Nicol: entre la comunidad y la violencia

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Nicol: entre la comunidad y la violencia

Desde sus primeros trabajos hasta las obras postreras, Eduardo Nicol exhibe una contemporaneidad señalada como pensador del siglo xx,[1] al ubicarse en un punto de atracción para los problemas impostergables de la crisis teórica de la metafísica, emprendida, marcadamente, por la fenomenología husserliana; y los problemas de la existencia humana, en la transformación radical de las acontecimientos del mundo y la alteración de las disposiciones en el cultivo de la vida, es decir: en la cultura misma que Occidente promovió desde Grecia, según lo advierte Nicol. No obstante, la aludida excepcionalidad de este pensador no radica únicamente en la sutileza para proponer los elementos críticos más decisivos de su tiempo: para desarrollar una crítica de su tiempo; sino, también, en la comprensión y claridad para señalar las causas y medidas que llevaron a esta amplia problemática degenerativa de la teoría y de la vida, y de ambas a la par. Así, “Lo problemático es esa forma de vida que requiere ese «decir» [filosófico], y la nueva forma de vida común que se está implantando en el mundo, sin que nadie la proyecte ni, al parecer, logre impedirla. Y la filosofía, o será comunitaria, o no será en definitiva”.[2] Simultáneamente a esta atracción de los aspectos más capitales para su consideración, el pensamiento nicoliano muestra su amplio espectro de irradiación de una razón proyectiva que amplía, sugiere y brinda los lineamientos y desarrollos para reorientar (la palabra en Nicol es «reformar») la teoría y renovar la mirada sobre el ser del hombre mismo.

Quizá sea esto, entre otras razones y motivos, lo que permite ver en la obra nicoliana una signatura de esperanza —pues filosofar, para este pensador, es un acto de esperanza y aspiración compartidas en la vocación filosófica—, entre tanto naufragio de desesperaciones y conmociones que acarrea la marea estrepitosa de la existencia actual. Es desde estas tormentas y esos tormentos cotidianos que la templanza, la «entereza trágica» y ejemplar del filósofo nos convoca para atrever un acercamiento sobre la cultura y la barbarie, con los lineamientos de una filosofía que no se retrae ante el temor de «filosofar como si cada día pudiera ser el último».[3]

Así, nos es posible afirmar a estas alturas que la obra de Eduardo Nicol muestra una integridad, ejemplar como pocas en habla hispana ―en tanto que corpus y realización de un proyecto filosófico―, en virtud de que ya fuese desde la metafísica, la ética, la estética, la psicología (en sentido clásico), la teoría del conocimiento, la antropología filosófica, la lógica o la filosofía de la historia, todo el horizonte problemático (operativo y temático) se gesta y renueva a lo largo de cinco décadas con la preocupación filosófica central que abre la cuestión de la comunidad para Nicol:

El problema del ser y el tiempo no es una innovación de la filosofía contemporánea. Hallazgo suyo es la distinción entre la temporalidad y el tiempo. […] La dirección que tomó la filosofía en el momento mismo de su nacimiento parece que sigue señalándole el camino al pensamiento actual: entonces, lo mismo que hoy, el problema es encontrar el principio de unidad de lo diverso…[4]

Ya sea por las lindes del ensayo o del sistema, el problema de la comunidad incide en el conjunto de escritos denominados por el propio autor como ensayos filosóficos ―en libros como son, por mencionar algunos, La vocación humana (1954), La agonía de Proteo  (1980), Ideas de vario linaje (1990) o Las ideas y los días (2007, póstumo)―. El estilo del ensayo, cultivado por Nicol como una forma deliberada de poner en tránsito las ideas y la sabiduría con rasgos característicos de claridad y generalidad de expresión que el propio estilo permite,[5] enlaza y fortalece el trabajo filosófico, esto es: el trabajo sistemático, riguroso, metódico, técnico y objetivo, que la filosofía como un hacer científico entiende y desarrolla en la obra de Nicol; trabajo que se extiende, en su línea central y continua, desde La psicología de las situaciones vitales (1942), pasando por la Metafísica de la expresión (1957), hasta encontrar su consolidación en La crítica de la razón simbólica (1982).

Es de enfatizar la manera como el autor de la Metafísica de la expresión visualiza su empresa, a saber: como una reforma y como una revolución, ambas desde la idea de comunidad que va afinando una y otra vez. La reforma de la filosofía y la revolución en filosofía, esto es, el ethos del hombre formado por una vocación libre como es el pensar desinteresado, y la reordenación de las categorías fundamentales que permiten pensar el mundo, remiten constantemente a Nicol a la consideración de  la comunidad histórica al interior de la vocación filosófica; a la comunidad de las vocaciones libres; a la comunidad real del ser y los entes; así como a la comunidad generada por los vínculos situacionales, en tiempo y espacio, entre los hombres. El nexum (el vínculo y compromiso) de la comunidad en cualquiera de estos sentidos será la categoría de «expresión» filosóficamente abordada por Nicol a lo largo de cinco décadas.

