Narra el Génesis que a quienes huían despavoridos de la ciudad de Sodoma, Dios les prohibió volver su cabeza y contemplar la gigantesca pira que consumía en sus llamas a quienes en su vida no lo habían pasado nada mal. Pero la esposa de Lot no resistió la tentación y giró su cabeza. Lo que vio, a ciencia cierta, no lo sabemos. Sí sabemos que, por desobedecer el mandato divino, se dice que ese Dios inmisericorde la convirtió en estatua de sal.
Castigo aterrador que revela la carga transgresora que, desde los inicios de la historia humana, selló el deseo irrefrenable de espiar la vida de los otros.
También sabemos que lo que vio, lo vio “en vivo y en directo”, expresión acuñada, tal vez por esas ironías del lenguaje, para aludir a una realidad mediada por la imagen de una pantalla.
Mientras que el filósofo político Guy Debord denunciaba en La sociedad del espectáculo , en 1967, que la imagen sustituyó a la vida social auténtica, en el despuntar del siglo XXI la imagen, voraz, fagocita la realidad.
Entiéndase bien: con la irrupción a escala global de las nuevas tecnologías de comunicación, la imagen ya no es una representación de lo real sino que, más bien, la imagen agota la realidad misma. En el mejor de los casos, la realidad no es sino un apéndice atrofiado.
El desplazamiento de la realidad por la imagen se acompañó de un proceso creciente aunque gradual de exposición pública, satisfaciendo con esa mostración tantas veces obscena aquel deseo primario de hurgar en las vidas ajenas que tan caro debió pagar la mujer de Lot. Exposición pública que, paradójicamente, siguió un itinerario de descorporalización de los vínculos humanos. Si retrocedemos en el tiempo, en el conventillo se mostraban amores y desengaños que hacían de sus habitantes testigos y testimonios de la vida que allí bullía. Esos inquilinatos eran también una suerte de red social, como lo eran el club, el barrio, el café de la esquina, todos ellos asentados en vínculos solidarios que albergaban penurias aliviadas de tanto en tanto por algún que otro gesto heroico. En esos escenarios se era testigo involuntario, cuando no se espiaba aquello que no debía verse, a sabiendas de que se corría el riesgo, más tarde o más temprano, de servir de blanco de la mirada ajena. Porque al igual que en las antiguas batallas donde se ofrendaba la propia vida, en esa fraternidad las pasiones y los enconos se dirimían cuerpo a cuerpo.
Esa reciprocidad latente que doblegaba pero también igualaba con las leyes inapelables del azar tuvo su ocaso con la invención del reality show y del universo tinelliano , simulacros donde se es mirado sin mirar y donde se aspira a una fama cuyo precio es caer en gracia al espectador anónimo, pero dotado del poder omnímodo de premiar o aniquilar. No sólo eso: ya no es necesario espiar la vida de los otros porque son estos mismos otros quienes se ofrecen voluntariamente como piezas de exhibición, aun cuando sea a costa de mostrar lo más abyecto de la condición humana. Como si esa exposición no bastara, nuestra televisión autorreferencial y parasitaria repite esos simulacros hasta el cansancio, en una nueva mediación que aleja al espectador, todavía más, de esa seudorrealidad que fue gestada y parida ya degradada.
Huelga decir que los vínculos fundados en la reciprocidad del conventillo fueron desterrados tanto del reality como de los escenarios tinellianos por la asimetría que exigen sus formatos. Y habrían de sufrir un nuevo giro con las redes sociales, multiplicadas en el ciberespacio, donde se pierde la carnadura de lo real que aquellos shows, pese a su ficcionalidad, no alcanzan a opacar. En los muros de Facebook (por nombrar sólo la red más difundida), el proceso de desmaterialización en la exposición de sí mismo -una marca de la cultura contemporánea- es legitimado cuando el internauta es invitado a confeccionar su propio perfil virtual. A diferencia de la ineludible espontaneidad del conventillo, Facebook permite la construcción de un perfil cuya veracidad no se puede confirmar y con él, la posibilidad de construirse otra identidad. Se exige, a lo sumo, la verosimilitud de esa autoimagen hecha pública, límite que puede hacer del muro de Facebook un arma perversa. Porque si es tan cierto que se es libre de soñar lo que nos plazca como que todos querríamos ser a veces quien no podremos llegar a ser nunca, la virtualidad ofrece la oportunidad de exhibir no sólo una imagen de sí idealizada, sino una vida inventada, una ilusión a conciencia fraguada. Lo que no estaría nada mal si las reglas del juego fueran transparentes, como quien lee una novela a sabiendas de que no es sino una ficción.
Pero cuando no es posible distinguir entre lo que es y lo que parece ser, cuando un “amigo” puede ser un impostor, nos deslizamos hacia otra dimensión.
