La exhumación del silencio

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La imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz, enunciada por Theodor Adorno, encontró su más clara refutación en la obra de Paul Celan, judío de expresión alemana y uno de los grandes artistas de la segunda mitad del siglo XX. El gran crítico George Steiner analiza aquí la influencia que sobre el poeta tuvo la filosofía de Martin Heidegger, cuya reputación estaba teñida por el legado del nazismo, y las razones del misterioso encuentro que ambos mantuvieron en 1967 en la Selva Negra

Para los presocráticos, poesía y filosofía eran una misma cosa. Las conjeturas cosmológicas y los razonamientos se proponían en verso. Los problemas empezaron cuando Platón discriminó categóricamente el discurso filosófico y la pedagogía como “funciones de la verdad”, por un lado, y las ficciones, a menudo irresponsables, a las que inevitablemente eran propensas la poesía y sus rapsodas, por el otro. El sentido inicial de unisonancia de la filosofía sistemática y la exposición poética nunca se perdió del todo. Se manifiesta en Lucrecio, Pope o Voltaire. En sus diarios y cuadernos de apuntes, Wittgenstein expresa en forma reiterada el deseo de que sus intuiciones filosóficas puedan encontrar en la poesía (Dichtung) su enunciación justa. Sin embargo, las más de las veces, ha sido una relación incómoda. Cuando los grandes maestros (Descartes, Spinoza) afirman que el ideal del análisis filosófico debería ser el de las matemáticas en su forma lógica e inflexiblemente abstracta, hablan por muchos otros filósofos. Mallarmé, lector minucioso de Hegel, replica que la poesía no está hecha de ideas, sino de palabras.

En el contexto del siglo XX, el encuentro más creativo y estimulante entre filosofía y poesía es el de Paul Celan y Martin Heidegger. Ya ha sido objeto de una extensa bibliografía secundaria, inevitablemente perjudicada por el hecho de que la publicación de las obras completas de Heidegger todavía está en curso y por la “materia oscura” que aún caracteriza gran parte de la vida privada de Celan. En cambio, la disponibilidad de muchos papeles póstumos de Celan y, por sobre todo, de los ejemplares de obras de Heidegger que él anotó con detenimiento en períodos decisivos de su propia evolución poética y teórica, ha sido un avance importante, aunque parcial. Desde la publicación de las anotaciones de Coleridge, quizá no hayamos tenido otra visión tan cercana y, muchas veces, desconcertante del taller de un gran poeta. Uno de los primeros investigadores que aprovecharon este material fue Hadrien France-Lanord. Su libro Paul Celan et Martin Heidegger: Le sens d´un dialogue (Fayard) abre algunos pasajes clave a un público más vasto.

Hay ciertos hechos indiscutibles. El acercamiento de Celan a la obra de Heidegger comenzó en 1948. La intermediaria habría sido la escritora Ingeborg Bachmann, con quien Celan mantenía una relación estrecha. Bachmann había escrito una tesis doctoral sobre el filósofo alemán. A partir de 1952, Celan leyó y anotó varios textos decisivos de Heidegger: Ser y tiempo, la Introducción a la metafísica y Caminos de bosque, entre otros. Sus comentarios en torno a Hölderlin, Stefan George y Trakl atrajeron la atención del poeta. Por su parte, Heidegger había advertido la importancia creciente, aunque todavía discutida, de Celan en la poesía alemana y, en un gesto insólito en él, asistió a una lectura de sus poemas. En respuesta, si bien tras vacilaciones angustiadas, Celan accedió a visitarlo en su famosa “cabaña” en Todtnauberg, cerca de Friburgo. El encuentro tuvo lugar a fines de julio de 1967. Volvieron a verse en junio de 1968 y marzo de 1970 (Heidegger había asistido a una de las últimas apariciones en público de Celan). Intercambiaron algunas cartas, pero parte de esta correspondencia exigua se habría perdido.

Eso es todo. ¡Qué poco! No obstante, las interpretaciones y lecturas de esta relación entre el pensador y el poeta han proliferado hasta convertirse en una industria parásita. Numerosos “testigos” afirman haber oído impresiones de boca de Celan o de Heidegger. En vista de la reticencia casi patológica de aquél y la reserva altanera de éste, la mayoría de tales asertos son interesados. En cuanto a los análisis de textos, en especial del celebérrimo poema inspirado por la visita a Todtnauberg (ver recuadro), con excesiva frecuencia son tendenciosos y, una vez más, interesados. Los relatos de Celan a su esposa y a unos pocos amigos sólo complican la cuestión. Lo asombroso y desconcertante es que Celan haya virado tan intensamente hacia la obra de Heidegger y que ambos se hayan conocido. El genio de Celan moraba en la paradoja insoportable de tener que hablar en el idioma de quienes habían acosado a su padre, hasta llevarlo a la muerte, y habían asesinado a su madre. Para él, la muerte “era un amo salido de Alemania” -frase resonante que con el tiempo se aplicó a Heidegger- y un poema era “un apretón de manos”, un acto de confianza mutua más desnudo, más riesgoso para el espíritu humano que cualquier otro. Como ya traté de demostrar otras veces, la inventiva elíptica e inagotable de Celan y su alemán, a menudo hermético, son traducciones de sí mismo. Un intento -siempre frustrado, pero también radicalmente esclarecedor como en ningún otro poeta posterior a Hölderlin- de “traducir” el lenguaje de lo inhumano a un “alemán al norte del futuro”.

