Voluntad de poder y poesía

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Resumen: El presente artículo trata de poner en relación el poder y el pensamiento poético. A través de la obra nietzscheana, definimos la voluntad de poder como un efecto de violencia que la experiencia humana ejerce contra el mundo. Sin embargo, otros autores como Bataille o Blanchot señalan cómo la poesía permite redefinir nuestra relación de poder o de voluntad de poder con el mundo.

Palabras clave: Dominio, sacralidad, impoder.

Abstract: This article tries to link power and poetic thought. Through Nietzsche’s work, we define will to power as an effect of violence exerted by the human experience against the world. However, other authors like Bataille or Blanchot point out how poetry allows us to redefine our relationship of power or will to power with the world.

Key words: Dominion, sacredness, non-power.

 

¿Qué relación podemos establecer entre la poesía y el poder? Fue Paul Éluard quien dijo aquello tan acertado de “la poesía es algo absolutamente necesario aunque me gustaría saber para qué”. Constantemente se plantea, con los suplementos de crítica literaria por cruentos campos de batalla, qué utilidad social ha de guiar la actividad poética, la experiencia artística en general. ¿Cambiar el mundo, o cambiar las conciencias? ¿Dejarlo todo como estaba? Entonces, ¿gobernarán los poetas su república algún día? Nada de eso viene a importar aquí: el poder, tal y como se entiende en los manidos debates sobre la necesidad de la poesía, no se trata más que de un poder entendido a la manera marxista, como dominio y supremacía, poder desde arriba que cae, que somete y niega, dentro del juego dialéctico del amo y del esclavo. Que la poesía tenga poder para hacer algo, que pueda reivindicar o llamar a la revolución, limita lo poético a su contrapartida de servidumbre: ¿no sería la búsqueda de libertad su condena? ¿No se reduce así la poesía a mera proclama? ¿No se ataja su más esencial poder, que es, quizá, el de no tener poder y pertenecer a la (im)posibilidad, a lo irreal?

 

Nietzsche y Foucault: Voluntad de poder

 

Desde que Nietzsche rompiera con las fronteras de una ontología sustentada en el Ser, en el imperio de lo Mismo, en el Dios-Uno, para precipitar todo el conocimiento humano a una relación de poder, un juego de lenguaje que se establece mediante la tensión con otros dispositivos, la poesía no ha dejado de indicar aún con mayor convicción su objetivo: romper con las tramas de dominación, con los agenciamientos. Cabe preguntarse: ¿no se trataría, en esa ruptura, de un poder contra otro, de una fuerza definida sólo en el choque con otra fuerza, de una colisión, una tensión acaso, destinada a trazar la encrucijada de poderes? Recordemos brevemente el alegato de Nietzsche: la experiencia de la corporalidad imprime una huella sobre lo real, a través de los sentidos. Mirar, oír o tocar interponen nuestro propio cuerpo entre nosotros y las cosas, traducen a una tropología los fenómenos sensibles, trazan metáforas y metonimias de los datos captados: “nuestras percepciones sensoriales no se basan en razonamientos inconscientes sino en tropos. El proceso original consiste en identificar lo semejante con lo semejante –en descubrir una cierta semejanza entre una cosa y otra. La memoria vive de esta actividad y se ejercita continuamente […]. La imagen en el ojo es determinante para nuestro conocimiento, luego el ritmo de nuestros oídos. Nunca llegaríamos a una representación del tiempo partiendo del ojo, ni del espacio partiendo del oído” (Nietzsche, 2000: 219-220, en cursiva en el original). Sin embargo, es el mismo Nietzsche quien recorre todo el camino y describe una genealogía completa del poder: la información sensorial se hace palabra hasta convertirse en cárceles de lenguaje en donde se eslabonan, unifican y recortan los datos ofrecidos, para entregarnos a continuación discursos completos, cosmovisionarios, que conforman las distintas instituciones, que alían las palabras a las exigencias humanas, a su necesidad de supervivencia, la cual no constituye sino una gestión de lo que nos rodea: la religión, la ciencia, o la moral son metarrelatos que organizan nuestra experiencia de lo real.

