Amor, inmortalidad y fe

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Amor, inmortalidad y fe: Reflexiones en torno a Del Sentimiento Trágico de la Vida de Miguel de Unamuno

Quiero pensar que no hemos sido convocados para conmemorar la muerte de Miguel de Unamuno, sino para celebrar su vida.  Y sólo podemos celebrarla si aún vive. Decimos que hay quienes alcanzan la inmortalidad porque sus obras perduran a lo largo de los siglos, y nos gusta imaginar que mientras haya seres humanos habrá quienes estén dispuestos a sacrificar algo de su vida para revivir sus voces.  Cada generación tiene la responsabilidad de bajar al Hades y regresar al mundo con la memoria de algún inmortal, pues sólo hay inmortales si hay diálogo entre nosotros y ellos. Homero, Esquilo, Sófocles, Sócrates, Platón…resucitan cada vez que alguien en el presente anhela escuchar su palabra. Sus voces se robustecen y vuelven a ser palabra viviente cuando su espíritu ilumina al nuestro. Que aún escuchemos las voces de los inmortales griegos, es un milagro. Que las palabras proferidas por algunas almas helénicas hace más de dos milenios aún encuentren oídos capaces de recibirlas, es indiscutiblemente algo sobrenatural, algo que debe maravillarnos cuantas veces lo pensemos. Y si aún somos capaces de escuchar voces tan arcaicas, ciertamente podemos escuchar la de Unamuno, pues en realidad es un novato en el milenario Olimpo de los pensadores profundos. Algo menos de un siglo nos separa de los tiempos en los que él deambuló en carne y hueso por las calles de  Salamanca. Pero quizás el tiempo de calendario no sea atinente para estas reflexiones, pues tan hay antiguos muy próximos a nosotros, como Demócrito y Lucrecio, como hay contemporáneos muy alejados, cual es el caso de Miguel de Unamuno.

Aunque he comenzado hablando en primera persona del plural, en las reflexiones que presento a continuación ensayaré hacer patente la distancia que media entre Unamuno y yo. Mis meditaciones son inexorablemente egocéntricas, pues ignoro si mis distancias son las mismas que las de ustedes. Y no pudiendo hablar de “Unamuno y nosotros” intentaré hablar de Unamuno y yo. Me imagino que por la mente de más de alguno de ustedes ya cruzó la idea de: “¿y a mí qué me importa su distancia?”  A lo cual sólo puedo contestar que mi vanidad me lleva a creer que quizás al conocer las mías vean mejor las suyas. En todo caso, estoy dispuesto a exponer mis ideas sin disfrazarlas con las  máscaras académicas ni atrincherarme tras los escudos de la erudición. No ignoro, por supuesto, la advertencia que ya hiciera Don Miguel en el sentido de que vivimos “…una nueva Inquisición: la de la ciencia o la cultura, que usa por armas el ridículo y el desprecio para los que no se rinden a su ortodoxia”.

Si de alguna manera puedo rendirle homenaje a nuestro preclaro pensador, me gustaría que fuera cuando menos imitando su quijotesca valentía, aún corriendo el riesgo de resultar más anejo a Sancho. Como Don Quijote, ya he visto mi celada hecha añicos, la he reparado y sin probarla salgo a calar suerte.

 

 

II

A lo largo de toda su vida, Unamuno luchó con una gran pregunta que se puede enunciar de dos maneras: La primera es ¿Cómo vivir siendo consciente del profundo conflicto entre la razón y la fe?, y la segunda ¿Cómo vivir anhelando ser inmortal? Comienzo por afirmar llanamente que ninguna de las dos son verdaderas preguntas para mí, lo cual de inmediato sugiere la necesidad de reflexionar sobre esta distancia. ¿Por qué estas preguntas que mantuvieron en vilo a Unamuno, me parecen tan ajenas? Si se lo preguntara a él, la respuesta, bien lo sé, sería fulminante: “No te lo preguntas—me diría—porque eres un eunuco espiritual”.  Su metáfora sexual aplicada al espíritu es de lo más apofántico: sugiere a un guardián de las ideas incapaz de unirse a ellas y gozarlas, pues necesariamente las ve como propiedad de otros. Impotente de la razón, el eunuco espiritual jamás puede vivir una pasión por alguna de ellas. Su apatía espiritual impide que experimente conflicto entre razón y fe, pues para ello es menester que ambas sean fuertes y poderosas. No muy lejano del eunuco está el intelectual, a quien Unamuno describe en su mordaz soneto intitulado “Don Juan de las ideas”:

 

Don Juan de las ideas que cortejas

todas las teorías, libertino

del pensamiento, eterno peregrino

del ansia de saber, sé que te quejas

 

de hastío de inquirir y que aconsejas

a los mozos que dejen el camino

de la ciencia y encierren su destino

de la santa ignorancia tras las rejas.

