*Este ensayo forma parte del libro La sonrisa de la desilusión (2011), publicado por Tumbona ediciones.
Pocas cosas me despiertan tantas sospechas como el optimismo. La felicidad a ultranza, la capacidad de ver el lado bueno de las cosas, el no hay mal que por bien no venga, me llenan de escepticismo e incluso de indignación. Observo en quienes lo ejercen una falsedad y una impostación más nociva y repugnante que la del más redomado hipócrita, y me alejo ante la posibilidad de que mi vida, entre sus manos, se convierta en el guión de un cuento de hadas. Para ellos no hay algo que califique de tragedia, Dios aprieta pero no ahorca y cuando cierra una puerta abre una ventana; todo es cosa de ser positivo: hay que echarle ganas. Ante su coro —porque a diferencia de los misántropos, éstos tienden a unirse— concluyo que nadie puede ser tan feliz por tanto tiempo: algo nos quieren esconder, no cabe duda de que están actuando. Estos promotores de la dicha, mercachifles del bienestar, son inquisidores sistemáticos que, al amputar una de sus mitades a la existencia, se quedan sin ninguna de las dos. Poco se puede esperar de alguien que ve en el dolor una nueva oportunidad de regocijo. Eso es perverso y patológico, poco inteligente, casi místico. Es no querer resignarse, no saber perder, y resultan tan patéticos como aquellos que, tras el descalabro, fingen haber aprendido la lección.
Aun así la felicidad me seduce sobremanera y muy probablemente las líneas anteriores tengan su origen en una recóndita y poco aceptada envidia. No lo sé. En ocasiones lo supongo, como cuando me descubro elogiando las virtudes de un spa, la textura de una tela, la muñeca vertiginosa de un barbero. De repente pienso que la vida podría ser tan sencilla y placentera como una buena afeitada —limpia, sedosa y al ras— y que mi cuadro de gastritis crónica, así como mi hipoglucemia, entre otros padecimientos, son autosabotajes eficacísimos con los que yo también me niego la existencia en su totalidad. Hay momentos en los que me convenzo de que la felicidad está ahí, a nuestro alcance, y que todo es cuestión de perseverancia, de una voluntad tan imbatible que, pese a estar siempre a prueba, sale victoriosa. Estoy a un ápice de afirmar que una persona feliz se caracteriza por una necedad equina que, incluso segada, da un paso seguro sobre el abismo y cae de pie. Pero ese es Cándido y todos recordamos la lección que le propinó Voltaire.
Durante años estuve obsesionado por la autenticidad. Creía con anhelo épico que una vida sólo podía ser vivida en su esplendor con una serie de parámetros morales inamovibles que rigieran mi conducta y pensamiento hacia un bien razonado; parámetros que, obviamente, emergerían de mi experiencia y reflexión para dictarme las lindes entre lo correcto y lo incorrecto, lo justo y lo injusto, que apuntarían a la verdad. Secuelas de lecturas juveniles mal digeridas, todavía en ocasiones algún prurito de esta naturaleza surge en mi interior y me lleva a tomar algunas decisiones, anodinas las más. La mayor parte de las veces las grandes decisiones ya han sido tomadas (en ocasiones ni siquiera por mí) y mis principios remanentes sirven, si acaso, para apoyar o difuminar sus efectos. Lo que quiero decir es que la felicidad pareciera posible sólo en un mundo coherente, rebosante de autenticidad, donde nos fuera dable tener convicciones y seguirlas, donde la incertidumbre no se interponga entre nosotros y el ideal. Creo que por eso uno de mis hemisferios cerebrales no tolera a los optimistas: no sólo no entienden que el universo se dirige a una destrucción inexorable, incluso fingen placer ante la posibilidad de presenciarla. Pero la otra mitad mira a estos personajes con profunda nostalgia y le gustaría de repente ser parte de su espejismo. Esta fascinación confusa y contradictoria, que pocas veces aflora en mí, es la que me embarga cada vez que observo la obra de Norman Rockwell, agiotista de la felicidad, su más grande promotor y probablemente su primer apóstata.
Mi interés por la pintura y las artes plásticas en general roza con la indiferencia. No es algo de lo que me sienta particularmente orgulloso, es una cuestión de ignorancia y poca sensibilidad. Pero la obra de Norman Rockwell es algo más que pictórica, o tal vez algo menos, creo en realidad que se trata de otra cosa. Es óleo sobre tela que se convierte en propaganda, imágenes cotidianas que transmutan en mito, arte que termina fundiéndose con la cultura popular. No sé nada de artes visuales, pero su obra posee esa inusual característica —indefinible para mí, pero que palpita en la música de Bola de Nieve, el cine de Billy Wilder, la poesía de Neruda— que le permite trascender los cenáculos artísticos, hallar a su público en el vulgo y ponernos a todos de acuerdo porque, al final, ante un Rockwell el aplauso del crítico se ve aparejado por la aprobación de las masas. Mi entusiasmo e interés por su obra forman parte de este último grupo.
