Breve ensayo sobre el mal[1]
En algún lugar, Octavio Paz dijo que nada más real había en la vida que el amor y el dolor. Declaración quizás ambigua, abierta a las más diversas interpretaciones. O presumiblemente pensada para aplicarse personal, individualmente en el caso en que más pueda llegar a doler o hacer sentir amor. La ambigüedad, o más bien apertura de esta frase, sin duda presente en cada palabra, revela una cierta semejanza entre el amor y el dolor, aquella de lo real, lo más real. Sin embargo, y considerando la tradición de la metafísica, el ens realissimum difícilmente podría padecer dolor, aunque el amor sí que se le ha adherido como atributo. Cuando la medida es aquella realidad, el dolor se nulifica, es negación, es descompostura e imperfección. Spinoza da el ejemplo de la enfermedad al referirse al dolor y al mal. Lo real es la salud, el funcionamiento armónico. El dolor no es más que falta de tal armonía; en realidad no es nada.[2] Igualmente, el amor trasciende, debe de ir más allá de mero sentirse y hacia los otros, el mundo, la totalidad. En contraste, y por más que sea padecido por todos los seres sensibles del mundo, el dolor es siempre sólo mío. Y es en ese punto individualizante en donde lo real debe de tomar un sentido distinto. La realidad metafísica es demasiado lejana de mi dolor y placer. La misma distancia se encuentra en el sujeto moderno. El Yo cartesiano es un Yo universal, no cada uno de nosotros, no el propio Descartes; es, a decir de Cassirer[3], la sola razón una y única. El yo individual y el Yo del sujeto no son lo mismo, y de hecho la consideración o actuación del uno supone el ocultamiento del otro.[4] La realidad, en fin, a la que señala Paz –o la presente interpretación de su frase- no es la empírica, la trascendente, la idealista o casi cualquier otra mirada filosófica, es la realidad emotiva[5]; aquella que es difícil que sea más real, más presente, más mía. “¿Qué cosa más real que el dolor?” Preguntaría retóricamente Descartes; y, sin embargo, su filosofía desrealiza al dolor, porque el dolor es un fenómeno de la unión entre el alma y el cuerpo, desventajoso sitio que lo vuelve simplemente ininteligible; porque el alma interpreta como dolor movimientos físicos cuya cantidad y orden son y serán siempre desconocidos; porque la perspectiva es la del sujeto, no la mía. De no ser así, ciertamente, ¿qué habría más real que el dolor?
Lo anteriormente descrito, con más celeridad de la deseada, busca introducir una perspectiva medianamente olvidada en el problema del mal; la de entenderle a partir del dolor y la individualidad.[6] Schopenhauer decía que son el dolor, el mal y la muerte los acicates que hacen surgir a la filosofía.[7] Cosa muy similar señala Neiman, quien asegura que es el mal la causa eficiente de la filosofía moderna.[8] Sospechoso es, por lo demás, que sean tan pocos los filósofos del mal en nuestros dos siglos posmodernos.
Por qué haya una suerte de olvido en el pensamiento filosófico del dolor y la pasión, es tema de otro trabajo. Podría argumentarse que la pasión siempre ha sido un problema, pero lo ha sido como causa del mal, de la infelicidad, del egoísmo; no como un problema filosófico en sí misma. Se ha encontrado siempre por detrás de los problemas fundamentales de la filosofía, como una sobra, la misma quizás para todos ellos.
Paralelamente, el dolor es un fenómeno privado, tiene fronteras muy bien determinadas por mi cuerpo, su percepción es inmediata y es radicalmente incomunicable a la menara en la que sí lo son las ideas y los conceptos. Las pasiones son partícipes de esa misma naturaleza personal y cerrada. Mis deseos no son los del otro, aunque sean los mismos. Y es justamente la superposición de mis deseos ante los del otro aquello que podría proponerse como la primer definición del mal.
