Eduardo Nicol, maestro

Home #16 - Nicol Eduardo Nicol, maestro
Eduardo Nicol, maestro

Un testimonio

Comencé por tercera ocasión mis estudios en filosofía, ahora en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, a finales de 1978. Otros dos intentos, obviamente fallidos, los había hecho en otras tantas universidades, después de haberme iniciado en mis estudios profesionales en otra rama del conocimiento. En resumidas cuentas, era la cuarta ocasión que iniciaba una carrera universitaria -¡vaya necedad!-, y esto sin tomar en cuenta que había una otra vocación que bien me hubiera gustado atender.

A decir verdad, todavía hoy no entiendo mi empecinamiento por querer estudiar esta ciencia inútil que es la filosofía, pues además de la frustración de comenzar tantas veces sin resultado alguno, era una época triste para mí. Claro está que, desde otra perspectiva, a mí nadie me podía venir con cuentos acerca de las “fortalezas y debilidades” de las distintas universidades… hubiera podido hacer un estudio comparativo sin mayor problema.

El primer año en la Facultad transcurrió, como se dice, sin ton ni son. Bien a bien ya no me acuerdo. Las asignaturas que cursé eran en cierto sentido similares a las de las otras universidades – o al menos así lo percibía en aquel entonces- aunque, necesario es decirlo, los profesores y el ambiente que se respiraba eran mucho más “amables”. Pero esto no me era suficiente. Estaba francamente dudoso de continuar con mis estudios. Una cosa, sin embargo, me quedaba clara: comenzar una quinta vez –aunque digan que no hay “quinto malo”- estaba descartado del todo.

Decidí “despejarme” durante las vacaciones de verano -entiéndase por ello lo que se quiera-, intentar no pensar en todo ello –como si esto se pudiera hacer- y dejar que el tiempo pusiera las cosas en orden… cosa que evidentemente no hizo. El caso es que “no hay plazo que no se cumpla” y, como suele suceder, “el destino me alcanzó”: llegó el día en el que debía ir a la Facultad a inscribirme al tercer semestre.

Como todavía no había “red” ni “inscripciones electrónicas”, me arremoliné junto con mis compañeros en torno al “pizarrón de horarios” para elegir asignaturas y profesores. El proceso tenía que ser más o menos rápido, pues si uno tardaba de más analizando detenidamente la “oferta”, podía resultar que, a la hora de ir con el coordinador de la carrera para que diera el visto bueno a la inscripción, saliera con la noticia de que determinado grupo ya estaba “saturado”.

“Lógica” II-1, “Estética”1, “Teoría del Conocimiento 1”… todo iba bien, en relativa calma, hasta que llegué a una asignatura que presentaba una disyuntiva: “Metafísica” u “Ontología”. ¿Y cómo iba a saber a cuál inscribirme si ni siquiera conocía la diferencia entre una y otra? (He de confesar que, después de tantos años y de impartir yo mismo “Metafísica”, aún no me queda claro cuándo utilizar uno u otro conceptos. Dice Nicol en algún lado que sin ontos no hay logos, es decir ontología, y por otro lado escribe la Metafísica de la expresión, obra en la que señala literalmente que, en rigor, el Ser sin logos no se hace presente). Sea como fuere, entre prisas, nervios y una muchedumbre de estudiantes que hacían y padecían lo mismo que yo –un poco al azar, pues- me decidí por “Metafísica” con un tal Eduardo Nicol… Finalmente pude inscribirme a las asignaturas y con los profesores que “libremente” había elegido.

Comencé clases tal y como había terminado el semestre anterior: con cierta indiferencia y desgano. Así me presenté el primer lunes por la tarde a Metafísica. Llegué al salón, uno de los más grandes de la Facultad, unos cuantos minutos antes de la hora. Me sorprendió que ya estuviera prácticamente lleno y me animó el hecho de que, como suele suceder cuando un grupo nutrido se reúne con un objetivo común, hubiera mucho barullo: entre saludos, pláticas y risas transcurrieron los minutos.

 

Dada mi vasta experiencia en lo que a “primera sesión de semestre” se refiere, mis expectativas en torno a Metafísica eran claras: el profesor explicaría, con mayor o menor detalle, el programa del curso; señalaría la bibliografía –si acaso indicando qué libros eran los indispensables y cuáles los deseables- y, lo más importante sin duda, la forma en la que evaluaría el curso. Así, la clase duraría, con suerte, unos cuantos minutos, después de los cuales podríamos entregarnos nuevamente a la plática suspendida.

