El que se mueva sale en la foto

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El que se mueva sale en la foto

 

Sabemos bien que el dibujo, la pintura y todas las
artes de imitación han sabido sacar provecho de la inmediata
captura de las formas por medio de la placa sensible.
A partir de que, por medio de esta fijación resultó posible
de considerar con tranquilidad la figura de los seres en
movimiento, muchos errores de observación pudieron
ser constatados: nos percatamos de todo aquello que
había de imaginario en el galope de los caballos y en
el vuelo de los pájaros que hasta entonces los artistas
habían creído captar. La fotografía acostumbró a los ojos
a esperar aquello que debían ver, y en consecuencia a
verlo; y los instruyó a no ver lo que no existe, y que veían
claramente antes de ella.
Paul Valery

 

I

La afirmación de Paul Valery demuestra cómo se transformó la percepción del mundo con la llegada de la fotografía. Esa técnica que en sus orígenes tantas controversias causara debido al cómo podrían verse afectadas otras formas de arte con su aparición, ha ganado su lugar tanto en el terreno artístico, así como en territorios referentes a lo documental o lo cotidiano. Allende su valor de memoria o registro histórico, la fotografía se ha convertido en una forma de expresión cuyos alcances aún hoy no terminan de conocerse. La fotografía es, en fin, una de las grandes pruebas de que los alcances de un saber técnico pueden hallarse mucho más allá del mero hacer práctico.

Hermano menor de la fotografía (y heredero directo de muchas de sus técnicas y formas), el cine es otro de los inventos decimonónicos que reconfiguraron la imagen del mundo, que aun la transforman. Sus orígenes, que se remontan a la aparición de invenciones como el zootropo de Horner y el praxinoscopio de Reynaud, comparte con estos un principio fundamental: poner la imagen en movimiento. Sin embargo, el movimiento cinematográfico superó los terrenos de la ilusión cíclica de sus antecesores y se ha apuntalado como una de las manifestaciones más importantes de la cultural moderna. Y es que cuando el 28 de diciembre de 1895 los hermanos Auguste y Louis Lumiere activaron por primera vez el cinematógrafo para mostrar a un asombrado e incrédulo público la salida de los trabajadores de la fábrica Lumière en Lyon, el derribamiento de un muro, la llegada del tren a la estación de Coitat, se inicia un movimiento se mantiene sin freno. De ser inicialmente considerado una mera atracción en espectáculos circenses, el cine ha pasado a tener sus propios espacios, además de una siempre creciente variedad de géneros, estilos y posibilidades escénicas. La entrada en escena de Georges Melies (quien, por cierto, se encontraba entre el público de aquella primera proyección) marca el que sería tal vez el cambio sustancial en la concepción del naciente arte. Mago de profesión, el célebre director de Viaje a la luna, desarrollaría una serie de técnicas de montaje que le permiten llevar a la realidad fílmica una serie de ilusiones que antes que tratar de imitar la realidad, sino que la re-crean, la muestran en nuevas posibilidades: creación de mundos y de narrativas, de formas y puestas en escena. Mucho ha cambiado el cine desde que un cohete golpeara el ojo de la luna a 16 cuadros por segundo, desde que alargadas sombras y toda suerte de hechiceros y alquimistas rondaran los escenarios del expresionismo alemán, pero algo se mantiene, no intacto, sino constante: el movimiento.