Son tres las características que han hecho de Rockwell el fenómeno artístico que me seduce. Primero que nada, su obra es omnipresente, reiterativa y redundante. Aunque no lo sepamos, todos la conocemos; parece que estaba ahí desde antes, desde siempre, y nadie puede asegurar cuándo vio uno de sus cuadros por primera vez. Al mismo tiempo es fácil, accesible y sencilla; tal vez sólo un ciego podría decir que no la entiende, pues en su obra no hay nada que entender. Todo está dicho, no hay mensaje oculto ni moraleja velada, es li-te-ral. Pero también es atractiva, hermosa y placentera, como la decoración de Navidad o el anuncio de Coca-Cola, porque, lo dice Rockwell en sus memorias, “pinto la vida como me gustaría que fuera. Si en este mundo mío aparece la tristeza, esa tristeza es hermosa; si hay problemas, son problemas humorísticos.” Es difícil imaginar mayor candidez; de tan radical es casi imposible tomarla en serio. A mí no me cabe duda de que Rockwell está actuando. “¡Vive la vida como quieras!”, eslogan de su obra, esconde más cosas, y más terribles, entre más transparencia y nitidez intenta sugerir, que ya es mucha. Su obra es un producto, un bien de consumo que todos queremos pero del que nunca tenemos suficiente: felicidad, una felicidad tan idílica que incluso la tristeza y los problemas resultan lindos. Y me planto como espectador ante su obra y no puedo dejar de preguntarme qué hay ahí de fascinante que me atrae y me repele, qué me llena de envidia tanto como de terror, para después alcanzar una extraña sensación de piedad. Por mí, por Rockwell y por todos nosotros que lo hemos entronizado como el cristalizador de nuestros más profundos e irrealizables anhelos.
El arte, incluso el de Rockwell, emerge siempre de la insatisfacción. Se trata de un lugar común, pero juzgo necesario ser insistente. Las personas felices (que, por cierto, sí las hay pero resultan impermeables a estas líneas) no escriben ni pintan ni quieren ser otros sobre el escenario porque ellos son felices y punto. Van de pesca, juegan básquetbol y saben perder; no se pasan la vida sentados frente a un lienzo o una página en blanco, dándole la espalda al mundo. Las personas felices están seguras, a diferencia de nosotros, de que la vida no está en otra parte sino aquí, enfrente de nuestras narices, evaporándose. No existe ese hueco, esa brecha en ocasiones infranqueable, entre el ser y el poder ser: en ellos es uno solo y el mismo. Las personas felices no estudian —cuando lo hacen— ni filosofía ni lingüística, menos arte o literatura, porque les tiene sin cuidado descubrir en los apuntes de Saussure una desavenencia con el Cratilo, porque poco les importan las connotaciones gnoseológicas que un filósofo francés contemporáneo pueda encontrar en una pintura española del siglo XVII. No, ellos abren la puerta y cruzan la calle, van a comprar pan, se pintan el pelo, fuman un cigarrillo y saludan al vecino con una facilidad con la que tú nunca podrás maldecir a Schopenhauer por el día en que, sin entenderlo del todo, te arruinó la vida. Y estos son los personajes de Rockwell que, a diferencia de nosotros, están siendo. Son seres en acto que viven una vida plena debido a que su mundo es uno de esos mundos con parámetros morales inamovibles: de autenticidad y coherencia, de certidumbres y principios, donde no hay dolor y todos son blancos. Es necesaria la relectura, el embeleso, la visitación insistente, la casi obsesión, para darnos cuenta de que lo literal es lo metafórico en su punto más extremo; es necesario advertir que la felicidad esconde la tristeza para percatarnos de que una escena de Rockwell puede llegar a ser lo más horrible y desolador que nos podría ocurrir —precisamente porque no nos ocurrió. Me gustan los cuadros de Rockwell porque las dos mitades del mundo, las dos máscaras del teatro griego que tan bien las simbolizan, están una detrás de otra. Es sólo a través de la risa de la primera que adivinamos el llanto de la segunda.
