En 1962, un nutrido grupo de escritores, críticos y artistas plásticos conformado por Juan Vicente Melo, Jorge Ibargüengoitia, Tomás Segovia, José de la Colina, Luis Guillermo Piazza, Jomi García Ascot, Alejandro Jodorowky, Cecilia Gironella, Álvaro Mutis, Leonora Carrington, José Luis Cuevas, Alberto Gironella, Kati Horna y otros; bajo la dirección de Salvador Elizondo, Emilio García Riera y Juan García Ponce, dio vida a una excéntrica e innovadora revista ilustrada que no logró publicar más de siete números. Pensada como un espacio para divertir, escandalizar y experimentar, la revista S.nob pareció satisfacer las necesidades de un grupo de jóvenes que buscaban romper con las pautas que regían el mundo de la cultura en México.
En las páginas de S.nob convivieron las colaboraciones más diversas, entre ellas los Fetiches de Kati Horna (1912-2000) destacan por ser la única sección elaborada únicamente a partir de imágenes, por sus evidentes resonancias surrealistas y por su reflexión alrededor del cuerpo femenino. Se trata de tres series fotográficas protagonizadas por mujeres y elaboradas a partir de diversas temáticas, escenarios y lógicas secuenciales. La relación del cuerpo desnudo femenino con ciertos objetos o espacios, así como la experimentación formal, constituyen los recursos comunes en ellos.
Oda a la necrofilia fue el primero de los fetiches; en él una mujer primero totalmente cubierta con un velo negro, va mostrando partes desnudas de su cuerpo, y oculta siempre el rostro. Posa en un espacio íntimo junto a una cama con sábanas desordenadas sobre cuya almohada reposa una máscara y una vela encendida. La mujer se coloca en diversos puntos alrededor de la cama, como padeciendo la muerte de alguien, de quien sólo subsiste una máscara.
Si bien en las imágenes predomina una sensación de sufrimiento –similar al de una viuda-el título de la serie remite a una postura ante la muerte que transita entre el placer y el dolor. Mediante un juego de palabras, el fetiche no sólo hace referencia a una atracción por la muerte y a un tipo de perversión sexual, sino que los glorifica mediante una oda. Destacan también una serie de contrastes, tanto formales como de sentido, entre oscuridad y luz, presencia y ausencia, goce y sufrimiento.
La modelo de esta serie fue Leonora Carrington, con quien Kati mantuvo una relación particularmente estrecha, por lo que es posible que la secuencia fuera resultado de una colaboración entre ambas. De ser así, Kati no estaría representando a una modelo cualquiera, sino a una artista rodeada por su universo creativo, como hizo con muchos pintores y escritores que retrató en los años sesenta.[1]
En el segundo fetiche, Impromptu con arpa, una mujer y un arpa adoptan distintas posiciones al interior de una habitación. La secuencia parece marcarla de nuevo el desnudamiento de la modelo, que viste primero un manto negro, después uno blanco y al final nada. En esta ocasión la modelo, ahora Kitzia Poniatowska, sí muestra el rostro, pero oculta su cuerpo desnudo detrás del instrumento. El título de la serie hace referencia a una pieza musical de improvisación, cuyo intérprete podría o no ser la modelo.
La construcción de estos dos fetiches se asemeja a una puesta en escena o incluso a un tableau vivant, pues tiene un carácter casi teatral. Las modelos posan como actrices y dan lugar a escenas un tanto forzadas. Dicho efecto de artificio es aumentado por la fotografía, por su forma de encuadrar (y cortar), de utilizar la luz, y por los objetos para ocultar o mostrar los componentes de la imagen. El tercer y último fetiche funciona de manera muy distinta.
Paraísos artificiales fue publicado en el último número homónimo de la revisa. Ahí el conjunto de imágenes es mucho más complejo que los dos anteriores y carece casi por completo de una estructura narrativa asequible. Se caracteriza por su alto grado de experimentación formal, mediante fotomontajes y ralladuras de los negativos. Las imágenes son de naturaleza muy diversa: la modelo aparece sentada sobre un sillón, recostada junto a unas muñecas, desnuda detrás de una ventana rota o un garrafón con agua, duplicada en una imagen rallada, o fragmentada, cuando la imagen de su rostro es montada sobre una escena con un maniquí.
Este último fetiche es el único en que la modelo, Luz del Amo, muestra su torso desnudo. Sin embargo, su desnudez se presenta mediada por barreras translúcidas como el vidrio o las rallas del negativo. Hay, nuevamente, un juego entre mostrar y ocultar.
¿Fetiches surrealistas?
