Marc Augé, nacido en Poitiers, 1935
El antropólogo francés, que se hizo célebre en la década de los años ochenta por su concepto de “no lugar”, ha desarrollado una prolífica obra como investigador y escritor sobre los temas que lo apasionan: las culturas aborígenes, las ciudades, el tiempo y la memoria.
El antropólogo francés Marc Augé revisa algunos de los conceptos que lo hicieron célebre -como el de “no lugar”- y expone su particular visión del tiempo, la memoria, la escritura y la muerte.
A mediados de los años 80, la expresión “no lugar” se convirtió en una suerte de contraseña que de un modo casi mágico se empleaba para referirse a las particularidades de nuevos espacios urbanos como aeropuertos, cajeros automáticos, autopistas, centros comerciales. Si bien su creador provenía de la antropología, el uso del concepto se expandió rápidamente a otras disciplinas, como la sociología o la filosofía, y, casi inmediatamente, al lenguaje cotidiano. Marc Augé admite que esa creación conceptual le permitió obtener un reconocimiento que lo hizo trascender las fronteras de su país y de su disciplina y, por eso, no reniega de ella. Pero se muestra aliviado cuando, en esta entrevista, le proponemos centrarnos en los temas que actualmente le despiertan mayor interés: el tiempo, la memoria, la escritura.
-Para orientarse en una producción tan vasta como la suya, forjada a lo largo de medio siglo de trabajo, es útil establecer una periodización. Podríamos distinguir una primera etapa, entre mediados de la década del 60 y la del 70, en la que su interés principal fue África, particularmente Togo y Costa de Marfil; una segunda, en las décadas del 80 y del 90, en las que se ocupó de las grandes urbes, en especial París. Y, finalmente, su producción de los últimos años, en que los temas recurrentes son el tiempo y la memoria. ¿Comparte esta periodización?
MA-Siempre es difícil percibir las etapas del propio trabajo. Pero, en líneas generales, creo que podríamos estar de acuerdo. Habría que aclarar que la primera etapa, de África, en realidad no terminó, porque yo sigo yendo allí, siempre que puedo, a realizar algunos trabajos. De mi primer trabajo propiamente de campo en África, el texto central es El genio del paganismo . Luego hay un período durante el cual he viajado mucho por Asia, Europa del Este y América latina. Yo he vivido la mundialización personalmente; he viajado mucho mientras la mundialización tomaba su nueva forma. Durante ese período, escribí textos más breves y con temas más subjetivos. No es que haya querido retornar a casa, a Francia, sino que estaba interesado en realizar una reflexión sobre el trabajo del antropólogo. De allí surgió, entre otros libros, Un etnólogo en el metro. Y, finalmente, es cierto que desde hace varios años estoy reflexionando mucho acerca del tiempo y la memoria. Es el final del recorrido. También me he concentrado en la reflexión sobre las relaciones entre antropología y escritura.
-Indudablemente, la expresión que lo hizo popular fue la de “no lugares”. Sin embargo, es cada vez menos frecuente en sus textos. ¿Considera que se trata de un concepto superado?
MA-El concepto de “no lugar” se me escapó, en cierta medida. Cuando lo empleé por primera vez, no tenía idea de todo lo que iba a provocar. Creo que su amplia difusión se debió a que es el nombre de un síntoma presente en diversas disciplinas. Si bien, en este sentido, el éxito de esta expresión fue en parte ambiguo, no reniego en modo alguno de ella. Fue muy importante para mí, porque me permitió ponerme en contacto con gente de otras disciplinas, como arquitectos, artistas, pintores, escritores.
-Si tomamos algunos de sus últimos trabajos, como Casablanca y Elogio de la bicicleta, vemos que en ellos la atención está colocada especialmente en los espacios que construyen la identidad de los individuos. Es decir, en los “lugares”.
MA-Es que a mí siempre me interesó la pareja “lugar/no lugar”, no los “no lugares” solos. En Elogio de la bicicleta yo sostengo que practicar el ciclismo es “practicar el espacio”, porque permite descubrir otros itinerarios, distintos de los del autobús o los del metro. Hay una nueva percepción de las distancias: algunos puntos que parecían muy lejanos entre sí, al recorrerlos desde la bicicleta, se muestran como muy próximos. El ciclista puede tener una relación más íntima con el espacio. Y esto en la ciudad es muy destacable. También hay otra relación con el cuerpo; la bicicleta obliga a tomar conciencia del cuerpo propio.