Heidegger encarnaba no sólo ciertos aspectos complejos y legados del nazismo, sino también la altiva convicción de que el alemán, el idioma de Kant, Schelling y Hegel, y el griego antiguo eran las únicas lenguas capaces de exponer y transmitir el pensamiento filosófico de primer orden. La herencia hebraica presente en la cultura occidental, tan vital para Celan, casi no desempeñaba papel alguno en las fuentes de Heidegger. La Selva Negra, la cabaña, la indumentaria rústica habían llegado a representar casi todo lo que Celan temía. Simbolizaban ese renacimiento potencial de la barbarie teutónica que lo obsesionaba y que, al enlodar Claire Goll su obra con difamadoras acusaciones de plagio, lo llevaría al borde de la locura. ¿Cómo medir tentativamente el vínculo indudable entre estos dos hombres o estas dos obras? En los años 40, la influencia de Heidegger ya había penetrado en Francia. De diversos modos, Ser y tiempo resultó fundamental para Levinas, Sartre y, más tarde, Derrida. Jean Beaufret devino el mensajero y vocero del maestro. En estos últimos diez años, ante las pruebas adversas, se ha constituido una guardia pretoriana francesa para custodiar la reputación política y humana de Heidegger. En gran medida, France-Lanord pertenece a esta camarilla apologética. Por eso su enfoque de todo el “caso Heidegger”, sin duda complejo, raya en lo escandaloso. Nos asegura que el compromiso del filósofo con el nazismo fue un breve “error”, concluido y reparado, en lo esencial, con su renuncia al rectorado de la Universidad de Friburgo al cabo de diez meses frustrantes. De ahí en más, adoptó una actitud de reticencia estoica, en un esfuerzo incomparablemente profundo y clarividente por comprender el nazismo como un elemento de una catástrofe mucho mayor: el nihilismo y la tecnocratización occidentales. En su fuero interno, Heidegger nunca “olvidó su falta”, pero prefirió incorporarla a una crítica del destino del ser, que él había comprendido de una manera única y profética. Sus detractores son chismosos malintencionados o ideólogos inficionados con obsesiones izquierdistas o filosemitas.

Desde luego, esto es eludir o falsificar lo obvio. Las declaraciones de Heidegger sobre la “infección de judaísmo” en la vida espiritual alemana son anteriores a la llegada de Hitler al poder. Sus discursos de 1933 y 1934 en loor del nuevo régimen, su legitimidad trascendental y la misión del Führer perduran en una infamia elocuente. Lo mismo cabe decir, aunque reconociendo su orgullosa integridad, de su voluntad de reimprimir en su Introducción a la metafísica (1953) la famosa definición de los altos ideales nacionalsocialistas. En una de las conferencias que dictó en Bremen en 1949, deslizó otro aforismo, aún más famoso, que comparaba las masacres de seres humanos (evitó con afectación la palabra “judíos” ) con la avicultura intensiva y la tecnología moderna. La entrevista publicada por Der Spiegel en 1976, después de su muerte, deja bien en claro (demasiado) que Heidegger simplemente no quería opinar con franqueza acerca del Holocausto o de su propio papel en los miasmas espirituales y retóricos del nazismo. Fue un silencio formidablemente astuto. Así, Lacan pudo afirmar que el pensamiento de Heidegger era “el más excelso del mundo” y Foucault pudo relacionar su modelo de la “muerte del individuo” con el “poshumanismo” de Heidegger.

Tales apreciaciones no son, por fuerza, erróneas. Heidegger descuella cada vez más en la evolución de la filosofía moderna. El posestructuralismo, la deconstrucción y el posmodernismo son variantes, muchas veces artificiosas, de ese coloso que es la obra de Heidegger. Sigue siendo un caso tan inmensamente complejo como las tres estadías de Platón en Siracusa. Sin duda, en no pocos ataques “liberales” contra la reputación de Heidegger hay vulgaridades y omisiones. Nadie ha trazado todavía con una precisión responsable los nexos entre su “nazismo privado” (definición brillante a que llegaron las autoridades berlinesas a fines de 1933), por un lado, y los argumentos ontológicos reales, así como las revisiones de Aristóteles y Kant, por el otro. Lo indudable es la gravedad del caso, la profunda participación de Heidegger en la catástrofe alemana o las tácticas evasivas que, en la posguerra, aseguraron su posición y su ascenso al rango de eminencia mundial.