 

No amor a la verdad, sino lujuria

intelectual fue siempre el alimento

de tu mente, lo que te dio esa furia

 

de perseguir a la razón violento,

mas ella se vengó de tal injuria

haciendo estéril a tu  pensamiento.

 

Tanto el libertino del pensamiento como el eunuco del espíritu se distinguen del filósofo porque no sienten amor. Sólo el apasionado de la sabiduría tiene la vitalidad necesaria para experimentar el conflicto con la fe. El filósofo barrunta ese conflicto cuando lo invade la duda sobre la posible irracionalidad de lo real, pues en efecto no hay manera de demostrar que aquello que llama “naturaleza” o “cosmos” realmente sea algo ordenado. El filósofo tiene ansias de orden, desea creer vehementemente que lo real es racional,  pero no puede despojarse de la sospecha de que todos los órdenes que sus ciencias dicen conocer objetivamente no son sino mitos. El filósofo tiene fe en que lo real es racional y esa fe choca irremisiblemente con la fe religiosa, pues en ella se encuentra la certeza opuesta: la vida es irracional. En el fondo nada es comprensible. Vivimos inmersos en el misterio. Creer que tenemos la fuerza para protegernos y salvarnos tanto de la naturaleza como de los otros hombres es mera superficialidad humanista. La fe nos obliga a reconocer que todo es vanidad de vanidades.

Aunque esta interpretación del conflicto entre razón y fe fuera aceptable para Unamuno, no sería completa porque de ella se siguen consecuencias que él rechaza. Sin embargo, aquí está el punto donde comienzo a distanciarme de sus doctrinas. Pero antes de adentrarme en las diferencias, quiero examinar más a fondo el problema del eunuco espiritual y el Don Juan de las ideas, pues ciertamente no me gustaría dejar la acusación sin respuesta. Considero que en efecto quienes confían a ciegas en la razón, es decir quienes creen que la ciencia y la tecnología nos llevarán al Paraíso en la forma del mundo globalizado, con un gobierno mundial y cosmopolitas homogéneos, obsesionados con los mismos gustos y las mismas necesidades, todos felices gracias a la abolición de la pobreza—quienes creen en esto en efecto merecen el título de eunucos espirituales. Y son legión. Son los mismos a quienes Nietzsche llamaba los “últimos hombres” Sin embargo, difiero con Unamuno en cuanto que a mi juicio la confianza en la razón y el amor a la verdad del filósofo no tienen como destino ineluctable el escepticismo moderno y el suicidio de la razón.  Me parece que Unamuno no aquilata bien la diferencia entre la filosofía socrática, la que vivieron y practicaron Platón y Aristóteles, y la filosofía moderna. Esta dificultad es fundamental, pues Unamuno entiende el conflicto entre razón y fe como consecuencia de la oposición entre paganismo y cristianismo y luego, con el advenimiento de la teología, es decir, la síntesis de racionalismo helénico con la fe cristiana, como una perversión recíproca. En suma, Unamuno entiende la oposición entre razón y fe desde la perspectiva moderna.  No puedo detenerme aquí a explicar cómo entiendo yo la diferencia, pues para ello sería necesario ofrecerles una interpretación de la totalidad de la historia de la filosofía. Me limito a dar un brevísimo indicio.

En el diálogo platónico Fedón, tras haber examinado varios argumentos sobre la inmortalidad del alma, Sócrates presenta su autobiografía intelectual.

