Memorias extendidas: crónica de un recuerdo fotográfico

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Memorias extendidas: crónica de un recuerdo fotográfico

  

Soy mal público para mi memoria.
Quiere que continuamente escuche su voz,
y yo no dejo de moverme, carraspeo,
escucho y no escucho,
salgo, regreso y vuelvo a salir.

Wislawa Szymborska

Muletilla ante el olvido

No sé si era yo, me dijeron que así me veía. Veo una imagen en la que no me reconozco. No recuerdo esa ropa, ese corte de pelo, ni qué se sentía ser esa persona. Creo, como un acto de fe, en lo que dicen la prueba: estuve ahí, fui esa y me vi así. La memoria duda y la realidad le responde de una forma que parece incuestionable. ¿Qué pasa con los recuerdos que no son fotografiados, con la vida que se fija sólo en la memoria humana y en lo que ésta tenga la capacidad de retener? Si la realidad material no existe y las fuentes desparecen, sólo queda creer/confiar en la memoria y en las interpretaciones de la realidad para construir un recuerdo.

La fotografía aparece, entonces, como una muletilla empleada para no olvidar. Según las antiguas convenciones sociales, no todo merece la pena de ser recordado. Hasta hace algunos años las líneas estaban marcadas, había que llevar una cámara de fotos al cumpleaños, a las bodas, a los bautizos, a los viajes, a las reuniones importantes, a los museos, a los conciertos, etc. Hoy cualquier cosa es digna de recordarse: comida, ropa, libros, tráfico citadino, mascotas, etc. Los grandes clichés del fotógrafo amateur desaparecen para ceder el paso a fracciones del mundo, los detalles y la vida cotidiana.[1] Los enfoques cambian, quien sostiene la cámara lleva una decisión: qué y cómo quiere recordar la realidad. Sin saberlo, se convierte en dueño del futuro.

El principio de un recuerdo fotográfico

Desde el día que compré el boleto a Madrid, el mundo pronunció una sentencia: “Debes tomar muchas fotos”. No tengo una cámara y si la tuviera sería como un paraguas: cuando lo llevo no llueve, cuando llueve lo olvido o lo pierdo, jamás lo uso. Nunca he sentido esa necesidad de documentar lo que pasa a mi alrededor, casi siempre me ha bastado con mirar lo que me interesa y confiar en la memoria. En los casos más extremos he recurrido a la cámara del celular, siempre con enfoques tímidos que reflejan que sólo lo hago por cumplir. Después de algunas luchas interiores y discusiones con el mundo, decidí llevar una cámara (prestada) al viaje.

Las primeras tomas delataban la timidez del fotógrafo por obligación, el que teme olvidar y se abruma ante la belleza del viejo continente. Las siguientes mostraban todo lo contrario, quería documentar todo, guardar un archivo fotográfico que corriera paralelo a mi memoria. Tomé fotos de edificios ocupados, fuentes, calles, reflejos, callejones, flores, estaciones de metro, letreros, restaurantes y cualquier cosa que se atravesara en el camino. Pasé del bajo perfil al de turista voraz, al que no se le escapa nada y hace paradas en cada esquina. No sé qué fue, tal vez la histeria colectiva, el miedo al olvido o un nuevo gusto adquirido.

Salí de Madrid con un buen botín fotográfico. Mi siguiente destino: París, la ciudad más fotografiable y una de las más fotografiadas en el mundo.[2] Al aterrizaje, los termómetros marcaron -2° C, temperatura que cualquier humano puede soportar con un buen abrigo. Por desgracia, la mayoría de las cámaras fotográficas no están preparadas para temperaturas bajo cero. La mía (prestada) explotó por dentro, el lente dejó de responder y  la pantalla se podía comparar con cualquier pintura de Jackson Pollock.

Crónica de una tragedia fotográfica

París bajo la nieve, una cámara inservible y fondos insuficientes. Intenté devolverla a la vida: la envolví en un abrigo, la puse cerca de la calefacción, la conecté a la corriente y nada funcionó. Me resigné, tendría que volver a mi modo original de operar: recordar sólo lo que la memoria me permitiera. Había perdido la posibilidad de cargar con un archivo paralelo, estaba sola. Caminé al Louvre, descubrí que mucha gente viaja para tomar fotos: posa, dispara y se aleja sin mirar alrededor. Grupos de japoneses disparando sin piedad, adolescentes intentando hacer acrobacias en el aire y solitarios tomando auto-fotos. El escenario me pareció triste, estaban perpetuando momentos que probablemente olvidarían. Quizás mi tragedia ya no lo era.