Es en esta obra nicoliana que nos detendremos a pensar y reconsiderar los cuestionamientos y las ideas sobre la cultura que se generan, a la vez que conjugan y complican armónicamente en los tiempos actuales; pero a la par, esos problemas se comunican con los planteamientos más profundos de la empresa revolucionaria y de reforma de la original metafísica de la expresión —constituida esta como ciencia primera del ser y el conocer.

Se tratara, entonces, de extender las preguntas desde el sistema de la metafísica de la expresión (que se abocó a la fundamentación ontológica de lo humano) hacia las problemáticas de la cultura vistas desde la «Filosofía de la expresión», la cual quedaría señalada, aunque no explicitada, por la metafísica que revela al ser del hombre de una manera radical y auténtica en el fenómeno de la expresión. Esto es, el desarrollo de la metafísica de la expresión, emprendido por Eduardo Nicol, anuncia que:

El programa de esta obra [Metafísica de la expresión] no abarca el desarrollo completo de una ontología del hombre. Tampoco puede incluir los temas de una «filosofía de la expresión», la cual aunque fundada antológicamente en los términos presentes, derivaría —y será conveniente lograr después esta derivación— hacia los campos de la estética, la ética, la teoría del conocimiento, etc. Hemos de confinarnos por ahora en el tema de la expresión desde el punto de vista estrictamente ontológico […] pues el objetivo principal consiste en mostrar que la metafísica de la expresión es posible y necesaria.[6]

Al respecto, cabe mencionar que en la obra del pensador catalán-mexicano ese proyecto de la «filosofía de la expresión», según advertimos, dio algunos pasos en su desarrollo, sobre todo en aquellas obras sistemáticas que trataron la repercusión existencial de los cambios y disposiciones actuales, y aunque el tema de la expresión no sea leimotiv de dichos escritos, sus fundamentos están ahí.[7] Los procesos y resultados de la investigación sobre el ser de la expresión, en la «tematización» ontológica de su estructura como fenómeno definitivo, diferencial y universal en el ser humano, fueron parte del proceso de la operación revolucionaria de la metafísica de la expresión, para dar pauta a la radical fundamentación ontológica de la comunidad del ser, presente en las obras Metafísica de la expresión y Los principios de la ciencia.

Lo que estas líneas y sus reflexiones pretenden, a fin de cuentas, es mantener el proceso continuo de la pregunta por el ser de la expresión explícita y temáticamente en el despliegue existencial, desde la panorámica de los problemas culturales contemporáneos.

 

1. Sabido es que concurrimos, entrados en el siglo xxi, en una intensa preocupación teórica que atiende a temáticas culturales, con lo que busca vindicar de la manera más idónea la comprensión, interpretación y elucidación desde las cuales sea factible afrontar los problemas permanentes y emergentes que configuran nuestra situación histórica. Esta situación signada con la caracterización que de ella se ha hecho en tanto que «mundializada»; pues se trata de un dominio en el que todos los modos de vida, en el que todas las formas diferenciadas de existir se ajustan, se estrechan y, las más de las veces, se excluyen, por los medios de interacción comunicativa que se extreman día con día. En voz de Nancy:

Un mundo se encuentra y se reconoce ahí; se puede estar ahí entre «todo el mundo», como se dice. Un mundo es, precisamente, donde hay sitio para todo el mundo, aunque, eso sí, sitio verdadero, el sitio que hace que tenga verdaderamente lugar el ahí del ser (en este mundo). Si no es así, no es «mundo», sino que es «globo» o «glome», es «tierra de exilo»…[8]

Para nosotros, las categorías teóricas, las tonalidades y los énfasis que se han ofrecido, desde hace un siglo a la fecha, próximas a la delimitación de la problemática cultural, han dado origen a un incremento extraordinario (sui generis en la historia del pensamiento de Occidente) de la bibliografía filosófica, lo cual podría indicar un interés renovado que busca ajustarse a las aceleradas transformaciones de la situación del hombre en el mundo. Es decir: una reordenación teórica que aspira a ser más acorde a esta acentuada y nueva experiencia de la adversidad de la existencia humana, misma que va dejando atrás nuestros marcos de interpretación que hasta hace un tiempo fueron fomentados. «Nueva experiencia», decimos, en que los individuos y las comunidades se ven dislocados en la dinámica de las texturas sociales y los modos en como estas funcionan dentro de los parámetros que la contingencia mismas de los hechos complica y en la cual se ve comprometida la existencia y su modo de acontecer: un glome, en efecto, un clo-glomerado indispuesto, sin su ahí.