-También afecta la experiencia del tiempo y la memoria.
MA-Evidentemente. En ese texto, a partir de la bicicleta, yo evoco situaciones de cuando tenía quince años o veinte. Pero, a mi edad, no puedo recorrer las mismas distancias que cuando era joven. Esto no significa que se plantee una relación violenta con el tiempo; al contrario, es sumamente amable. También se hace presente el tiempo histórico, porque aparecen los recuerdos de las grandes competencias ciclísticas del pasado, con sus grandes campeones, con las circunstancias históricas en las que acontecieron.
-De algún modo, también está presente el futuro, porque usted apuesta por una ciudad poblada de bicicletas.
MA-Sí, es cierto. Aunque yo sé que mi proyecto de un uso masivo de la bicicleta es un poco utópico. Al menos lo es en París. Hay demasiado tránsito como para que la bicicleta se pueda imponer. Hay ciudades más pequeñas en las que esto es más sencillo.
-En Casablanca pasamos del placer de la bicicleta al placer del cine. Pero el tiempo y la memoria siguen siendo los temas fundamentales.
MA-Algo que me agrada mucho de París es que hay cines en los que se pueden ver películas antiguas durante todo el año. A mí me gustan las películas antiguas porque, afortunadamente, no tengo buena memoria; olvido los detalles. Esto me brinda una oportunidad de experimentar un placer doble: el de recordar y, a la vez, el de esperar.
-En ese proceso, usted otorga un papel fundamental al olvido.
MA-El olvido es necesario; tiene un papel muy activo. Porque lo que se olvida va dibujando las formas de lo que no se olvida. Es como un trabajo de escultura. Lo que queda no es un recuerdo, simplemente, sino un recuerdo trabajado por el olvido. Uno de los ejemplos que doy en uno de mis libros es mi visita a una granja en Argelia. Yo estuve en Argelia como militar, en el año 1962, y viví en una granja durante seis meses. Tengo recuerdos muy fuertes de ese tiempo. Veinte años más tarde, regresé a Argelia y alquilé un auto para ir a visitar el lugar. Cuando llegué, me encontré con tres o cuatro granjas y no supe distinguir cuál era aquélla en la que había vivido. Ahora, cuando yo le cuento esto, casi treinta años después, yo “veo” los recuerdos de 1982 en la granja que conocí en 1962. La primera imagen es más fuerte que la de mi segunda visita. Hay un trabajo de recomposición, de eliminación, por parte de la memoria.
-También volver a ver una película clásica es, en cierto modo, regresar a visitarla.
MA-Precisamente por eso me apasionan las películas viejas. Con las granjas uno puede pensar que el recuerdo no se ajusta porque las casas pudieron haber cambiado durante los veinte años transcurridos hasta la nueva visita. En cambio, en el caso de las películas, sabemos que éstas no han cambiado. Son un testimonio absoluto. Brindan una oportunidad para confrontar la memoria con la realidad que generó el recuerdo. Hay ahí una confluencia de dos tiempos: el tiempo del espectador y el tiempo de la propia película.
-Otro de los textos en los que despliega este tema es El tiempo en ruinas .
MA-Ahí narro una experiencia que viví en Tikal, Guatemala, que fue muy fuerte para mí. Me había adentrado en la selva, antes del amanecer, porque quería evitar la compañía de los numerosos turistas que recorren la zona. Estaba completamente solo, contemplando las ruinas. Y en ese momento me sucedió algo extraordinario y muy emocionante. Fue el momento en el que descubrí lo que llamo “el tiempo puro”.
-¿Cómo fue ese descubrimiento?
MA-Lo que me llamó la atención fue que, si bien estaba ante ruinas que referían, de algún modo, a la historia, no se trataba de un espectáculo en sí mismo de tipo histórico. Porque las ruinas, tal como las estaba viendo, tal como se las puede ver ahora, nunca antes existieron. Es ahí donde yo descubrí el “tiempo puro”. Es la presencia del tiempo que no es una experiencia histórica pero que tiene que ver con el transcurrir del tiempo. En esta experiencia hay algo fascinante, porque se trata de un auténtico “sentir” el tiempo.
-En esa situación, usted estaba solo, pero las ruinas le hablaban de la presencia del hombre. En algunos textos usted ha aludido también a experiencias de un tiempo sin historia. ¿En qué consistirían?