Un hombre serio, mayor, entró al salón vestido de traje, ¡de traje! Sin mirarnos se dirigió al escritorio y sacó de su portafolios un pequeño libro y unas cuantas notas. Ya para ese entonces, no sé cómo, se había hecho el silencio. Se dirigió a nosotros con un parco “buenas tardes”, abrió el libro y leyó unas cuantas frases en francés, ¡en francés!, y se cayó –seguramente fueron unos cuantos segundos, pero ya ven que incluso la canción dice que “la vida es eterna…”. Simplemente estaba –estábamos- atónitos. Sonrió –con esa sonrisa tan suya- y dijo que lo que Descartes decía era que, a fin de cuentas, de lo único de lo que podía estar seguro es que “soy una cosa que piensa” y que mientras pienso puedo estar seguro de que existo.

Por un momento me sentí en casa, sentía que pisaba suelo firme. A lo largo de mi periplo universitario, en más de una ocasión se había mencionado a Descartes y, por mi parte, ya había estudiado las Meditaciones y el Discurso, si bien no en francés -o en latín como es el caso de las Meditaciones-, sí en lo que suponía una buena traducción al español. Me vino una miríada de recuerdos de lo que Descartes me había enseñado: la duda en torno a las opiniones recibidas, la duda acerca de lo sensible en general porque puede engañar, la duda del propio cuerpo –duda que por cierto no entendía pues me lo imaginaba perfectamente bien en bata y junto al fuego-, la necesidad de, por lo menos una vez en la vida, destruir todo de raíz para comenzar de nuevo desde los cimientos si quería establecer alguna vez un sistema firme y permanente. El famosísimo y archiconocido “pienso, luego existo”, el genio maligno -que bien a bien no sabía quién era-, la demostración de la existencia de Dios –que, he de decir, no acababa de convencerme-, las verdades claras y distintas, las diversas sustancias, los sorprendentes ejemplos de la cera y el sol. En fin, la confirmación, en la sexta meditación, de que finalmente las cosas corpóreas sí existen, pero no del modo como las concebimos por los sentidos sino como objetos de la matemática. Vaya, yo conocía a Descartes… Pues no, no del todo.

A lo largo de la sesión, a partir de las pocas frases que había leído, mostró el maestro, según recuerdo, tres cosas: que el “pienso, luego existo”, comprendido adecuadamente, conducía inevitablemente a la soledad. Que la soledad, si bien existencialmente inevitable y hasta deseable, era ontológicamente imposible. Y que el “pienso, luego existo” debía más bien re-interpretarse fenomenológicamente a partir del hecho de que si “pienso, luego existe algo más que yo”. Había construido Nicol una “esfera bien redonda”.

Empacó su libro, las notas que ni siquiera había consultado, se despidió y se fue… nada de programa, de bibliografía, de evaluación. No es del todo cierto. En medio de sus reflexiones mencionó que podíamos acudir a la Metafísica de la expresión. Así, nada más.

Y cómo diablos, pensé –aunque los términos en los que lo hice eran distintos, irrepetibles en un texto que se presume académico-, le hizo Nicol para decir lo que dijo? ¿Cómo, a partir de lo dicho por Descartes –a quien, insisto, ya había leído- se podía concluir eso? Como podrán imaginarse, en cuanto llegué a casa, después de una indispensable llamada telefónica, acudí a Descartes, a re-leerlo y compararlo con las notas que había tomado en clase. Una cosa me quedó clara: yo había leído a Descartes, Nicol lo había pensado.

Recordé que Nicol había mencionado que podíamos consultar la Metafísica de la expresión. Mi problema era doble: no tenía la mentada Metafísica… y, lo que es peor, no sabía de quién era, quién la había escrito. Pero tenía mis sospechas: un profesor que en una sola sesión y, más aún, en la primera del curso, tiene la capacidad, la habilidad de sorprender, de despertar un interés y una curiosidad que antes no había sentido, tenía que ser alguien. Nada como acudir a un diccionario filosófico: obviamente el Ferrater Mora. Lo que allí decía de Nicol, curiosamente no me sorprendió, me emocionó.