Y es que es justo el movimiento el que da su fundamento al cine. Si, como afirma Valéry, la fotografía permitió constatar muchos errores de observación, el cine admitió dar e imaginar otras formas de movimiento al mundo. Ciertamente se habla de movimiento en otras manifestaciones artísticas, como la pintura, el teatro o la danza pero, cree Gilles Deleuze, estas artes se hallan más de lado de la pose que del movimiento. Es decir, en estos se trata de dar un sentido a partir de las transiciones de una posición a otra, mientras que en el cine el movimiento es razón de ser en toda la composición; incluso el diálogo, la banda sonora y, de hecho la trama están dadas en la medida del movimiento. Si bien la discusión acerca de si el cine reproduce movimiento o simplemente se trata de una ilusión óptica se mantiene vigente  a la fecha en círculos especializados, se puede tomar en cuenta la siguiente consideración del autor francés:

Digo que es bien sabido que el cine reproduce movimiento. El movimiento reproducido en el cine es precisamente el movimiento percibido. La percepción del movimiento es una síntesis de movimiento. Decir síntesis del movimiento, percepción del movimiento o reproducción del movimiento es lo mismo. Si Bergson quiere decirnos que en el cine el movimiento es reproducido por medios artificiales, eso es evidente. Aun más, yo diría algo simple: ¿qué reproducción de movimiento no es artificial? Está comprendido en la idea misma de reproducir. Reproducir un movimiento implica evidentemente que el movimiento no es reproducido por los mismos medios mediante los cuales se produce. Es incluso el sentido del prefijo re.

Dicho de otro modo, el movimiento en el cine no es un acto puramente mecánico, sino que es eje rector de toda su conformación: la escena, el encuadre, la edición, etc. hallan su centro justo en ese movimiento que es llevado finalmente a la pantalla. El tema de la fotografía, entonces, está sujeto a ese movimiento; ya sea en el ritmo vertiginoso de Fight Club (1999) de David Fincher, pasando por la cámara invasora, vouyerista de Alfred Hitchcock o en las extensas tomas contemplativas del cine de Tarkosky, hay en la fotografía cinematográfica una puesta en movimiento de todo lo que se halla dentro del encuadre. A cada toma se pone en marcha un flujo que haya su sentido en la completud de la imagen y no sólo en rasgos específicos. Así como el guión representa la lógica dramática y la edición representa la lógica de sentido del filme, la fotografía será su lógica espacial. Espacialidad que depende no de qué es lo que en realidad se encuentra frente a la cámara, sino cuál es el espacio que se quiere representar y cuáles son sus cargas emotivas y de sentido dentro de la construcción del filme. Es el director de fotografía quien, junto con el director, decidirá los encuadres y desplazamientos de cámara. Las cantidades de luz, si esta es artificial o natural, si es más conveniente rodar en estudio o en locaciones y un largo etcétera son parte de los elementos que el director de fotografía tomará en cuenta escena tras escena en aras de lograr el efecto visual exacto.

II

Al referirse al nacimiento de lo que llamó el “cine-ojo” el director ruso Dziga Vertov escribe:

Un día de primavera de 1918 vuelvo de la estación. Conservo aún en los oídos los suspiros, el ruido del tren que se aleja… Alguien que blasfema… un beso… alguien que grita. Risas, silbidos, voces, tañidos de la campana de la estación, jadeo de la locomotora… Murmullos, encargos, adioses. En el camino de vuelta pienso: es preciso que cabe encontrando un aparato no que describa sino que inscriba y fotografíe esos sonidos. Escapan de la misma manera que en el tiempo. ¿Una cámara, quizás? Inscribir lo que se hato… Organizar un universo ya no audible sino visible. ¿Puede estar ahí la solución?

En ese momento me encuentro con Mikhail Koltsov que me propone hacer cine.

Y justo esa es la cualidad de la imagen cinematográfica: captar no sólo una imagen, sino un conjunto de imágenes que sin importar cuan separadas estén la una de las otras en cuanto a su origen, puedan convertirse, dentro de la lógica del filme, en una unidad de sentido bien definida y compuesta. Y justo es desde esa actitud que el director, haciendo mancuerna con el cinefotógrafo Mikhail Kauffman, se lanza a la realización de uno de los proyectos más ambiciosos y representativos del cine universal: El hombre de la cámara (1929). 