En ella explica por qué considera erróneas las doctrinas de los physiologoi, (a quienes nosotros llamamos “presocráticos”) y cómo él pensó en la necesidad de realizar una “segunda navegación”, la cual consiste en indagar la verdad sobre los entes refugiándose en el logos, pues sólo así se evita la misología en la cual incurren finalmente los que investigaron directamente a la naturaleza. La explicación de la segunda navegación es sumamente compleja y aquí sólo deseo destacar que con esta metáfora Sócrates argumenta que él sólo construye sobre bases que permiten llevar una vida virtuosa, es decir, que su comprensión del logos y el modo como indaga no aniquila los fundamentos de la vida ética. Esto a diferencia, por ejemplo de las doctrinas materialistas y deterministas en las cuales es imposible fundar la responsabilidad humana. Así, Sócrates dice que a la pregunta de por qué permanece él en la cárcel, siendo que se le había ofrecido la oportunidad de escapar, la respuesta no consiste en que sus huesos y tendones le impidieron moverse sino a que él decidió que es mejor obedecer la ley. En suma, aunque Sócrates reconoce que carece de certeza respecto a si el alma es mortal o inmortal, su filosofar, su deseo de sabiduría, no  lo conduce al nihilismo. Sócrates sabe que el logos no es omnipotente,  pero también sabe que es nuestro mejor recurso para vivir bien.

No ignoro que desde Pascal y Rousseau la confianza en la razón como fuente del bien humano se evaporó de la filosofía moderna. Y la reconciliación entre razón y fe propuesta por Santo Tomás es considerada por Unamuno como “abogacía” de la fe que nos enseña a dudar de la razón.

De hecho, fuera de Sócrates, Platón y Aristóteles, casi nadie ha defendido a la razón: desde el “escupo en lo bello” de Epicuro hasta la critica de la razón pura de Kant y el desenmascaramiento de la filosofía como amor del error, perpetrado por Nietzsche,  ha prevalecido la desconfianza en la razón. Y Unamuno participa en ella, pues está seguro de que la razón se destruye a sí misma. Como antídoto al nihilismo, nos ofrece la desesperación, a la que elogia como “{este} nobilísimo, y el más profundo, y el más humano, y el más fecundo estado de ánimo.”

Esta propuesta, evidentemente, sigue una vía diferente de la que el cristianismo ortodoxo ofrece, pues desde San Pablo se propone a la fe como vía verdadera en contra de la falsa sabiduría pagana, es decir, la de los filósofos.  Pero el cristianismo ofrece esperanza a cambio de la aniquilación de la confianza en la razón humana. Por consiguiente, Unamuno, al hacer el elogio de la desesperación, nos conduce a una región diferente a la del cristianismo tradicional. Intentaré explicar por qué.

La desesperación que surge del conflicto entre razón y fe no es la misma que se experimenta el racionalista asediado por el escepticismo ni la que sufre quien a pesar de desear tener fe no la tiene. El racionalista que pierde confianza en la razón es comparado por Unamuno con quienes habiendo creído que pisaban en tierra firme, un día padecen algún terremoto de los fundamentos. Confrontados con la movilidad de sus creencias supuestamente mejor arraigadas, pierden por completo la confianza en la razón. Estos son los dogmáticos devenidos escépticos que eventualmente abandonan toda confianza en la razón, son los mismos que Sócrates llama “misólogos” en el Fedón.  Pero en ellos no brota la desesperación que Unamuno considera fecunda y profunda sino esa actitud que hoy en día es tan común, la del “nihilista light”: desconfía de todo pero no siente deseos de saber nada; vive, si a esto se le puede considerar “vivir”, de las superficialidad y las apariencias. Su escepticismo no es nada serio porque nunca ha deseado realmente saber algo. Nuestro nihilista light no se cansa de repetir que “todo está permitido” para supuestamente justificar que vive sin ton ni son. Cree firmemente que todo está permitido pero vive de la manera más conformista, siguiendo con devoción todo cuanto la moda  anuncia como lo “prohibido de moda”.  Pero su esencia consiste en creer que todo está permitido menos amar. Calculador y pusilánime, pasa de una relación dizque “amorosa” a otra, padeciendo algo de “estress”, que afortunadamente se cura con alcohol, baños en jacuzzi y una nueva relación.

