Elena, lo que escribe

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Elena, lo que escribe

Elena Fortún es una escritora desconocida y genial. Al menos, en México se le conoce muy poco. En España, su país de origen, hay de vez en cuando ediciones de sus libros más importantes, pero suelen pasar largos periodos en los que vuelven a ser inconseguibles. Probablemente, para quienes no la han leído, lo extraño no es que se encuentren poco sino que se republiquen de vez en vez, considerando que la primera edición de un libro de Fortún data de 1929 y que la industria editorial suele preferir las novedades. En estos tiempos en los que se hacen adaptaciones “para niños” incluso de libros que fueron escritos originalmente para los lectores más jóvenes ­–con el pretexto de que el lenguaje de entonces sería incomprensible a la chamacada de hoy–, podría ser ése un argumento capaz de zanjar la cuestión: hay suficientes novedades escritas explícitamente para los niños y niñas de hoy como para ir al arcón de los recuerdos.

Pero, como ya dije, eso sólo lo podría esgrimir quien no haya leído todavía a Elena Fortún. Y para no seguir dando vueltas sobre lo mismo, comenzaré por el principio, que se remonta a la segunda década del siglo pasado. En esa época, en Madrid, una mujer trataba de librarse de la depresión causada porque su hijo de diez años había muerto. Se llamaba Encarnación Aragoneses de Urquijo y pertenecía a un círculo de intelectuales de clase media alta. Encarnación, obsesionada con su pérdida, buscaba actividades que la distrajeran de su dolor. Ya había probado diversas causas benéficas cuando una amiga le sugirió escribir las historias sobre niños que tan sabrosamente narraba en las reuniones sociales. Dos golpes de suerte: el primero, que esta mujer deprimida se codeara con escritoras, periodistas y dramaturgos, gracias a los intereses literarios de su marido –pues de otro modo semejante consejo probablemente no habría llegado–; y el segundo, que hiciera caso a la recomendación. Como se trataba de una señora de buena cuna, en una época en la que era muy mal visto que una dama se dedicara a cualquier labor artística o, simplemente, remunerada, la protagonista de nuestra historia decidió firmar con seudónimo. Eligió el de Elena Fortún, nombre de la protagonista de una novela escrita por su marido.

Así, en 1928 apareció en un suplemento titulado Gente menuda la primera de muchísimas historias firmadas por Elena Fortún.

En esa primera época, la protagonista de sus historias era Celia, una niña inquieta, inteligente, respondona y muy divertida. Los primeros lectores de Celia la amaron desde el principio porque de inmediato se convirtió en una aliada contra la insensatez adulta. Sus aventuras, narradas en primera persona, arremetían constantemente contra las reglas absurdas impuestas por los padres, las maestras y la gente mayor en general. Fortún demostraba, desde esas primeras historias, un conocimiento profundo de la psicología infantil, pero no la utilizaba para aleccionar o chantajear, como muchos autores que confundían (y, tristemente, aún lo hacen) la literatura con los textos moralizantes. El éxito fue tal que la editorial Aguilar se interesó en recopilar las historias de Celia y publicarlas como libros. Así llegamos a 1929 y la publicación de Celia, lo que dice. A este libro siguieron Celia en el colegio (1932), Celia novelista (1934), Celia en el mundo (1934) y Celia y sus amigos (1935). Durante estos libros Celia va creciendo, pero no deja de ser una niña imaginativa y rebelde cuando lo que le dicen no le parece justo.

 

A las aventuras de Celia siguieron las de su hermano menor, Cuchifritín, un chico más inquieto y travieso que Celia, con una imaginación más salvaje pero quizá menos aguda. Cuchifritín también logró encantar al público de Gente menuda y ver publicada una serie de cuatro libros. Al ir creciendo él también, pasó la estafeta a su prima Sonia, más conocida como Matonkikí, y luego a sus hermanas menores Patita y Mila (esta última, muchísimo más parecida a Celia que todos los demás). En total, fueron 18 libros los que escribió Elena Fortún sobre Celia, sus amigos y parientes, varios de ellos ya desde el exilio: al desatarse la guerra civil española, Fortún emigró a Argentina, desde donde escribió ya directamente para la editorial y no para una revista. A pesar de los años transcurridos, los libros seguían siendo populares, por lo que varios de ellos fueron reeditados en la década de los 40 y luego en los 80. Desde entonces, como comentaba al principio de este artículo, cada cierto tiempo sale una nueva reimpresión de algunos de los libros, casi siempre sólo de los primeros cinco.

