Entre Confucio y Deleuze: el lugar de la cultura en la formación humana. Una constelación de oriente y occidente.
Matías Soich*
Nuestro texto caracteriza brevemente, en primer lugar, la concepción de la virtud y de los métodos necesarios para alcanzarla propia de la filosofía confuciana. Luego, hace otro tanto desde el punto de vista de la filosofía taoísta. Por último, a partir de la caracterización que realiza Deleuze de uno de los postulados de la “Imagen dogmática del pensamiento”, retoma los enfoques confuciano y taoísta para interpretar en ellos dos concepciones antagónicas sobre el lugar de la cultura en la formación moral del ser humano. En este sentido, la formulación deleuziana permite redistribuir, entre estas dos vertientes de la filosofía china, las categorías de cultura, método, aprendizaje y saber. Finalmente, y en virtud de una toma de posición en favor de uno de los enfoques presentados, el texto deberá permanecer abierto, tras constatar la futilidad de intentar atrapar algo que jamás se detiene.
Las páginas que siguen intentan trazar un recorrido breve y discontinuo. Más que un recorrido, diríamos entonces que se trata de un conjunto de puntos singulares en el tiempo y en el espacio, pero también, y sobre todo, en el pensamiento. Dos de estos puntos se ubican en la antigua China, entre los siglos VI y IV antes de Cristo. El tercero está en Francia, en 1968. En el mapa del pensamiento, sin embargo, la distancia que separa los puntos chinos entre sí es mucho mayor que la que conecta a uno de ellos con el punto francés. Cosas de la inmanencia. Esta dispersión geográfica, temporal y cartográfica de posiciones singulares parece formar sin embargo una imagen más o menos consistente, así como estrellas que se encuentran muy distantes entre sí, o que incluso ya han dejado de brillar, se nos aparecen en la Tierra como una constelación o figura[1]. Los puntos singulares que disparan nuestro texto son un escrito confuciano, las Analectas, un escrito taoísta, el Daodejing, y un escrito deleuziano, Diferencia y repetición; la imagen o constelación que forman es la de la virtud. Sin embargo, un problema más profundo habita esta imagen y en cierto modo la utilizamos como excusa para manifestarlo: se trata del problema del valor de la cultura para la formación del ser humano. Desde la antigua China, los dos primeros puntos ofrecen sendos “enfoques” acerca de este tema; desde Francia, la posición deleuziana ofrece la clave interpretativa para resignificar el cuadro resultante. Este es pues nuestro recorrido: empieza por Confucio y su concepción de la virtud, sigue por el taoísmo filosófico y pasa luego por Deleuze, para finalmente permanecer abierto al juego de la reflexión que, esperamos, pueda prolongarse en quien lo lee.
Tan solo una aclaración: si bien procuramos ser lo más rigurosos posibles dentro de nuestro limitado conocimiento sobre el tema, este no es el trabajo de un sinólogo. Las citas de las obras chinas han sido tomadas de traducciones reconocidas y, en aras de la precisión de ciertos conceptos, cotejadas en la medida de lo posible con versiones en el idioma original; pero nuestra exposición del pensamiento confuciano y taoísta no pretende de ningún modo ser exhaustiva ni concluyente. Se trata más bien de una humilde reconstrucción, la interpretación y apropiación de textos orientales por parte de un occidental latinoamericano. En este sentido, si algo justifica tal apropiación, es el hecho inevitable de que todo aquel que piensa, piensa desde algún lugar; y de que conceptos universales sólo hacen pie en nuestras singulares carnes. Dicho esto, damos lugar al juego.
La virtud y la acción: el “enfoque” confuciano
Zai Yu dormía durante el día. Confucio dijo: “No se puede tallar la madera podrida (…)”
Analectas V.9
La cuestión de la formación moral de la persona es central para todo el confucianismo. En rigor, dicha cuestión recorre toda la filosofía china; pero es en la escuela de pensamiento inaugurada por Confucio (551 – 479 a.C.) donde ocupa un lugar claramente destacado. Más allá de la variedad y contraposición de sus respuestas a este problema, todos los grandes filósofos chinos de la antigüedad parecen haber partido de un diagnóstico común sobre el tiempo en que vivieron: la constatación de una palpable decadencia de la naturaleza humana, de sus costumbres y de sus instituciones, con respecto a tiempos siempre pretéritos y al parecer siempre mejores (Slingerland, 2003), diagnóstico a partir del cual elaboran sus propuestas para el cultivo de la persona humana. Por supuesto, el caso de Confucio no es la excepción: para él, el pasado dorado se encuentra en los tiempos de la dinastía Zhou (siglos XII a VII a.C.), época en que la virtud de los gobernantes bastaba por sí sola para rectificar el orden de las cosas. Por supuesto, Confucio vive en tiempos posteriores a los de la dinastía idealizada: la suya es una época en la que el antiguo orden esclavista se disuelve y la movilidad social se agiliza; un tiempo de crecientes conflictos bélicos entre estados grandes que se disputan el poder y estados pequeños que se disputan las alianzas. Las relaciones comienzan a regirse por otros parámetros que los de la sangre y el honor, como por ejemplo la contratación mercenaria y la voluntad de alianza; la estratificación social, otrora rígida y codificada, experimenta un reajuste en sus velocidades y sus modos. En este contexto de turbulencia política y social, los letrados miembros de la pequeña nobleza (de la que proviene el propio Confucio) ven perderse sus puestos como consejeros e instructores de etiqueta en las cortes, ya que sus servicios empiezan a aparecer como superfluos. Así es como deciden lanzarse a los caminos y comenzar a enseñar sus doctrinas a quien quiera oírlas (y también, a quien pueda pagarlas).
¿Qué es lo que enseña Confucio? Entre otras cosas, un método para rectificar el orden social y moral. Podemos decir que, a grandes rasgos, la enseñanza contenida en las Analectas[2] se centra en dos cuestiones fundamentales: la práctica de las virtudes y la rectificación de los nombres. El hombre que mediante el estudio, la observación y la disciplina hace suyas las virtudes y utiliza correctamente los nombres se convierte en un junzi[3], un “hombre superior” (superioridad que no debe ser entendida desde los parámetros de la nobleza, sino sólo en tanto superioridad moral). Entre las virtudes confucianas, las principales son las llamadas ren[4] e yi[5]. La última es traducida generalmente como “justicia”; se trata del deber formal de hacer lo que es correcto por el solo hecho de que es correcto, por contraposición al accionar interesado (li[6], “beneficio” o “provecho”) que se rige por móviles distintos a los del puro deber:
Confucio dijo: “El hombre superior [junzi] está centrado en la justicia [yi], el hombre vulgar en el beneficio [li].” (Analectas IV.16)[7]
Zizhang dijo: “El verdadero letrado (…) piensa en la justicia [yi] en cualquier ocasión en la que pueda conseguir un beneficio [li]”. (Analectas XIX.1)
En las Analectas, ren designa a veces la suma de todas las virtudes, pero también es el nombre de una virtud específica que suele traducirse como “humanidad” o “benevolencia”. La posesión y práctica del ren es lo que distingue a los hombres superiores, los junzi, de los hombres vulgares; éstos nunca tienen benevolencia, mientras que los primeros no pierden su superioridad moral aún en los caso en que su benevolencia flaquea:
Confucio dijo: “Ha habido hombres superiores [junzi] que no han sido siempre benevolentes [ren], pero no hombres vulgares que hayan sido benevolentes”. (Analectas XIV.7)
Fan Chi preguntó a Confucio acerca de la benevolencia [ren] y Confucio le dijo: “La benevolencia consiste en amar a los hombres”. (Analectas XII.22)
Ahora bien, a pesar de lo que sugiere la última cita, la virtud de la benevolencia no consiste en una buena disposición hacia todos los seres humanos del mismo modo; correctamente entendida, la benevolencia confuciana consiste en que el trato hacia cada persona respete los códigos inherentes al lugar que ésta ocupa según el ordenamiento social. Amar a los hombres, sí, pero no a todos de la misma manera: tratar (y amar) al padre como a un padre, al hijo como a un hijo, a la esposa como a una esposa, al soberano como a un soberano, etc. Tratar al soberano como a un hijo o a la esposa como a un padre, por ejemplo, implicaría la violación del ren.
