La impotencia del pensar. Heidegger y el Nazismo

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Martin Heidegger fue nazi: poseyó un carnet del partido; pronunció discursos apologéticos e incendiarios; realizó intervenciones políticas y filosóficas en que las palabras transitaron por abismales ambigüedades, por bizarras polisemias extrañamente presentes en un profesor que hizo del cuidado de la lengua una de las condiciones fundamentales del pensar. El autor de Ser y Tiempo dictó cátedras en las que, en plena ola de expansión fascista, alabó la misión conquistadora del espíritu alemán y después, a la hora de publicar el texto de los cursos, cuando pudo haber hecho correcciones, introducir notas explicativas, por lo menos hacer algún tipo de reparo, prefirió dejar asentadas palabras explícitas acerca de la superioridad de su idioma, y equívocos varios sobre la autenticidad o historicidad del pueblo cumplida en el Estado.

Él, que entendió, con Heráclito, al pólemos primigenio como fundamento del pensar, se batió en refriega ideológica con los escribas hitlerianos, pero su diferendo no fue una recusación, no constituyó la rebeldía que finca un límite al gritar “!No, ya basta, ha sido demasiado!” (Camus), ni tampoco fue el trazado de una demarcación, la construcción político filosófica de un campo problemático inconmensurable con ningún tipo de enarbolada superioridad racial (las “líneas de demarcación de que gustaba hablar Althusser). No, quien en su momento nos hizo ver que no hubimos sabido -y no sabemos aún- qué significa pensar, criticó al nazismo por su orientación biologicista, naturalista, tecnicista: objetó sus fundamentos, pero compartió su elán, su entusiasmo, su misión y sus destinos. Como ha observado el furioso antiheideggeriano Tom Rockmore, lo único que llegó a exasperar a Heidegger respecto al hitlerismo fue … !su equivocada comprensión del Ser!

Una filosofía luminosa que da a pensar la diferencia y el olvido, la errancia sin fin de la pregunta por la distinción del Ser de los entes, la apertura de un claro en la que lo excluido ha de develarse, sostenerse, perseverar y ser cuidado por nosotros mismos, los filósofos. Una filosofía, sin embargo, signada, hecha, realizada, autorizada por un filósofo que olvidó el holocausto, que no encontró una sola palabra para referirse al exterminio a lo largo de más de tres décadas de enseñanza. Un filósofo, pues, que guardó silencio pero que con esa afonía, con ese mutismo, llevó la ofensa de su nazismo hasta el extremo (evaluación en la que coinciden, entre otros, Farías, Lacoue-Labarthe, Lyotard).

Heidegger fue nazi. Tal es el reconocimiento inicial y fundamental que hace honor a la obligación que el pensamiento moderno impuso a los filósofos: ver al hombre tal como realmente es (Rousseau), no contarse historias (Newton). Fue nazi. Después podríamos quizá entrar al debate acerca de si lo fue mucho o poco, con sinceridad u oportunidad, en esencia o apariencia, temporal o permanentemente; podríamos recorrer ese camino argumental siempre y cuando no ocurriera que por algún trasvase conceptual inesperado, al final el nazismo heideggeriano se hubiese disipado, desvanecido. Podemos introducir, pues, todos los matices menos el que nos hiciera formular el enunciado de que el autor de Kant y el Problema de la Metafísica a fin de cuentas no fue nazi.

Pero antes de deslizarnos por la crítica textual, incluso por la apologética, debemos preguntarnos algo previo, a saber, Heidegger fue nazi ¿pero se sigue algo de ahí? ¿Ese enunciado significa algo?  ¿importa?

 

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En febrero de 2005 se conmemoran cincuenta años de la apertura de los campos de concentración. En este tiempo, la crítica histórica ha descubierto y subrayado la diferencia que hubo entre lo que fueron espacios solamente de reclusión, para todo tipo de deportados, y los campos estrictamente de exterminio, a los que fueron llevados principalmente judíos. Entre cinco y seis millones de estos últimos fueron gaseados, quemados, enterrados, desaparecidos.

