Mi madre siempre ha sido muy distraída. Desde niña me acuerdo como perdía todo, las llaves en especial, pero también sus credenciales, dinero, libros, el walkman, todo lo que se pudiera perder. Ella decía que no estaba perdido, que se había ido a su agujero negro, a donde se iba todo lo que se le perdía, un lugar físico, real. Mi padre, por el otro lado tenía cero tolerancia por perder los objetos. Cuando mi mamá decía que no estaba perdido, que sólo no sabía donde estaba, mi papá contestaba tajantemente con su firme voz “si no sabes en dónde está, está perdido”, no dejaba lugar para la excusas, nunca lo ha hecho. Muchos años busqué el agujero negro por toda mi casa, pensaba que si lo encontraba tendría en mis manos un tesoro, encontraría una pulsera de oro con mi nombre grabado que perdí como a los 6 años (y me tenía muy agobiada), dinero, una calculadora Casio carísima y tantas cosas que me llenarían de felicidad; también me daría el poder de decirle a mi papá, “ya ves, no estaba perdido, estaba en el agujero negro”. Estaba convencida de su existencia.
Mi mamá adoptó el concepto del libro de Alicia Molina, El agujero negro parte de la colección de A la Orilla del Viento del Fondo de Cultura Económica que narraba el mismo caso que pasaba en mi familia. Camila, la protagonista era una niña que quería regalarle a su mamá algo de cumpleaños que no fuera a perder, cuando fue a su cajón a buscar los materiales para hacerle una lámpara, se encontró con un duende verde que su madre había perdido hace exactamente 23 años. El duende le cuenta, sorprendido de ver a Camila, que vive en el agujero donde estaban todas las cosas que se le habían olvidado a su mamá; él había escapado haciéndole un agujero al agujero pero no todos podían salir por ahí, había muchos objetos inanimados que no tenían manera de hacerlo. ¿Cómo iba a poder escapar un reloj o una lámpara? Fue entonces que Camila decidió regalarle a su mamá eso, su propio agujero para que volviera a encontrar todo lo que perdió.
Estoy segura que este libro marcó mi infancia, durante años usábamos la referencia para todo lo que perdíamos mi hermana mi madre y yo. Nos encantaba leerlo y lo teníamos como un tomo muy importante dentro de la colección del Fondo. A la Orilla del Viento fue un referente para nuestra vida en los años noventa. La Peor Señora del Mundo, de Francisco Hinojosa, aquella señora que le echaba limón a los ojos de los niños, fumaba puro y tenía colmillos; así le decíamos a mi madre cuando nos enojábamos con ella, que se parecía a aquella malvada mujer, que hasta las cucarachas le tenían miedo. Pocos son los niños de mi generación que no recuerden las ilustraciones del Fisgón, parte importantísima de la construcción del libro. Sería difícil retener en el imaginario ese libro sin el dibujo de los enormes ojos que tenían venas rojas reventadas, ojeras, uñas picudas y el denso humo de puro saliendo de entre sus asquerosos dientes. El Fisgón y Pancho Hinojosa hicieron en La Peor Señora del Mundo la dupla que Quentin Blake hizo con Roald Dahl en muchísimos de sus libros, trazos expresivos que se quedan en la memoria de los niños.
Una vez mi madre nos llevó al Museo Tamayo a una serie de talleres para niños. Estábamos emocionadísimas. Era un evento de A la orilla del viento que de alguna manera u otra traía a la vida sus cuentos, lo que cualquier niño de 8 años desea con todas sus fuerzas. Nos recibían mojigangas enormes, y la entrada al museo que da al bosque de Chapultepec estaba llena de cuenta-cuentos y talleres de pintura y cerámica para niños. La actividad estelar era la obra de teatro Ma y Pa Drácula, la puesta en escena del libro con el mismo nombre. Ma y Pa Drácula era de mis libros favoritos de A la Orilla del Viento. Se trataba de Jonathon Primavo, un niño que dormía en el día y estudiaba en la noche mientras sus papás trabajaban en un banco de sangre. Jonathan descube que sus papás son vampiros y cuando quiere hacer su fiesta de cumpleaños le da miedo que su papá le chupe la sangre a alguno de sus amigos. Jonathan es un niño que se debate entre aceptar a su familia con todo y su condición de vampiros o llevar una vida normal en la escuela con sus amigos. La obra de teatro fue insuperable, o al menos así lo recuerda la niña que fui: actores comprometidos con el poder de trasmitir la historia para sus pequeños lectores. Saliendo de la puesta en escena seguía la fiesta cultural de A la Orilla del viento en el Tamayo.
No es casualidad que estos libros que leí hace 17 años sigan imprimiéndose, que La peor señora del mundo vaya en su 19ª reimpresión, El agujero negro en la 15va, Ma y Pa Dracula en 12va y todos tengan ejemplares en libreros internacionales. Tampoco me sorprende que este año en la Feria internacional del libro infantil y juvenil (FILIJ) la colección haya sido una de las protagonistas, y el stand tuviera estos clásicos en primera fila en sus anaqueles.
No sé mucho de literatura infantil pero con aires de nostalgia recuerdo como esta colección de libros creció en mí. Así debe pasar con la literatura para niños; deben ser atemporales, relacionables con distintas nacionalidades, estilos de vida y clases sociales. Los libros deben de estar bien ilustrados, fáciles de leer con historias tan alejadas de la realidad como cercanas. Con personajes que pueden ser nuestra familia o la peor señora del mundo, o las dos.
En un mundo en donde el soporte del libro está cambiando a pasos vertiginosos y donde los niños en carriola llevan iPads como juguetes de preescolar, es importante tomarse el tiempo para pensar en aquellas manifestaciones de cultura que fueron capaces de trascender en el tiempo apelando a varias generaciones de niños lectores.