En este sentido, la benevolencia se vincula estrechamente con el segundo punto antes mencionado, la rectificación de los nombres (zheng ming[8]). Según este principio, cada nombre mantiene una correspondencia unívoca con la realidad que designa; para cada cosa, hay un y sólo un nombre que se ajusta cabalmente a sus características esenciales. Respetar el orden de las cosas conlleva entonces llamarlas por sus nombres correctos; para alcanzar la armonía social y el buen gobierno, es de vital importancia que cada cargo y cada función se lleven a cabo respetando la esencia indicada por su nombre. Al respecto vale la pena transcribir parte de Analectas XIII.3, en donde se formulan con claridad los principios de esta doctrina:
Zilu dijo: “El soberano de Wei ha estado esperándoos, Maestro, para que ordenarais el gobierno, ¿qué es lo primero que habrá que hacer?”
Confucio respondió: “Lo que hace falta es rectificar los nombres” [zheng ming].
(…) ”Si los nombres no son correctos, las palabras no se ajustarán a lo que representan y, si las palabras no se ajustan a lo que representan, los asuntos no se realizarán.
(…) ”En consecuencia, el hombre superior [junzi] precisa que los nombres se acomoden a los significados y que los significados se ajusten a los hechos. En las palabras del hombre superior no debe haber nada impropio”. (Analectas XIII.3)
Se explicita entonces el vínculo necesario entre la rectificación de los nombres y la vida del hombre superior. El virtuoso, el benevolente, es aquel que no hace ni dice nada impropio, aquel que no piensa fuera de lo que le corresponde sino que se mantiene siempre dentro de los límites; la metáfora de la moral como un espacio delimitado es cara a la escritura confuciana (Slingerland, 2003: 55-58). Dichos límites no son arbitrariamente impuestos, sino que se encuentran naturalmente establecidos por el orden inmutable del proceso cósmico (Dao[9]), con el cual se hallan en perfecta concordancia. El hombre superior es pues aquel que habla como se debe hablar, que piensa como se debe pensar, que siente como se debe sentir. De ahí la alta valoración confuciana de la conducta apropiada y el seguimiento de los ritos (li[10]), como otra de las virtudes cardinales cuya práctica constituye un requisito fundamental para la obtención de las demás:
Yan Yuan preguntó acerca de la benevolencia [ren]. Confucio dijo: “El autodominio y la insistencia en los ritos [li] son los que tendrán como resultado la benevolencia (…)”.
Yan Yuan dijo: “Decidme, por favor, cómo se llega a este punto”. Confucio respondió: “No mires ni oigas nada que vaya contra las buenas formas, no hables de nada ni hagas nada que no sea correcto”. (Analectas XII.1)
El seguimiento de los ritos, la práctica de las virtudes y el uso correcto de los nombres –aspectos que, por otra parte, se encuentran íntimamente relacionados entre sí, puesto que seguir los ritos implica conocer las denominaciones adecuadas, respetar las jerarquías inherentes a cada virtud implica ya un seguimiento de la ritualidad, etc.– estos tres aspectos, decíamos, se completan con el estudio (xue[11]) y el conocimiento (zhi[12]), como medios para llegar hasta ellos y volverse un hombre superior. Sin el estudio, los seis “conceptos” o “palabras” (benevolencia, sabiduría, sinceridad, sencillez, valentía y firmeza) permanecen velados y se muestran como seis defectos, de modo que la benevolencia sin estudio es estupidez, la sabiduría sin estudio es confusión, la sencillez grosería, la valentía rebeldía, y la firmeza, altanería (Analectas XVII.8). Y aquí volvemos al comienzo: pues lo que Confucio recomienda como objeto indicado de estudio para cultivar la virtud son los modelos ejemplares de la tradición, tal como han sido trasmitidos en los Clásicos (Libro de los Cambios, Libro de las Odas, Libro de los Ritos, etc.). El hombre superior debe orientar su pensamiento y su acción a través del estudio de estas obras: estudiar (xue)aparece como un imperativo mayor que pensar (si[13]):
Confucio dijo: “Aprender [xue] sin pensar [si] es inútil, pensar sin aprender es peligroso”. (Analectas II.15)
Confucio dijo: “No comí en todo el día ni dormí en toda la noche con la intención de pensar [si], pero no sirvió de nada. No hay cosa alguna que pueda compararse con el estudio [xue]”. (Analectas XV.30)
El conocimiento y el estudio permiten modelar y pulir las tendencias naturales, el “material en bruto” con el que cada hombre ha nacido, para así llevarlo a su mayor perfección[14]. Contra lo que podría esperarse, el hombre superior no es aquel en cuya persona lo adquirido predomina sobre lo natural, sino el que integra armoniosamente ambos aspectos (Analectas VI.16). La relación entre el esfuerzo que implica el estudio y la posesión o no del conocimiento determina así toda una jerarquía de los hombres:
“(…) los primeros serían aquellos que ya nacen con conocimiento [zhi], vendrían después aquellos que adquieren el conocimiento [zhi] por vía del estudio [xue] y a continuación estarían los que se dedican al estudio [xue], aún siendo torpes. Los últimos de todos los hombres son aquellos que además de ser tontos no estudian [xue]”. (Analectas XVI.9)
Allí donde flaquea el conocimiento, queda al menos el estudio; el que sabe sin estudiar y el que estudia sin saber son mejores que el que ni sabe ni estudia. En resumen: el aprendizaje de los clásicos, la introspección y la autodisciplina, la observancia de los ritos y el respeto del ordenamiento social, el uso correcto de los nombres, todos estos factores determinan la posesión de la virtud y el estatus de hombre superior. Quien llega a este punto después de largos años de entrenamiento y rigurosidad, de exigencias y diligencias, puede confiar en que sus acciones serán espontáneamente rectas (Analectas II.4), pues provendrán de un buen material (una “buena madera”) bien trabajado. En todos los casos, hay un fuerte componente de acción y de esfuerzo por parte del individuo que aspira a la perfección moral; para llegar a ser espontáneo, al parecer, hace falta mucha disciplina. Qué visión de la relación entre cultura y formación podemos interpretar a partir de todo esto, es algo de lo que hablaremos más adelante. Pasamos ahora a una concepción muy diferente de la virtud: la manejada por el taoísmo filosófico.