De este Holocausto, sin embargo, no quedó una sola imagen, una sola reproducción visual. Esto no es casual. Es consustancial al nazismo la borradura de todo trazo, de las víctimas como de los verdugos. Explica Georges Didí-Huberman:

 

“Asesinar no era suficiente, porque los muertos nunca estaban suficientemente “desaparecidos” desde el punto de vista de la Solución Final. Más allá de la ausencia de sepultura -que la antigüedad había considerado el colmo del ultraje a los muertos-, los nazis se emplearon, racional o irracionalmente, a no dejar ningún trazo, a hacer desaparecer todo resto.(…) El fin de la Solución Final …nombraba una nueva empresa, la desaparición de los instrumentos de la desaparición.”

 

 

En una confluencia de imposibilidades e interdictos extremadamente compleja, el nazismo es una política radical del olvido (hasta antes de él todo autoritarismo quería ser recordado, leído, representado, inmortalizado, monumentalizado), a la vez que el Holocausto es inimaginable: imposible de figurar, articular o recrear, de dibujar, sin que cualquier representación degrade o trivialice su superlatividad, su inmensidad; sin que cualquier escenificación falte, de alguna manera esencial, a la memoria de los aniquilados.

Tal vez no sepamos, en efecto, qué significa pensar, pero es seguro que no sabemos, hoy por hoy, qué significa pensar la Shoa; qué significa concebirla sin imaginarla, sin representarla, sin confundir su esencia con sus emanaciones, su ser con su entidad. Y Heidegger – él mismo, su filosofía- tampoco lo sabía. Lo chocante de su silencio sobre la guerra y sus propios compromisos en ella, no radica solamente en la molestia que cualquiera siente ante la ignominia personal, la desfachatez o la inmoralidad; sino que la incomodidad, especialmente de nosotros, filósofos profesionales, ante el nazismo heideggeriano radica en la orfandad en que nos dejan Ser y el Tiempo, El Origen de la Obra de Arte, Qué es Metafísica y tantos otros textos, para pensar el problema del nazismo y el Holocausto. Lo terrible en este punto, según descubre Lyotard -por lo demás el autor que con mayor lucidez ha abordado el problema- es que la filosofía de Heidegger no posee absolutamente nada que pueda servirnos para aclarar su propio Caso:

“El propio ‘enfoque’ existencial-ontológico(…) por sí mismo, de acuerdo con su giro más vivo, sigue teniendo apartado  a Heidegger del problema que plantea hoy su propio ‘caso’. Hasta tal punto lo aleja, que nada dijo ni nada tiene para decir al respecto. El problema denominado (por Adorno) Auschwitz”.

 

 

Afirmaciones sorprendentes estas del autor de La Condición Posmoderna en la medida en que a lo largo de su escrito sobre “el Caso”, reconoce que la filosofía heideggeriana parece, de entrada, ser la mejor dotada para pensar eso que Lyotard denomina ‘los judíos” (así, con comillas), es decir, lo excluído de la razón objetivante, el agujero que recorre a la racionalidad, lo olvidado radicalmente por la metafísica, lo Otro que perteneciendo al Ser, perfora la supuesta completud de la ontoteología y disloca las pretensiones fundamentadoras del sujeto y sus representaciones.

La pregunta acuciante en relación al Caso Heidegger, se refiere a la inquietud acerca de si, más allá de la anécdota de la historia de vida de un personaje siniestro como tantos otros, queda algo en su filosofía, alguna trama argumental, concepto, alguna tonalidad incluso, que contenga in nuce la proclividad al autoritarismo, que sea como la razón seminal de la que surjan los compromisos con lo absolutamente inaceptable.

Y bien, el camino abierto por la reflexión lyotardiana sobre el tema apunta a una respuesta peculiar, a saber, que probablemente, en efecto, no haya nada en la filosofía heideggeriana que por sí mismo determine, justifique o lleve directamente al nazismo, pero que esto es así porque a la vez el  pensamiento de Heidegger no tiene nada que decir sobre uno de los acontecimientos esenciales, definitorios de nuestro tiempo. La filosofía heideggeriana como tal no sería nazi, pero sería irrelevante, estéril, un divertimento académico; útil tal vez para pensar algunas temáticas parciales, potente para apuntalar algunos giros deconstructivos y para renovar un poco la forma de la historia de la filosofía, pero carente fundamentalmente de lo necesario para saber qué significa pensar el Holocausto. ¿Un ejemplo, un síntoma, una imagen de esa impotencia? Mientras Heidegger realiza las loas a Hölderlin y la poesìa, Adorno llora:”Después de Auschwitz la poesía es imposible”.