Schelling y Schopenhauer son de filósofos que con mayor puntualidad abrazan esta definición. Sin entrar demasiado en el Sistema de la Libertad, puede decirse que el mal -un mal con pesada carga metafísica y premisa necesaria para los problemas más antiguos de la metafísica[9]– es el falso Dios; es un querer particular –mis deseos- colocado en el trono de la universalidad; se trata del esclavista universal. Aquel cuya voluntad es tal, que aplasta las demás voluntades; tergiversa y trastorna el orden general por su egoísmo antidivino, antinatural y per-verso. La individualidad cerrada y sus deseos privados y privativos de ajenos deseos es el hierro que atiza al mal. Por ello se inició con la consideración de la individualidad: el mal nada es sin un malvado. Safranski, en contraste, considera que para Schopenhauer el mundo es malo en esencia.[10] Sin embargo, la Voluntad, el engranaje famélico del mundo para el filósofo de Danzig, sólo alcanza maldad en las criaturas materializadas que guerrean sin fin por más materia. Particularmente el mal es humano en Schopenahuer y por casi las mismas razones que en Schelling. El individuo tiene una sola perspectiva, la mia, un centro de deseos universal que está en todos lados, detrás de cada par de ojos humanos. Universal, pues, porque sólo mis deseos son reales para mí, y no hay otra perspectiva que la mía, aunque esa mirada alcance las lejanas galaxias. Cualquiera, dice Scopenhauer, incluso el ser más insignificante encuentra en sí mismo, en su propia autoconciencia al ser más real y reconoce en sí mismo al verdadero centro del mundo y la fuente primera de toda realidad.[11] Todos somos malvados para Schopenhauer, aunque la definición de maldad que ahora se presenta requiera que sean pocos los esclavizadores de voluntades y muchos los subyugados en perpetua mansedumbre. Y ya que todo deseo mancillado e incumplido es ocasión de dolor, el, los malvados son crueles y los esclavos víctimas sufrientes.
Pero no solamente la perspectiva cerrada, ensimismada, idiota, como diría Heráclito, es suficiente para el mal. Neiman menciona sucesos concretos dentro de la historia que pueden ser tomados como paradigma del mal. Sucesos que toman inmenso significado, contrastantemente, porque no es posible entenderlos; porque el aparato conceptual que se pudo tener a mano fue incapaz de dar cuenta de los mismos. Se trata de Lisboa y de Auschwitz.
Ya antes del terremoto de Lisboa, Pierre Bayle había puesto en escena la irracionalidad del mal. Con una ecuación muy sencilla, Bayle opta por la renuncia a la razón –es decir, abdicar de la comprensión del mal- antes que a la fe o a la existencia del mal. Sea queDios quiera abolir el mal pero no pueda; o pueda pero no lo desea; o ni una ni la otra, o ambas. Si lo desea y no puede, es débil; cosa que no se puede afirmar de Dios. Si puede y no lo desea, ha de ser avaro, lo cual también es contrario a su naturaleza. Si no quiere ni puede, debe ser avaro y débil, por lo que no sería Dios. Si lo desea y puede –la única posibilidad de acuerdo con su naturaleza-, entonces, ¿de dónde viene el mal?[12]
Lo que se encuentra aquí en cuestión es el planteamiento tradicional del mal y su relación con la divinidad. Si Voltaire dijo cómicamente que “el mundo está para volvernos locos”, se refiere en particular a la imposibilidad, planteada mucho antes que Kant, de una Teodisea. Y, más profundamente, se refiere a una relación que Kant habría de romper y que dejaría en desamparo al ser humano frente al mal: la línea de continuidad entre la felicidad y la virtud. El terremoto de Lisboa[13] rompió los esquemas conceptuales que hacían al mundo comprensible. Nada indicaba ni daba razón para que una calamidad como ninguna jamás documentada adviniera sobre esa próspera ciudad. Por supuesto, el vicio y la avaricia estaban presentes entre sus habitantes; pero no más que en cualquier otra ciudad europea de aquella época. Lisboa no era la Sodoma moderna y, sin embargo, fue igualmente reducida a escombros.[14] Después de ello, jamás se volvería a hablar de mal natural; después de ello -y como también narra Boccacio en el Decamerón acerca de la peste- el equilibrio moral universal entre pecado, culpa y castigo no volvería a ser conmensurable.[15] El terremoto no fue un mal inmenso, fue simplemente incomprensible.