La virtud y la no-acción: el “enfoque” taoísta
La suprema virtud parece fondo de valle,
la gran blancura parece inmunda
Daodejing 56
Las escuelas confuciana y taoísta son comúnmente presentadas como rivales, y es cierto que en muchos aspectos sus concepciones se oponen radicalmente; sin embargo, el grado de exactitud de esta afirmación no es para nada el objeto de este trabajo[15]. Aquí nos basta con recoger algunos elementos sobre los que se basa este antagonismo, ya que esta relación entre confucianismo y taoísmo resulta útil para el pensamiento que perseguimos.
De las escuelas filosóficas de la antigua China, la taoísta es en realidad la menos “escuela” de todas, pues si bien se articuló en torno a una serie de obras, establecidas con el tiempo como canónicas, la divergencia de las interpretaciones pronto dio lugar a numerosas corrientes (Preciado Idoeta, 2006: 51). Nosotros nos centraremos exclusivamente en la filosofía expuesta en el clásico taoísta por excelencia: el Daodejing[16] (“Clásico del Camino y de la Virtud”, más comúnmente transliterado como Tao Te King o Tao Te Ching[17]), obra atribuida tradicionalmente a Lao Zi[18] (personaje con algo de histórico y mucho de legendario, cuyo nombre también se suele transliterar como Lao Tsé o Lao Tzu), y cuyas versiones más antiguas datan del siglo IV a.C. Del contenido de esta obra, que en apenas 5000 caracteres traza los fundamentos básicos de la metafísica, la ética y la política taoístas, tomaremos una vez más la cuestión de la virtud. A diferencia de la concepción confuciana, estructurada alrededor del aspecto moral y formal, la concepción taoísta deja de lado la moralidad para anclar la virtud en un rico trasfondo ontológico, a partir del cual adquiere toda su relevancia ética.
Nuestro término “virtud” se utiliza generalmente para traducir el carácter chino de[19]. Éste está compuesto por tres elementos gráficos que significan “caminar”, “mente/corazón” y “rectitud”; para Preciado, antiguamente el término representaba un caminar dirigido por una mente recta, es decir, un caminar recto, una buena conducta (Preciado Idoeta, 2006: 68). Sin embargo, en el taoísmo filosófico esta connotación más bien moral del término fue siendo desplazada por la de fuerza, potencia o eficacia. Wang Bi (226-249 d.C.), uno de los más importantes comentaristas antiguos del Daodejing, interpretó el carácter de (“virtud”) valiéndose de su homófono de[20](“lograr”, “obtener”). Mediante este juego, Wang Bi afirma que la virtud es un obtenimiento[21], una eficacia que puede ser ejercida positivamente y que conduce a una cierta forma de plenitud. El sentido base del de taoísta se asemeja pues al de la virtus latina. No es casual que el título de la obra, Daodejing, no sólo haya sido traducido como “Clásico del Camino y de la Virtud”, sino también como “El Camino y su Poder” (Waley, 1943).
Y es que el de es precisamente la eficacia del principio universal, el Dao, engendrador, sostenedor y destructor de todas las cosas. Dao significa literalmente, entre otras cosas, “camino” y “ley”: se trata de la ley autosuficiente de la naturaleza, el desarrollo del Todo como proceso inescapable. La realización de este proceso tal como se plasma en las cosas particulares no es otra cosa que el de, también llamado en este respecto xuan de[22], “virtud oscura” o “misteriosa”:
El Tao los engendra, la virtud [de] los alimenta (…) El Tao los engendra y alimenta, hace que crezcan, que se desarrollen (…) es su nombre “misteriosa virtud” [xuan de]. (Daodejing 51)[23]
El Dao engendra y sostiene a las Diez Mil Cosas (la totalidad de las cosas) a través de su virtud o poder (de). Este poder no se ejerce en abstracto ni en el vacío: no hay poder sin resultados. El “oscuro poder” del Dao es inseparable del surgimiento y la supervivencia misma de las cosas particulares: se ejerce en y a través del accionar de las Diez Mil Cosas, y por eso el primero de los sentidos que Chen propone para de es el de la manifestación del Dao como naturaleza (Chen, 1973: 463). El poder de las cosas es pues el poder del Dao, y cada una obtiene su vitalidad de él: lo que se aleja del Camino, pierde la virtud y perece sin remedio (Daodejing 21,55). El segundo sentido propuesto para el de es el de la naturaleza innata específica de cada cosa, lo que cada cosa recibe del Dao y que la hace ser lo que es (Chen, 1973: 465-466). El de se manifiesta entonces en ambos planos: en lo Absoluto, comopoder o eficacia del Dao; en lo relativo, como poder o eficacia de todas las cosas singulares. Es decir que el poder de lo relativo no es sino el poder de lo Absoluto, desarrollándose en su silenciosa autonomía. “El Dao es la Totalidad, que a través del de, la Particularidad, se manifiesta en la singularidad de los seres” (Preciado Idoeta, 1998: 56).
Pero, ¿cómo se ejerce esta virtud o poder “taoíco”? La clave está en un término de connotación práctica que, si bien no es exclusivo del taoísmo, juega en él un papel absolutamente clave: el wuwei[24][25]. Si, como veíamos antes, el de funcionaba como una suerte de “bisagra ontológica” entre lo Absoluto y lo relativo, el wuwei es la “bisagra práctica” que articula la eficacia del Dao y la de las las cosas singulares. Los dos caracteres que forman el término son wu[26] (“no” o “nada”) y wei[27] (“actuar”, “hacer”); literalmente, entonces, wuwei significa “no actuar”. Sin embargo el sentido literal no es el que mejor explica el uso taoísta de la expresión. Para el taoísmo, wuwei no implica sumirse en la pasividad y la indolencia, y tampoco un quietismo ascético. No se trata de la negación de toda acción, sino sólo de la de un tipo de acción particular: la acción wei. La caracterización de este tipo de acción varía: dependiendo del intérprete[28], lo que se niega es la acción consciente, la acción premeditada y con propósitos, la acción forzada, la acción cargada de expectativas, etc. Más allá de la variedad de matices, hay un motivo que los recorre a todos, conectándolos: la acción de tipo wei involucra siempre un grado de separación entre el agente y el acto (Loy, 1985). Esto es así ya sea por desdoblamiento reflexivo (distinción autoconsciente entre el agente y la acción realizada), por proyección teleológica (necesidad de dotar de sentido a la acción a partir de la postulación de fines en el agente) o por soberbia ontológica (el agente se considera de algún modo como “aparte” o “distinto” del mundo sobre el cual ejerce su acción).
