¿Qué situación guarda la cuestión epistemológica en la obra de Eduardo Nicol? ¿Cuáles son las instancias en que se finca la condición general del conocimiento? ¿Qué factores lo hacen posible? ¿Cuál es la naturaleza del conocimiento, sus alcances, incluso sus límites? Estas son sólo algunas preguntas que se plantea Roberto Andrés González en su libro: Estructura de la ciencia y posibilidad del conocimiento a partir de Eduardo Nicol. En él parte de una hondísima convicción: Nicol es un importante filósofo y, por eso mismo, es un epistemólogo cuyas consideraciones respecto al conocimiento no han sido lo suficiente estudiadas. Y es que, desde la perspectiva de nuestro autor, “toda filosofía es, a un mismo tiempo, una teoría de la ciencia” y la de Nicol, subraya, no es la excepción. Su libro es, entonces, un esfuerzo no único ni mucho menos insensato, por desentrañar lo que desde su perspectiva es un vacío, un hueco que los estudiosos de este pensador mexicano-catalán han dejado como incitación a la búsqueda, como pretexto para promover otras reflexiones y abrir nuevos derroteros; caminos que, como Roberto González sugiere, se “tejen con preguntas”.
Así, Roberto Andrés subraya el papel del logos en la emersión de dos relieves: la materia y el pensamiento. Las “dos caras del Ser” están marcadas por la aparición del logos. Éste habla, diversifica y enriquece el Ser. Gracias al logos el Ser se hace presencia. De la era de la presencia, fundada a partir del logos, irrumpe la presentación. Por tanto, la presencia implica, como digiere nuestro autor, un “ante quien”. La presencia del Ser, la vinculación entre los sujetos a partir del diálogo —que no es sino el intercambio de logos— y la relación entre el logos y lo ajeno —esto es, el vínculo entre el logos y aquello que éste nombra—, son las tres condiciones de posibilidad del conocimiento en el pensamiento nicoliano.
Gracias al logos, lo otro deja de ser extraño, ajeno. Él funda la comunicación entre parlantes, pues nombra el Ser. El conocimiento, entonces, como “modo de Ser”, exige la regularidad. Ésta no sólo es garantía de racionalidad sino, al mismo tiempo, posibilita la inteligibilidad de las cosas. Y es que la razón, entendida como facultad humana, se liga necesariamente a la razón inmanente a la realidad. Así, para nuestro autor, “Razón cósmica” y “Razón humana” se interrelacionan y son interdependientes; la primera posibilita la segunda. La racionalidad de lo real da lugar a la comprensión de lo inalterable, de lo que, pese al devenir y el cambio, permanece: el Ser. “El hecho de que hay Ser es inalterable, aunque sean cambiantes los entes […] El ente es advenedizo, mientras que el Ser es inalterable y permanente. El ente es temporal, mientras que el Ser es eterno. El ente es contingente, el Ser, necesario. El ente es relativo, el Ser absoluto”. La comprensión de “la permanencia es la base de la racionalidad, del pensamiento y de la racionalidad de lo real”. Sobre aquella reposa, entonces, la posibilidad de toda ciencia y también los distintos niveles de conocimiento. Éste, por ser tal, requiere de una permanencia que es a un tiempo ontológica y positiva.
Roberto González afirma que toda ciencia tiene, como rasgos distintivos, la vocación por la verdad, un permanente estado de alerta y la recurrencia a un método. Bajo su óptica, la presencia del Ser y la vocación constituyen, respectivamente, el soporte ontológico y el principio existencial que hacen posible la ciencia en Nicol. En este sentido, cabe subrayar que mientras el Ser es dado (y en él se identifican la presencia, las apariencias y la permanencia), el conocimiento es adquirido y tiene, dependiendo de la disposición del sujeto y de la región de la realidad sobre la que se discurra, tres niveles que abren la posibilidad de hablar de igual número de niveles de verdad: primitiva, insegura y científica. La verdad primitiva capta la seguridad más evidente: la presencia del Ser; la segunda tiene que ver con la opinión o, si se prefiere, el conocimiento vulgar; ese que carece de método y está impregnado de subjetividad. Pero la verdad científica es “una visión más despierta” que se caracteriza no sólo por la vocación sino por el método y el estado de alerta. Pese a sus diferencias, todas tienen un común denominador: reposan en la evidencia del Ser.