Tal vez no sea nazismo, pero si no tiene nada que decir sobre la Shoa, todo el asunto del olvido del Ser deviene una frivolidad.

 

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Y ello es muy extraño, pues ¿no observábamos hace un momento que Heidegger ha pensado radicalmente el tema del olvido, y que tal problematización parece una vía fértil para pensar el asunto de “los judíos”? Lo mismo ocurre con sus reflexiones sobre la técnica y la efectuación hitleriana de la maquinaria de la guerra. ¿Podría haber acaso demostración más pertinente de las consecuencias epocales de haber sustituido una vez más al Ser por el ente, y constituido al Sujeto en fundamento que se arroga el derecho de tratar todo lo demás como objeto, como reservorio de cosas a su disposición? La metafísica de nuestro tiempo es la técnica, y la Segunda Guerra Mundial, lo mismo que el desenvolvimiento todo de las sociedades en nuestros días, parecieran la demostración tangible de la pertinencia del heideggerianismo.

Es cierto. Pero hay algo que falta, y falta lo fundamental. Porque si bien el nazismo fue una apoteosis de la técnica, no fue eso lo que lo singularizó con respecto a otros designios destructores de la historia, que también han sido y son máximamente técnicos. Lo específico aquí son  “los judíos” (en el sentido en que Lyotard emplea el término). La elección precisamente de ese pueblo como blanco del aniquilamiento, y no sólo eso, sino la forma de llevar a cabo el exterminio, no constituyeron decisiones técnicas ni ningún vocabulario vinculado a ese tópico podría dar cuenta de ellas.

Lyotard recuerda la única mención de Heidegger sobre el asunto:

“La agricultura es ahora una industria alimentaria motorizada, en cuanto a su esencia lo mismo que la fabricación de cadáveres en las cámaras de gas y los campos de exterminio, lo mismo que el bloqueo y la reducción de países al hambre, lo mismo que la fabricación de bombas de hidrógeno”.

 

 

La equiparación de los campos de exterminio con la agricultura tecnificada, constituye sin duda un buen resumen de la carencia que queremos mostrar. Comenta al respecto Lyotard:

“Negar la identidad, o incluso la analogía, entre una fábrica de neutrones o de arvejas y la fábrica de gas y cremación, no es ser humanista. Es tan sólo aceptar pensar. Cuando se les confiere a las dos el mismo nombre, el Gestell, la diferencia no se piensa, se evita. Y eso mismo es lo que impone a Heidegger su silencio de plomo sobre la Shoa.”

 

 

¿Qué tiene que ver el cuidado del ser, el claro de lo abierto, la verdad como desvelamiento, con la aniquilación precisamente de “los judíos”? Las partes más luminosas de la filosofía Heideggeriana, aquellas que asientan esencialmente al ser-ahí en el mundo, el ser-con, tejido con los demás en una historicidad fundamental, parecen superar con mucho el solipsismo, el individualismo metodológico derivado del cogito cartesiano. Y sin embargo, las categorías de la política heideggeriana, el Volk y el Estado, están inhabilitadas para aprehender un genocidio que no se escenificó en la esfera política, ni puso en acto una relación polémica de un Estado frente a otro. La persecución de los judíos no se dirimió en discursos y programas públicos; no se organizó como un frente unido ante un enemigo identificable, sino que se realizó en las penumbras y requirió acciones no de guerra, sino de acechanza difusa, no localizada, sobre todo borrada, tachada en el momento mismo de su efectuación. Ni siquiera el potente aparato conceptual de Carl Schmitt, con su distinción amigo-enemigo, parece suficiente para pensar la Shoa, pues resulta difícil identificar a individuos inermes, con un Otro que significaría verdaderamente una amenaza de muerte.