Hasta aquí sólo caracterizamos el wuwei negativamente, como la negación de las acciones duales que distinguen entre el agente y lo actuado. ¿Cómo definirlo positivamente? En primer lugar, no-actuar es la acción característica del Dao:
El Tao permanente no actúa [wu wei], mas nada hay que deje de hacer (Daodejing 37)
Esta acción-que-no-actúa es calificada en el Daodejing como ziran[29] (“natural” o espontánea). Slingerland distingue tres sentidos para esta expresión: en primer lugar, designa el estado primordial de una cosa, en segundo lugar, lo no-coaccionado, y por último, lo interno o perdurable, en el sentido de un estado de cosas que ha llegado a ser a través del desarrollo de tendencias internas a la cosa misma (Slingerland, 2003: 89 y ss.). Nos interesan especialmente los dos últimos sentidos (lo no-coaccionado y lo interno): en la acción natural, lo que actúa lo hace a partir de sí mismo y no en virtud de algo exterior. Precisamente, el significado literal de ziran es “correcto por sí mismo” o “así por sí mismo”. Según el Daodejing, sólo hay una cosa que el Dao sigue, y es precisamente lo natural:
El hombre tiene a la Tierra por norma, la Tierra al Cielo por norma tiene, del Cielo el Tao es la norma, la Naturaleza [zi ran] es la norma del Tao. (Daodejing 25)
Por encima del camino, por último, está lo “natural” [zi ran] (…): no como un nivel más, sino como el modo perfecto del camino: es también el régimen pleno de la eficacia (…) lo natural no imita a nada, no tiene nada más arriba: lo que lo caracteriza, a diferencia de todo el resto, es que no se remite a nada más que a sí mismo. (Jullien, 1999: 109)
Pues bien: si siguiendo únicamente lo natural, la virtud (de) del Dao produce todas las cosas, ¿por qué entonces la modalidad de su acción es llamada no-acción? Por un lado porque, como dijimos antes, lo que se niega no es toda acción, sino sólo aquellas acciones que implican una separación entre el agente y el acto. En este sentido la acción del Dao es verdaderamente wuwei, porque el Dao no es una “cosa” que ejerce acciones; el Dao es la totalidad del proceso cósmico, por ende no puede sino ser su propio accionar. Por otro lado, debemos tener en cuenta que el carácter wu no sólo significa la negación (“no”), sino también la nada o el no-ser en un sentido ontológico. La filosofía china en general, y el taoísmo en particular, no entienden la nada y el vacío como privaciones sino como la manifestación más plena de la naturalidad: son el principal atributo del Dao, y están siempre asociados a la eficacia. “Metafísicamente, el poder del wuwei y la naturalidad se basa en la prioridad lógica y ontológica de la Nada sobre el Algo” (Slingerland, 2003: 104-105). De este modo, y por la plasticidad inherente a la lengua china, wu-wei no sólo puede ser leído como “no-actuar”, sino también como “actuar (wei) a partir de la nada (wu)”. Wang Bi se pregunta:
¿Dónde obtiene uno la virtud? Uno la obtiene del Dao. ¿Cómo puede uno llevar a cabo el Dao? Uno lo lleva a cabo funcionando a partir de la nada. (Lynn, 1999: 119)
Para Wang Bi, tanto el Dao como su virtud son vacíos. Es justamente porque son vacíos que su acción nace espontáneamente de sí mismos, sin que nada la obstaculice.
Resumiendo: la virtud taoísta es ante todo un concepto ontológico, la eficacia del proceso universal (Dao), acción natural y espontánea en la cual no pueden distinguirse un acto y un agente, porque ambos son la misma cosa. Nadie actúa nada, y así es que todo se hace. Dicho de ese modo, esto podría parecer alejado de la realidad cotidiana y los asuntos mundanos. Pero la virtud taoísta no tiene que ver solamente con el Dao como lo Absoluto, sino que también penetra en las cosas concretas, entre ellas el hombre. La posesión y el ejercicio de la virtud taoísta delimita la figura del sabio (sheng ren[30]), modelo ético y espiritual del ser humano. El sabio taoísta es caracterizado como un personaje que se mueve libremente por el mundo, respondiendo a todas las situaciones sin esfuerzo:
No hace ostentación de su persona y por eso es hombre de luces, no piensa que siempre tiene razón y por eso puede ver con claridad, no se jacta y por eso llega a triunfar, no es orgulloso y por eso adelanta. Como no lucha, nada hay en el mundo capaz de luchar contra él. (Daodejing 22)
En concordancia con la prioridad ontológica de la Nada sobre el Algo, el sabio también aspira al vacío para lograr la máxima virtud, entendida siempre en términos de eficacia. En su caso, se trata de un vaciamiento interior: el wuwei del sabio implica un desprendimiento de todo lo “externo” que se acumula en el transcurso de la vida cotidiana y el trato con los demás hombres, de todo lo que obstaculiza las propias tendencias innatas: las maquinaciones y anticipaciones, los deseos, las obsesiones, la ambición, el prestigio, la erudición… Todas estas cosas forman parte de las acciones de tipo wei. Y por ir contra la corriente del mundo, estos trajines constantes del individuo preocupado por llegar cada vez más lejos y por tener cada vez más, a la larga sólo resultan en miseria espiritual y mundana. Por eso, frente a la ansiedad de acumulación, el Daodejing recomienda lo contrario:
De ahí el gobierno del sabio: vaciar la mente y llenar su estómago. (Daodejing 3)
¿No es acaso porque [el sabio] no alberga deseos egoístas? Así es como puede cumplir esos mismos deseos. (Daodejing 7)
Entregarse al estudio es crecer día a día; practicar el Tao es menguar día a día; menguar y menguar hasta llegar al no-actuar [wuwei], no se actúa, mas nada hay que se deje de hacer. (Daodejing 48)
En la última cita, “no se actúa” quiere decir que se actúa naturalmente(ziran) a partir de la nada (wu), dejando que la propia virtud obre por sí misma, libre de impedimentos exteriores. Dicho por la negativa: porque no actúa con propósitos rígidos y separándose de sus actos, el sabio no altera el curso natural de las cosas. O por la positiva: porque actúa sin fines y desde sí mismo, seidentifica con el curso natural. Su virtud es idéntica a la del Dao, tanto por su origen (la nada, o el acomodamiento a lo natural) como por sus consecuencias prácticas (la mayor eficacia posible). Es por eso que, todo a lo largo del Daodejing, la virtud se predica de igual modo del Dao y del sabio:
Los infinitos seres crecen gracias a él [al Dao], mas él no los gobierna (Daodejing 34)
El sabio (…) favorece el curso natural de los infinitos seres, mas sin osar actuar. (Daodejing 64)
De ahí el Tao del Cielo: traer provecho y no daño; y el Tao del sabio: actuar y no contender. (Daodejing 81)
La recíproca es igualmente válida: el Tao del sabio también es traer provecho y no daño; y el Tao del Cielo, actuar y no contender. Para el ser humano, actuar según el wuwei es entonces acomodar la propia virtud (de) a la virtud del dao. Así lo entendía Wang Bi: “Sólo abrazando la vacuidad como virtud puede uno asegurar que las propias acciones sean conformes con el Dao” (Lynn, 1999: 86). Lo que el sabio deja emerger no es sino la virtud o eficacia que ha obtenido del Dao –lo más propio, aquello que lo hace ser lo que es, pero también: lo más impersonal, la potencia autosuficiente del Todo que se manifiesta en cada una de sus partes. En este sentido, podríamos decir que actuar según el wuwei implica una cancelación de la dualidad agente-acto. Cuando el sabio obra en conformidad con lo natural ya no es “él” quien actúa, sino el Dao. El no actuar es finalmente un dejar actuar. No un actuar sobre el mundo, sino un actuar con el mundo en el cual el agente no se distingue de la espontaneidad del proceso cósmico, porque se instala en él, se identifica con él, lo vive sin la separación que supone una conciencia reflexiva y pretendidamente supervisora de procesos.
