a identificar como “arte”, o como “poesía”.
Si esto es cierto, tenemos que prepararnos para admitir que la religión no es, nunca lo ha sido, la matriz de la filosofía, de la ciencia y del arte. El arte ha sido lo primero, pero esa primordialidad o inicialidad no se sostiene. De sostenerse, lo hace por fuerza en el vacío: en ese vacío perfecto del que nos ha hablado, entre otros, Stanislaw Lem. Al no sostenerse, el arte deviene religión, es decir: ciencia.
Digamos entonces que, mirando desde un recodo en el cual ciencia y religión muestran todas sus cartas, en el cual confiesan su complicidad de fondo, la distancia que las separa del arte es justamente el espacio que media entre la pregunta sin esperanza y el interrogatorio con sentido: con (un) fin. La ciencia rara vez —lo ha hecho, por fortuna lo podrá seguir haciendo— pregunta estupideces. Es decir, tomando el exabrupto en su fuente: preguntas que no admiten respuesta. Preguntas que nacen en, y vuelven, sacudidas por un extraño temblor, al estupor.
Dicho de otra manera, las preguntas de la ciencia son, necesariamente, las preguntas de la institución. Institución, se entiende, del sentido y de la ley: institución del mundo. Y el mundo, o es para todos, o no lo es para ninguno. Es mentira que cada cabeza sea un mundo. El mundo es, porque no puede haber otro, el mundo de todos, el mundo del Todo.
Nada habría de malo en este modo de preguntar, si no fuera por el hecho de que ciencia y religión heredan y consagran un preguntar necesario y suficiente. Socialmente, culturalmente, institucionalmente necesario y suficiente. La interrogación de la institución confisca y pavimenta —esa es su tarea— el espacio desgarrado y siempre en retroceso de la pregunta. De la pregunta exiliada y sin esperanza, aquella dentro de la cual, según creo, puede articularse eso que a falta de palabras llamamos arte.
El arte termina en el momento en que cesamos de preguntar, pero no todo preguntar abre o adelgaza o torna porosas las paredes de la institución.
Que el arte sea anterior a la religión (y a la técnica) significa también que es el lugar originario de lo que, una vez más por falta de palabras, denominamos sabiduría. Con esta palabra querría designar algo muy distinto del saber, algo situado práctica y teóricamente en sus antípodas. Si el saber nos conecta con y nos ata al mundo, si el saber, como celebraba el Bacon de la Instauratio Magna, es poder, la sabiduría del arte es un conocer por omisión, o, mejor dicho, un saber omitido. El arte es básicamente el arte de la elipsis. La sabiduría nunca dice, o, al decir, nunca termina de decir. No hay, no puede haber, una sabiduría cerrada. Es un puro comenzar, un puro retornar. Sin fondo. A cielo abierto. En este sentido, nada hay menos sabio que una enciclopedia. Nada más ignorante —e interesado— que el saber de las ciencias y el consuelo de las religiones.
La sabiduría tampoco es un saber correcto. No nos hace “mejores”, si este término sugiere la idea de llegar a ser buenos ciudadanos: de comportarnos como fieles en (su, nuestra) comunidad. Hay algo catastrófico y, por así decirlo, demoníaco en toda sabiduría. Catastrófico en el sentido de la distorsión y del enrevesamiento: de la torsión. Y demoníaco en el sentido evangélico: presencia o anuncio de lo múltiple y de lo irreductible a la ley dentro de la ley y del uno. Marcas de lo insubordinable.
La sabiduría del arte es, ante todo, ante el todo, una privación: un plegamiento, la huella que encubre o recubre un secreto inviolable. “No conviene”, amonesta un poeta catalán, “que digamos el nombre / del que nos piensa más allá de nuestro miedo”[4]. Al margen del aura teográfica de estos versos, se concederá que la sabiduría poética es en gran medida el arte de no decir ese nombre, de mantenerlo indefinidamente en su gozosa y escarpada cripta. Y no decirlo no porque una sacrosanta ley se nos imponga, sino justamente porque, para los hombres, no hay ley que impida el nombrar. El nombre, la palabra, es un bautizo de fuego. Distingue sólo para mejor poder borrar la diferencia irreductible entre los seres —y en el interior de cada uno de ellos. A la inversa, la sabiduría consiste en saber callar, en modular y en escanciar la furia de las palabras y de las imágenes.
Consiste en resistir el mortal poder (y saber) del signo.
Esta resistencia no puede evitar ni escapar al trabajo de los signos. El arte no es silencio. Es su mensajero, y el mensajero se mueve casi por entero en el entramado de los signos. Casi, porque la obra de arte no es un trazo que vaya de la voz a lo innominado. En absoluto se refiere a una colonización. Esto puede sonar místico, pero se insistirá en la convicción de que el arte no es una expresión —una extensión— de lo humano. El arte es la sabiduría que siempre viene ya de vuelta. De vuelta de ninguna parte, de donde no hay nada por conocer. Nada humano podría prosperar sin abrir el corazón y donar la palabra a todo aquello que nos huye. La sabiduría del arte es, así, el efecto de una desviación y el testimonio de una oblicuidad: la frágil consistencia de un pensar al sesgo.