Ya sabiendo con quién me las veía, para la siguiente sesión llegué más temprano para, digámoslo así, agarrar un mejor lugar. También llegué más preparado: me había comprado la Metafísica… y había leído el capítulo IV, “El contradiscurso del método”, en el que explica los errores metodológicos en los que incurrió Descartes. Pero no sólo: analiza y critica conceptos básicos de Platón, Aristóteles, Kant, Hegel, Husserl y Heidegger. Por si esto fuera poco, hacia el final del capítulo describe las bases de lo que él considera es el método fenomenológico, y en el último parágrafo, que se titula “Conclusiones. Bases para la instauración de la metafísica”, leí y subrayé dos frases que todavía hoy me parecen enigmáticas y me dan mucho que pensar: “En el hombre, el ser se hace logos, el logos se hace ser. Con el logos, el ser habla de sí mismo”, y más adelante “El hombre es el ser que ha de producir más ser. Este destino se cumple, desde que hay verbo, inexorablemente.”

No es que no me haya servido lo que estudié; obviamente me fue útil. Lo que sucede, sin embargo, es que el curso no versaba sobre Descartes, sino sobre la filosofía del propio Nicol. No iba a clase a presentar y reflexionar sobre otros pensadores, cosa ya valiosa en sí. Era más bien al revés: a partir de su propio sistema acudía a otros filósofos, dialogaba con ellos, ya sea para subrayar coincidencias, ya para tomar distancia de ellos. Nos decía que es necesario “hacer filosofía como siempre se ha hecho, lo cual no significa decir lo que siempre se ha dicho”. Hacer, pues, lo que siempre se ha hecho, no es repetir lo que se ha dicho, sino referirse a aquello a lo que, por necesidad, hay que poner atención. (Tiempo después me quedaría claro que la filosofía, más concretamente la metafísica, siempre ha tenido como temas principales –aunque planteados desde perspectivas incluso contradictorias- al ser y al tiempo.) En otro momento dijo que “lo que los primeros filósofos se propusieron hacer era episteme, que es a lo que debemos comprometernos a seguir haciendo.” Había hablado Nicol en primera persona del plural. ¡Por supuesto me sentí aludido! Hacer filosofía, entendida como episteme, es hacer lo que se ha hecho desde que la filosofía surge con los presocráticos. Pero además, y esto me pareció fundamental, hacer filosofía trae consigo un compromiso vital por parte de aquel que hace episteme. Tiempo después comprendería que este compromiso es ético-vocacional. El filósofo ha de comprometerse a decir o intentar decir la verdad, partiendo del dato de que “hay Ser”, sin segundas intenciones. Comenzaba a quedarme clara la tan manida “inutilidad” de la filosofía.

A partir de estas dos ideas -hacer lo que siempre se ha hecho y adquirir el compromiso de hacer ciencia-, Nicol nos expuso la necesidad de una reforma de la filosofía.

 Obviamente no pretendo relatar en este corto artículo el curso entero de Metafísica… sin embargo es importante decir todavía algo más. El curso, efectivamente, giró en torno a la reforma de la filosofía. A lo largo de éste, Nicol contrapuso su idea de reforma, no sólo a la de Descartes, sino a las de Platón, Aristóteles, Kant, Hegel, Husserl y Heidegger. Me llamaba la atención que cuando hablaba de este último su tono variaba: era más grave y enfático. Después, al estudiar a Heidegger, me di cuenta del por qué: no sólo eran ambos revolucionarios y contemporáneos, sino que sus métodos por momentos parecían semejarse: era ese el problema. Ya Platón advertía en su Sofista sobre el conflicto entre las semejanzas: si no se “vigila como corresponde”, fácilmente se puede confundir al perro con un lobo.

En algún momento nos comentó Nicol, sin mayor alarde, que había acabado de escribir un libro cuyo título era precisamente La reforma de la filosofía y que sería publicado en breve. Realmente me sentí privilegiado: tener la oportunidad de escuchar, de viva voz, las reflexiones de un filósofo acerca de un texto suyo inédito… Me enfrentaba, después de tanto tiempo, por primera vez a un filósofo en forma, que filosofaba en clase y cuya actitud invitaba… no tanto a “imitarlo”, pues entonces ya no se estaría haciendo lo que siempre se ha hecho y, por tanto, se perdería el compromiso vocacional, sino a buscar, con rigor, el camino propio.

No puedo concluir estas páginas sin mencionar cómo evaluó el curso. No nos pidió un trabajo, no nos dio un cuestionario para resolver en casa, no  nos hizo un examen. Simplemente solicitó que a cada sesión del semestre le pusiéramos, a especie de título, un tema general. ¡Vaya tarea!