Michel Foucault: políticas del nombre propio

Home #2 - Michel Foucault Michel Foucault: políticas del nombre propio

 

Estar muerto significa al menos esto: que ningún beneficio o maleficio, calculado o no, se debe ya al portador del nombre, sino únicamente al nombre, por lo cual este […] es siempre y a priori un nombre de muerto.

Jaques Derrida, Otobiografías.

El nombre de Michel Foucault es un nombre inquieto. Desde su muerte, ocurrida en 1984, se lo olvida y se lo recupera, se lo invoca y se le combate con mucha intensidad. Su nombre es una flecha clavada en el corazón del pensamiento contemporáneo. Siempre me ha parecido que esta intensidad es inseparable de nuestro malestar en lo político. Síntoma o pasión triste que se atribuye justamente a sus intervenciones punzantes, a los actos filosóficos que serán siempre los actos de un nombre de muerto, el cual, como todo evento mortuorio, signa y decreta con una culminación interminable nuestros esfuerzos de lectura, de discusión, de debate. Como ya indicara Derrida al referirse a Nietzsche, el nombre es siempre un nombre de muerto, ese es el apriori que cuida y legitima todo ejercicio de rememoración, como el que tiene lugar hoy mismo. Sin embargo el nombre de Foucault –para bien y para mal- estará asociado siempre a la política, pero la duda persiste ¿Hay, hubo alguna vez, una política suscrita al nombre propio de Michel Foucault? Probablemente el escolar diría que no, y el francés le habría agradecido, pues si algo enseñó este polemista irremplazable es que el nombre del autor figura entre las formas de autoridad y control que pesan sobre sus dichos, que inauguran una pedagogía engorrosa del apego a la letra, que obligan, en suma, a montar todo el cerco de controles que la academia dispone sobre el trabajo de un pensador; lo cual no es sino otra forma de restablecer el poder dentro de una institución, la de enseñanza en este caso. Y pese a todo, Foucault fue un autor.


Si, como Derrida defendió en su momento, la firma inventa al signatario en ese futuro anterior por el cual la escritura performa los efectos de su postulación,i efectivamente existe una política del nombre propio “Michel Foucault”, lo hubiera querido éste en vida o no. Pero, ¿qué nos diría entonces esta política del nombre propio? Con toda certeza atacaría las llagas de nuestro malestar en lo político. Examinemos brevemente algunos de los síntomas de este pathos. En primer lugar se encuentra el síntoma de la normatividad, pues algunos de los trabajos del francés cuestionaron justamente las bases de lo que, creo, es lo constitutivo o lo propio de la teoría política moderna; a saber, que a la base del quehacer político, y como precondición para toda discusión política, se debe conceder como mínimo que la tarea de ésta es la conformación y delimitación precisa de las normas que harían posible la acción, ya sea en el terreno de la sociedad civil o en el terreno del Estado. En general, la normatividad se considera el apriori de lo político.ii En segundo lugar se encuentra el planteamiento del sujeto. Éste es un problema que se ha discutido mucho actualmente desde diversas posturas. Quizá el corazón de este malestar consiste en que la teoría moderna de la política no concibe su ejercicio si no es a partir de una figura de la subjetividad que sería fundante con respecto a la acción sin más (por ejemplo, el proletariado, el pueblo, etc.). El sujeto entonces debe ser una evidencia para toda discusión política, pues toda acción está condicionada por la finalidad hacia la que se encamina, y, por tanto, toda acción política tiene su comienzo en el sujeto político mismo.iii Es de todos sabido que el pensamiento foucaultiano ha hecho un duro cuestionamiento de la subjetividad y la ha constituido más bien en un problema que en una evidencia de la teoría política. En tercer lugar podemos sugerir que hay un problema acerca de las finalidades de la acción. Este es un problema que ha surgido junto con el pensamiento de lo político en Occidente, y ha sido tematizado por el utopismo del siglo XIX tanto como por los clásicos de la filosofía, actualmente sigue siendo planteado. Al menos en sus formas tradicionales éste planteamiento se caracteriza por la pregunta acerca del tipo de sociedad política que sería deseable o al menos realizable para el colectivo humano. En sus formas menos ambiciosas ésta preocupación indaga cuáles serían las características mínimas que la razón puede plantear para lograr la consecución de acuerdos, de cara al aparente triunfo de la cultura democrática que puede interpretarse como un signo de los tiempos. Algunos defenderían que no se trata sólo de una visión eurocéntrica, pero se sigue discutiendo al respecto.iv Junto con este planteamiento encontramos también todas las preguntas acerca del mejor régimen político. Sin ser exhaustivos, creo que estas temáticas forman parte de nuestro malestar en lo político, aunque naturalmente no resuman toda la cuestión.