En términos muy generales, y para los fines de este ensayo, entiendo al fetiche como un objeto que ha sido dotado de un valor de culto, poder o fuerza mágica que provoca que sus poseedores se sometan a él de alguna manera.[2] Entre las diversas acepciones y usos que ha tenido, me interesan aquellas que lo definen en términos religiosos o sexuales (como Freud), las cuales fueron retomadas en parte por los surrealistas para dar lugar a su propia idea de fetiche.
Dentro del ideario e imaginario surrealista, la noción es difícil de definir, ya que funciona en varios niveles. La fascinación de esta vanguardia por objetos banales desvinculados de sus contextos originales, para formar parte de un nuevo campo de sentido -apropiación al servicio de los deseos y delirios del sujeto-,[3] constituye en sí un proceso de fetichización. Por otro lado, una de sus estrategias más características fue la introducción del cuerpo, y especialmente del desnudo (femenino, en la mayoría de los casos) en este proceso. En la cosificación surrealista del cuerpo, en su conversión en fetiche, hubo un juego constante entre lo animado y lo inanimado, la presencia y la ausencia. El maniquí, las muñecas y las máscaras, se convirtieron así en elementos recurrentes de la representación. “El maniquí como réplica extraña, como doble, como el epítome de una mercancía con forma humana.”[4] Además, el espacio por excelencia de la objetualización o fetichización del cuerpo en esta vanguardia fue la fotografía, que a través de diversas estrategias de manipulación técnica –de positivos, pero especialmente de negativos en el cuarto oscuro– reforzó esta conversión.
Con estas referencias en mente, podemos volver a las secuencias de S.nob e identificar cómo usan la figura del fetiche, siguiendo cada una su propia lógica. En Oda a la necrofilia el fetichismo parece estar en la relación de la modelo con la máscara, la vela y la cama, a los que rinde una especie de culto. Como en la concepción freudiana, el peso de estos objetos reside en la idea de pérdida y ausencia, generando una reacción ambivalente de placer y dolor. Sobre aquellos elementos quedó fijado un valor, ligado a la muerte, que somete a la modelo y la induce a venerarlos. La intimidad del espacio y la desnudez de la mujer hacen aún más notorias las implicaciones sexuales de esta devoción.
En Impromptu con arpa, la relación entre la modelo y el arpa es distinta. Guardan un vínculo de complicidad y parecieran ambos ser fetiches en la imagen. La secuencia puede contrastarse con una fotografía de Man Ray, El violín de Ingres de 1924, en la que colocó dos hendiduras de violín sobre la espalda desnuda de su modelo, fabricando de tal forma una metáfora de la mujer como instrumento para tocarse, que produce su propia música. En el cuento de Kati sí hay cierta afinidad entre Kitzia y la lira, pero impera más bien un juego de picardía entre los dos, una coquetería cuyas referencias sexuales son más inocentes que las de Oda a la necrofilia. Me parece una serie más cercana, quizás, al tipo de retratos que Horna hizo de actrices y artistas para la revista Mujeres. En la fotografía comercial y de moda parece haberse colado un cierto “modo surrealista” de representación, que consistía en la concentración de objetos extraños alrededor de una figura o en la escena a fotografiar.[5]
Paraísos artificiales es la secuencia con mayor riqueza visual y ecos a la fotografía surrealista. Los fetiches no son ya solamente los objetos presentes en las imágenes, sino que a través de la fotografía y su manipulación como imagen, el cuerpo de la modelo toma su lugar. Además, aparecen en un par de tomas muñecas y un maniquí, figuras emblemáticas de la citada vanguardia. En esta serie la imagen se concibe, igual que en el surrealismo, como una clase de sueño o estado de inconsciencia, provocado en este caso –en consonancia con el tema del número 7- por el efecto de las drogas. Puedo así traer a cuento la noción freudiana de inconsciente recuperada por los surrealistas, como interior turbio y paisaje misterioso,[6] al que Kati Horna dio acceso a través de foto-secuencias. El poder desorientador de la fotografía surrealista es potenciado aquí por el fotomontaje y la intervención plástica.
¿Erotismo femenino?
La peculiaridad del erotismo en los “cuentos visuales” de Horna es que es un producto plenamente femenino, pues la mujer funge como creadora, modelo y tema de los mismos. Además, hubo una colaboración de Leonora, Kitzia y Luz con Kati, de la que resultaron imágenes y escenas predominadas por un universo femenino muy peculiar.