Pero la desesperación sana y profunda no tiene sus raíces en el nihilismo light, pues Unamuno sólo la reconoce en quienes se esfuerzan por buscar la verdad a pesar de sentir bajo sus pies una balsa nada segura que con frecuencia hace agua y da señales de estar por naufragar.  Esta es la balsa que Unamuno quizás estaría de acuerdo en llamar la “tercera navegación”, para distinguirla de la de Sócrates.  La balsa de esta tercera navegación transporta a quienes habiendo sobrevivido el naufragio de la Ilustración—el  naufragio anunciado por  Husserl en su Crisis de las ciencias europeas al poco tiempo de la muerte de Unamuno—se empeñan en continuar el viaje de la razón. Son estos marineros quienes viven la desesperación fecunda y ciertamente no son ellos los capitanes de las grandes empresas de innovación tecnológica e investigaciones científicas  multimillonarias. Veo suficientemente bien que son ellos los desesperados a quienes Unamuno les habla del sentimiento trágico de la vida, pues ciertamente ellos son todo oídos para sus palabras. Unamuno considera que sólo la fe, la esperanza y la caridad mantienen a flote la balsa de la tercera navegación.

Por mi parte, como ya lo he señalado, considero que la segunda navegación aún es posible: esto es lo mismo que afirmar que en mi opinión la filosofía socrática aún es vigente. Con ello no quiero decir que discrepe con Unamuno respecto a cuál sea la balsa en la cual de hecho flotamos, pues es obvio que esto que llamamos “posmodernidad” no es otra cosa que la razón haciendo agua por todos lados. Sé que nos hunde el huracán de las ciencias y la cultura, pero confío, junto con Sócrates, en que el filosofar genuino nos puede salvar—aunque, si he de ser plenamente honesto, cual la transparencia democrática lo requiere, debo decir que me siento más como hombre al agua cabeceando para no ahogarme que como náufrago en balsa endeble: ni mi fe ni mi esperanza son tan fuertes como las de Unamuno.

Pero regresemos a las reflexiones sobre el sentimiento trágico de la vida, pues hasta ahora sólo he considerado la crisis de la razón en relación consigo misma y todavía es menester examinarla en su antagonismo con la fe. Para comprender mejor las ideas de Unamuno ahora es necesario explorar la crisis de la fe. Comienzo por distinguir dos sentidos de esta crisis: una es la crisis de la teología y otra es la crisis del religioso. La primera se refiere a la muerte del Dios que es idea, la segunda a la desesperación del ateo que apasionadamente desea creer en Dios. Explicaré brevemente la crisis teológica para despejar el campo y luego entrar de lleno al sentimiento trágico que propiamente vivió Unamuno.

Si entiendo correctamente, Unamuno considera que la razón tiene su propia dialéctica que la conduce a la destrucción, es decir, al pirronismo y al escepticismo. La filosofía, a fin de cuentas, fracasa: ningún filósofo, valiéndose exclusivamente de sus propias luces, ha alcanzado ni la felicidad ni la verdadera sabiduría. En este veredicto nuestro poeta pensador se encuentra muy próximo a Pascal. Sin embargo, la distancia entre ambos es más importante. Para comenzar a marcar estos linderos, es útil escuchar las dos voces, la primera, cercana al pensador francés, dice: “Y así, la ciencia sin amor nos aparta de Dios, y el amor, aun sin ciencia y acaso mejor sin ella, nos lleva a Dios; y por Dios a la sabiduría”.

En esta sentencia se rechaza contundentemente a la filosofía y se deposita la confianza en la fe. Ahora, para hacer patente la distancia entre Pascal y Unamuno, recordemos primero el célebre pensee  200, el cual me permito leer completo:

El hombre no es sino una caña, el más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No se necesita que el universo entero se arme para destruirlo; un vapor, una gota de agua son suficientes para matarlo. Pero aunque el universo lo destruyese, el hombre sería todavía mas noble que aquello que lo mata, porque él sabe que muere y la ventaja que el universo tiene sobre él. El universo no sabe nada.

Así, toda nuestra dignidad consiste en el  pensamiento. Con él debemos levantarnos y no con el espacio y la duración, a los cuales nunca podríamos colmar. Trabajemos en pensar bien: he ahí el principio de la moral.

