Elogio del teatro, lugar metafísico

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Elogio del teatro, lugar metafísico

Traducción de María del Carmen Rodríguez

El filósofo que soy advierte, después de tantos otros, que, desde su nacimiento conjunto en Grecia, teatro y filosofía han atravesado, como una vieja pareja cuyo amor y cuyas querellas animan aún la vida, dos mil quinientos años de historia. Hoy en día, se encuentran traducciones y ediciones recientes de Platón o de Aristóteles en todos los países del mundo, y se siguen representando, sin discontinuidad, obras de Sófocles o de Aristófanes. Acaso solo las matemáticas puedan rivalizar con semejante arco temporal: se les enseña a los niños los rudimentos de la geometría euclidiana o de la aritmética pitagórica como si su antigua evidencia fuera inaccesible al deterioro.

 

¿Es posible entonces que la filosofía tenga por eterna misión reconciliar, en medio de condiciones que cambian sin cesar, lo que nos dice el amable y sensual teatro con lo que nos enseñan, para retomar la expresión de Lautréamont, las “matemáticas severas”?

Bien cierto es que, en todo caso, así como las tragedias griegas no envejecieron ni un ápice, tal como lo vemos cuando algunas puestas en escena, potentes y nuevas, las resucitan para el público contemporáneo, la demostración griega –tan sorprendente, tan fulgurante en su simplicidad– que establece que hay una infinidad de números primos se sigue repitiendo tal cual en todas partes donde se inicia a alguien a la aritmética demostrativa. Y también que el filósofo y matemático Alfred North Withehead (1861-1947) no se equivocaba al decir que toda la historia de filosofía se reduce a notas a pie de página de los diálogos de Platón.

Es en verdad asombroso, entonces, que esos tres productos de la invención mental que hemos demostrado ser capaces de concebir –nosotros, animales humanos, por otra parte tan carentes, egoístas, violentos, interesados, y con este porte enclenque que no soporta la comparación con el de un tigre siberiano o un gran papagayo azul– hayan sido, a lo largo de su historia, vilipendiados, censurados o despreciados tanto por la opinión versátil como por las instituciones más firmemente instaladas.

Como es sabido, durante mucho tiempo, las grandes religiones prohibieron el teatro y aún, muy a menudo, estiman que es sospechoso. En todas partes se consideró que un actor era un paria y que una actriz era una mujer de mala vida. Se declaró que la imitación escénica de los dioses era una blasfemia y la de las pasiones humanas, una incitación, ya sea a abandonarse al nihilismo de los vicios, ya a hundirse en la desesperación que induce un mundo hecho de violencia y de fatalidad.

Los modernos mismos enunciaron que todo arte auténtico tenía que terminar con la representación, mantenerse lo más cerca posible del dinamismo vital que conllevan los cuerpos y abolir la funesta distancia entre actores y público, escenario y sala, con el fin de fundar un colectivo festivo en que todos, sin distinción, tengan su lugar activo. Es así como prospera la idea de un “teatro” sin ninguna teatralidad, de un teatro destinado a abolir el teatro. Religión contemporánea, tal vez, este deseo exaltado de confundirse con el real desnudo de cuerpos a los que nada representa, y que no representan nada.

Tampoco las matemáticas tuvieron un éxito unánime de audiencia. Incluso hoy en día, y cuando cualquier objeto técnico (un teléfono, un coche, una bombilla eléctrica, una computadora, un drone) es un concentrado de cálculos científicos, declarar que “no se entiende nada” de matemáticas es un mínimo gesto de cortesía en la vida social. Se sostiene de buen grado que tales abstracciones son “inútiles” y que, de todos modos, la abstracción en general no tiene un lugar en la “vida corriente”.

Aún menos en la Vida mayúscula que invocan Nietzsche o Bergson. Para el primero, el culto que muchos filósofos clásicos profesaron por las matemáticas no es más que el destino envilecido de la “enfermedad Platón” de la que tanto importa curarse. Para el otro, las matemáticas son solo la parte abstracta de la acción humana sobre la naturaleza, y no mantienen ninguna relación con la “moral abierta” a la que nos invita la ejemplaridad suprema de la santidad. Pero ya Aristóteles acusaba a Platón de fetichismo matematizante, y afirmaba que las matemáticas eran más del orden de una elegancia estética, de un juego mental, que del de alguna verdad, sea cual fuera.


La filosofía, al fin, singularmente en nuestros días, ha perdido su aura, y de tres maneras, distintas y articuladas.

Desde el punto de vista de la opinión, porque se ha llegado a llamar “filósofo” a todo cronista, a todo periodista, desde el momento en que se muestra capaz de hablar en público de cualquier cuestión que esté de moda. Es la decadencia por inflación.