De cara a estos planteamientos Foucault siempre mostró un dejo escéptico en sus intervenciones políticas, y tocó varios de estos problemas con su singular manera de intervenir en los debates públicos, incluso frente a los interlocutores más variados de la escena internacional. Quizá toda su estrategia consistió en realizar diversas problematizaciones que le permitían posicionarse de una manera distanciada frente a las tematizaciones de la teoría política moderna. Por ejemplo, frente al síntoma de la normatividad Foucault no dejó de insistir en que convenía hacer ejercicios genealógicos para comprender el funcionamiento efectivo de las relaciones de poder, sin inferir de inmediato la validez y la legitimidad universales de las normas mediante las cuales nos reconocemos y gobernamos nuestras acciones en el terreno político. Esto es por una buena razón; las normas no surgen íntegramente del ejercicio racional sino que forman parte de diversas estrategias y tácticas que, además, tienen una historia particular, una historia que afecta incluso el cuerpo, las formas de subjetivación y la formación de saberes en sociedades como las nuestras. Frente al esfuerzo por fundamentar normas incuestionablemente válidas para lo político, Foucault defendió la tarea genealógica de rastrear la historia política de la que provienen las normas que damos como validas. Lo cual, en mi opinión, es una especie de argumento escéptico que podemos resumir de la siguiente manera: si no podemos inferir la validez universal de las normas que rigen nuestras vidas, conviene rastrear los procedimientos efectivos que las han hecho válidas para nuestro tiempo. Un empirismo escéptico por lo tanto. Su pregunta sería más bien, ¿cuál es el desempeño efectivo de las normas en nuestras sociedades? La respuesta de Foucault fue que las nomas producían una alteridad excluida a partir de la cual se delimitan estrategias de normalización. A pesar de todo, nuestra sociedad sigue siendo una sociedad de la normalización.

Ante el planteamiento del sujeto fundante de lo político, Foucault sostuvo una postura similar: en lugar de dar por descontada la evidencia del sujeto único e idéntico a sí mismo en el desarrollo histórico, conviene saber cuáles han sido los procedimientos históricos mediante los cuales los individuos son constituidos como sujetos de diversas relaciones de poder, de saber y de relaciones consigo mismos, que han dado a lugar a las formas de subjetivación de las que provienen nuestros comportamientos, nuestros hábitos, en fin, todas las prácticas mediante las que nos reconocemos como sujetos políticos. Frente a las finalidades de la acción y la pregunta por el mejor régimen posible, y esto es lo más polémico, Foucault nunca delineó la posibilidad de una sociedad sin relaciones de poder, pero, aún más, tampoco dio signos de presentar el modelo hacia el cual pudiera encaminarse la sociedad futura. Razón por la cual sus objetores han llegado a sostener que, en el fondo, Foucault era un neoconservador que hacia la historia de los regímenes de facto, sin mostrarnos cuál pudiera ser la manera de escapar de sus mecanismos jerárquicos. El famoso debate con Chomsky acerca de la naturaleza humana lo ejemplifica con toda severidad, en él Foucault dice: “admito que no soy capaz de definir, y menos aún de proponer, un modelo de funcionamiento social ideal para nuestra sociedad científica y tecnológica.”v Pero, ¿ello demuestra la aparente apoliticidad del pensamiento foucaultiano? El francés continua: “En contrapartida, una de las tareas que me parece urgente, inmediata, previa a cualquier otra, es que deberíamos indicar, mostrar, incluso cuando están ocultas todas las relaciones del poder político, todo aquello que actualmente controla el cuerpo social, lo oprime o lo reprime.”vi