Más adelante Roberto González dirá que en la radiografía que hace Eduardo Nicol del conocimiento, éste reivindica la unidad insoslayable del hombre; esa que la metafísica vulneró desde sus inicios, que dislocó al hombre y se empeñó en oponer los sentidos a la razón, al negar el conocimiento derivado de los primeros y enaltecer los alcances de la segunda. Nuestro autor dirá, basándose en la reflexión nicoliana, que “resulta imposible concebir una razón desencarnada, o viceversa, un cuerpo propiamente humano sin estructuras mentales”.
El hombre, entonces, en su afán de conocer, interroga por lo desconocido, duda, busca, investiga, explica. El conocimiento es, por tanto, construcción, creación, edificación. Y la ciencia una hipótesis acerca de la realidad; hipótesis que es verdad probable, respuesta tentativa, explicación siempre provisional que, para no quedarse en el plano subjetivo, requiere de la objetivación y la validación, que son ambas sociales en esencia. Por ello dice. “En nuestro autor la clásica relación del conocimiento se trastoca: ya no es la relación de un sujeto frente a un objeto, ahora ‘la relación del conocimiento está constituida por estos tres términos: los dos sujetos dialogantes y el ente ante el cual reconocen una realidad común’, es una relación triangular, donde se enfatiza el derrumbe de la otrora razón todopoderosa, la cual fundó por mucho tiempo la condición del conocimiento”. En esta “relación triangular” el diálogo juega un papel esencial pues abre la posibilidad de la comunicación, la negociación y el pacto. Gracias a éste emergen las convenciones sociales y se reconocen los límites de la propia razón en aras de un conocimiento que aspira a la verdad, al tiempo que denuncia el error e intenta expulsarlo de su corpus.
Por otro lado, nuestro autor dirá que esta verdad a la que aspira el conocimiento científico encierra, en el fondo, una búsqueda más primitiva: la de la seguridad. Pero la verdad, entendida no como una simple relación del pensamiento con el ser (que implica adecuación o correspondencia entre ambos) sino como un vínculo del yo con el tú, reposa en algo que no puede ser discutido o cuestionado: la evidencia del Ser. Desde esta perspectiva que inaugura una nueva idea de verdad, ésta es una posibilidad de la ciencia, lo mismo que el error. Ambos son constitutivos de aquel quehacer que no es mero registro, acumulación y sistematización de datos, sino creación, invención y descubrimiento.
Bajo la óptica de Nicol, la ciencia, al ser una producción (póiesis) humana es histórica y, por tanto, provisional. Pero Roberto Andrés distinguirá, basándose en el pensador analizado, la verdad científica (o teórica) de las verdades de hecho. La primera “es tentativa, es aproximativa, pero finalmente perfectible”. Las segundas son universales e inalterables; son además primarias, comunes, objetivas, apodícticas y sirven como fundamento de la existencia. Para González Hinojosa es precisamente la “insuficiencia explicativa” de las verdades de teoría lo que constituye el “motor de la historicidad de la ciencia en Nicol”. Por otro lado, las verdades de hecho no sólo fundamentan el conocimiento sino que lo regulan; y son las verdades que, a la postre, Nicol expondrá como los principios de la ciencia: 1º principio de unidad y comunidad de lo real; 2º principio de unidad y comunidad de la razón; 3º principio de racionalidad de lo real; y 4º principio de temporalidad de lo real. El primero de estos principios refiere la capacidad humana de captar, como dato, la conexión y multiplicidad de lo real. Por otro lado, y aquí entra el segundo principio, la unidad de la pluralidad nos recuerda que el logos, que nombra al Ser, lo hace por razones ontológicas, pues la razón es esencialmente comunitaria. Respecto a la racionalidad de lo real, es preciso decir que esta razón inherente a la realidad tiene de suyo varios conceptos que se ligan al orden que esta razón le imprime a la realidad que gobierna: necesidad, medida, armonía y regulación.