La mujer y el erotismo fueron tópicos constantemente explorados por el surrealismo y han sido objeto de un acalorado debate en buena parte de la historiografía contemporánea sobre el tema, que cuestiona si el papel femenino en las imágenes corresponde al del objeto o al del sujeto. Sin entrar en los detalles de esta discusión sobre género,[7] me limitaré a decir que las producciones de Horna ofrecen un contraste interesante con gran parte de las obras que abordaban los mismos temas, ya que en ellas la mujer es tanto sujeto como objeto.
Bastará aquí con hacer referencia a un fotógrafo surrealista, conocido por abordar el tema del cuerpo femenino a partir de muñecas y maniquíes que él mismo elaboró y después retrató en sugestivas composiciones con la lente. Hans Bellmer, quien ilustró la Historia del ojo de Bataille, presenta un cuerpo fragmentado, intervenido y alucinante. Su obra parte de la perspectiva del deseo masculino, que objetualiza al cuerpo femenino con sustitutos inanimados.
En contraste, el uso que Horna hace de las muñecas sí está vinculado a lo femenino, pero funciona primordialmente alrededor de un juego misterioso entre lo vivo y lo no vivo. En cuanto al uso del cuerpo, las secuencias de Horna se distinguen de las de Bellmer no sólo por representar algo más cercano al deseo femenino, sino que se antojan más bien intimistas, y parecieran construir una iconografía propia, que supera quizás los estereotipos surrealistas.
Lista de imágenes:
Fig. 1-3, Kati Horna, “Oda a la necrofilia”, S.nob, no. 2, 27 de junio de 1962, p.23-27.
Fig. 4 y5, Kati Horna, “Impromptu con arpa”, S.nob, no. 4, 11 de julio de 1962, pp.16-20.
Fig. 6 y 7, Kati Horna, “Paraísos artificiales”, S.nob, no. 7, 15 de octubre de 1972, pp.37.40.
Fig. 8, Man Ray, El violín de Ingres, 1924.
Fig. 9 Hans Bellmer, La muñeca, 1934.
Bibliografía
Dawn Ades y Simon Baker, Undercover surrealism. Georges Bataille and documents, Cambridge: London, Hayward Gallery: The MIT Press, 2006.
Dawn Ades, Fotomontaje, Barcelona, Gustavo Gili, 2002.
Hal Foster, (et.al.), Arte desde 1900. Modernidad, antimodernidad posmodernidad, Madrid, Akal, 2006.
Rosalind Krauss y Jane Livingston, L´amour fou. Photography and surrealism, Washington, D.C: New York: London, The Corcoran Gallery of Art: Abbeville Press, 1985.
Johanna Malt, Obscure Objects of Desire Surrealism, Fetishism and Politics, New York, Oxford University Press, 2004.
Ida Rodríguez Prampolini, El surrealismo y el arte fantástico de México, México, UNAM:IIE, 1969.
Alicia Sánchez Mejorada, “Kati Horna y su manera cotidiana de captar la realidad”, revista Addenda, no. 10, octubre-diciembre de 2004.
[1] Alicia Sánchez Mejorada, “Kati Horna y su manera cotidiana de captar la realidad”, revista Addenda, no. 10, octubre-diciembre de 2004, p.5.
[2] El término fue utilizado originalmente por comerciantes portugueses y holandeses para designar las cosas que las tribus africanas eximían del comercio. Llegó a significar también una forma baja de religiosidad en la que objetos simples eran tomados como sagrados, sometiendo a sus productores. Marx interpretó al fetiche como una mercancía que adquiere un valor distinto al original. Años después, Freud sugirió que la vida erótica implica un grado de fetichismo, pues ciertos objetos inanimados son investidos de energía libidinal. Según él, para el niño el fetiche es un sustituto del pene del que carece la madre, carencia que lo horroriza (pues lo amenaza con la castración) y lo lleva a mantener su fantasía de integridad corporal mediante objetos sucedáneos fálicos, o fetiches. El fetiche es entonces un objeto al que se desplaza el deseo sexual y que genera sensaciones ambivalentes: a la vez afecto y hostilidad. Hal Foster (et.al.), Arte desde 1900. Modernidad, antimodernidad posmodernidad, Madrid, Akal, 2006, p. 648.
[3] Johanna Malt, Obscure Objects of Desire Surrealism, Fetishism and Politics, New York, Oxford University Press, 2004, p.6.
[4] Ibíd., p.120, la traducción es mía.
[5] Dawn Ades, Fotomontaje, Barcelona, Gustavo Gili, 2002, p.135.
[6] Malt, op. cit., p.1.
[7] Tendencia inducida en parte por ciertas autoras feministas y su intención por recuperar la obra de artistas mujeres.