Su postura es entonces clara: la tarea política que se presenta en calidad de urgente, no sólo en el plano teórico sino también en el práctico, es una tarea que la teoría política excluye de su conformación, esta tarea política consiste en mostrar dónde y cómo se ejerce el poder que sostiene las relaciones sociales a partir de las cuales la teoría política comienza a reflexionar. La tarea política antecede a la teoría política porque no se trata de conceptos, sino de prácticas, de luchas específicas contra focos de poder específicos, lo que no significa que estos focos estén ubicados únicamente en las relaciones al interior de la soberanía estatal, como sabemos hoy en día en tiempos de la globalización. Las relaciones de poder específicas pueden ser relaciones globales, que exceden los marcos de acción del Estado y de la llamada sociedad civil. Y también frente al entusiasmo democrático, que casi anuncia el fin de la historia, Foucault sostuvo que, con toda claridad, no vivimos en sociedades realmente democráticas, sino que seguimos viviendo en “un régimen de dictadura de clase, de poder de clase que se impone mediante la violencia, incluso cuando los instrumentos de esta violencia son institucionales y constitucionales. Y esto ocurre en un grado que impide que exista una verdadera democracia.”vii ¿Es entonces apolítico el pensamiento de Michel Foucault?

Recientemente, apenas en 2004, Thomas Lemke ha defendido que existen al menos dos planteamiento foucaultianos acerca de lo político: el primero, sobre el que insistiré en este trabajo, es el famoso modelo de la guerra a partir del cual Foucault pensó el espesor de las relaciones de poder a inicios de los setenta; el segundo es el planteamiento que caracteriza las últimas etapas de sus trabajos, acerca de la cuestión de la gubernamentalidad a partir de la cual piensa la conformación de las biopolíticas modernas, del neoliberalismo del mercado, pero también, para sorpresa de algunos, las prácticas del autogobierno que rastrea desde los griegos.viii Esto al menos puede darnos indicios de que no existe solamente una política del nombre propio que Michel Foucault haya sostenido a lo largo de su recorrido teórico; en este caso me gustaría detenerme únicamente en el “modelo de la guerra” por ser, creo, el más problemático de todos. ¿En qué consiste el modelo de la guerra? En tratar de guillotinar la cabeza del rey en el pensamiento moderno de lo político. El tropo aquí es sugerente. En opinión de Foucault, la teoría política sigue pensando las relaciones de poder a partir de las instauraciones de la monarquía constitucionalista, lo que significa que se plantea en términos de derechos, de contrato, de soberanía, de delegación del poder en la figura del soberano, sea este personal o estatal. Problema de soberanía entonces. Sin embargo, Occidente ha visto surgir toda una problematización de lo político a partir de un tipo singular de discurso, un discurso histórico-político, que lee las relaciones políticas sin recurrir a la figura del soberano; para este discurso partisano, como lo llamó Foucault en Defender la sociedad, lo político no se encuentra en el contrato que aliena el derecho de vida y muerte en una figura única de soberanía, sino que se lo encuentra, sobre todo, en la manera en que un grupo social declara y lleva a cabo una guerra en contra de otra población al interior del mismo estado, e incluso mediante sus mecanismos estatales e institucionales. Para este discurso partisano lo político es la realización de la guerra por otros medios, incluso en los tiempos de paz; para este discurso, entonces, lo político apela al modelo de la guerra civil, intestina, de la guerra entre los ciudadanos de una misma nación. La política es cuestión de tácticas y estrategias por tanto, de tácticas de guerra con objetivos definidos; contar la historia de esta guerra es constitutivamente hacer la guerra a otro grupo, borrando y obliterando las memorias del otro, suprimiendo su voz en la historia, aniquilando incluso el discurso y los derechos del otro, hasta acabar con su cuerpo. La guerra como política. Foucault recupera este discurso pues es también moderno.