Entonces, el lenguaje es poder. Poder, incluso, cuando calla o hace callar, cuando escribe en las cosas una incisión, escritura que abre en la materia sus laminados cortes, que unifica, diluye, oculta y fracciona. La palabra enlaza tramas, establece conexiones y convoca a las cosas bajo el designio de la mismidad: ¿por qué nombrar este árbol bajo el nombre de todos los árboles? ¿Por qué dar al pájaro la identidad que es al mismo tiempo no-identidad del nombre? Un pájaro es todos los pájaros, y todos los pájaros son el pájaro, como se plantea el poeta Pedro Salinas en un admirable poema:

 

¿Qué pájaros?

 

¿El pájaro? ¿Los pájaros?

¿Hay sólo un solo pájaro en el mundo

que vuela con mil alas, y que canta

con incontables trinos, siempre solo?

¿Son tierra y cielo espejos? ¿Es el aire

espejeo del aire, y el gran pájaro

único multiplica

su soledad en apariencias miles?

(¿Y por eso

le llamamos los pájaros?)

¿O quizá no hay un pájaro?

¿Y son ellos,

fatal plural inmenso, como el mar,

bandada innúmera, oleaje de alas,

donde la vista busca y quiere el alma

distinguir la verdad del solo pájaro,

de su esencia sin fin, del uno hermoso?

(Pedro Salinas, en Confianza)

 

La composición de Salinas esconde, bajo la mera problemática gramatical, una honda reflexión filosófica, capaz de trascender los cercos de la ciencia semiótica. Tal problema es la configuración del número (singular o plural) en el sustantivo pájaro, y la correspondencia con la realidad que esta marca gramatical conlleva. ¿Qué criterios nos empujan a individualizar o comprimir toda una fenomenología abierta de pájaros a la reducción del nombre? ¿Qué ejercicio de nomenclatura da al mar su sencillez polifónica y al pájaro esa generalidad impostada? Un pájaro, ¿es siempre la parte de un todo, un todo que no es sin más una parvada innúmera, sino que constituye la misma condición nouménica del pájaro, la “pajaridad” que no se da nunca de forma bruta sino a través de sus múltiples variaciones? Hay un poder, decimos, en ceñir la palabra al referente, en ligar el verbo a la cosa, como si el lenguaje no existiera y sólo funcionase, como sí la palabra atara esa multiplicidad inabarcable y nos obligara a pensar en este pájaro.

Foucault retoma las reflexiones de Nietzsche y señala en su clásico estudio Las palabras y las cosas el cambio que se opera en el paso del siglo XVIII al XIX con respecto al lenguaje: la poesía, desde Mallarmé, cuestiona esta ligadura esencial con lo real y pasa a construir el Libro, un universo cerrado de sentido, una tirada de dados, dirá el poeta, que se aleja de la referencialidad y que no busca ya la verdad, sino el límite. Del mismo modo, otras ciencias o saberes como la economía o la biología abandonan la representación y analizan el intercambio, el flujo, la variación de intensidades. Se ha operado un desvío en ese dispositivo que alía lenguaje y visión, en ese tejido que traba en la experiencia sensible un discurso regulado, regulador. Foucault mismo dejará constancia del extraño caso de determinados pacientes afásicos que no dominan su propia capacidad de ejercer un poder, de categorizar, organizar, reducir: “parece ser que algunos afásicos no logran clasificar de manera coherente las madejas de lana multicolores que se les presentan sobre la superficie de una mesa […] y al infinito el enfermo junta y separa sin cesar, amontona las diversas semejanzas, arruina las más evidentes, dispersa las identidades, superpone criterio diferentes, se agita, empieza de nuevo, se inquieta y llega, por último, al borde de la angustia” (1997: 4).

 

Bataille y Blanchot: la sacralidad y lo neutro

 

Es por ello por lo que Bataille insiste a menudo en la inutilidad de la poesía. Frente a los bienes útiles para la sociedad, bienes de intercambio, regidos por la ley del comercio, la poesía es lo que no tiene valor, esa “parte maldita”, como titula a uno de sus libros, que conecta con lo sagrado, con la basura, el excremento, la corporalidad, la feminidad… pero también con el lujo, con el exceso irremplazable. Las sociedades occidentales apartan de las relaciones de moneda y canje determinados fenómenos, que quedan fuera de toda transacción comercial pero también fuera de los signos. El lenguaje, como la moneda, compone sistemas de intercambio, estructuras que alternan la presencia y la ausencia, que se basan en la plusvalía y la representación (el dinero, como las palabras, representa lo útil). Pues bien: del mismo modo que lo sagrado no puede venderse, queda fuera de toda tramitación, lo sagrado no puede decirse, se aparta de toda decibilidad, de todo régimen de sustitución semiótico.