 

Pascal nos invita a pensar bien, y en este sentido no es culpable de misología. Su pensamiento nos lleva a reflexionar sobre la soberbia inaudita del proyecto moderno, con su pretensión de conquistar la naturaleza, pues nos obliga a reconocer nuestra inconmensurable debilidad frente a lo infinito del universo.  Pero también habla de nuestra dignidad, la dignidad de sabernos mortales y capaces de reconocer nuestro valor metafísico. Trabajar en pensar bien es la expresión pascaliana análoga a la segunda navegación socrática. Sin embargo, la inconmensurabilidad entre pensamiento y ser lo lleva a escribir su inmortal pensee: “El silencio de estos espacios infinitos me aterra.”  Este es el terror sufrido por todos los que saben qué tan frágil es la balsa en que navegan.

Contra el silencio de los espacios infinitos, Unamuno afirma:

Y así, y no de otro modo, mira al creyente el cielo estrellado, con mirada sobrehumana, divina, que le pide suprema compasión y amor supremo, y oye en la noche serena la respiración de Dios que le toca en el cogollo del corazón,  se revela en él. Es el Universo que vive, sufre, ama y pide amor.

 

La yuxtaposición de estos pasajes nos da la pauta para orientarnos en la enemistad entre filosofía y religión, razón y fe, cual la entiende Unamuno.  Los pensamientos de Pascal recién citados llevan implícito el fracaso de cualquier teología, pues reconocen la impotencia del logos frente a un universo cuyo silencio es su arma más mortífera. Este universo silencioso es la res extensa cartesiana pensada como lo absolutamente otro, lo ajeno a mí. Aunque apabullado por las distancias infinitas, sabiendo que la duración de mi vida es nada comparada con la de cualquier estrella, me debo esforzar por pensar bien…¿Para qué?  Pascal no responde, pues si su respuesta es irónica, es demasiado amarga. ¿Qué moral puede haber para una pobre caña que piensa? La ruptura entre lo bueno y lo verdadero aniquila la posibilidad de la teología.

Unamuno rechaza la comprensión científica del universo como materia en movimiento y en su lugar nos invita a sentir un universo que “vive, sufre, ama y pide amor”. Pero para relacionarnos así con el universo, es necesario que tengamos alma inmortal, la cual se revela en un intenso anhelo de inmortalidad personal. Para hablar de esto, es menester, como él mismo lo dice, “mitologizar”. Pascal nos invita a pensar bien, Unamuno a mitologizar. Pero no podemos seguir el paso de nuestro pensador poeta sin elucidar aunque sea brevemente la necesidad de hacer mitos.

Hacemos mitos, inexorablemente, cuando hablamos del sitio del hombre en el cosmos. Y lo hacemos a sabiendas de que no tenemos alternativa, pues tampoco podemos permanecer callados ante el silencio de los espacios infinitos. Hablamos a sabiendas de que nada de lo que digamos puede ser demostrado con certeza y por consiguiente, cuando hacemos mitos siendo conscientes de la necesidad de hacerlo, ya no oponemos lo mítico a lo verdadero. El mito no es el balbuceo del pobre primitivo que aún no alcanza las preclaras verdades de la ciencia. Ante el misterio del universo, todos somos primitivos. Pero tampoco es el mito un mero cuento para arrullarnos y disimular el pavor de nuestra conciencia de soledad. También estamos obligados a hacer mitos cuando hablamos del alma y de su posible inmortalidad. Y por las mismas razones, puesto que no podemos demostrar con certeza ni su mortalidad ni su inmortalidad.  Unamuno lo dice así:

…pero hay que mitologizar respecto a la otra vida como en tiempo de Platón. Acabamos de ver que cuando tratamos de dar forma concreta, concebible, es decir, racional, a nuestro anhelo primario , primordial y fundamental de vida eterna conciente de sí y de su individualidad personal, los absurdos estéticos, lógicos y éticos se multiplican y no hay modo de concebir sin contradicciones y despropósitos la visión beatífica y la apocatástasis.

¡Y, sin embargo…!

Sin embargo, sí, hay que anhelarla, por absurda que nos parezca; es más, hay que creer en ella, de una manera o de otra, para vivir. Para vivir, ¿eh?, no para comprender el Universo.

 

 

Mitologizamos porque queremos vivir siendo conscientes de nuestro anhelo de inmortalidad. Unamuno cita a Kierkegaard  para explicar esto : “La poesía es la ilusión antes del conocimiento; la religiosidad, la ilusión después del conocimiento. La poesía y la religiosidad suprimen el vaudeville de la mundana sabiduría de vivir. Todo individuo que no vive o poética o religiosamente, es tonto.”