En este punto es necesario reconocer que si bien Heidegger no tiene nada que decir sobre el Holocausto, tampoco otros aparatos conceptuales hasta nuestros días parecen más potentes. Sólo que los otros pensadores no militaron en el partido nazi.

Queda, a la espera de la filosofía que vendrá, la literatura. Pero no hay mucho tiempo. La “Guerra Preventiva” y conflictos como los de Sarajevo, parecen retrotraernos hacia cinco décadas atrás…

 

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A partir del relanzamiento del “Caso” con el libro de Víctor Farías, ser de izquierda y heideggeriano, no sólo resulta paradójico, como siempre, sino también incómodo. ¿Cómo pensar los márgenes, el multilingüísmo, lo excluido, apoyándose en el decir de un pensador proclive al autoritarismo?

Es esta paradoja la que hizo del de Heidegger un “caso francés”. Deconstruccionistas y lacanianos se vieron de pronto confrontados con la necesidad de justificar sus opciones teóricas. Fue más sencilla la posición tomada por pensadores de conservadurismo radical, como Tom Rockmore, que simplemente concluyeron, a partir del irracionalismo del filósofo alemán,  promoviendo la prohibición total del estudio de Heidegger en las escuelas estadounidenses, acusándolo de ser el centro, con Nietzsche, Foucault, y Derrida, de lo que Alan Bloom llamó, en un libro extraño, “el declive del pensamiento norteamericano”.

Jacques Derrida, Jean Luc Nancy, Philippe Lacoue-Labarthe, entre otros, han reaccionado de una manera diferente. Sin negar el nazismo del maestro, han tratado de explicarlo y superarlo aduciendo la falta de heideggerianismo del propio Heidegger en momentos clave de su obra. Es esta una reacción interesante, que recuerda el gesto althusseriano que detectó carencias de marxismo en el propio Marx. De cualquier forma, los esfuerzos especialmente de Derrida por deconstruir los intersticios en que se cuela la vieja metafísica en el discurso del autor de Ser y Tiempo, aportan los caminos más fecundos del heideggerianismo contemporáneo. Entre otros temas, Derrida ha mostrado como  el concepto de “Espíritu” (que juega un papel central en todos los párrafos pronazis del maestro) constituye una pieza extraña al corpus de la filosofía que nos ocupa, lo mismo que una cierta concepción fraternalista de la “philia”. Lyotard, por su parte, ha mostrado cómo la noción de “trabajo” resulta igualmente mal incorporada al texto heideggeriano.

Aunque en el momento de estallar el escándalo con la publicación del libro de Farías, la actitud de muchos fue la de decir “ya lo sabíamos”, lo cierto es que el “Caso” ha permitido una renovación en la lectura y crítica de los textos del filósofo alemán. Al grado de que hoy por hoy no se puede ostentarse como heideggeriano sin atender a los cuestionamientos mencionados de Derrida o Lyotard, o aun a la tesis del propio Farías en el sentido de que el nazismo obedecería a la prioridad otorgada a la lengua alemana como heredera directa del griego clásico. ¿Y el latín? ¿Cuál ha de ser la postura de un seguidor de Heidegger ante la cultura romana antigua? ¿Y el español?

Derrida ha planteado otro tema crítico, a saber, “los griegos” como si de algo único u homogéneo se tratara (algo, además, desde luego no oriental, negro o africano).

La búsqueda del nazismo tal vez oculto en su filosofía, ha dado pie, en fin, a críticas a la concepción  de Heidegger sobre la técnica, como la que realiza Alan Badiou en su Manifiesto por la Filosofía -donde cuestiona, desde la izquierda, todo antitecnologicismo- o la de Tom Rockmore desde la derecha. Un cierto ruralismo presente en la idea del “habitar entre el cielo y la tierra” supuestamente esencial al ser-ahi, así como el campiranismo antimoderno de los “senderos del bosque” han sido también denunciados entre muchas otras lecturas innovadoras ocasionadas por la eclosión del “Caso”.