Pero Roberto González va más allá cuando dice que a esta lista de principios habría que añadir dos más: el Ser y el ethos vocacional. Desde su perspectiva, “el Ser es la condición fundamental para el conocimiento en general y para la existencia. [En este sentido, dice, el] Ser está supuesto en los otros cuatro principios”. Pero partir de la evidencia del Ser no es suficiente, hace falta una especial actitud frente a él. De esta forma es necesario el ethos de la ciencia, que puede traducirse como una vocación de verdad, como disposición frente a la realidad, inclinación hacia el conocimiento; el ethos es eros, deseo, búsqueda… philía.
La ciencia es entonces vocación gracias a la cual el hombre se pone frente al Ser. Vocación que es, a un tiempo, llamado, contemplación, expectación, azoro, pero también curiosidad, duda, interrogación metódica y escudriñamiento. Además, “La ciencia es una construcción simbólica e histórica, es representación y creación”, dice Roberto González. Bajo la óptica de Nicol, la ciencia “es la manifestación acertada de la esencia de lo que es”. Esto quiere decir que la ciencia es, ante todo, búsqueda de verdad; inquirir que abre ocasión para el acierto y el error y que ha posibilitado, históricamente, no sólo la interacción entre diversas teorías sino el dinamismo propio de la ciencia.
Como sabemos, para Karl Popper es la falsación lo que permite ir del error a la verdad. Recordemos que él dedicó gran parte de su vida a examinar la lógica de la investigación científica, es decir, las razones que marcan y definen la búsqueda de la verdad en el ámbito que compete a la ciencia. En este sentido, afirmó que la ciencia no procede de modo inductivo sino deductivamente y, según él, el investigador elabora una teoría y la contrasta con la realidad mediante observaciones y experimentos. A este proceso de contrastación, lo llamó falsar o falsación. Una característica central de sus planteamientos está contemplada en la asimetría entre la verificación y la falsación. La finalidad de esta última está determinada por el hecho de alcanzar corroboración a partir de un contraejemplo.
Imre Lakatos, por su parte, asegura que es la incapacidad de predicción de un programa de investigación la que nos lleva otro, sin necesidad de abandonarlo absolutamente sino de forma voluntaria pero provisional. No obstante para Kuhn, la incapacidad explicativa de un paradigma que entra en crisis nos obliga a buscar nuevos modelos explicativos. La crisis del paradigma aparece en el momento en que éste no cumple a cabalidad su función debido a la presencia de anomalías. Éstas dan cuenta de una alteración del modelo explicativo y exigen el nacimiento de nuevas teorías. Thomas S. Kuhn tiene muy claro que las teorías no nacen entonces por verificación o falsación sino por sustitución. Es aquí donde la palabra revolución cobra sentido para él. Desde su perspectiva, la ciencia no se desarrolla por medio de la acumulación de descubrimientos e inventos individuales sino mediante el reconocimiento, a través de una comunidad, de los logros científicos que mejor explican un hecho.
Para Eduardo Nicol, “la historia de la ciencia constituye, ella misma, un sistema, es decir, es un organismo que evoluciona por motivaciones internas; no es una mera secuencia de ocurrencias sueltas”. En este sentido, afirma: “solemos considerar que las revoluciones son rupturas, cuando en verdad son suturas […] Ningún acto revolucionario tiene sentido si con él no actualiza la [ciencia] entera”. Con afirmaciones como estas, Nicol es, en palabras de nuestro autor, una “suerte de síntesis entre las posturas diametralmente opuestas que guardan Popper y Kuhn”. Así, el principio interno de mutación de la ciencia conjuga, mediante el diálogo entre teorías, la acumulación necesaria y la revolución emergente que hacen posible la evolución misma de la ciencia.