A partir de este posicionamiento ético-ontológico del taoísmo, podemos esbozar una explicación de su crítica a las doctrinas confucianas. Mientras que en la acción wuwei agente y acto ya no se distinguen, porque el agente es el acto, el confucianismo insiste en recomendar acciones del tipo wei (estudio, intervención adoctrinadora en los más variados asuntos humanos, seguimiento autoconsciente de conductas establecidas, etc.). Desde la óptica taoísta, el problema de estas acciones es que proceden siempre por separación: la rectificación de los nombres implica la división clasificatoria de toda la realidad a través de la palabra; la concepción jerarquizada de las virtudes implica la división de la sociedad y una distribución de los afectos según los lugares correspondientes; el seguimiento de los ritos implica la distinción minuciosa de todos los aspectos y modalidades en cada acción. Para el taoísta, todo esto no es sino hipocresía, vano esfuerzo, y alejamiento del verdadero Dao por un exceso de acción wei. En tanto factores de alejamiento del Dao, las virtudes confucianas son pues explícitamente denunciadas:
Por eso cuando se abandona el gran Tao, al punto aparecen la benevolencia [ren] y la rectitud [yi]. Surge la inteligencia y la sabiduría, y al punto aparece la gran hipocresía. Quiébrase la armonía entre los seis parentescos, y al punto aparecen la piedad filial [xiao] y el amor [ci]. Caen los Estados en tremendo caos, y al punto aparecen los leales mandarines. (Daodejing 18)
(…) tras la pérdida de la virtud [de] aparece la benevolencia [ren], tras la pérdida de la benevolencia aparece la rectitud [yi], tras la pérdida de la rectitud aparecen los ritos [li]. Los ritos, menoscabo de la lealtad y la confianza, de gran desorden son el origen. (Daodejing 38)
Las virtudes confucianas junto con los medios señalados para alcanzarlas aparecen aquí como los síntomas de la degradación de la verdadera virtud, esto es, de la virtud inapresable que se obtiene por identificación con el curso de la naturaleza, y que como tal no puede realmente ser entrenada. Lo que se quiere decir es que, cuando se llega al punto de tener que predicar la benevolencia, es porque ya se ha dejado de ser benevolente; cuando aparecen los leales mandarines proclamando fidelidad, entonces la fidelidad ya se ha perdido. La prédica confuciana es pues un corolario de la pérdida de la virtud, y no su propedéutica. Lo mismo ocurre con los medios indicados para el cultivo moral de la persona: mientras el letrado elogia el estudio, el taoísta se jacta de saber cada vez menos:
Confucio dijo: “Estudia [xue] como si nunca fueras a aprender bastante, como si temieras olvidar lo aprendido”. (Analectas VIII.17)
Entregarse al estudio [xue] es crecer día a día; practicar el Tao es menguar día a día. (Daodejing 48).
La doctrina confuciana supone un cierto grado de voluntarismo: el primer paso para alcanzar la virtud es desearla. Esto es diametralmente opuesto al planteo taoísta, para el cual el deseo (especialmente el deseo ambicioso de quien se propone metas a cumplir) se constituye como la principal barrera entre la persona y el curso de la naturaleza. Junto con la palabra, la erudición y las pasiones, el deseo es el gran creador de compartimentos ficticios en el seno continuo e imperturbable de lo real. Pues desear algo equivale a querer apartarlo del resto de las cosas para tenerlo como posesión, desnaturalizando el vínculo que lo une con el resto del devenir. Desear es (pretender) separar, y así es como del deseo surgen el afán de control y de planificación. Pero el mundo siempre se sale con la suya:
Si alguien desea ganar el mundo y en ello se empeña, bien veo que no saldrá con su intento. El mundo, instrumento mágico, no se puede manejar, no se puede aferrar. Si lo manejas fracasas, y lo pierdes si lo aferras. (Daodejing 29)
En este sentido, desear la virtud tal como lo hace el confuciano equivale a haberla perdido. La verdadera virtud no puede ser un objeto más de deseo; al contrario, la posesión genuina de la virtud conlleva para el taoísta la cancelación de todos los deseos. Mientras que el confuciano recomienda entonces la planificación y el empeño, la diligencia en todos los asuntos y la predisposición para el ejercicio educativo, el taoísta elogia todas las formas de la no-acción, entendida como acción espontánea que no se enfrenta con el mundo intentando controlarlo.
Confucio dijo: “¿Son las virtudes [ren] [31] algo lejano? En cuanto quiero ser virtuoso, inmediatamente alcanzo la virtud”. (Analectas VII.29)
El hombre de virtud [de] superior no es virtuoso, y por ello está en posesión de la virtud. El hombre de virtud inferior se aferra a la virtud, y por eso carece de virtud. (Daodejing 38)
Quedan así caracterizadas estas dos visiones que, desde un mismo seno cultural, se enfrentan alrededor de la cuestión de la virtud y del modo de alcanzarla. A partir de esta caracterización podemos empezar a adivinar en qué se diferencian sus puntos de vista sobre el valor de la cultura en la formación moral de la sociedad y del individuo: mientras una escuela concibe la cultura como una guía para enderezar lo torcido, la otra más bien la ve como un obstáculo artificial para el desarrollo espontáneo de todos los seres. Sin embargo, aún falta en nuestra constelación un tercer punto singular, trazo deleuziano que nos permite resignificar la vieja oposición china entre taoísmo y confucianismo, para pensar a través de ella –y desde nuestro lugar como occidentales –la potencia formativa de la cultura.
El punto deleuziano: saber metódico y aprendizaje cultural
Leonard: What I’m trying to say is that maybe you can’t approach this as a purely intellectual exercise.
Sheldon: What do you mean?
Leonard: Well, remember when you tried to learn how to swim using the internet?
Sheldon: I did learn how to swim.
Leonard: On the floor.
Sheldon: The skills are transferrable. I just have no interest in going in the water.