 

Pues bien, Unamuno compone el mito de la fe, la esperanza y la caridad, mito necesario para vivir. Este mito es el que da voz a la desesperación fecunda y por consiguiente se compone desde el centro de la oposición entre razón y fe. Antes de comentarlo, es menester dirigir la atención a la crisis interna de la religiosidad,  pero ya no como crisis de la fe ante el Dios teológico, sino la del que desea vehementemente tener fe y no la tiene. Como es usual en el caso de Unamuno, la expresión de esta desesperación se encuentra con mayor profundidad en uno de sus sonetos, que lleva por título “La oración del ateo” y dice así:

 

Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,

y en tu nada recoje estas mis quejas,

Tú que a los pobres  hombres nunca dejas

sin consuelo de engaño.  No resistes

 

a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.

Cuando Tú de mi mente más te alejas,

más recuerdo las plácidas consejas,

con que mi ama endulzóme noches tristes.

 

¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande

que no eres sino Idea; es muy angosta

la realidad por mucho que se espande

 

para abarcarte.  Sufro yo a tu costa,

Dios no existente, pues si Tú existieras

existiría yo también de veras.

 

La fe del ateo no tiene una base firme, pues no se finca en la necesidad de un argumento ontológico como el de San Anselmo ni en la demostración de la existencia de Dios, como la de Santo Tomás. No es tarea de la razón ofrecer la base para la fe, como tampoco lo es explicar por qué se nos esconde Dios. Aunque me he referido a la experiencia del ateo como la de una crisis de la fe, en rigor no hay tal, pues para que haya crisis primero tiene que haber habido una fe que se perdió. Pero Unamuno no añora la fe sencilla de su niñez y por lo mismo su lucha por tener fe no marca una ruptura con algún momento anterior. La esencia de la fe para él es el amor, un amor doloroso. “Gracias al amor—nos dice—sentimos todo lo que de carne tiene el espíritu” .

Entiendo este pensamiento como indicación clave para comprender la naturaleza de la fe.  Sólo la experiencia del amor nos salva del dualismo en sus diversas versiones, y nos salva porque, lo vivimos como tensión unitaria y no como monismo monótono. Me explico: la oposición entre carne y espíritu desaparece en la experiencia amorosa, pues sólo en ella sentimos su raíz común. No hay, propiamente, amor puramente carnal porque el amor genuino siempre apunta más allá de la mera sensualidad, con su temporalidad aniquilante. Tampoco hay amor intelectual, si por ello entendemos una  pasión independiente de la carne y opuesta a ella.  Escuchemos cómo lo dice él mismo:

Creciendo el amor, esta ansia ardorosa de más allá y más adentro, va extendiéndose a todo cuanto ve, lo va compadeciendo todo. Según te adentras en ti mismo ahondas, vas descubriendo tu propia inanidad, que no eres todo lo que eres, que no eres lo que quisieras ser, que no eres, en fin, más que nonada.  Y al tocar tu propia nadería, al no sentir tu fundo permanente, al no llegar ni a tu propia infinitud, ni menos a tu propia eternidad, te compadeces de todo corazón de ti propio, y te enciendes en doloroso amor a ti mismo, matando lo que se llama amor propio, y no es sino una especie de delectación sensual de ti mismo, algo como un gozarse a sí misma la carne de tu alma.

 

 

Puedo afirmar, por tanto, que la esencia del mito de Unamuno se encuentra en el amor. Y si hay algo de lo cual sólo podemos hablar míticamente, eso sin duda es del amor. Unamuno nos ofrece un mito de la misma estirpe que el de Diótima y Sócrates. Del mito de Diótima Unamuno toma la comprensión fundamental: “El amor es ansia de inmortalidad”. Sin embargo, difiere de la interpretación del platonismo tradicional, en cuanto que el ascenso paulatino en la escala de amores, el cual comienza por el amor de los cuerpos bellos y culmina en el amor de lo bello, es comprendido por Unamuno como un ascenso que conduce desde una amor a sí mismo, hasta una amor a todos los semejantes, amor que Unamuno entiende como compasión.  En su mito, el amor comienza como compasión de uno por sí mismo y culmina en la compasión universal. La compasión de Unamuno se entiende mejor en cuanto respuesta a Pascal, pues nuestro poeta pensador nos dice: “Aquella lejana estrella que brilla allí arriba durante la noche, se apagará algún día y se hará polvo, y dejará de brillar y de existir. Y como ella, el cielo todo estrellado. ¡Pobre cielo!”.