En ese sentido, y ante las dificultades que la cultura encuentra en la actividad formativa de la existencia, es que en el siglo xx la filosofía emprendió arduos esfuerzos en aras de la comprensión radical del cambio cualitativo, negativamente cualitativo, de la existencia que empezaba a gestarse. Desde ahí se enfatizó que las evidencias de la transformación de la cultura y la educación son variaciones de la conformación temporal, existencial y dialógica de la vida, y no simples y unidireccionales productos o elementos exteriores del mundo, ajenos a los eventos y circunstancias que los seres humanos promueven y generan en cada una de sus acciones. De tal manera:

El ser del hombre tiene la capacidad de transformarse históricamente, porque sus mismas creaciones operan activamente sobre él. El hombre ingiere, digiere y asimila sus propios frutos. Y esta especie de metabolismo histórico lo transforma de tal modo, que en el cambio siempre renovado de la historia, hay algo del pasado que se hereda sin renuncia posible.[9]

Venimos a comprender que hay una «metamorfosis», sí, una metabolé extraordinaria o extraña de aquel metabolismo histórico: en la intencionalidad y disposición existencial del hombre ante la formación y transformación de su propio ser, que se manifiesta en la estridente desorganización de los referentes de vida suscitados, originados y transformados desde las manifestaciones artísticas, científicas, religiosas, políticas y de pensamiento. Es notorio que a partir de unas décadas a la actualidad (sobre todo con el incremento de la población mundial, los flujos de información y las redes de comunicación, que dan lugar a la aceleración de un nuevo conjunto de relaciones culturales, institucionales y financieras) se extiende un escepticismo teórico y cotidiano de la vida, fraguado en la inseguridad existencial sobre el alcance y el valor real de aquello que se consideraba idóneo para las conformaciones existenciales más plenas y estables, más óptimas y racionales, es decir, más «humanizadas» por los alcances de la formación cultural. El relativismo cultural (que en esta nueva «vulgata planetaria» —la voz es de Bourdieu, como un discurso que se sitúa a la mitad del camino entre la ordinariez cotidiana y el propósito científico— se da por llamar «pluriculturalidad» o «multiculturalidad»), el historicismo exacerbado, el subjetivismo (promovidos por un basto vitalismo, un existencialismo nihilista y por un postmodernismo de la negatividad histórica) se han convertido en maneras habituales del proceder teórico y el retroceso cotidiano de las mayorías de a pie, ante las cuestiones más fundamentales que habrían de advertirse como primordiales para el orden del pensar riguroso.

De tal manera, la habitual reflexión filosófica, en torno a lo cultural, en muchas ocasiones se ha visto dirigida a la incertidumbre sobre aquellos elementos de meditación que se consideraron como recursos fundamentales e irrenunciables para el análisis del hombre en su dimensión formativa en el desarrollo de Occidente. La renuncia, y no ya la reconsideración prudente y racional de la humanización por los factores culturales; la displicencia de lo contemporáneo ante la responsabilidad histórica de lo otorgado por la tradición y de lo ofrecido a los venideros; el desasosiego ante el «progreso»; el descreimiento de las virtudes y los valores meritorios como elementos constitutivos y permanentes (aunque no por ello menos cambiantes e históricos) de realización en los modos de ser individuales y comunitarios; el dejamiento de la idea de un sentido cada vez más comprometido y más común, que tenga como finalidad la concreción y mejoramiento del mundo en la vinculación dinámica y crítica con las creaciones artísticas y de pensamiento; la oblicuidad ante la idea de la finalidad última de la educación como ejercicio congruente y constante de la vida participada en los más altos valores de justicia y bondad. En suma, el alcance de estas ideas y referentes culturales, frente a las necesidades y forzosidades propios de nuestro tiempo, que reclaman la utilización instrumental del conocimiento, deja tras de sí un señalado hilo de incertidumbre sobre la cultura para la reflexión y acción contemporáneas. Y aún más, deja este tiempo una insospechada perplejidad sobre la «utilidad» o el servicio que para el cultivo de la vida pueda dar aquella reflexión en sí misma. En palabras de Nicol queda expresado así:

El hecho de que las disciplinas llamadas humanas, sociales, históricas o del espíritu, no produzcan utilidad apreciable de inmediato, en términos cuantitativos y pragmáticos, tal vez sea la razón profunda de que muchos les rehúsen hoy la categoría de ciencias. Las aplicaciones prácticas de un conocimiento tienen que derivar necesariamente de una previa confirmación empírica, pero el valor teórico de esta prueba se confunde cada vez más con el provecho que sus aplicaciones puedan reportar.[10]

Se trata aquí, en primera instancia, no solo de la desorientación de la cultura por el desbordante efecto de causas diversas y diversificadas (mencionadas anteriormente) en esta «mundialización», que hacen mella en todos los ángulos de la vida y del mundo en su deformación como conglomerado; sino que, además, esto contrae simultáneamente, una creciente incapacidad de reorientar el orbe cualitativo de la existencia en sus creaciones y re-creaciones culturales, cuando se amplía el criterio de la utilidad, la cuantificación y el pragmatismo para valorar el provecho vital de las ideas.

 

2. En este sentido, para Nicol es ineludible aseverar la actual perturbación de las expectativas y disposición hacia la posible formación de la existencia, que se dispone ontológicamente como una materia plástica para ser formada (euplastón) con arreglo a una visión compartida del mundo que logre extender los puentes de comprensión y diálogo entre los posibles puestos de vida, entre los posibles modos de ser que se asumen en la fragua y co-operación del mundo. Porque «cuando la sociedad se hace anónima, son anónimas también las ideas, los pensamientos. Lo cual es un contrasentido, pues no hay cosa más personal y responsable que las ideas»[11]¿Qué pasa cuando esta existencia dispuesta rechaza su condición moldeable, cuando se ve expuesta a la necesidad instructiva de lo que debe hacerse? Pasa la aguda alteración inédita de una falta de referencia y relación de una «comunidad» que no mantiene consensos vitales, y cae en el conflicto y desaliento hacia cuál ha de ser la función o funciones formativas de la cultura, a medida que las emergentes diferencias «culturales» no fomentan la relación coparticipada, y aquellas heredadas para mirar el mundo se acentúan en la violencia totalitaria, pues queda comprometido y en pugnaz disposición el ser total del hombre, en el desorden de la incomprensión.

Nicol acentuaría en El porvenir de la filosofía que el mundo se pierde cuando emerge el dominio total de la violencia, de la fuerza deliberada y excesiva, anónima por cuanto estructural que genera sus propias espirales una y otra vez dentro de una aglomeración y globalización que trastoca y engloba la intimidad de donde emerge la disposición por ser más, por ser mejor; se trastoca, pues, todo el sistema de la cultura desde donde se gesta: aquella «intimidad», el ser mismo.[12] Es esta una lenta corrosión del mundo como un orden, como un organismo de vitalidades compartidas. En todo caso, se confirma que:

La idea de que todo repercute en todo fue antaño una noción abstracta de filósofos, como Anaxágoras y Leibniz. Hoy es una vivencia común. Todo hiere todas las sensibilidades. Todos los hombres son, propiamente, heridos de guerra. A los males de la guerra, que los artistas y los filósofos han querido representar idealmente, tal vez pensando que con esta idea pudiera escarmentar el hombre, se añade ahora el trastorno interior que produce el sistema de odio. También aquí hemos de alterar las nociones recibidas. El odio es una pasión subjetiva, y quien la sufre suele ocultarla. También es concentrado el odio por su objetivo: su meta es elegida y fija. No podía sistematizarse; no se podía constituir una cultura o código público del odio. Pero se ha formado. El odio difuso es una predisposición, o sea que actúa antes de seleccionar su objeto, como un resorte mecánico, uniforme y anónimo.[13]

Las visiones compartidas de mundo, en el libre dinamismo de las funciones de relación expresiva, la interacción de los órdenes culturales y las instituciones comunitarias, se ven forzadas, en una interiorización deprivada, ajena en sí misma a sí misma, exiliada de sus propias funciones y responsabilidades de acrecentamiento vital, ante los acuciantes problemas de congestión de los espacios íntimos y comunes para darle forma a la existencia con las ideas, con la relativización de sentidos y de modos de vida en la interacción; así como la flexibilización de los elementos culturales que hasta entonces eran rectores.[14]

La violencia y esta innovadora experiencia totalitaria del odio —pues es una nueva experiencia que se regenera por su significado, su alcance (la existencia propia y la del otro) y su «valor» calculado— son la diáfana simplicidad de una lucha individual por pervivir; pero que en conjunto son expresión de confusiones mezcladas, ajenas al régimen de las ideas, al orden de la razón que se sustenta en las verdades vitales; las cuales son nexos de valores comprometidos como la comunidad, la solidaridad, el respeto y la philía:

…no podemos asegurar que el peligro para la filosofía provenga sólo de la violencia, tal como la han conocido siempre los hombres, ni que consista en un riesgo personal para el filósofo, en la incertidumbre respecto de su libertad exterior. Ni lo uno ni lo otro habrían de sorprendernos. Ya en Grecia fue arriesgado hacer filosofía; pero no era ella misma la que estaba en peligro, pues el riesgo del filósofo era buena prueba de la eficacia vital de su vocación: nadie podía permanecer indiferente ante la filosofía. Hemos venido creyendo que la violencia era algo superficial, que su acción física no pretendía siquiera llegar a ese fuero interno donde se ha de gestar todo filosofía. La violencia podía, en caso extremo, quitarnos la vida, pero no podía, antes de la muerte, privarnos de la vida interior. Tal vez debamos ahora revisar estos convencimientos.[15]

Hacia la década de 1970, para Nicol era inobjetable la consolidación, no ya de ideas, sino de mecanismos y de exposiciones de violencia y virulencia compartidas, que antes que disposiciones al cultivo de las formas que la tradición había generado en el mundo, y que con ello había generado el mundo mismo como un horizonte de sentido por consensos diversos. Empieza así, para Nicol, una etapa esencialmente distinta de lo que conocíamos como una injerencia anómala, pero antes soportable y, en ocasiones, reivindicable. Comienza la totalidad de la barbarie. De ahí que,

Salvo en una forma incalculable, el mundo no puede volverse un régimen de pequeñas comunidades. Estas comunidades no son los Estados, sino las que se constituyen dentro de los Estados, las que hoy día están congestionadas, aunque los Estados sean pequeños. La proximidad excesiva produce el aislamiento, favorece el anonimato; la densidad impide la resonancia. En las comunidades densas y sin acústica, la voz personal se pierde; no la captan las masas a las que no puede dirigirse, y sólo puede hacer mella al azar en otros individuos aislados, y por esto también inoperantes. Este azar no teje vínculos.[16]

Llegados a este desorden mundano de la vida parece que la humanidad se va desprendiendo de sus propios afanes y capacidades expresivas, creadas históricamente, hacia la constricción forzosa de un cúmulo uniforme, orgánico y en desajuste dinámico. Es decir, la alteración de las necesidades vitales, las desinteresadas y las naturales, acontecida por la desmesurada producción humana, y a las cuales se debe responder desaforadamente con la programación racional. En esta, fines y medios, útiles e ideas se dislocan, por lo cual la información y producción se extienden forzosamente a todos por igual. De ahí que Nicol señale que cuando se rompen los límites de las proporciones entre las dimensiones de formación y la acción utilitaria de la expresión humana, lo que queda, entonces, no es una desproporción o una discrepancia entre las ideas formativas y el emplazamiento de la técnica, queda «indispuesto» el ser expresivo. Queda un antagonismo interno, en el que, cuando la utilidad señorea totalmente violenta a la cultura misma, al cuidado de la existencia; violenta el puesto del hombre en el mundo con sus ideas, sus tradiciones, sus creencias y convicciones de lo mejor posible, del cultivo del presente y el porvenir, y la actualización del pasado.

Esto sería la «desmundanización» de la existencia, la desorganización del mundo, de la capacidad de crear un orden común. Desmundanización de la cultura, asimismo, cuando entran en conflicto las ideas y los útiles de la técnica (y su intensificación tecnológica), por cuanto son manifestación de dos dimensiones constitutivas del ser del hombre, de su ser en la facticidad y su posibilidad, y dos funciones existenciales que deben ser regidas por la obra del cultivo hacia la praxis y la poíesis del mundo.[17]

