Eduardo Nicol, La primera filosofía de la praxis

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Eduardo Nicol, La primera filosofía de la praxis

Hace ya muchos años de este libro. Recuerdo cuando Nicol lo trabajó en el seminario de Metafísica que él dirigió y al que yo pertenecí (la pertenencia siempre es importante porque nos muestra la heredad); recuerdo sus inflexiones, la forma en la que puntuaba el texto que escribía mentalmente en cada sesión del seminario, de las múltiples interrogantes que nos dejaba, del asombro que nos producía cuando se quedaba absorto en medio de ese tejido de palabras que iba entrelazando con un ritmo sólo parecido a esas tramas por las que discurrían nuestras perplejidades ante problemas inauditos, ante propuestas que fungían como disparadores de intereses. Recuerdo que en esos momentos se producía un ordenamiento del discurso cuya “acción” más inmediata era la producción de verdad. Sí, recuerdo la mirada de Nicol, esa gravedad con la que ejemplarmente nos enseñó el significado de pensar.

Hoy, que releo La primera teoría de la praxis, constato otra de sus enseñanzas: que filosofar consiste en disponerse a leer de un modo particular; si no se hubiera maltratado tanto del término transversalidad, podría acogerlo ahora para calificar esta forma de lectura que se pretende no lineal, que cruza los textos sin establecerse definitivamente en ellos y sin seguir dócilmente el itinerario trazado, que levanta la piel de lo escrito para ver hasta dónde llegan las raíces de las palabras y de qué humus se alimentan.

De cara al asombro que me produce la relectura de La primera teoría de la praxis no puedo menos que recordar aquellas fatigosas palabras que Popper escribiera en torno a los “filósofos minuciosos” (el nombre se debe a Berkeley): “cierto es que la crítica es la savia de la filosofía, pero hemos de evitar el empeño en partir un pelo. Me parece fatal la crítica minuciosa de aspectos minúsculos sin comprender los grandes problemas de la cosmología, del conocimiento humano, de la ética y la filosofía política, y sin un intento serio y entregado por resolverlos […] Abunda la escolástica, en el peor sentido del término; todas las grandes ideas están enterradas en un mar de palabras”.[1] Porque la obra de Nicol, y no sólo este libro, está encaminada a la dilucidación de la verdad, porque, como dice el mismo Nicol, “Lo que hagan los hombres con la verdad no la altera a ella, sino a ellos”.[2]

Kant se preguntaba sobre las condiciones que hacen posible nuestro conocimiento en general, la originalidad del planteamiento de Nicol consiste en interrogar sobre las condiciones que posibilitan la aparición de la praxis. Esto significa situarse a un nivel diferente buscando lo no-pensado en los discursos, el espacio y orden que los hace aparecer. La pregunta, con todo, conlleva una paradoja: pensar lo impensado (es decir, las condiciones de posibilidad de un pensamiento), desde los cánones y principios de lo pensable.

Como un nuevo cartógrafo Nicol delimita los perímetros del saber, traza los mapas en los que se sitúa lo pensado, muestra cómo se constituyen los objetos del saber (lo pensable) en cada época, y establece el camino por el que sigue necesariamente el filosofar. No se trata de rehacer el camino que trazó Nicol en esta obra. La dificultad del texto incita a ello, sin duda; pero es demasiado esencial para la reflexión que desarrolla como para merecer ser atenuada mediante el celo de una advertencia ad usum delphini, en el reino de la reflexión. Las formas originales de meditación se introducen por sí mismas: su historia es la única forma de exégesis que soportan, y su destino la única forma de crítica.

Nicol argumenta con precisión. No evade el esfuerzo del concepto que decía Hegel. De esto mismo hablaba Nietzsche: es preciso aprender a ver, aprender a pensar y aprender a hablar y escribir. Husserl, por su parte, luchaba por una filosofía que fuera una ciencia estricta y rigurosa. Por esto mismo, el de la praxis es un problema que aborda. No es el momento para exponer siquiera su idea de la verdad. Baste con decir que conoce y asume reflexivamente la filosofía moderna (sobre todo el empirismo de Hume y el criticismo kantiano) y las poderosas oleadas de la sospecha (particularmente Marx y Nietzsche) y que, sin embargo, sigue pretendiendo que la filosofía es una actividad que aspira a lo verdadero de las cosas. ¿Tiene sentido una pretensión semejante a estas alturas de la historia? Heidegger lo decía enérgicamente a propósito de toda investigación científica: “el estar a la espera de ese descubrimiento [de lo que está ahí] se funda existenciariamente en una resolución del Dasein por medio de la cual éste se proyecta hacia el poder-ser en ‘la verdad’. Este proyecto sólo es posible porque el estar-en-la-verdad constituye una determinación de la existencia del Dasein. El origen de la ciencia a partir de la existencia propia no puede ser investigado aquí más a fondo”.[3]

Popper también veía esto con su característica claridad. Pensaba que la filosofía tiene que examinar críticamente las ideas del sentido común para “alcanzar una concepción más cercana de la verdad y con una influencia menos perniciosa sobre la vida humana”.[4] ¿Qué es la praxis, entonces? Para Aristóteles, la praxis designa aquellas actividades cuyo fin está en ellas mismas, a diferencia de otras actividades “productivas” (poíesis), que tendrían su fin en aquello que ellas crean.