También se distingue el amor platónico del unamuniano por estar transido de dolor. La contemplación de las ideas es la culminación del ascenso platónico, y en ella ya no hay dolor porque el filósofo ya no teme a la muerte. Su Eros le procura la felicidad más plena a la cual un mortal puede aspirar: aproximarse a la inmortalidad.  El filósofo platónico se salva del tiempo y de la muerte, pero sólo se salva él. Por el contrario, el amante unamuniano desea sobrevivir eternamente como conciencia individual: desea ser Dios. Pero este deseo de divinidad intensifica su conciencia de mortalidad. El amor es lo que de carne tiene el espíritu, no es la liberación de la carne del cristianismo y del platonismo tradicional.

La compasión universal del amor unamuniano nace de la esperanza, pues la esperanza es confianza, es decir, fe. Y es gracias a esta fe esperanzadora que la caridad también es posible. Fe, esperanza y caridad son los modos de mostrarse y vivirse del amor. Aunque son los nombres clásicos de las virtudes teologales, hemos de advertir que en el mito de Unamuno son algo radicalmente diferente, pues tienen su raíz en  un amor que no es el del cristianismo tradicional ni el del Eros del platonismo.  Son el corazón del sentimiento trágico de la vida.  Pero esta tragedia está pensada desde el abismo que se abre con la muerte del Dios de la teología y la disolución de la razón científica. Es nuestra tragedia, no la de los griegos.

 

III

 

Falta mucho por explorar en el complejo mito del sentimiento trágico de la vida, pero tenemos por delante una semana para hacerlo, ayudados de las luces que sin duda aportarán todos los participantes en este simposio. Por mi parte, y a modo de conclusión, quiero compartir con ustedes una reflexión sobre la inmortalidad del alma. Es claro que sin alma inmortal, el mito de Unamuno desfallece. Pero es respecto de la inmortalidad donde más siento la lejanía.  ¡Cómo quisiera creer en la inmortalidad! Sin embargo, en toda honestidad, debo admitir que yo no siento anhelo de inmortalidad. Y mi frialdad no se origina en que pretenda yo tener certeza respecto a su imposibilidad. Bien se me puede echar en cara que nadie que escribe y dicta conferencias puede ser del todo ajeno a este anhelo, pues si no es por esperanza de fama, ¿para qué hacerlo? Pero la fama ya no es lo que solía ser.  Hoy por hoy, la fama es consecuencia de aplicar correctamente la tecnología de publicidad. La fama es un producto industrial, de la industria de la cultura. Ciertamente no es algo cuya búsqueda ennoblezca al afanoso de fama, y, hasta donde yo alcanzo a ver, es más usual que lo envilezca. De esa clase de inmortalidad, estoy seguro que no apetezco ni una pizca.

Sin embargo, mi rechazo de la inmortalidad parece ser síntoma de algo más importante que mis gustos y afanes. No puedo creer en la inmortalidad estando al mismo tiempo convencido de que Nietzsche tiene razón: Nietzsche ya dio la señal de alarma: El desierto crece. En los términos de Unamuno diríamos: los eunucos del espíritu  y los Don Juanes  de las ideas han triunfado. Por lo demás, sospecho que Unamuno también veía crecer el desierto, cual lo dice en el soneto intitulado “Inactual”

He llegado harto pronto o harto tarde

al mundo, en esta edad de hierro

en que rinden los hombres al becerro

de oro un mezquino corazón que arde

 

en turbia fiebre, un corazón cobarde

que se complace en su  mortal encierro

y sigue a gozo el son del vil cencerro,

de triste servidumbre haciendo alarde.

 

¡Fraternidad! he aquí la palabra

que del vivir nos cubre hoy el quebranto,

el mágico moderno abracadabra

 

para sustituir de Dios el manto,

mas es en vano, soledad nos labra

del pomposo progreso el desencanto.