Celan era, por cierto, consciente del compromiso de Heidegger con el nazismo, aun cuando muchos pormenores sólo emergieron más adelante (por ejemplo, su actitud hacia Husserl o el haber conservado hasta 1945 su carné del partido). Casi enloquecido por sus intuiciones sobre la supervivencia y el recrudecimiento del nazismo y el antisemitismo, propenso a romper hasta sus relaciones más íntimas ante cualquier insinuación de odio a los judíos o apología teutónica, Celan se entregó, no obstante, a la lectura de las obras clave de Heidegger. Cuando el gran poeta francés y ex jefe de maquis René Char dio la bienvenida a Heidegger, fue un gesto de fascinación anárquica y reciprocidad carismática. Char no hablaba alemán y Heidegger muy poco el francés. Los dos veneraban a Heráclito y adoraban la luz del sol. En cambio, el compromiso de Celan tenía una intensidad profunda y amenazada. Giraba en torno al idioma alemán. Celan halló en Heidegger una centralidad y un radicalismo lingüísticos en muchos sentidos antitéticos a los suyos, pero también afines. Después de Lutero y Hölderlin, nadie había refundido el alemán como Heidegger. Nadie se había esforzado tanto como Celan por abrir los recursos léxicos y gramaticales del alemán, por arrancar de una herencia diabólica el potencial de verdad y renacimiento que tuviese. Sus caminos opuestos estaban destinados a encontrarse, aunque de una manera que, por momentos, sigue siendo poco menos que inescrutable.

Imposible negar que el poeta estaba en deuda con el filósofo por ciertas innovaciones léxicas y sintácticas. John F. Jackson lo señala al presentar su traducción al francés de Celan y demuestra sutilmente de qué modo sus sustantivaciones de formas verbales, adjetivos y adverbios inspiraron a Celan. Lo mismo cabe decir de su técnica, por lo común violenta, de arrancar el alemán de sus “raíces” arcaicas y excavar galerías de minas etimológicas en las entrañas de (a su juicio) revelaciones singulares, perdidas tiempo ha. Si bien ambos abrevaron en Hölderlin, los neologismos, tantas veces arbitrarios, de Heidegger y sus construcciones paratácticas respaldan muchos experimentos de Celan. Esto es abrumadoramente cierto respecto a El meridiano, el célebre manifiesto poético-moral que escribió cuando le otorgaron el Premio Büchner. La “antífona”, si podemos llamarla así, es de Heidegger.

Tal como lo demuestra France-Lanord al escudriñar las acotaciones y subrayados de Celan en los textos de Heidegger, gracias a ellos somos testigos de una de las colisiones o conjunciones supremas de la poesía y la filosofía en el pensamiento occidental. Si la cita es de fiar, poco antes de morir, Celan negó la notoria oscuridad de Heidegger y la de sus propios poemas. Por el contrario, al desentrañar las raíces del idioma, al devolver a palabras e incluso a sílabas aisladas su numinosa energía primordial, Heidegger había restaurado “la limpidez” del alemán. Celan compartía su énfasis en las funciones del lenguaje que son “nominación” (el tropo adánico) y “desocultamiento” (alétheia). Con todo, si la “visibilidad” fenomenológica era crucial, como subrayó Celan en su ejemplar de Ser y tiempo, la audición, “la capacidad de oír el mecanismo interno del lenguaje que trasciende la utilidad comunicativa humana”, podría ser aún más importante. En la Introducción a la metafísica, Celan subraya la preeminencia del lenguaje sobre aquello que designa: “Las cosas comienzan a existir en la palabra, en el decir”, virtualmente una paráfrasis de Mallarmé. En ¿Y para qué poetas?, subraya el credo fundamental de Heidegger: “El lenguaje es el santuario (templum), es decir, la casa del ser […] [Por eso] atravesando constantemente esta casa es como llegamos hasta aquello que existe”. Y en Carta sobre el humanismo, Celan elige, para enfatizarla, una frase que bien podría servir de lema a su propia poesía: “El lenguaje es el advenimiento iluminador-ocultador de ser él mismo”.