En el mejor de los casos, como se trata de tener un millón de amigos, cuanto más atractivo parezca ese yo virtual, cuanto más adorne u oculte su insignificancia de carne y hueso, más sencillo será ganarse ese millón que destrona a las relaciones sociales genuinas. Y cuando no media impostura alguna, el perfil del usuario suele ser la consumación de un ejercicio narcisista a compartir en un intercambio que tiene mucho de curiosidad, algo de información y nada de esa verdad insustituible que marca la presencia real del cuerpo del otro. Ese espacio virtual de Facebook, sin embargo, todavía se construye con ladrillos propios de la realidad, como lo son las fotografías que se cuelgan del muro. Pero dado que toda tecnología es rápidamente opacada por lo novedoso, en ese proceso de desmaterialización progresiva ya irrumpieron los ciento cuarenta caracteres de Twitter.
Esta aplicación reciente permite a sus usuarios estar en contacto en tiempo real con personas de su interés a través de mensajes de texto por medio de una simple pregunta: “¿Qué estás haciendo?”. Pese a que su autoría es tan imposible de verificar como lo es el sexo de los ángeles, seguir a una celebrity alienta la ilusión de que uno comparte su intimidad, que es uno de los suyos, hermanados por esa lacónica cotidianidad. Puesto que ni siquiera requiere “amigos” (eufemismo que le presta cierta pátina de dignidad a ese negocio millonario que resultó ser Facebook), el microblogging vuelve realidad el sueño de “seguir” a Maradona o a Ricky Martin o al ganador de un Nobel: el seguidor se jacta de saber qué almuerza Maradona, qué film ve Ricky Martin o qué perfume usa quien obtuvo el Nobel, como si esos datos presuntamente fieles nos revelaran los gustos de un chef o de un crítico de cine o de un fashionista . Al tener (o creer tener) acceso a esos gestos minúsculos e intrascendentes que hacen a la vida de todos los días, se vive en la ilusión de que se comparte la intimidad de quienes, sin la bendición de una tecnología de alcance global, jamás estarían al alcance de tantos ilustres desconocidos. Inmersos en la cultura del “úselo y tírelo”, en ese peregrinar cibernético se erigen, día tras día, nuevos ídolos de pies de barro a través de breves mensajes que obturan el tiempo muerto y, por su instantaneidad, liberan de todo ánimo reflexivo.
Lejos de añorar un mundo sin pantallas, se trata de reflexionar en torno al uso que se hace de las tecnologías de la información -que, en sí mismas, no son ni buenas ni malas-. Twitter fue una bendición en Irán tras los resultados de unas elecciones sospechosas de fraudulentas que le dieron la victoria a Ahmadinejad, a través del cual se logró transmitir el descontento de los ciudadanos por los resultados eleccionarios.
El gobierno fundamentalista contraatacó reduciendo el ancho de banda con el fin de impedir la difusión de las protestas, en una batalla cibernética en donde se jugaban el derecho de expresión y el libre acceso a la información. Pero no siempre la tecnología es orientada hacia objetivos tan excelsos: en la vida política nacional, su empleo parece acotarse a los consabidos alardes pugilísticos en una especie de cuadrilátero virtual, donde los breves mensajes, por su contundencia, pretenden dejar en knock out al circunstancial contendiente, obturando todo debate argumentativo en torno a ideas. Es cierto que, semejante a una epidemia, la tinellización ha contagiado a la política. Aunque lo ominoso parece desconocer cualquier límite: la misma tecnología pudo servir a fines siniestros al ser usada para propagar una “broma” brutal en el Día de los Inocentes cuando en un micromensaje se anunciaba mendazmente la recuperación de Gustavo Cerati de su coma profundo.
El ciberespacio -a través de la creciente gama de dispositivos diseñados para ese fin- invita a un tiempo sin discontinuidades, en el que vivimos hiperconectados y donde nuestro cuerpo ha pasado a ser una terminal orgánica de la gigantesca maquinaria de la Red: cada gesto del usuario -subir un video, una foto, un texto- asegura que lo que piensa, vive y hace será compartido por otros usuarios, visibilizando su intimidad y perdiendo el anonimato. De forma inercial, se adopta cada nueva tecnología, a menudo sin atender a los riesgos potenciales que entraña una vida privada hecha pública: desde empleados despedidos por pedir licencia por presuntas enfermedades desmentidas prontamente por videos vacacionales subidos a la Red hasta niños y jóvenes capturados por las redes de pederastas que operan en la aldea global. Por añadidura, las redes sociales propician un universo digital que exonera del compromiso sellado con la presencia del otro, albergando bajo sí desde los acosos privados devenidos públicos hasta las denuncias infundadas, desde la difusión de la intimidad hasta la banalización del dolor. En la infinitud del ciberespacio nos entregamos dócilmente a esa cultura del espectáculo tan efímera como intangible que se despliega en la asepsia virtual, sin darnos cuenta de que esos simulacros canibalizan lo real y, en ese gesto, nos canibalizan a nosotros.
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