El mismo Nicol es un ejemplo de esta situación. La noción que tiene de la ciencia experimenta una importante ampliación pues, si bien al principio para él la ciencia es aquella que sólo trata con realidades (con lo que le niega cabida a la lógica y las matemáticas), más adelante se referirá a éstas como ciencias formales; ciencias que, aunque “no tratan con realidades […] son rigurosas, metódicas y sistemáticas”. De esta manera, el pensador mexicano-catalán clasifica los saberes científicos en cuatro grupos: 1) metafísica, 2) ciencias naturales, 3) ciencias sociales y 4) ciencias formales. Según su criterio, “la ciencia no se reduce a ninguno de estos campos propiamente sino que abarca a todos y excede a cada uno en particular”. Ninguno de estos ámbitos es más científico que el resto, pues a todos los caracteriza la complejidad, el rigor, la sistematicidad y el empleo de un método. Cabe afirmar que éste no puede ser el mismo para todos los campos del saber. “Será el modo de ser del objeto de estudio quien habrá de sugerir el método conveniente para la investigación”. Pero lo que es más importante, al hablar de la metafísica como una ciencia estricta, Eduardo Nicol cumple, según el también autor del libro ¿Qué es la filosofía? Razón o embrutecimiento, “el anhelo de un proyecto dibujado expresamente a partir de Kant”; y lo hace, vale decirlo, tal vez tangencialmente y sin proponérselo a cabalidad,
La ciencia, nos recuerda Roberto González retomando a Nicol, “es una forma filial y amorosa de llegar a la verdad”. Pero advierte que no todo conocimiento puede ser científico. Por tanto, el criterio de demarcación de la ciencia articula cinco aspectos indispensables: racionalidad (el conocimiento científico debe ser inteligible), objetividad (debe ser transubjetivo, esto es, no quedarse en la mera percepción), universalidad (debe ser válido independientemente del lugar), método (debe guiarse por un conjunto de reglas que evitan toda arbitrariedad) y sistema (debe ser ordenado y confiable).
De esta forma, Estructura de la ciencia y posibilidad del conocimiento a partir de Eduardo Nicol es un libro en el que su autor rescata una serie de planteamientos sin duda importantes para la epistemología moderna. Subraya, en su reflexión, la integración temática que hace Nicol del ser, el conocer y el actuar; ámbitos que no pueden separarse de una consideración ontológica y antropológica, a saber: el Ser es presencia y el hombre un ser simbólico que es capaz de conocer la realidad y comunicarla. Así, frente al ocultamiento del Ser que refiere la metafísica tradicional, Nicol opone la presencia del Ser, su preeminencia y omnipresencia; dato positivo que representa en este pensador la condición original para el conocimiento y que le da, dicho sea de paso, un importante sitio dentro de la historia de la ontología. Para Nicol, hay que enfatizarlo una vez más, el Ser está a la vista. Todo él es fenómeno y, por ende, no hay más conocimiento que el que se refiere a la apariencia fenomenológica del Ser. Pero, ¿cómo hacernos del conocimiento? Roberto González dirá que el conocimiento es una “empresa social” que se liga a una “apertura intersubjetiva entre los hombres”. El conocimiento, agregará, “siempre versa sobre un relieve del Ser”, por lo que es importante distinguir la doxa de la episteme; la primera, simple opinión, conocimiento aparente, creencia infundada; la segunda, opinión corregida, doxa con ortos, opinión moldeada por el odós (método), conocimiento verdadero y necesario que vincula la vocación, el rigor y el sistema.
De esta manera, cuando convergen la idea de Ser como presencia y la idea del hombre como ser simbólico, emerge un concepto de conocimiento que es, a un tiempo, dirá González Hinojosa, fenoménico y dialógico; propuesta filosófica, subraya, “indudablemente inédita en la historia de la epistemología”; idea que trastoca la noción tradicional de ciencia que nos lleva a ver en ella ya no una disciplina sino una vocación humana que se teje a partir del acierto y el error.
González Hinojosa, Roberto Andrés (2010), Estructura de la ciencia y posibilidad del conocimiento a partir de Eduardo Nicol. Esbozo de una nueva idea de razón, México: Universidad Autónoma del Estado de México, 348 pp. ISBN: 978-607-422-099-5