En este tenor, Foucault continúa y prolonga el linaje del realismo político. Como el historiador italiano Enzo Traverso ha insistido, de Maquiavelo a Clausewitz los teóricos de la guerra han subrayado su estrecha relación con la política.ix E incluso la guerra civil se ha considerado como un paradigma continental, para pensar la historia del siglo pasado en las relaciones políticas, desde la Primera Guerra Mundial hasta 1945 al menos, con todos los efectos polémicos que puedan imaginarse. No debe pensarse por ello que la preocupación por la guerra civil sea reciente. Ya los griegos nombraron este fenómeno aporético con la palabra stásis que, en su forma acabada, designa el enfrentamiento entre dos o más grupos distintos al interior de la polis. Los griegos, mediante diversos efectos gramaticales y retóricos, intentaron alejar este fenómeno de la esfera de lo político. Es conocido, por ejemplo, el famoso discurso de Gorgias en las olímpicas, donde conjura la guerra intestina de los griegos y, buscando la concordia u homonoia, procura expulsar la violencia bélica de la polis, dirigiéndola al bando enemigo par excellence de los griegos: los persas.x Podría ser que nosotros todavía no hemos eliminado la stásis de las relaciones políticas modernas.

Aunque este modelo de la “guerra civil” ha sido importante en el planteamiento foucaultiano de lo político, y ha hecho surgir nuevas problematizaciones en torno a la noción de poder, que en Foucault es siempre nominal, puesto que nos deja pensar las relaciones políticas como productoras de saberes y de formas de sujeción, al menos en algunos aspectos pudiera ser un planteamiento peligroso. Quisiera plantear un ejemplo de ello: el de la justicia. En su controversia con Chomsky, Foucault defiende un aspecto relevante para analizar los efectos del planteamiento partisano en el terreno de lo político. Mientras Chomsky cree que es posible plantear un modelo de sociedad basado en la naturaleza humana, donde la justicia haría honor al potencial de sus capacidades, Foucault defiende que en la lucha política la justicia no es un factor trascendente a partir del cual, a la manera de una vara de medición, podrían evaluarse los efectos alcanzados por el combate político. Por el contrario, la justicia está en lo político pero siempre como un obstáculo a combatir, por ejemplo en los tribunales que administran la justicia de clase. Aquí la justicia está en el interior de un combate en tanto instrumento de poder, y no como un parámetro ahistórico a partir del cual se puede plantear la lucha política. Así, “hay que poner el acento en la justicia en términos de lucha social.”xi Pero entiéndase bien: no se libra una lucha política para lograr la justicia, en términos absolutos o relativos, sino para combatir con la justicia que supone ser un obstáculo para la consecución de la guerra social emprendida. En última instancia: “Si se hace la guerra es para ganar, y no por el hecho de que dicha guerra sea justa.”xii El efectivismo de Foucault, su pragmatismo sin reservas, no deja lugar a la buena conciencia en el terreno de lo político. Hacer la guerra para ganar, no para lograr objetivos de una supuesta justicia atemporal que estuviera resguardada en el seno de la humanidad, de su naturaleza. Foucault destierra la metafísica de la política, y concibe la política como guerra sin cuartel. La lucha se justifica en términos de poder, no en términos de justicia.xiii