Por el lado de las instituciones porque, confinada en la estrechez de una disciplina académica entre otras, la filosofía no puede sino asfixiarse y oscilar entre una retórica de los enunciados correctos y un estudio histórico de su historia.

Desde el interior de sí misma, en fin, puesto que desde Nietzsche, si no desde Kant, se le ha inoculado a la filosofía misma un virus que la roe impulsándola hacia una conciencia desventurada de su propia existencia, y una duda sistemática sobre aquello de lo que es capaz.

 

Por lo demás, grandes figuras como Wittgenstein o Lacan

(pero ya Pascal, Rousseau y Kierkegaard) hacen profesión pública de antifilosofía, y no dudan en declarar que los enunciados de la metafísica son puro sinsentido, que la filosofía solo sirve para protegerse de lo real, y hasta que –Nietzsche lleva siempre sus intenciones hasta el final– el filósofo es “el criminal de los criminales”.

 

¿No es entonces natural que quien quiere mantener –¿restaurar?– todos los derechos que se acordaban los grandes metafísicos del pasado, quien no admite las restricciones, impedimentos, y las “condiciones de posibilidad” litigiosas con que Kant acosó al deseo de filosofía –para vendernos, finalmente, a la religión–, se vuelva de alguna forma, de manera indivisible, tanto hacia las matemáticas como hacia el teatro?

 

Declaremos aquí la alianza combatiente de los grandes perseguidos contemporáneos en el espacio de aquello que, frente a la acción intelectual, intenta constituirse en moda.

Contra el teatro sin teatro, contra la apología del cuerpo y la inseparación, preparemos el porvenir del teatro fiel al teatro.

Contra la ignorancia deseada de todo aquello que concierne abstractamente al ser puro, al ser sin cualidades, contra la teoría falaz de lo “concreto”, estudiemos las matemáticas puras.

Contra el capital-parlamentarismo que, adueñándose de la palabra “democracia”, y bajo tal nombre, quiere asegurar con violencia su hegemonía planetaria, reinventemos la política comunista.

En fin, reconstruyamos una vez más, como se lo hizo de Platón a Sartre, el único lugar que se abre al encuentro de los otros tres: la metafísica, la verdadera filosofía, tal como su propia eternidad la transforma en sí misma.

Si no hablo aquí de amor, que es –después del teatro, las matemáticas y la política– el cuarto pensamiento viviente que hay que defender hoy en día contra sus enemigos modernos, es porque ya escribí mi Éloge de l’amour (Flammarion, 2009) [Elogio del amor: La esfera de los libros, Madrid, 2011; Paidós, Buenos Aires, 2012]. El elogio de la política comunista es, como todo el mundo sabe, una especialidad poco frecuentada que practico con cierta asiduidad.


Solo quedaría por hacer un sólido “Elogio de las matemáticas”, camino en el cual, por cierto, fui precedido por casi todos los grandes filósofos (Platón, Descartes, Leibniz, Spinoza, incluso Kant, y Husserl…), pero más recientemente por el gran Jean-Toussaint Desanti, y por el matemático Jean Dieudonné, uno de los fundadores del grupo Bourbaki que respondía a la pregunta –falsamente inocente– “¿Para qué sirven las matemáticas?” retomando, como título de uno de sus libros, la respuesta enunciada hace más de dos siglos por el matemático alemán Carl Gustav Jakob Jacobi: “para el honor del espíritu humano”.

El teatro también existe “para el honor del espíritu humano”. Es, en su esencia, ese “teatro de las Ideas” del que hablaba el director Antoine Vitez. Porque demuestra la terrible complicación de la existencia desde el momento en que, en vez de dejarse llevar por la monotonía de las pulsiones, de los intereses y de las rivalidades, busca orientarse en el pensamiento. ¿Cómo es posible una vida que logre plegar los cuerpos a la gozosa disciplina inventiva de algunas ideas? Es eso exactamente lo que preguntan en nuestro nombre tanto el Edipo de Sófocles como el Hamlet de Shakespeare, la Hedda Gabler de Ibsen y tantos otros: el Goetz de Sartre, el Galileo de Brecht o el tándem del dealer y el cliente inventado por Koltès para su maravillosa obra dialéctica En la soledad de los campos de algodón.


 

Una obra de Pirandello, Como tú me deseas, nos muestra a una desconocida, una amnésica (¿verdadera? ¿Falsa? No es esa la cuestión) que vacila entre una identidad de mujer libre y algo corrompida en la Berlín anterior a los nazis y una identidad de esposa tradicional en una familia patricia italiana. Obra admirable y emblemática.