Sin cámara, podía manipular mis memorias, tenía la autorización de olvidar lo que quisiera. Cuando alguien me preguntara si había estado en un lugar, podía mentir, nadie lo sabría. No tenía nada que probar, podía caminar por callecitas, ver la Torre Eiffel desde lejos o pasar el día en lugares con bajo perfil. De alguna forma, había dejado de ser turista. Ese día escribí en mi diario: “¿cómo se aprende a diferenciar ‘lo bonito’ cuando todo es precioso?” No fui a los lugares que marcaban las guías, caminé por calles con tiendas, busqué un Office Max, compré chocolates, me perdí en salas de cine y no hablé con nadie. Recordaré el frío, la soledad, las sensaciones y los nombres de calles que en mi cabeza se pronuncian como se leen.

Retratos invisibles

La cámara revivió cuando llegué al siguiente destino, fue un milagro. No sabía si alegrarme, la encendí y descubrí que podría tomar fotos a ciegas, la pantalla no servía. Era como volver a las fotos análogas, con la emoción de no saber qué verás hasta el día en que las reveles. Tomé algunas siguiendo técnicas básicas: alejarse lo suficiente, calcular enfoques, cerrar un ojo para captar la imagen aproximada y demás trucos.

Viajé sola, no aparezco en casi ninguna foto y me olvidé de retratar a la gente con la que estuve. En algunos lugares me encontré con solitarios que me pedían que les tomara una foto, siempre accedí. Muchos quisieron devolverme el favor, después de dar una breve explicación sobre el frío polar y la cámara ciega, seguían mi técnica y se despedían entre risas. La primera vez que las fotos se revelaron ante mí fue impactante, no me había visto en semanas, tenía una imagen de mí pero me había olvidado de cómo me veía o quién era.

En Diario de invierno, Paul Auster señala: “No puedes verte a ti mismo. Sabes el aspecto que tienes por espejos y fotografías, pero andando por el mundo, cuando te mueves entre la gente, ya sean amigos o desconocidos, tu propio rostro resulta invisible”.[3] La imagen de mí había desaparecido, me sentí como alguien más, me vi diferente: era otra. Mientras escribo, vuelvo a ver las fotos y no me reconozco, quizás sí fui alguien más.

Recuérdame no olvidar

En el siguiente destino por fin compré una cámara y tomé un número considerable de fotografías de iglesias, calles, casas abandonadas, árboles y carreteras. Volvió la  inmediatez, disparar y ver enseguida significaba recuperar posibilidades: la capacidad de alterar/eliminar la realidad al instante y decidir qué imágenes merecerían la pena de trascender. Con la experiencia trágica y la ceguera parcial, tenía claro qué conservaría en mi memoria y qué desaparecería al paso de unas cuantas horas. Las imágenes empezaron a representar una añadidura, no el soporte material.

Es muy pronto para pensar en el olvido, subestimar a la memoria sería un atrevimiento. Han pasado algunas semanas desde que volví, el invierno ni siquiera ha terminado. Otras cámaras se habrán congelado y la nieve debe haber borrado el testimonio de alguien más. Quizás mientras escribo hay miles de personas tomando una foto a la Torre Eiffel, al Vaticano, a su plato de comida, al amanecer o a su sombra sobre el piso. Cuando mis días parezcan lejanos, tal vez lamentaré no tener un registro más amplio, un discurso gráfico detallado. Cada segundo se intenta perpetuar memorias, sólo con el tiempo sabremos cuáles se resistieron al olvido.

Bibliografía

Auster, Paul, Diario de invierno, Anagrama, México, 2012

Vila-Matas, París no se acaba nunca, Anagrama, Barcelona, 3ª ed, 2009.

Material gráfico:

Número 1, María Fernanda García, Pre-tragedia: La única foto en París, Fotografía digital, París, Francia, viernes 18 de enero del 2013. Colección personal. ©María Fernanda García.

Notas

[1] Una metáfora equiparable al cambio del paradigma historiográfico del siglo XIX frente al siglo XX. Las historias cambian, los personajes son otros y la vida cotidiana aparece como un tema sujeto a discusión. Cfr., Peter Burke, La revolución historiográfica francesa: La escuela de los Annales 1929-1989, Gedisa Editorial, Barcelona, 2006.

[2] Ranking en  www.sightsmap.com

[3] Paul Auster, Diario de invierno, Anagrama, México, 2012, p. 174.