A partir de este argumento se podría reflexionar largo y tendido acerca de los efectos de este modelo. Para desatar la polémica propongo las siguientes cuestiones: ¿podemos pensar las relaciones políticas sin la justicia? Foucault así lo defendió, y esto forma parte, a querer o no, de su política esgrimida a nombre propio, pues, en una sociedad sin clases, podría ser que la norma burguesa de la justicia fuera retardataria incluso de una revolución política, y al lograr los objetivos de la lucha, la justicia podría no ser vista como una necesidad política incuestionable, no sólo en su administración actual, sino en términos absolutos.xiv Otra cuestión, ¿la idea de justicia es solamente burguesa, o puede haber una justicia todavía por venir, como plantea Derrida en sus últimos trabajos? La justicia y su futuro, ¿pueden ser suspendidos sin reservas de la discusión sobre lo político? ¿Ello no implica pensar que la justicia y el derecho son idénticos, argumento todavía discutido en la actualidad? ¿Podemos pensar en la justicia sin erigirla en nuevo fetiche de nuestro tiempo? Para ser claros ¿Hay por venir político sin la idea de justicia, e incluso sin su pasado conservador? En otro orden de ideas, el planteamiento foucaultiano nos permite cuestionar si puede haber “guerras justas”, como la administración Bush defendió, desempolvando ese viejo concepto medieval. En todo caso, si la justicia está todavía por ser discutida –y nos interesa discutirla- ¿cómo lo haremos para no volverla un instrumento del poder? Pero, ¿es posible esto?

i Cf. Derrida, Jacques, Otobiografías. La enseñanza de Nietzsche y la política del nombre propio, Buenos Aires, Amorrortu, 2009, p. 17-18.

 

ii Para una revisión crítica de este supuesto ver Butler, Judith, “Fundamentos contingentes: el feminismo y la cuestión del posmodernismo” en La Ventana, México, Núm. 13, 2001, y Deshacer el género, España, Paidós, 2000.

iii Además del texto de Butler, citado en la nota anterior, no es desdeñable la lectura del texto de Jacques Rancière titulado El Desacuerdo, Buenos Aires, Nueva Visión, 2007.

iv La pretensión de universalidad del paradigma de la razón comunicativa es típico del planteamiento habermasiano de la política, mientras que la revisión crítica de estos postulados se puede ver en Spivak Chakravorty, Gayatri, Crítica de la razón poscolonial, Madrid, Akal, 2009.

v Chomsky, Noam y Foucault, Michel “La naturaleza humana: justicia contra poder”, Barcelona, Paidós, 1999, p. 83.

 

vi Ídem.

 

vii Ídem.

 

viii Ver Lemke, Thomas, “Marx sin comillas: Foucault, la gubernamentalidad y la crítica del neoliberalismo”, en Lemke, T., et. al, Buenos Aires, Nueva Visión, 2006, pp. 5-20.

 

ix Traverso, Enzo, “Entre Behemoth y Leviatan: pensar la guerra civil europea (1914-1945)”, en Sánchez Durá, Nicolás (ed.), La guerra, Valencia, Pre-textos, 2006, p. 119.

x Ver Filóstrato, Flavio, Vidas de los sofistas, México, Porrúa, 2010, y también Cassin, Bárbara, El efecto sofístico, México, Fondo de Cultura Económica, 2009.

 

xi Chomsky, N. y Foucault, M., ibídem, p. 91.

 

xii Ibídem, p. 92.

 

xiii Ibídem, p. 93.

 

xiv “Déjeme ser un poco nietzscheano –le dice Foucault a Chomsky-. Para decirlo con otras palabras, me parece que la idea de justicia fue inventada y puesta en práctica en diferentes tipos de sociedades en tanto que instrumento de un determinado poder político y económico, o como arma contra ese poder. pero me parece que de todas formas la noción misma de justicia funciona en el interior de una sociedad de clase como reivindicación hecha en el interior de una sociedad de clase como reivindicación hecha por la clase oprimida y como justificación por parte de los opresores.” Ibídem, p. 94. Pero si es estratégica podría ser descalificada en términos absolutos una vez que la lucha política triunfe. Argumento polémico, sin duda. Más adelante continúa: “Y no estoy muy seguro de que, en una sociedad sin clases, tuviésemos que seguir sirviéndonos de esta noción de justicia.”