MA-Puedo citarle una experiencia que tuve en el sur de Bolivia, en la Laguna Colorada, cerca de la frontera con la Argentina y Chile. Allí no hay prácticamente rastros de seres vivos. Todo es mineral. Cuando uno está parado allí, observando las rocas, el agua, las montañas, vive una experiencia muy difícil de transmitir. No se trata de una experiencia del tiempo puro, sino del planeta sin historia, sin vida. Da la idea de que la vida es un evento muy peculiar. Es la Tierra antes de cualquier poesía.
-El tema del tiempo es, quizás, el más abordado por la filosofía. También otras disciplinas, como el psicoanálisis, le otorgan un lugar central. ¿Considera que han construido buenas imágenes del tiempo?
MA-Creo que han estado demasiado pendientes del pasado. Tenemos sistemas de interpretación personales, como el psicoanálisis, o generales, como el marxismo, en los que el rasgo común es que el pasado determina el presente. Yo estoy cada día menos convencido de eso. Creo que la cuestión interesante es el futuro. Es cierto que posiblemente haya influencias del pasado en mi recorrido. Pero no están dentro de lo que más me interesa.
-En el comienzo de esta entrevista, usted decía que está trabajando en la relación entre antropología y escritura. ¿Qué podría decirnos al respecto?
MA-Quizás habría que comenzar hablando de “el viaje”. Vivimos en un mundo en el que hay una gran cantidad de gente viajando permanentemente. Por un lado, tenemos a los inmigrantes, que viajan con la idea de salir de una situación económica difícil, y por otro, a los turistas, provenientes de las clases medias y altas de la sociedad, que suelen viajar en el sentido opuesto al de los inmigrantes. Y, junto con ellos, viajan los etnólogos. Ambos van en busca de sociedades lejanas. Pero, más allá de las semejanzas en el itinerario, hay una cantidad de importantes diferencias entre el etnólogo y el turista. Entre ellas, una de las fundamentales es la escritura.
-Antes de llegar a la escritura, ¿podría mencionar las otras diferencias?
MA-Hay claras diferencias en los objetivos: el etnólogo viaja para estudiar, no para consumir; va provisto de un método que le permite realizar observaciones; intenta colocarse en una posición exterior en relación con aquellos a los que va a observar, aun cuando sabe que su presencia afecta su objeto de estudio… En fin, son numerosas las diferencias. Pero lo más importante tiene lugar cuando el etnólogo regresa a su casa.
-Es allí donde tiene lugar la escritura.
MA-Exactamente. El viaje del etnólogo debe culminar en un hermoso libro en el que dé testimonio de su experiencia. Yo suelo decir que el turista moderno es un consumidor que se cree un viajero, mientras que el etnólogo es un sedentario que está obligado a viajar. Pero el etnólogo viaja para regresar a la soledad de su estudio, para poder escribir su experiencia, para darle un sentido. El momento más importante no es el de la partida, sino el del final del viaje.
-La expresión “final del viaje” suele estar asociada con otro de los temas recurrentes en sus últimos libros: la muerte. ¿Es ése un tema que lo inquieta en lo personal?
MA-No. Cuando en mis libros hablo de la muerte de seres queridos lo hago a través de la evocación de recuerdos de infancia, pero no porque esté obsesionado con la muerte. Tengo una edad que hace que haya perdido a muchos amigos, pero… es así. No quiero vivir con sus fantasmas…
-¿Puede la antropología ayudarnos a pensar la muerte?
MA-Yo he vivido muchos años en las sociedades paganas, con ideas más o menos elaboradas del retorno del tiempo, y es interesante lo que tienen en común, por ejemplo, los africanos con los amerindios. Su idea de que finalmente la muerte como tal no existe. Tienen una intuición que yo llamaría “materialista”, que tiene que ver con la no realidad de la muerte. Es el fin de una vida, pero hay otras formas de vidas. Y no estoy hablando de metempsicosis o reencarnación. Yo soy profundamente antirreligioso. Pero en las intuiciones de los politeísmos tengo la impresión de que hay algo aproximado a lo que la ciencia dice acerca de que “en la naturaleza nada se pierde, todo se transforma”.
-¿Cuál sería la falencia de la religión, en este sentido?
MA-La mayor parte de los sistemas religiosos necesitan imaginar algo antes y algo después. Es una manera de vivir la vida, como un no lugar… Y la vida es el único lugar.
Tomado de LA NACION