“Estaba Matías dormido cuando de pronto… mmm… el pastel de fresas”. Esta era la frase con la que mi mamá noche tras noche comenzó el cuento Matías y el pastel de fresas de José Palomo. Yo la escuchaba atenta y sabía lo que me contaría pero curiosamente cada noche el cuento mutaba; eran las mismas imágenes pero mi mamá lo contaba a veces con lujo de detalle, a veces con sueño y con ganas de terminar rápido. Las mejores noches eran aquellas en las que me contaba el cuento lentamente y describía cada cuadro con detalle, señalándome con su dedo algunos personajes que no interactúan en la historia pero que la observan desde adentro, me gustaba saber que ahí estaban esos pequeños animalillos con sus ojitos abiertos y sombreros. En alguna ocasión se detuvo a describir cada sombrero que llevaban esos personajes y la escena en la que Matías atraviesa un bosque se volvió una de mis favoritas porque ahí podíamos parar la historia y ver a cada uno de los pájaros y ciempiés y ranas y animales inclasificables.
¿Por qué sigue siendo el libro más importante de mi biblioteca? Matías y el pastel de fresas es el libro más antiguo que conservo. La edición de este cuento es del año en el que nací, 1984, y cuando abro sus páginas inmediatamente me conecta con la primera emoción de entregarse, sin ninguna reserva, a una ficción, a una aventura, y esa emoción representa mi encuentro con la primera lectura porque aunque no tenga una sola letra darle vida a la historia es buscar las palabras que hagan correr a Matías, saltar, flotar, seguir corriendo y lograr huir del monstruo.
De toda la literatura infantil que leí cuando era niña el único cuento que sobrevive a mis cambios, mudanzas y arrebatos adolescentes en donde saqué todo lo que podría vincularme con la infancia es Matías y el pastel de fresas, con sus orillas dobladas, con su primera página legal llena de sellos, es el único sobreviviente, es un pequeño pedazo viviente de mi pasado más lejano. Es como una especie de reliquia que me hace recordar que fui niña y que la literatura me interesaba, mucho antes de tener el lenguaje para explicarlo, había un cuento que me fascinaba, que necesitaba observar y escuchar todas las noches antes de dormir: Matías y el pastel de fresas.
Es curioso pero es hasta ahora que estoy reflexionando este libro que me doy cuenta que me identificaba cien por ciento con Matías, sin importar que Matías era niño y yo niña. Me pasaba seguido despertar y haber perdido un calcetín, muchas veces en el fondo de las sábanas, pero eso me remitía de inmediato a que era como Matías, que la única prueba de la aventura era el calcetín perdido porque ese gesto encubría una bizarra historia de un monstruo y una persecución y bosques con personajes que usan gorros peruanos. Para mí, el final de Matías nunca fue el calcetín en el refrigerador, curiosamente la viñeta con la que cierra el libro representaba el fin de la historia: el monstruo tratando de resolver un cubo rubik, que a su vez es el disparador del enojo que le provocó Matías al caer encima de él y haberlo interrumpido mientras trata de resolver el cubo.
Buscando textos que hablen sobre esta historia me he enterado de otras lecturas sobre Matías que yo nunca imaginé, por ejemplo que la rebanada de pastel es la última que sobró del pastel de cumpleaños del mismísimo Matías. Me encantó pensar en la historia que hay antes de que Matías se fuera a dormir, antes de que soñara con comerse esa rebanada que lo espera en el refrigerador. Matías cumplió años, partió un pastel, pero eso no es lo importante, lo mejor viene cuando despierta en medio de la noche y decide ir a comer una rebanada de pastel.
Observando con detenimiento cada cuadro de Matías y el pastel de fresas podemos saber que la historia es cinematográfica: narra cada episodio desde un punto de vista diferente, a veces incluso hace escenas en cámara lenta, pausas para observar un instante, giros de cámara, contrapicados, close up; esta manera de mostrarnos las imágenes como si fuese el storyboard de una película hacen muy ágil la narración visual. El lenguaje cinematográfico de Matías funciona en la mente del lector como secuencias que queremos repetir, regresar, volver a pasar nuestra mirada; releer es reproducir una vez más pero siempre con otras palabras.
En una elipsis de tiempo hacia el final de la historia, vemos cómo pasa la noche, amanece. Llega la mamá a despertar a Matías y a su hermano en la litera. “¿En dónde perdiste ese calcetín?” Imaginamos que le pregunta su mamá. Matías observa su pie desnudo y le comienza a narrar toda la historia a su mamá y a su hermano, con lujo de detalle porque hasta se sientan a escucharlo. Los lleva a la cocina y se da cuenta que su calcetín está atrapado en el refrigerador.
En tres escenas Matías nos devuelve una mirada cómplice que engancha a su propio lector: cuando camina por el pasillo después de verificar que sus padres están dormidos, cuando regresa a la realidad y está agarrando la puerta del refrigerador y cuando termina el cuento: Matías simplemente se queda sorprendido y le dirige esa sorpresa a su lector: mira a su lector.
A diferencia de otros cuentos en donde el protagonista después de su viaje iniciático es otro, ha crecido, aprendió una lección, Matías simplemente perdió su calcetín y tiene una aventura que contar. Esta apuesta por no querer enseñar nada más allá que sólo una aventura de un niño a media noche es un gran acierto en la historia de Matías.
La parte triste de este libro, hay que contarla también: Matías y el pastel de fresas no se ha vuelto a editar, no se consigue en ninguna librería y pocas personas saben que existe. Esta breve reseña pretende ser un mensaje arrojado al mar de la web con la ilusión de que alguien la lea, le interese y busque la manera de que Matías regrese a la vida de los niños.