La palabra poética, pues, en la medida en que conecta con lo sagrado, se escabulle entre las formas utilitarias que conforman los regímenes de fuerzas que definen la eclosión y desarrollo del poder. La poesía juega a no decir nada, a decir, para sí misma, esa inoperancia de lo real, esa insuficiencia de los mecanismos con que habilitamos un mundo, dando a veces, configurando, una nueva mundanidad, y atajando otras, como una luz invisible que no tuviera ningún cuerpo en que posarse, cualquier posibilidad de mundo. Una indistinción, dirá Bataille, que guía la actividad nombradora de la palabra poética (1985: 40): la poesía que representa lo hace sin llegar a representar, evadiéndose de la misión de agredir el espacio de objetos que se alza ante ella.

Blanchot, en esta misma línea, hablaba de un espacio literario que se interponía en la relación entre las palabras y las cosas, espacio neutro, espacio del afuera en donde la palabra no se somete a las fuerzas utilitarias ni a la representación: “es preciso tratar de recuperar, dentro de la obra literaria, el lugar donde el lenguaje todavía es relación sin poder, lenguaje de la relación desnuda, ajena a todo dominio y a toda esclavitud” (2005: 55). Se escribe, se sustituye un mundo. Las palabras no hallan su lugar en las cosas, sino en las páginas del libro, en la superficie de la página, que las alza hacia ese cielo estrellado del espacio neutro, como apuntara Mallarmé. En palabras del filósofo francés, la poesía “realiza la impotencia de negar, el rechazo a intervenir en el mundo” (2007: 282). Porque, en cierto modo, la escritura rompe con el poder desde el impoder, es decir, no a través de otra fuerza que arremeta contra las instituciones establecidas, sino atajando el poder en su constitución. Es decir: la poesía deja las cosas como estaban. Pero como estaban antes de que se pusiera en juego nuestra voluntad de poder, antes de que la materia sea pensada, antes de que el pájaro, todos los pájaros que sobrevuelan los cielos de la poesía de Salinas, se definan como el pájaro, el solo pájaro, o todos ellos. Antes de que la palabra misma hable.

Por ello, el poder de la poesía es asimismo romper con la poesía, borrar la palabra, alcanzar ese silencio, escritura blanca, en que lo dicho colinda con lo no dicho, en que la voz se hace mudez, rompimiento de la obra consigo misma. Un libro, diría Blanchot, que se destruye mientras se construye, una escritura que ha de anularse, tachar toda su experiencia fronteriza entre la experiencia y la ausencia, y abordar ese espacio neutro de la inexistencia. La lucha contra la voluntad de poder es una lucha de antemano perdida, ya que la voluntad de poder es lo que permite el pensamiento, frente a ese eterno retorno de la poesía que se destruye a sí misma, socava sus propias líneas de fuerza, se desarraiga, en el seno de sí misma, escribiéndose en el vacío de lo no-realizable. Frente a la voluntad de poder, el impoder, concepto que rompe con la violencia ontológica del lenguaje y que constituye una experiencia de destrucción del pensamiento, de desgarro de esa misma imposición del cuerpo y del lenguaje, de los sentidos y de la mirada, sobre la realidad. La poesía cumpliría así con el proyecto postmoderno por reformular nuestra relación con el mundo, de romper con el velo de la razón, de la cultura, en un proceso laberíntico de destrucción del lenguaje a través del lenguaje.

 

Bibliografía

 

Bataille, George (1985): El erotismo, Barcelona, Tusquets (4ª ed.).

—(1993): La literatura como lujo, Madrid, Cátedra.

Blanchot, Maurice (2005): El libro por venir, Madrid, Trotta.

—(2007): La parte del fuego, Madrid, Arena Libros.

Foucault, Michel (1997): Las palabras y las cosas, México, Siglo XXI.

Nietzsche, Friedrich (2000): Escritos sobre retórica, Madrid, Trotta.