Leonard: Then why learn how to swim? [32]
The Big Bang Theory
En su libro Diferencia y repetición, defendido en 1968 como tesis doctoral, Deleuze despliega una crítica completa y compleja de la representación mediante el desarrollo de una ontología basada en los conceptos de diferencia en sí misma y repetición para sí misma. Según Deleuze, la representación como dispositivo ontológico y epistémico anima una Imagen dogmática del pensamiento que ha dominado casi totalmente la filosofía desde la antigüedad; el primado de dicha Imagen implicó la subordinación de la potencia genética y disruptiva de la diferencia y la repetición a los principios organizativos de la identidad y la mismidad. Se trata de una crítica no solamente filosófica y conceptual, sino también práctica y política: pues el mundo de la representación es un medio en el cual no se mueven únicamente los filósofos, todos nosotros lo habitamos cotidianamente y lo reafirmamos cada vez que realizamos actos de reconocimiento de una identidad (identidad personal, social, política, artística, mediática, etc.). En el primer capítulo de Diferencia y repetición, Deleuze recorre la historia de la filosofía desde el punto de vista del primado de la Identidad y del tratamiento de la diferencia como el monstruo, lo que debe ser representado y domesticado, subordinado a la cuadruplicidad de la semejanza, la oposición, la identidad y la analogía para volverlo tolerable y permitir su estadía en el sistema. En el segundo capítulo, Deleuze desarrolla el concepto de repetición para sí misma: se trata del movimiento trascendental y genético en el cual la diferencia produce diferentes niveles de síntesis ontológicas, que constituyen infinitos sistemas infinitos (sistema biopsíquico, sistema filosófico, sistema literario, etc.).
En el tercer capítulo –que es el que aquí nos ocupa– a partir del viejo problema del comienzo de la filosofía, Deleuze enuncia una serie de postulados que forman parte de la Imagen dogmática del pensamiento. Se trata de presupuestos implícitos, ocultos en las sombras de la subjetividad filosófica, que modelan el pensamiento y lo someten a las fuerzas representativas de lo Mismo y lo Semejante (Deleuze, 2006: 255). El octavo y último de estos postulados es el del resultado del saber: Deleuze lo define como la subordinación del aprender al saber, y de la cultura al método. Subordinación filosófica pero también natural, según el principio que dicta que cada postulado actúa simultáneamente bajo las dos figuras, bajo Eudoxo y Epistemón, el idiota y el sabio, unidos ambos por la creencia de que se puede pensar sin presupuestos. Pero, ¿qué quieren decir aprender y cultura, saber y método, y de qué modo opera la subordinación entre unos y otros?
Aprender es la palabra que conviene a los actos subjetivos que se realizan frente a la objetividad del problema (Idea); mientras que saber designa únicamente la generalidad del concepto, o la calma posesión de una regla de las soluciones. (Deleuze, 2006: 251)
El aprendizaje es esencialmente un acto de violencia: violencia de un sujeto que se enfrenta a un problema. Aclaremos que, para Deleuze, las Ideas y los problemas no son meras formulaciones lingüísticas ni idealidades abstractas, sino realidades ontológicas en un sentido fuerte: las fuerzas de la diferencia en su estado puro y salvaje, que constituyen, destruyen y redistribuyen permanentemente el sistema del mundo. Aprender (a nadar, a escribir, a tallar madera, a pensar) implica entonces enfrentarse a la objetividad de un problema: problema del agua que se resiste a mi cuerpo, problema del abecedario, la hoja y el lápiz, el cincel y la madera, que se resisten a mi mano y a mi cerebro; problema del pensamiento, que se resiste a mi capacidad representativa y amenaza con subir desde el fondo. Enfrentarse a los problemas para aprender en y a partir de ellos involucra dos aspectos equivalentes: por un lado, la exploración comprometida (diríamos, de “cuerpo presente”) de la Idea-problema en cuestión; por el otro, la elevación de las facultades del sujeto hasta su límite, en lo que Deleuze llama el uso trascendente de las facultades (Deleuze, 2006: 251). El uso trascendente de la sensibilidad, por ejemplo, implica forzarla hasta el punto de sentir su objeto más propio: lo que sólo puede ser sentido (la Idea correspondiente). A su vez, desde el punto de vista del uso común y empírico de esta facultad, la Idea aparece como lo in-sensible. El ejercicio trascendente de la sensibilidad consiste por lo tanto en el hecho paradójico de sentir lo que sólo puede ser sentido como insensible. Al ser llevadas hasta su límite por el uso trascendente, se produce un “encadenamiento discontinuo” en el cual las diversas facultades (sensibilidad, memoria, imaginación, pensamiento) se comunican entre sí el elemento puro de la diferencia. Esta cadena de eslabones rotos es lo que constituye el aprender y también la cultura: la cultura no es sino el movimiento de aprender (Deleuze, 2006: 252-253). Vemos entonces que el aprendizaje y la cultura suponen siempre la necesaria inevitabilidad de la contingencia, el enfrentamiento con lo desconocido en tanto desconocido, lo Nuevo. Lo nuevo no es gentil a priori, no es una hipótesis de conflicto con su correspondiente plan sistemático de resolución: lo nuevo es un enemigo singular, con el cual (quizás) nos haremos amigos sólo si primero nos enfrentamos, poniendo en relación nuestras potencias, nuestros puntos singulares, y logrando algún tipo de coordinación que las redistribuya y nos transforme en otra cosa:
Esa conjugación determina para nosotros un umbral de conciencia en cuyo nivel nuestros actos se ajustan a nuestras percepciones de las relaciones reales del objeto, proporcionando entonces una solución al problema. (Deleuze, 2006: 252)
Una solución al problema, por ejemplo: he aprendido a nadar. Puedo haber tomado clases e incorporado un método, pero aún así fue necesario haberme arrojado a las olas, explorar la Idea-problema en cuestión (la Idea del mar) y elevar mis facultades hasta el punto extremo en que algo las obligue, siquiera momentáneamente, a romper su pretendida armonía para poder finalmente aprender[33].
Frente al mecanismo del aprendizaje y a la universalidad de la Idea-problema con la que se enfrenta, el saber representa la generalidad del concepto que se resguarda en la “calma posesión de una regla de las soluciones”. Si el que aprende explora lo desconocido, poniendo en riesgo la armonía de sus facultades, el que desea saber procura, por el contrario, mantener en todo momento dicha armonía como expresión subjetiva de un bien y una verdad objetivos. La Imagen dogmática subordina el aprender al saber bajo el supuesto de que aprender es tan sólo un ejercicio empírico y descartable en el camino hacia la adquisición definitiva del saber: la prueba y el error quedan en el camino, lo que importa es la esencia. Por eso el saber se corresponde con el método, y el aprender con la cultura: el método siempre busca la consagración del saber como cosa adquirida y establecida, mientras que la cultura es el movimiento mismo del aprendizaje, que no tiene otro fin fuera de sí. Si Deleuze opone el método a la cultura, es porque el método significa la búsqueda de una adecuación entre la naturaleza “naturalmente buena” del sujeto que piensa y la de un pensamiento “naturalmente orientado hacia lo verdadero”, adecuación que siempre presupone el seguimiento de un modelo, el sostenimiento de una moral y en última instancia la apelación a lo trascendente; mientras que la cultura es “la aventura de lo involuntario”, enfrentamiento inmanente con lo inesperado de un problema, proceso rebelde a todo molde que obliga al sujeto a desubjetivizarse y resubjetivizarse continuamente, “con todas las violencias y crueldades necesarias” (Deleuze, 2006: 253).