Habría que preguntar entonces ¿qué puede llegar a ser un mundo así? ¿qué puede esperarse de un orden mundial que promueve forzosamente la deprivación de las individualidades y comunidades, a medida que estas son incapaces de proyectar diversos modos, acordes a nuestro tiempo, para atender y recrear el mundo con la integración ordenada de expresiones? ¿será posible, acaso, ordenar la existencia en un sentido compartido, cuando lo que se extiende es el impulso aglutinador e irreflexivo de la necesidad y el instante en las producciones y consumos de aquello que ofrece la industrialización y mercantilización de la «cultura», y que poco o nada ofrece de modelos de vida que comprometan a la existencia en la disposición ante sí misma y el mundo? Acaso este tiempo de crisis sea la originaria incapacidad o la ignorancia vital que se patentiza en esa intrínseca ambigüedad para las finalidades de la cultura, entre el provecho utilitario del conocimiento y el aprovechamiento de la existencia en el saber. Esta fractura de la disposición humana ante la conformación de la existencia, esta rigidez para darse formas de ser, son inadvertidas cuando se encubren con las conquistas y dominios externos de la reproducción técnica en la auto-cumplimiento de su utilidad.[18] Pues, si bien es cierto que la técnica manifiesta una dimensión efectiva de la libertad humana para sobreponerse a las condiciones de vida que le son propias, dictadas por la naturaleza y las limitaciones de la constitución de una materia expresiva; sin embargo, también es cierto que ese obrar técnico, esa praxis condicionada, tiene sentido cuando se refiere al cumplimiento y promoción del hacer que garantiza y posibilita una dimensión de la vida en sus acciones, en su praxis, por el despliegue de la existencia en el hacer, que no es contradictoria con la técnica, sino que dota de legitimidad a esta; se trata de la praxis formativa, no ya de una respuesta a condiciones, sino una iniciativa de formación de la vida.

Aquí las repercusiones existenciales de la adventicia desmundanización son evidentes.[19] Hoy día la praxis condicionada de la técnica pierde sentido al desvincularse de una praxis formativa y someterse exclusivamente a las condiciones de efectividad de lo producido. La interrogación del «para qué» de ciertos productos de la técnica actual no tiene respuesta alguna que señale un factor formativo, sino únicamente el auto-cumpliento de una capacidad de hacer que tiene como límite aquello que no puede producir de momento. El límite no es la satisfacción de una necesidad determinada para la cual se ejercería la praxis condicionada, y en ese sentido aún libre, como posibilidad de responder de diferentes maneras al condicionamiento y de corresponder, con ello, a las posibilidades vitales de las finalidades propuestas por los individuos y las comunidades.

Ante el pensamiento de Nicol esto aparece como una inusitada circunstancia padecida, antes que una situación creada o pre-meditada, una estancia y un modo de estar de profundo desasosiego más que cualquier otro precedente. Y es que si bien es cierto que el poderío humano es la acumulación de medios abundantes y harto poderosos ellos mismos, su funcionalidad es vacía cuando no se sabe qué hacer con ellos, cómo hacerse con ellos.

Hemos llegado, según constata Nicol, a un momento definitivo: el punto en el que sin finalidades formativas congruentes con estos tiempos, la vida cultivada expresivamente no podrá renovarse. Pero no se trata de ofrecer o someterse a medidas inusitadas como «razones de fuerza mayor» que no suscitan la formación de la vida, por cuanto que se asientan en la ingravidez de la conducción tecnológica (mediáticamente racional) de lo social, lo político y lo económico.[20] La cultura, según Nicol, se ejerce en la solidez de la existencia humana susceptible de darse forma, de transformase en la constante metamorfosis de las ideas que se afilian al orden racional y permanente del mundo.

El panorama previsto por Nicol en sus reflexiones entre las décadas de 1970 y 1980 son un dato irrefutable ahora. Es esta la unificación del mundo, no por una idea de koinonía (comunidad de ideas e idiomas culturales, como gusta decir Nicol en El problema de la filosofía hispánica)[21] sino por el hecho de una necesidad total, la ruptura estructural de sistemas expresivos, la tecnologización y la degradación acelerada del movimiento histórico por la uniformidad impulsiva y forzosa, que trastoca la libertad de expresión que se manifestaba en los géneros de vida constituidos culturalmente. Todos estos son parte de un fenómeno nuevo y cercano.

Hemos de enfatizar que esto es lo que en primera instancia señala y posibilita el pensamiento de Eduardo Nicol, desde la revolucionaria metafísica de la expresión como sistema: ya no se trata de un problema de vertientes o de perseverar a ultranza en esquemas de reflexión cultural que son sobrepasados por los eventos actuales. La novedad, en realidad, no radica ahora en las ideas, sino en la manera como la existencia se ha transmutado a un orden de racionalidad en que campea la barbarie en la desmundanización de la vida.

La obra de Nicol sentó las bases firmes para la viabilidad de una filosofía de la expresión que comprenda las condiciones ontológico-existenciales que promueven la conformación (con sus elementos y sus dinámicas de cambio y permanencia) de modos de ser de la existencia en el siglo xx; sentar las bases desde las categorías en español que Nicol fraguó durante cinco décadas para pensar la violencia, el conglomerado, la exclusión y la creatividad. Y se trata, para esta proyectada y proyectiva filosofía, repensar el fenómeno de la comunidad, la barbarie, la cultura y el mundo desde donde emergen y en donde adquieren sentido esas condiciones y facticidades: desde la existencia expresiva y su actividad ontopoiética que expresa, en sus creaciones y sus procesos, los modos diversos, actuales y posibles de ser.