No es azaroso que Vertov decide comenzar su cinta con un prólogo que muestra primeramente a Kauffman colocando su cámara para dar paso luego a una serie de imágenes que muestran el universo de la sala de cine: butacas que se abren y cierran en espera del público que de a poco ocupa los asientos, el proyeccionista preparando los rollos de cinta, la orquesta alistándose para tocar la música de acompañamiento. Es decir, lo que presenta Vertov es el mundo del cine, su visión específica y abierta del mundo. Apenas un breve preludio ya pone en contacto con un flujo, la cámara se pone en juego. De ahí una ventana (de nuevo la cámara capaz de entrar a cualquier lugar), una farolas en la calle a punto de apagarse que dan paso a la luz matinal, un breve despertar observado fija y silenciosamente por las pinturas y afiches que cuelgan en las paredes, únicos seres que en todo el cuadro mantienen la vigilia. Imagen breve de un parque, de nuevo el despertar, la calle. Gente que duerme en calles, en bancas. Imágenes todas que pueden no tener relación entre sí y que, sin embargo, al entrar en la lógica del filme tienen unidad y sentido. Tomas además inmóviles, pero que se ponen en marcha al fluir de la cámara y de la edición. Todo, en fin, en El hombre de la cámara, delata un movimiento, un desplazamiento sí por la realidad, pero no por una realidad cualquiera, sino aquella que es creada por la cámara vigilante. No hay escenografía, sólo escenarios de la vida cotidiana, tampoco hay un guión que ponga la cinta en relación con la literatura o el teatro. Ni siquiera existen antetítulos que expliquen lo que se ve en pantalla, se trata, explica Vertov, de un experimento en que se busca crear un nuevo lenguaje, el lenguaje cinematográfico. Echar mano de todas las técnicas, medios, procedimientos y métodos para  poder descubrir y mostrar la verdad; aquello que el ojo no ve. Esa es la tarea que el director cree fundamental en todo cineasta.

El hombre de la cámara es una película silente y, aún con ello, como había imaginado el director, la cámara es capaz de inscribir y fotografiar los sonidos que capta, sin necesidad de describirlos. De nuevo, no la realidad exterior, sino aquella que es posible crear a partir de la imagen cinematográfica y su movimiento, su flujo. En 1982 el director americano Godfrey Reggio estrena su famosa cinta Koyaanisqatsi, misma que con afanes similares a los de la de Vertov, muestra el flujo del mundo en sus nuevas formas de cotidianeidad. Las imágenes en ambas cintas son en extremo diferentes: las separa no sólo el tiempo, sino la geografía, las tecnologías, el ritmo. Reggio elige combinar el estilo minimalista de la música de Phillip Glass (cíclica, redundante a la par que siempre en una cadencia que parece nunca dejar de ir hacia el frente) con técnicas de edición que muestran el mundo a una velocidad mayor que la real para crear una experiencia que remueva la sensibilidad del espectador y, antes que tratar de buscar un significado, se halle en pleno viaje por las imágenes de un mundo que conoce y que aún así se recorre por primera vez.

III

Al mencionar estas dos cintas podría pensarse que la cualidad de movimiento aquí atribuida al cine es visible sólo en el cine documental (género en el que se suele incluir ambas películas), pero nada más lejos de la verdad, pues, como sea ha dicho ya, tanto El hombre de la cámara como Koyaanisqatsi buscan no documentar sino generar una forma de lenguaje propiamente cinematográfico, lo cual ocurre también en los territorios de la ficción. Al dar la voz de “acción”, el director pide justo que se inicie el movimiento, que los actores, a través de su interpretación completen el sentido de los escenarios, de los diálogos, mas, por sobre todo que permitan a la cámara mostrar esa verdad que no es perceptible en otras formas. Se trata entonces no únicamente de seguir una trama, sino de seguir una trama en movimiento continuo. El que se mueva sale en la foto, el que quiera salir en la foto, pues sólo en ese movimiento se pondrá en marcha esos universos posibles abiertos por el cine.