Praxis es escuchar la música por el sencillo deseo de escucharla, mientras que la construcción de un barco con el fin de navegar no sería para Aristóteles praxis, sino mera producción. En esta perspectiva, no es extraño que Aristóteles nos diga que la theoría, como nos muestra Nicol mismo, es la forma suprema de praxis, puesto que ella no tiene otro fin, según Aristóteles, que la teoría misma. Nicol ha dicho: “la filosofía no sirve para nada, es decir, no presta un servicio práctico o utilitario”.[5] El convencimiento de esa “inutilidad” fue el soporte básico de la confianza en la misma praxis.

Y sin embargo, en las filosofías del siglo XIX “praxis” suele referirse a aquella proyección de los seres humanos sobre su mundo circundante, con el objeto de transformarlo. En esta perspectiva, la producción aristotélica debería ser considerada como praxis. El trabajo o la actividad política serían formas eminentes de la praxis. En cambio, la contemplación, la pura teoría, no sería verdadera praxis. Este último sentido de la praxis, radicalmente opuesto al aristotélico, es posiblemente el que hoy día domina nuestro lenguaje. Y es, como dice Nicol, un modo de hacer claro la crisis misma de la praxis, “y se percibe en la crisis de la propia filosofía”.[6]

Desde luego que éste no fue el problema, de hecho, como nos dice Nicol, la teoría “no se entretuvo en investigar la raíz ontológica de la praxis en general porque ésta no había entrado en crisis como ahora. Entonces se trataba de promover una revolución práctica con unas medidas teóricas y prácticas. El cambio político era, en efecto, un medio para rehumanizar la praxis del trabajo. La fe en la praxis era el supuesto firme, el distintivo de ese intento”.[7] “Lo supuesto o lo implícito, sigue diciendo Nicol, en la crisis actual es la pérdida de aquella en la praxis”.[8]

Sin embargo, estas contraposiciones son, en el mejor de los casos, distinciones posibles sobre un concepto más radical de praxis. Y es que hay algo común a la construcción de barcos, a la audición de la música, a la contemplación teórica del mundo, o a los diversos intentos de transformarlo. Y es que todos ellos están integrados en actos humanos. Hay un hacer radical, en el que continuamente estamos, mucho antes de cualquier clasificación de ese hacer según los distintos tipos posibles de actos.

Si dejamos las distinciones entre contemplación y producción, entre transformación y reflexión para un momento ulterior, nos acercamos a un sentido radical de praxis. La praxis sería el conjunto de los actos humanos, organizados según diversas estructuras. De este modo, tanto la contemplación como la producción, tanto la teoría como la transformación del mundo son formas posibles de ese hacer primario que llamamos “praxis”.

La praxis humana, en el sentido del conjunto de nuestros actos, posee, al menos en principio, una enorme inmediatez para nosotros. Cuando Agustín afirmó que, si fallor, sum (si me equivoco, existo), o cuando Descartes introdujo el famoso cogito, de hecho se estaban refiriendo a esa inmediatez de nuestros actos. Puedo equivocarme sobre todo, pero no puedo equivocarme sobre el equivocarme mismo (o sobre el pensar mismo) en su inmediatez primera.

Todo esto sólo para referirme a lo que el propio Nicol ha llamado como la Primera teoría de la praxis, es decir, la teoría de la praxis que nace con Platón que, en boca de Sócrates nos revela que el filósofo es quien cultiva la sapiencia propia del hombre: la anqrwpính sofía.[9] La cuestión de la sophía es una cuestión práctica puesto que lo que dice el pensador es que la filosofía no sólo se piensa sino que se practica. Pensarla es también una praxis. Este fundamento es el que por primera vez cayó en crisis con el pragmatismo de los sofistas que pensaron que la praxis era la razón de sí misma. La crisis de la praxis es la crisis de la filosofía.[10] Para un saber radical de la praxis sería, como nos lo hace ver Nicol, replantear las cuestiones más fundamentales de la filosofía. Su ser mismo, el quehacer propio del hombre.


[1] Karl Popper, “Mi concepción de la filosofía”, en En busca de un mundo mejor (trad. J. Vigil, Paidós, Barcelona 1994), p. 239.

[2] Eduardo Nicol, La primera teoría de la praxis, ed. UNAM, México, 1978, p. 6

[3] Martin Heidegger, Ser y tiempo, trad. J. E. Rivera, Editorial Universitaria, Santiago de Chile 1997, § 69 b, p. 379.

[4] Karl Popper, ed. cit, p. 231.

[5] Eduardo Nicol, op, cit., p. 17.

[6] Ibídem., p. 22

[7] Ibídem., p. 23

[8] ídem

[9] Cfr., Eduardo Nicol, op., cit., p. 48

[10] Cfr., ídem., p. 68