Empezamos a ver de qué modo estas consideraciones permiten reinterpretar la oposición entre los dos “enfoques”, el confuciano y el taoísta, especialmente en cuanto al modo en que cada uno concibe la formación humana y al valor que, en consecuencia, asignan a la cultura. Para el confuciano, la formación de la persona pasa básicamente por el enderezamiento de lo torcido según el modelo del Bien. Consecuentemente, la cultura es concebida a la manera de un andarivel, carril de contención mediante el cual se rectifica a la sociedad y a los individuos. La verdadera cultura, la única que importa, se encuentra en los clásicos de antaño, que determinan el escalafón de los hombres del presente según el grado en que cada uno se ajusta al modelo paradigmático de las virtudes. Así pues, saber los clásicos es más importante que aprender, y estudiarlos, más importante que pensar. Cada cosa en su lugar: nombres, personas, emociones e instituciones, según lo dictado por el orden del mundo. Por todo esto, desde un punto de vista deleuziano el confucianismo queda siempre del lado del método. La introspección y el estudio –como adiestramiento de lo “interno”– y el seguimiento de los ritos –como disciplinamiento de lo “externo”– no son sino eso: normativizaciones a partir de un saber que se establece como modelo ideal para todos los tiempos, pasado, presente y futuro. La recepción posterior del texto confuciano lo dotó efectivamente de este carácter modélico y totalizador, consagrando la escritura del Sabio (Confucio) como la escritura ejemplar, que condensa y lleva a la Tradición a un punto de perfección insuperable; y al pensamiento del Sabio como esencialmente adecuado a la organización del proceso cósmico (Dao), pensamiento cuya normatividad se entrelaza con la perfección textual para transmitir una enseñanza (nosotros diríamos, un saber) última, invariante y global (Jullien, 2008). En su concepto de la formación, el confucianismo es pues esencialmente moralista, esboza, tomando prestada una expresión de Jullien, “gestos de trascendencia”. El de la formación es el camino de las Formas, camino que ya está dado en toda su extensión, modelo y manual de soluciones que sólo podrán seguir aquellos que logren descifrarlo –pero que, a su vez, sólo podrán descifrar aquellos que merezcan seguirlo, según la calidad variable del “material humano”.
Por su parte, a la luz del octavo postulado deleuziano, el enfoque taoísta aparece claramente como aliado del aprendizaje y la cultura. Pues el taoísmo es una filosofía que ejercita a las facultades en su uso trascendente: busca decir lo que no puede ser dicho, lo que sólo puede ser dicho como lo indecible (el Dao, el De); procura actuar donde nadie hace nada pero todo se hace, donde sólo puede actuarse en el modo de la no-acción (wuwei); y parte de una escritura enigmática e imposible, la escritura de lo que sólo puede ser escrito sin apelar a ningún nombre[34]. Desde esta posición, para la cual el no-saber es el máximo saber, y la no-acción, la forma más alta de la acción, la formación no puede ser entonces otra cosa que in-forme. Implica un saber y una acción, sí, pero sólo en el punto (siempre móvil) necesario para enfrentar la contingencia. En última instancia, lo único que hay que saber es que no sabemos lo que viene; así es como el saber de lo Nuevo es un no-saber, y ese saber lo que no puede ser sabido (el mayor saber posible) se convierte en aprendizaje en el momento mismo en que el sujeto se deja llevar por el devenir. He ahí el concepto taoísta de la formación: como un constante proceso, Dao personal e impersonal a la vez, formación de la persona que coincide con la eterna formación del universo, más allá de toda organización y escalafón. Y, también, más allá de toda moral. El mundo no es benevolente, no tiene la virtud del ren: el mundo es violento, para él las cosas son como los perros de paja que, tras ser ricamente adornados para la ceremonia sacrificial, son pisoteados y arrojados a las calles (Daodejing 5). Frente a la rígida “cultura” confuciana, denunciada como mero formalismo, erudición presuntuosa y desecho del Dao, este segundo enfoque –que ahora podemos llamar taoísta-deleuziano– reivindica la cultura como violencia y movimiento constante de enfrentamiento transformativo entre el individuo y su medio, el uno con el otro, a pesar del otro, a través del otro.
Volvamos al ejemplo predilecto de Deleuze: aprender a nadar. Conjugar los puntos notables de mi cuerpo con los puntos notables de la ola, explorar la Idea del mar, el mar-problema, enfrentarme a él y elevar mis facultades hasta el punto necesario para, al menos por un breve instante, dejar de ser Yo, reasignarme y redistribuirme, aprender a mover de otro modo mis brazos, mis piernas, el agua, mi respiración. Un relato taoísta cuenta que cierta vez Confucio admiraba una gran catarata en Lüliang, donde ningún ser podía nadar sin ser destruido; sin embargo, he ahí un hombre nadando. Creyendo que se trata de un suicida, Confucio envía a sus discípulos a rescatarlo, pero antes de que puedan llegar hasta él el hombre ha salido del agua y se aleja cantando. Cuando Confucio lo alcanza, se produce entre ellos el siguiente diálogo:
–Os había tomado por un espíritu, mas bien veo que sois hombre. Permitid os pregunte: ¿existe un método [dao] particular para nadar así?
–Yo, no tengo método [dao] alguno –le respondió–. Al principio fue para mí lo habitual; cuando crecí, se hizo en mí naturaleza; y al final se ha vuelto mi propia ley. Me hundo con el remolino y con la fuerza del agua salgo a flote. Obedezco los principios del agua, sin hacer nada por mí mismo. Así es como nado. (Zhuangzi XIX.9)[35]
Confucio pregunta por el Dao como método, como regla a seguir para resolver el problema del hombre nadando en la catarata, pero el sabio taoísta (pues de uno de ellos se trata) niega poseer tal cosa. Él simplemente sigue el juego del agua sin aferrarse a su propia persona. Su Yo sobrevive al salto y al hundimiento precisamente porque se ha desentendido de él. Aprender a nadar en la catarata no tiene pues nada que ver con saber hacerlo; quien intentase sumergirse con un método en mente sería despedazado por las aguas. Son muchos los relatos taoístas en los cuales Confucio se encuentra con hombres maravillosos, que realizan fácilmente tareas de gran dificultad: en dichos relatos, la pregunta por el método de la virtud siempre encuentra como respuesta el movimiento virtuoso de la cultura.