En Heidegger y en Celan está implícito cierto poshumanismo o, tal vez, prehumanismo. Heidegger sostenía que el hombre todavía no ha empezado a saber cómo pensar, cómo hacerse una idea exacta de una sociedad, inevitablemente tecnológica y basada en el consumo masivo, que está al borde del nihilismo. Para Celan, la Shoá había planteado un interrogante ineludible respecto de la condición humana, la posibilidad de recuperar tan siquiera algo de humanidad. Mucho antes de Foucault, el ontólogo y el poeta consideraron el eclipse del sujeto en primera persona. La expresión de Celan, seguramente inspirada en uno de los neologismos más discutidos de Heidegger, desafía cualquier traducción o paráfrasis: “Eins und Unendlich,/ vernichtet,/ ichten”, donde la ambigüedad decisiva de ichten (“devienen yo” ) hace eco a la famosa Nichten (“la nada en acción” ) de Heidegger. Igualmente significativo para ambos, como señala France-Lanord, es el valor del silencio en una sociedad histérica de ruidos, chismes y basura periodística. Celan recurre a una imagen estupenda: “Anochecer de palabras / vara de rabdomante en el(los) silencio(s)”. Heidegger dice lo mismo cuando afirma, una y otra vez, que cualquier intento genuino de pensar solamente puede ocurrir en la senda del silencio (subrayado por Celan). Y cuando Heidegger escribe que nadie capta hasta qué punto el lenguaje sólo “concierne a sí mismo”, que extrae sus medios reveladores del silencio exterior, está trazando pautas esenciales para el El meridiano de Celan y la introversión, aún desafiante, de sus poemas tardíos.

Estos filamentos se anudaron en Todtnauberg el 25 de julio de 1967. Resulta bastante extraño que Heidegger tuviera apenas una idea nebulosa de que Celan era judío, pese a estar al tanto del asesinato de sus padres. El poeta se hallaba en un estado de extrema tensión psicológica, entre chispazos, quizá maníacos, de energía creativa. Por largo tiempo, se creyó que Celan se había despedido de Heidegger devastado por su silencio. La esperanza de suscitar en él una “palabra que adviene/ de alguien que piensa,/ en el corazón” había resultado vana. De aquel paseo compartido por los senderos fangosos del páramo sólo quedó la humedad desagradable. Después, el episodio se hizo más confuso. En cartas dirigidas a su esposa y a Franz Wurm, su íntimo amigo, Celan dijo que el encuentro había sido positivo y “enteramente claro”. Contrariamente a lo que se rumoreaba, el contacto entre los dos hombres no había cesado por completo. Heidegger acusó recibo del poema “Todtnauberg” en una afectuosa carta fechada el 30 de enero de 1968. Aquel día en la Selva Negra había sido “de un talante o sensibilidad múltiples”. A continuación, encontró uno de sus idiolectos soberbios: “Desde entonces, nos hemos dicho mucho calladamente, en un silencio mutuo”. También compuso un “prefacio” en verso, que permaneció inédito hasta 1992, para el tan discutido poema de Celan. Si hemos de confiar en el texto, Heidegger reitera su convicción de que las palabras no designan ni significan, pero adquieren validez en esa singularidad inmaculada donde respira el silencio.

Como ya he señalado, el encuentro y el poema de Celan dieron origen a una voluminosa bibliografía secundaria. En gran parte, son rumores y conjeturas. France-Lanord tiene razón cuando dice que Celan no era tan ingenuo o ignorante como para esperar alguna confesión general de Heidegger, o bien pedirle un mea culpa claro respecto a sus vínculos con el nazismo y su negativa a pronunciarse sobre el Holocausto. Al mismo tiempo, su utilización de testimonios imposibles de verificar, bastantes de ellos sospechosos, en cuanto a la armonía entre el mago y el poeta, entre el “hijo de Auschwitz” y el rector de la Universidad de Friburgo que llevaba una esvástica en el ojal, es un recurso tendencioso.

Celan había marcado con subrayado doble en uno de sus libros la proposición de que la poesía y el pensamiento -el mágico clisé germano- sólo se encuentran cuando cada una conserva su ser diferente. Para Heidegger, la poesía suprema, la de Sófocles o Hölderlin, desplegaba y ocultaba, al mismo tiempo, una inmediatez del lenguaje y el ser que ni aun el discurso filosófico más agudo podía igualar o parafrasear en forma exhaustiva. Si mi lectura de “Todtnauberg” ha sido acertada, siquiera en parte, la decepción de Celan fue más profunda que cualquier circunstancia trágica, ya fuese personal o política. Indicó la imposibilidad absoluta de un diálogo amplio entre el lenguaje del poeta y el del pensador, incluso estando ambos en el cenit de su veracidad. Ningún “voyeurismo biográfico”, como lo llama France-Lanord, llegará, ni con mucho, a agotar las connotaciones de aquel diálogo indispensable y frustrado, o aquel “antidiálogo”, de un día de verano. En su libro hay muchas cosas valiosas. Pero caveat emptor.