El “cuidado del ser”, la paciencia, el anti-Fausto con su prisa demoniaca. Michele Cometa en su brillante ensayo Umbrales del Abandono. Espacio, Tiempo y Paciencia en Heidegger y Peter Handke considera que la escritura de nuestro filósofo es en una dilatada reflexión sobre la espera, la paciencia secularizada, pero ya sin la trascendencia y los motivos religiosos que de antaño configuraron los conjuntos metafóricos asociados a la promesa, la expectativa y la esperanza. ¿Algo asi como un Mesianismo, pues, pero sin Mesías -sin Führer? La ambigüedad de Heidegger alcanza al propio Derrida pasando por Walter Benjamin. El camino de exorcizar al maestro a fuerza de inyectarle su propio heideggerianismo, salvarlo descubriendo sus deficiencias y ofreciéndole prótesis y suplementos deconstructivos, aun con su fertilidad, falta al solapar las fallas teóricas fundamentales que imposibilitan, simplemente, a esa filosofía decir cualquier cosa sobre el nazismo. Resume Lyotard:

“Hay que dar un paso más, otro paso, todavía. Es decir, deconstruir aquello que todavía hay de demasiado piadoso, demasiado respetuosamente nihilista, en la deconstrucción derridiana de esta ‘política’ que es el pensamiento de Heidegger” (…) la verdadera ‘falta’ se sitúa más acá de esta insuficiencia en cuanto al rigor de deconstruir. El silencio sobre el exterminio no es un lapsus deconstruccionista”.

 

 

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En México, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, al menos, el nazismo de Heidegger ha sido escasamente discutido. La reacción usual ante la aparición del libro de Farías fue, en el caso de los no seguidores, la del asombro y el escándalo, y en el de los fieles la del decir desdeñoso: “pero si ya lo sabíamos”.

Y en efecto, al preparar esta conferencia veo en mi viejo ejemplar de la Introducción a la Metafísica las marcas que puse cuando leí el texto para mi clase de Ontología en licenciatura. En  las primeras páginas del libro, con absoluta claridad, el prologuista se refiere a las líneas en que el autor habla de la “misión espiritual” que está llamado a cumplir el “centro de Europa” y observa que Heidegger, quien dictó su curso en 1935, pero no corrigió esas palabras al publicarlas en 1953, seguramente siguió comprometido con esas ideas.

El nazismo estaba ahí; yo pasé mis ojos encima de él pero ciertamente como estudiante no lo leí. Y tampoco fue tematizado por la maestra -heideggeriana ella- en clase. ¿Es que en México el tema no importa a pesar de que en otras latitudes ha llevado hasta a empeños por acabar con la filosofía en cuanto tal?

Que la opción política del autor de Qué es Metafísica sea tema inexistente en estas aulas, es asunto que merece reflexión amplia, incluyendo en ella el cuestionamiento al eurocentrismo implícito a las expresiones que identifican al Holocausto con el destino de la humanidad entera, cuando esas cotas de maldad acaso sean exclusivas de ciertas áreas del Occidente.

Sin embargo, me temo que, a la vista de la renovación de los estudios heideggerianos que trajo consigo la explosión del “Caso” con el libro de Farías, la ausencia del tópico en nuestras Universidades haya significado un empobrecimiento intelectual. Tal vez leamos mucho, como siempre a Heidegger, pero nuestras lecturas estén condenadas a un preciosismo académico irrelevante. Más que heideggerianos devenimos heideggeriólogos.

Si no acabamos de saber qué se sigue de que uno de las más grandes filósofos haya sido nazi, acaso ello obedezca a que, aunque hemos dedicado mucho tiempo a estudiar a detalle el corpus del maestro -a veces, en el caso de los pocos interesados,  tratando de encontrar ahí las semillas de la infamia-, hemos invertido muy poca energía en pensar el nazismo como tal. Acaso tenga razón Lyotard y Heidegger no tenga nada que decir sobre su propio caso. Su filosofía sería entonces bella, pero trivial o innecesaria para nuestro tiempo. Pero para saber si el filósofo francés tiene razón o no, haría falta que los heideggerianos se pusieran a estudiar, sin demora, como su deber ineludible y urgente, el hitlerismo y la Shoa.

Entonces sabremos si Ser y Tiempo tiene algo que decirnos; si todavía hay en sus páginas algún éxtasis de la historia.