La pregunta que ve alumbrar a la obra de arte es una pregunta indirecta. Lo primero que sabe es que lo interpelado no se encuentra en un mismo plano. La pregunta en la que florece la obra no se halla en el mismo plano en el que se hallarían las respuestas. Ese preguntar es una exposición, en el sentido literal del término. Por eso toda obra tiene, en su natural discreción, algo de obsceno. Da lugar a una insinuación, da lugar a lo siniestro, da lugar a lo que no ha lugar. Cada obra es, destinalmente, el naufragio de la obra. Cada obra instaura el mundo en el mismo movimiento y con el mismo gesto en que expone o exhibe su contingencia: su gracia.
El arte cobra conciencia de sí en ese desviarse, en ese leer el mundo a sabiendas de que si el mundo es legible lo es porque los hombres han escrito previamente en su epidermis todo lo que necesitan para no desesperar. Lo han escrito a hurtadillas para enseguida reconocerse en su especularidad. Preguntar, en este cerco, equivale a conjurar la amenaza delas pasiones; siempre nos será difícil, angustioso, soportar la soledad.
Una lectura del mundo que tiene por premisa la inicial y final ilegibilidad del mundo: tal es el espacio de lo que llamamos arte. Escuchemos, para saber de qué estamos hablando, uno de los pasmosos poemas sin título de Emiliy Dickinson:
Hay un cierto Sesgo de Luz,
las Tardes de Invierno —
que oprime, como el Peso
de los Cantos de la Catedral —
Una Celestial Herida nos inflige —
no deja cicatriz,
sino diferencia interna,
donde los Significados, son —
Nadie puede enseñarlo — Ninguno —
éste es el Sello de la Desesperación —
una aflicción Imperial
que nos envía el Aire —
Cuando llega, el Paisaje escucha —
las Sombras — contienen el aliento —
cuando parte, es como la Distancia
en la mirada de la Muerte — [5]
Se observará, marginalmente, que, en el poema, en este poema, el lenguaje cobra una calidad espectral, pero, sobre todo, que exhibe una tonalidad esponjosa. Reparemos en el detalle de que no hay puntos, no hay, en absoluto, un punto final. Son espaciamientos, interrupciones, blancos, suspensiones del aliento, pausas: ritmos. Ni ideas, ni mensajes, ni imágenes. Aunque, por supuesto, hay también todo eso. La crítica literaria se deleitará —por mandato institucional— en los tropos, en las alusiones, en los velamientos, en las influencias, en las metáforas. En su “musicalidad”, claro, pero principalmente en su significado. El poeta no sucumbe, no puede sucumbir al delirio de las palabras.
No tengo la intención de contradecir a la crítica. Ella hace su trabajo, y ese trabajo es útil y hasta necesario. Pero no puedo privarme de sostener que, por regla general, se le escapa algo esencial. Lo esencial del poema —lo esencial del espacio del arte— es que en él resuena lo que no puede ser dicho, ni visto, ni imaginado. El arte es, en parte, una expresión del hombre, pero en esa expresión no es lo humano lo que queda inscrito y expuesto en la obra. Quiero decir que en su lenguaje se da lugar a la muerte: pero no a la muerte como idea o como representación, ni siquiera a la muerte como experiencia, sino a la muerte del lenguaje. Y esto significa: la muerte del hombre. Su fin.
El arte, de maneras siempre extrañas y cambiantes, siempre en fricción con el hábito y la corrección, escenifica el fin de la escena. Juega en la potencia y en la inanidad de todos esos signos merced a los cuales hemos hecho de lo que es —y de lo que no es— un mundo. Un mundo, es decir: un teatro.
El saber sabe que todo se ofrece a nosotros en el círculo encantado del mundo, en el teatro donde las cosas pueden ser representadas, interrogadas, traídas a comparecencia. La sabiduría sólo sabe que eso que se esconde en la palabra “ser” —o en las palabras “Aire” o “Distancia” de Emily Dickinson— no es (del todo) algo que pertenezca al mundo y circule para siempre jamás dentro de él.
Por eso su preguntar es anterior a, y libre de, toda esperanza.
Notas
[1] Universidad Autónoma de Zacatecas
[2] Martin Heidegger, Ser y Tiempo, tr. Jorge Eduardo Rivera C., Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1997, p. 296
[3] Ibíd., p. 304
[4] Salvador Espriu, La piel del toro, tr. José Agustín Goytisolo, Lumen, Barcelona, 1983
[5] Emiliy Dickinson, Poesía Completa, (poema 258), cit. en Harold Bloom, El canon occidental, Anagrama, Barcelona, 1995, p. 314
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