Con esto, se reivindica, a su vez, una actitud crítica con la fundamental ecuanimidad del pensar filosófico que no se somete a los temores ni se retrae a los espantos de estas innovadoras condiciones de la vida. En este sentido, las reflexiones nicolianas son testimonios de la posibilidad que se abre con el pensamiento para configurar y dirigir, en lo aún posible, un presente y porvenir regido con las ideas desde la situación que patentiza el mundo en nuestros días, lo cual se da desde la dimensión expresiva del hombre que la cultura forma, fomenta y dinamiza. Se abre la atención en el horizonte de las responsabilidades que cada uno tiene, pues si la expresión nuestra es la materia plástica del mundo, entonces tenemos el compromiso de mantener el orden de la vida, el equilibrio de las ideas y la utilidad en el ejercicio de las acciones desinteresadas, y la respuesta temperada a los condicionante vitales (que, para ello, han de ser primariamente comprendidas). Quizá por ello, afirma Nicol en la última publicación de diario en 1989, en el crepúsculo de su vida:

Las revoluciones filosóficas no son nunca locales. Quiero decir, no se producen nunca en un sector separado, sin afectar al resto. Por ejemplo, la ética, pero no la ontología; la ontología pero no la epistemología. Lo que está en crisis, en una situación revolucionaria, es el sistema entero de la filosofía, su organismo integral Por tanto, la solución de tal crisis, ha de ser, no una teoría original (esto se da por supuesto), sino una nueva fundamentación. […] La revolución es una operación global y unitaria, que señala un cambio de orientación en la forma de pensar. La revolución es ante todo un estado de conciencia de la situación. […] La conciencia revolucionaria es una adquisición tardía, que implica larga experiencia. Ningún joven la posee. Muchas veces carecen de ella los viejos. […] Y así: asuntos como estos ocupan toda una vida. Y además, hay que procurar escribir bien (que esta virtud también está en crisis); con rigor con claridad y, si se puede, bellamente. Oficio endemoniado, este de la filosofía.[22]

Bibliografía

 

A. Aguirre, Primeros y últimos asombros. Filosofía ante la cultura y la barbarie, Afínita, México, 2010.

E. Nicol, El porvenir de la filosofía, fce, México, 1972.

――, La idea del hombre, 1ª versión, Herder, México, 2004.

――, El problema de la filosofía hispánica, Madrid, Tecnos, 1961.

――, Ideas de vario linaje, UNAM, México, 1990.

――, Metafísica de la expresión, 1ª versión, fce, México, 1957.

――, Metafísica de la expresión, 2ª versión, fce, México, 1974,

――, La idea del hombre, 2ª versión, fce, México, 1977.

――, La primera teoría de la praxis, unam, México, 1978.

――, Historicismo y existencialismo, fce, México, 1981.

――, Los principios de la ciencia, fce, México, 1965.

――, Las ideas y los días, Arturo Aguirre (comp.), Afínita, México, 2007.

Jean-Luc Nancy, La creación del mundo o la mundialización, Paidós, Barcelona, 2003.

Juan-Ramón Capella, Entrada en la barbarie, Trotta, Barcelona, 2007.

Notas

 


*Las imágenes que acompañan este ensayo son del artista Daniel Horowitz y fueron seleccionadas por el equipo de redacción de la revista Reflexiones Marginales. Para obtener más información del artista visitar su página web: http://daniel-horowitz.com/

 

[1] Cabe, aún más, mencionar que la contemporaneidad de la obra nicoliana se encuentra en las discusiones más vivas al día de hoy sobre la «comunidad» que desarrollan las obras de Jean-Luc Nancy, Roberto Esposito, Antonio Negri y Giorgio Agamben. Un acervo de categorías aguardan a ser releídos sobre las pautas de la comunidad que viene, la interrumpida, la posible, la multitud, la comunidad desobrada desde una idea de la expresión como disposición o inclinación.

[2] Eduardo Nicol, El porvenir de la filosofía, pp. 46-47.

[3]. Ibid., «Prefacio del temor».

[4]  E. Nicol, La idea del hombre, 1ª versión, p. 28.

[5] Véase E. Nicol, El problema de la filosofía hispánica, Tercera Parte. “Ensayo sobre el ensayo”.