 

El actor, en el teatro, llevado por la conjunción material entre un texto que proviene de nuestra época o de los albores de los tiempos (poco importa, en el fondo) y el agenciamiento de los cuerpos en el decorado, ¿no le pregunta a su espectador: “¿Soy como me deseas?”? Pero es solo para hacernos oír la pregunta: “¿Eres como te deseas? ¿O como deseas que yo desee que seas?”

Es una manera, también, de que nos dirijamos a nosotros mismos, cuando estamos separados en el deseo de estar juntos, como lo están los actores y el público, la respuesta universal a este tipo de preguntas: “Los nada de hoy todo han de ser”. O al menos algo.

Nacido en 1937, Alain Badiou se consagra a relanzar el gesto inaugural de Platón, que funda las verdades filosóficas en las matemáticas, la política, el amor y la poética (L’Être et l’événement, Le Seuil, 1988) [El ser y el acontecimiento, Manantial, Buenos aires, 1999, 2006]. Es asimismo dramaturgo, como atestiguan, entre otras obras, la primera en la “tetralogía de Ahmed”, Ahmed le subtil [Ahmed el sutil], presentada en el Festival de Avignon en 1994. Acaba de publicar La République de Platon (Fayard, enero de 2012) [La República de Platón, próximamente en castellano, FCE, Argentina].

Participa asiduamente en el Théâtre des idées [“Teatro de las ideas”], concebido y coordinado por Nicolas Truong, responsable de las páginas Débats [“Debates”] de Le Monde. Este ciclo de encuentros intelectuales del Festival de Avignon, “Servicio público de las ideas”, esclarece las temáticas abordadas por las propuestas artísticas del Festival.

Una brújula para orientarse en el pensamiento

El encuentro con el primer espectáculo de teatro que realmente me cautivó, a la edad de catorce años, tuvo lugar en Toulouse. La Compañía “Le Grenier de Toulouse”, fundada por Maurice Sarrazin, ponía en escena Las trapacerías de Scapin, de Molière.

En el papel principal, Daniel Sorano. Un Scapin enérgico, ágil, y de una seguridad extraordinaria. Un Scapin triunfante, con una velocidad, una voz sonora, y una capacidad para la mímica tan prodigiosa que daban ganas de conocerlo, de pedirle algún favor sorprendente.

Y le pedí ese favor, por cierto, cuando en julio de 1952 ¡interpreté el papel de Scapin en el liceo Bellevue! Recuerdo que, en el momento terrible en que tenía que entrar en escena y lanzar la primera réplica, tenía en mi memoria, con toda claridad, el brinco y el estallido de Sorano, y que intentaba adaptar mi larga carcasa a ese portento. Un poco más tarde, cuando se volvió a poner en escena el mismo espectáculo, el crítico de la Dépêche du Midi me disparó un elogio envenenado al declarar que yo me acordaba “con inteligencia” de Daniel Sorano. Es lo menos que se podía decir… Pero desde ese momento, inteligencia o no, yo ya me había inyectado el virus del teatro.

Saltemos sesenta años. Asisto a la producción de la obra de Pirandello No se sabe cómo por la compañía La LLevantina, dirigida por Marie-José Malis.

Esta obra me fascinó siempre por su abstracción violenta. El entrecruzamiento épico que organiza entre la trivialidad de las existencias (con adulterios, como es frecuente en el teatro…) y la larga, sutil e interminable obstinación del pensamiento hace que en el escenario se sucedan una suerte de confesiones, a la manera de Rousseau, en una lengua prodigiosa.


 

Confidencia íntima

Pero además, la puesta en escena de Marie-José Malis fue para mí uno de esos acontecimientos de teatro en que, de pronto, uno comprende algo a propósito de lo cual se había equivocado desde siempre. En este caso, la verdadera destinación de las obras de Pirandello. No se trata de distender el vínculo entre los cuerpos y el texto, no se trata de instalar la escena en su partición entre la ilusión y lo real ni, para hablar como el mismo Pirandello, entre la forma y la vida. Se trata de hacerle a cada espectador una confidencia íntima que conlleve una conminación severa. El tono murmurado que adoptan a menudo los actores de la compañía –todos admirables– y su manera de mirar a tal o cual fracción del público en los ojos no tienen otra finalidad que la de hacernos oír la voz de Pirandello, que nos dice: “Sé lo que usted es, lo que hace, lo sé y, por ende, ya no tiene excusas para rehusarse a meditar sobre ello por su propia cuenta. De ahora en más, no puede escapar al imperativo más importante de todos: orientarse en la existencia, orientándose primero, como los actores intentan hacerlo frente a usted, en el pensamiento”.

Sí, el teatro sirve para orientarnos y, por tal razón, cuando se ha comprendido su empleo, no podemos prescindir de esa brújula.