* * *
¿Por qué hablar sobre confucianismo y taoísmo en un texto occidental? Sabemos muy bien que no basta con las equivalencias del diccionario para postular conexiones directas entre conceptos, entre culturas tan distantes en el espacio y en el tiempo. Pero también sabemos del poder sugestivo de las resonancias, de las fulguraciones de ciertos signos, y del alineamiento silencioso de las historias. Si sentir es apostar, nosotros apostamos a la inmanencia de nuestra sensibilidad y de los signos que la mueven. “Nunca se sabe por anticipado cómo alguien va a aprender” (Deleuze, 2006: 252). Y nosotros aprendimos en nuestra exposición a extraños caracteres chinos, en textos orientales de hace más de dos mil años que hoy resuenan en un presente latinoamericano. Expuestos a ellos, nos enfrentamos al problema que plantean, perdemos certezas, ganamos pérdidas, arriesgamos una mínima ganancia; y cuando salimos de la catarata, creemos tener algo que decir. Desde una configuración del mundo que, en nombre de la diferencia, produce desigualdades; en nombre de la libertad, recluta soldados para la defensa de la esclavitud; y en nombre de la singularidad, opera las más burdas simplificaciones sobre las conciencias. Desde una configuración del mundo que lleva a cabo guerras imperialistas en nombre de la democracia, y donde por todas partes circulan leales mandarines. ¿Y la formación? ¿Y la cultura? Relegadas al cuarto de los trastos viejos; monopolizadas en manos de gigantes sin rostro; atesoradas por élites recelosas o condenadas a los laberintos de la metodología. La cultura como bien comercializable y adquirible, marca de estatus social sin nervios ni raíces; la formación como formalidad abstracta o una vez más, como producto costoso para unos pocos. En un mundo en que el capitalismo no termina de empezar a morir, la cultura y la formación tienen sólo un valor de cambio, marcan una de las tantas fronteras entre opresores y oprimidos. Todo eso, sí, pero no sólo eso. En su sentido deleuziano-taoísta, la formación a través de la cultura sigue latiendo –¿puede acaso dejar de latir? –en la experiencia viva de lo imprevisible, de lo inaprensible, aquello que sólo puede ser aprendido. Desde esa experiencia permanente de lo impermanente, nos urge a no olvidar. A poner una vez más la cultura por sobre el método, y el sentido por sobre las palabras. Las palabras, los textos como este, son apenas una excusa, redes que arrojamos una vez capturado el pez. Sirven para suscitar un pensamiento, y luego descansan. La cultura, en cambio, no descansa; es el movimiento de aprender, la violencia que supone pasar por las palabras para suscitar un pensamiento contra las palabras[36], pero también pasar por los cuerpos, por las ideas, por la política. Pues no hay palabras, ni tampoco cuerpos, ideas, ni política, sin la formación informe de una cultura viviente.
BIBLIOGRAFÍA
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Watts, A. El camino del Tao. Barcelona: Kairós, 2006 [1976].
* Universidad de Buenos Aires, Argentina.
[1] La metáfora de la constelación de estrellas aplicada al concepto de configuración, y que aquí usamos para dar cuenta de nuestro procedimiento de escritura, se lo debemos a Carlos García González (2006: 20).
[2] Las Analectas o Lun Yu, obra literaria tradicionalmente atribuida a Confucio, consta de veinte libros en los cuales se reúnen numerosos fragmentos breves y de carácter dialógico, en los que se sientan las bases de su doctrina. La fecha y autoría son inciertos, pero se la supone compuesta por los discípulos de Confucio después de su muerte.
Caracteres chinos
[3] 君子
[4] 仁
[5] 義
[6] 利
[7] Todas las citas de las Analectas en este trabajo pertenecen a la traducción castellana de Joaquín Pérez Arroyo (2002).
[8] 正名
[9] 道
[10] 禮
[11] 学
[12] 知
[13] 思
[14] Otra de las metáforas recurrentes en las Analectas es justamente la del “pulido” de la persona moral: v. Slingerland, 2003: 50-55. La cita de Analectas que elegimos como epígrafe de esta sección es un ejemplo de esta metáfora.
[15] Para un estudio detallado sobre ambas escuelas, v. por ejemplo Needham (1956); para un resumen más conciso, v. por ejemplo Feng Youlan (1989).
[16] 道德經
[17] A lo largo de nuestro texto utilizaremos preferentemente la escritura Dao (pronúnciese “tao”), según el actual sistema oficial de transliteración, el pinyin; pero en las citas de la traducción del Daodejing conservaremos la escritura “Tao”, advirtiendo aquí que se trata en todos los casos de la misma palabra.
[18] 老子
[19] 德
[20] 得
[21] “Virtue consists of attainment” (Lynn, 1999: 119).
[22] 玄德
[23] Todas las citas del Daodejing en este trabajo pertenecen a la traducción castellana de Preciado Idoeta (2006).
[24] 無為
[25] En efecto, el wuwei juega un importante papel como ideal espiritual y práctico en todos los grandes pensadores del período pre-imperial, desde Confucio y Mencio hasta Zhuangzi y Xunzi. V. Slingerland (2003).
[26] 無
[27] 為
[28] V. por ejemplo Preciado Idoeta (2006), Slingerland (2003), Loy (1985), Watts (2006) y Jullien (1999).
[29] 自然
[30] 聖人
[31] Recordemos que, en el confucianismo, ren puede referirse tanto a la virtud específica de la benevolencia como a la suma total de las virtudes. Es en este segundo sentido como la recoge la traducción.
[32] “Leonard: Lo que trato de decir es que quizás no puedas encarar esto como un ejercicio puramente intelectual. Sheldon: ¿Qué quieres decir? Leonard: Bueno, ¿te acuerdas cuando trataste de aprender a nadar usando Internet? Sheldon: Aprendí a nadar. Leonard: En el piso. Sheldon: Las habilidades son transferibles; es sólo que no tengo interés en meterme en el agua. Leonard: Entonces, ¿para qué aprender a nadar?” [mi traducción].
[33] La idea del aprender como experimentación y recomposición de lo singular con lo singular aparece también en la interpretación deleuziana de Spinoza. Dice Deleuze en sus clases sobre los géneros de conocimiento spinozistas: “Planteo un ejemplo de lo que quiere decir el conocimiento adecuado del segundo género, que me parece infinitamente más spinozista que la geometría o las matemáticas, o aún que la teoría euclidiana de las proporciones: «sé nadar». (…) ello no quiere decir forzosamente que yo tenga un conocimiento matemático o físico o científico del movimiento de la ola. Quiere decir que tengo un saber hacer, un sorprendente saber hacer; tengo una especie de sentido del ritmo, de la rítmica. ¿Qué quiere decir el ritmo? Quiere decir que sé componer mis relaciones características directamente con las relaciones de la ola.” (Deleuze, 2003: 135-136).
[34] “El Tao que puede expresarse no es el Tao permanente, el nombre que puede nombrarse no es el nombre permanente”. “Su nombre desconozco, la denominan Tao” (Daodejing 1, 25).
[35] La cita del Zhuangzi pertenece a la traducción de Preciado Idoeta (2002).
[36] “La acción de pensar sólo se realiza con palabras y contra las palabras” (de Gainza, 2010: 264). En este texto, la autora explicita el papel de este con y este contra en el ejercicio de un pensamiento crítico, y en la composición y lectura de un texto que pueda ser a la vez reflexivo y expresivo.