[6]. E. Nicol, Metafísica de la expresión, 1ª versión, pp. 214-215. Sobre el ser de la expresión, Nicol afirma: «Este concepto de ‘ser expresivo’ […] ni siquiera funciona teoréticamente como «idea del hombre»; pues las ideas del hombre son expresiones del hombre mismo, y por ello son históricas […] Por el contrario, esta peculiar idea del hombre como ser de la expresión no está ella misma condicionada por una situación histórica, ni es resultado de una previa investigación, sino que es la idea que todos tenemos de lo que somos nosotros mismos efectivamente, en cualquier lugar y tiempo. Esta idea funciona existencialmente antes que pueda traducirse en teoría del hombre o en concepto lógico, porque proviene de una simple, directa y absoluta intuición de lo que expresa el ente al que llamamos hombre: su mismo ser humano». E. Nicol, Metafísica de la expresión 1ª versión, op. cit., p. 299. C. ca. sobre el tema en cuestión en obra del mismo pensador: La idea del hombre, 2ª versión, cap. 1 § 5; Metafísica de la expresión, 2ª versión, véase cap. VII «Lo que expresa», y ss.; y «Vocación y libertad», en Ideas de vario linaje.)

[7]. Nos referimos sobre todo al «tríptico» El porvenir de la filosofía (1972), La reforma de la filosofía (1980) y La crítica de la razón simbólica (1982); así como los dos importantes trabajos La primera teoría de la praxis (1978) y La agonía de Proteo (1981). Estos trabajos se desarrollan, según sugerimos, desde una perspectiva crítica de la «transversalidad», pues la complejidad de la situación actual, en la cual se encuentra la humanidad, dado que exige al problema de la cultura su imposible reducción a una sola perspectiva específica, ya sea filosófica, sociológica, antropológica, teórico-política, histórica o psicológica; antes bien, es preciso atender a las revelaciones que cada una de estas disciplinas nos otorgan, orientados por la pregunta filosófica que incide en las causas y las alteraciones ontológico-existenciales de la humanidad contemporáneamente. Nicol no es ajeno a este proceder que destaca por la manera de conducir la interlocución de los problemas. Se trata, pues, de aquello que la alteración de la cultura implica una radical alteración en los modos de pensarla desde la filosofía, esto lo advierte nuestro pensador desde su primera obra fundamental La psicología de las situaciones vitales (1941), y se extiende de manera implícita en su manera de reseguir y profundizar en la «filosofía simbólica» de Ernst Cassirer en la Metafísica de la expresión, a la par que de manera explícita Nicol mantiene la atención en los ensayos filosóficos que otorga en publicaciones varias. Véase E. Nicol, Las ideas y los días, op. cit.

[8] Jean-Luc Nancy, La creación del mundo o la mundialización, p. 30 (el subrayado es del autor).

[9]. E. Nicol, Historicismo y existencialismo, p. 315 (el subrayado es del autor). En este sentido es preciso reconocer el trabajo de Wilhem Dilthey, Otto F. Bollnow, Ernst Cassirer, Karl Jaspers, Max Scheler y Ortega y Gasset, por mencionar a los más destacados en este «giro» antropológico de la objetivización de la cultura, hacia la reorientación mundana de las creaciones culturales hacia el ser y hacer del hombre. «Giro» que Eduardo Nicol radicaliza al advertir el problema desde una temática ontológica de la expresión, según advertiremos en lo sucesivo (cf. E. Nicol, ibid., «Introducción»).

[10]. E. Nicol, Los principios de la ciencia, pp. 11-12.

[11]. E. Nicol, «La sociedad anónima», en Las ideas y los días, p. 203.

[12] Véase A. Aguirre, Primeros y últimos asombros. Filosofía ante la cultura y la barbarie.

[13]. E. Nicol, El porvenir de la filosofía, op. cit., pp. 131-132. (El subrayado es nuestro.)

[14]. Véase ibid., § 9. «Fenomenología de la enajenación».

[15]  Ibid., p. 49.

[16] Ibid., p. 328.

[17]. Véase E. Nicol, La primera teoría de la praxis, passim.

[18]. Véase E. Nicol, El porvenir de la filosofía, op. cit. p. 38 y ss.

[19]. Véase Juan-Ramón Capella, Entrada en la barbarie, cap. VI «Tiempo de Contrarrevolución».

[20]. Véase E. Nicol, El porvenir de la filosofía, op. cit., § 7. «La lucha por la vida. El desequilibrio entre la cultura y la natura: la mediatización».

[21]. E. Nicol, El problema de la filosofía hispánica, op. cit., véase 8. «Hispanidad».

[22] E. Nicol, “La revolución en la filosofía”, en Las ideas y los días, op. cit., p. 462.