Aquí comienza la parte más sorprendente: la última reedición debía estar condenada al fracaso si fuera cierto aquello de que los niños no entienden las historias de otros tiempos o que se refieren a costumbres extrañas a ellos: la España que vio las reediciones más recientes no se parece en nada a aquella que vio nacer a Celia. Por supuesto, hay gente que se ofende con las descripciones de la vida de Celia, que tiene institutriz, ama, nana y doncella; y que cuando es castigada la mandan al cuarto de costura o la mandan a comer en su habitación o con la cocinera. Sin embargo, creo que para un niño o niña de hoy en día eso acerca a Celia a los personajes míticos de los cuentos de hadas o los enigmáticos de la ciencia ficción: Celia vive en un mundo hoy imposible, que incita a imaginar otros escenarios. Esto se logra porque lo realmente importante de las narraciones de Fortún no son las descripciones de una sociedad que hoy ya no existen, sino el puente que se tiende entre la niña (o el niño, cuando es Cuchifritín) que habla y el niño o la niña que lee. Por ejemplo, en un capítulo de Celia, lo que dice, ella sospecha que sus padres la han desheredado por portarse mal. Y sus reflexiones son tan actuales que se nos olvida la época en que fueron redactadas. Nos cuenta en primera persona:

“Con el pretexto de que manchaba el mantel y comía con los dedos, me habían castigado a comer en mi cuarto.

Tampoco mi cuarto era ya el mismo. Decían que gritaba, que cantaba, que arrastraba los muebles y que no dejaba trabajar a papá. ¡Tonterías! Por eso me pusieron junto a la habitación del ama, en la otra punta de la casa.

¡Ni patinar por los pasillos me dejaban!

—¡Esto es una tiranía insoportable! —dije yo, en el cuarto de costura—. Esta casa es mía lo mismo que de papá y mamá. Yo soy también ama de la casa.”

En esa historia, Celia consigue un objeto mágico que le va a conceder lo que desee (en este caso, que sus papás la vuelvan a querer) pero para que funcione ella tiene que ser muy buena. Así, deja de gritar, correr, cantar; pone atención en clases, obedece en todo y hasta le dan una medalla por su buen comportamiento en la escuela. Entonces, “mágicamente”, sus papás la devuelven a su habitación junto a la de ellos y vuelven a mimarla. Pero el papá, preocupado de que esté enferma, le pide que vuelva a ser traviesa. Así comprueba Celia que el objeto mágico realmente lo es. Y yo agradezco que la historia no termine con una leyenda en itálicas explicando que la única magia era el buen comportamiento, un blablablá que los lectores más jóvenes no necesitan porque lo entienden perfectamente pero prefieren reír con Celia que entrar al aburrido terreno de las moralejas…

Otra cualidad de los libros de Elena Fortún es que, entre risa y risa, la autora cuestiona muchas de las convenciones y de las injusticias sociales de su tiempo (muchas de las cuales, por desgracia, siguen existiendo). Así, por ejemplo, en Cuchifritín, el hermano de Celia, el niño conoce a un chico casi de su misma edad que trabaja como deshollinador y se va con él a aprender el oficio. Cuando sus papás lo encuentran y le dicen que eso de trabajar no es de niños, él los cuestiona sobre la diferencia que puede haber entre él y su nuevo amigo. O bien: en Matonkikí y sus hermanas, las primas de Celia, Pili y  Miss Fly, cuestionan a su mamá cuando tratan de adaptarse a la vida en una familia que hoy llamaríamos “reconstituída”:

—Mami…, ya no nos quieres…

—¡Hijas! ¿De dónde sacáis eso?

—De que sí…, de que no nos defiendes nunca. Matonkikí nos hace mil miserias y tú no dices nada… Papá Tomás como es sordo y no se entera de nada, nos echa la culpa de todo y dice que Matonkikí es un ángel…

—Vamos, nenas, nenucas mías! —dijo mamaíta, sentando a las dos niñas en su regazo —. No digáis bobadas. ¿No sabéis que la pobre Matonkikí no tiene mamá? Yo soy su madrastra…

—¡Huy! —dijeron las dos, asombradísimas—. ¿Eres como la madrastra de la Cenicienta?

—No —dijo riéndose mamá Cecilia—; porque yo no la mando a la cocina ni vosotras sois malas y envidiosas…

Por supuesto, no todos los libros de Elena Fortún son igual de buenos; supongo que en parte por la presión de su editor de entregar más y más material y en parte por las difíciles circunstancias que le tocó vivir a la autora: estaba a medio escribir las historias de Matonkikí cuando estalló la guerra, tiempo durante el cual se vio separada de su familia; y durante su estancia en Argentina se dedicó más bien a dirigir una biblioteca y a la promoción de la lectura  (antes, a la par que creaba a Celia y sus amigos, estudió biblioteconomía en el Instituto Internacional de Boston en Madrid). Por si eso fuera poco, en 1948, un año después de publicar El arte de contar cuentos a los niños (basada en su experiencia como narradora oral en las bibliotecas públicas de Buenos Aires), viaja a España con la intención de conseguir la amnistía para su marido y regresar ambos a su país. Ella logra su objetivo pero, mientras está fuera, su esposo se suicida en Buenos Aires. Con más razón vuelve a España, pero ahora se siente una extranjera en él. A pesar de ello, publica aún varios libros más que son un éxito. De esta época son los que tienen como protagonista a Mila, la hermana menor de Celia, y que recuperan la imaginación y vivacidad de los primeros, quizá al gozar Fortún de una situación más estable.

A pesar de ello, los tiempos difíciles cobraron su cuota aún a la distancia: Encarnación Aragoneses murió en 1952, a los 66 años, debido a una enfermedad respiratoria. Elena Fortún, en cambio, sigue ahí, esperando a sus nuevos lectores.