A diferencia de Norman Rockwell, yo no tengo un ideal estético. Tenerlo sería tanto como aspirar, una vez más, a esa autenticidad de vida que parece estarme vedada. Pero creo que sí, que en todo lo que escribo pretendo que exista al menos una intención cómica. Si no logro arrancarle a mi lector una carcajada, me conformo con provocarle una sonrisa, un guiño irónico; me basta crear una atmósfera de incertidumbre donde todo lo que diga pueda ser tomado a chacota o completamente en serio, sobre todo porque muchas veces no sé ni siquiera si estoy convencido de lo que digo. Y a pesar de lo anterior, nada me provoca un frenesí por la escritura como textos particularmente dramáticos, incluso trágicos, como los cuentos de Ernest Hemingway. No sé a qué se deba esta afinidad, y me gustaría preservar su misterio mientras funcione; pero nunca la lectura sistemática de Rabelais, Cervantes, Sterne y Fielding —mis cuatro evangelistas— ha producido en mí una cuartilla, mucho menos varias como éstas suscitadas por una relectura de “The Short Happy Life of Francis Macomber”. Mi temperamento nada tiene que ver con el del héroe de Hemingway —un tipo adinerado, atractivo y valiente—, pero hay algo en su forma de entender la vida tan radicalmente opuesta de la mía que, paradójicamente, creo que nos une. Él, cazador experto, no puede matar un león, le teme, está aterrado por acercarse y ajusticiarlo; al día siguiente, al cazar un búfalo, es precisamente su valentía lo que le cuesta la vida. Francis Macomber tiene un parámetro moral que le dicta cómo debe ser la existencia: su coraje. Cuando lo viola e incurre en la cobardía es infeliz, y lo único que le queda es tratar de enmendar su falta y volver a intentarlo para, ahora sí, no fallar ante sí mismo aunque muera. Fue uno de los últimos cuentos que publicó Hemingway antes de pegarse un balazo; otra muerte heroica, de alguien que sabe qué debe ser la vida, de acuerdo a sus normas. Yo no tengo esos parámetros; mucho menos estatura suicida, y lo único que puedo escribir es una pequeña necrología apócrifa de mí mismo: “The Short Happy Life of William Thornway” —mi nombre y apellidos, en los que llevo la penitencia, traducidos al inglés—, que comenzó a escribirse el día en que my own private buffalo me embistió en su estampida, pero no tuvo el coraje de volver y rematarme.
A pesar de todo, tengo todavía la vocación de ser feliz. Incluso puedo decir que he llegado a serlo completamente, absolutamente, solarmente, y no dudo ni un instante que un día volveré a serlo. Entonces podré vivir, por fin, en un cuadro de Norman Rockwell y creceré en una casa en los suburbios, asistiré al college, jugaré americano y me enlistaré en el ejército, seré habitual de un diner, llevaré a mi chica al prom y me casaré con mi high school sweetheart; volveré a vivir en un mundo unificado, coherente y lógico, lleno de certidumbre y pumpkin pie, porque un día fui feliz y tengo la tenacidad para volver a serlo. Perderé muchas amistades, es cierto, y tal vez las personas más inteligentes que conozco me dejen de hablar, pero volveré al círculo de los matrimonios radiantes, entraré en un gimnasio, me pondré a régimen, ahora sí dejaré de fumar, cantaré bajo la ducha, planearé mis vacaciones, pondré mis ahorros en fondos de inversión y miraré la vida de frente, con la frente en alto, pensando: soy un hombre feliz y, por ende, soy un hombre imbatible. Y seguramente no vuelva a escribir una línea, porque la felicidad y la literatura no se llevan, son incompatibles, y porque en aquellos días, meses, años de plenitud, no escribí nada, acaso sólo la lista del súper, una queja en contra del coordinador o un recado que, pegado en la nevera, decía: “Volveré tarde mi amor, no me esperes despierta. Hay lasaña en el refrigerador. Un beso, G”. Y no me importará dejar de escribir, como al enfermo de cáncer no le importa dejar la quimioterapia ahora que ha sanado, o al esquizofrénico la terapia de choques ahora que sale, por su propio pie, del hospital. O tal vez me convierta en un escritor optimista, un Norman Rockwell de la literatura, y logre filtrar entre las páginas de un libro de autoayuda el relato de aquella tarde de invierno en que, caminando con ella por un inmenso camellón lleno de nieve, pensé en lo afortunado que era, en lo poco que podía pedirle a la vida, y me sentí feliz, tan feliz que, estuve seguro ese instante como lo estoy ahora, de que no importaba si no volvía a serlo en la misma magnitud. Ese instante en mi historia era suficiente para justificar mi existencia en el universo y tal vez la existencia del universo mismo.
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