El mal, así, no es solamente deseos rotos por una voluntad más grande o potentada; el mal necesita un por qué. Y ello no es un requerimiento conceptual, un vacío por llenar en su definición. Es una exigencia del dolor. Es la falta de esta respuesta lo que hace, v.g., que se considere a la filosofía de Schopenhauer como inmensamente pesimista. Para él, el mundo está en perpetua lucha por nada. El valor de la vida se pierde por completo si el dolor no tiene razón de ser. Mi dolor debe señalar hacia algo más, dirigirse a un derrotero y es entonces aceptable, incluso bueno; o ser fruto del mal de otro, tener nombre, paradero e intención; y el odio, el resentimiento, el perdón o cualquier estado de ánimo que pueda surgir, pueda tener también una dirección. De otro modo, con una naturaleza del dolor tan presente en mí, que me roba todo lo que soy[16], y a falta de razones, la muerte parece ser lo único razonable.
En la Religión dentro de los límites de la razón, Kant habla del “mal radical”. A diferencia de lo que podría pensarse, no se trata de un mal inmenso, sino de la propensión (Hang) a no obedecer la ley moral. El mal radica en la naturaleza humana, a eso se refiere el término radikal que califica a Böse, “no hay pruebas de que Kant quiera decir otra cosa fuera de eso”.[17] En este tratado, Kant busca aclarar la frecuentemente señalada confusión entre libertad, ley moral y voluntad que se encuentra en la Crítica de la Razón Práctica. Lo hace sobre todo, para dar cabida a la libertad como espontaneidad. Pues, de otro modo, el mal es fruto solamente de una fuerza mayor de la inclinación frente a la ley. Sin embargo, esta confusión primera es muy reveladora. La ley moral parece no ofrecer nada que impulse a la acción. De hecho es su nada ofrecer lo que marca su definición como pura. Empero, hay una inclinación pura que hace las veces de impuso para la acción conforme a la ley, el respeto y admiración a aquella: la pasión pura. En esta medida, la Crítica de la Razón Práctica tiene en su centro y como fundamento a la pasión pura, el respeto. El cómo sea posible algo así como una pasión pura es algo que Kant no explica. De hecho, lo asume abiertamente como un misterio, justamente porque la pureza de las pasiones, una pasión vacía de inclinación es inconcebible, y su existencia es solamente atestiguada por el extraño sentimiento moral.
Extrapolando un poco sus términos y, con ello, saliendo de la filosofía kantiana para poder continuar nuestro sendero sobre el mal, puede decirse que la libertad es la pasión pura. Pero la pureza de la pasión es, más que el respeto, su forma básica -pura-: el querer es una tendencia al vacío del querer. Entendiendo así a la libertad, se le asimila a la voluntad sin que entre en el juego el determinismo de este o aquel deseo; es decir, la relación entre libertad y necesidad. A ello nos lleva el tomar como punto de partida al individuo entendido como yo quiero. En realidad no importa si la acción se encuentra completamente determinada por un sinnúmero de mecanismos. A mi no me importa, en la medida en que ser libre no es espontaneidad, sino padecer la libertad. Puede decirse que la pasión pura es el horizonte de posibilidad de toda pasión. Así, culpa, esperanza, tristeza, sólo tienen sentido si el agente de la acción que hace surgir en mí tales pasiones, también soy yo; es decir, si la acción es libre. Y la culpa, esperanza o tristeza, como el dolor, no pueden ser más reales.
Tras esta inmensamente rápida deducción de la libertad como pasión pura, entra en escena el mal. El mal debe de ser mío, o sería mero mecanismo y no sería malo. ¿Quién culparía a una roca por elevarse del suelo al ser pateada?[18] Con esto se puede argüir, en primera instancia, que no habría maldad sin alguna pasión presente en el artífice de la acción que señale hacia su tal maldad. Pero el malvado suele no padecer de culpa alguna por el mal cometido, incluso podría sentir cierta satisfacción. De hecho resulta un poco más complicado. El mal es la pasión impura. Que no por ello es lo contrario o la negación de la libertad –entendida ésta como pasión pura. Sino una tendencia cerrada, un deseo sin luz, unidimensional y radicalmente mío. De esta manera es que todo aquello que asume Kant bajo el reino de amor propio se dirige a encuadra al mal bajo el egoísmo. Parafraseando a Kant, puede decirse que el mal es la propensión (Hang) a actuar como si sólo yo existiera y sólo mis deseos existieran. Es decir, también, que la pasión pura no es radicalmente mía o no toma como referencia sólo a un yo quiero, el mío, sino al otro como un otro yo.
El la Paz Perpetua Kant reconoce que una sociedad, digamos, global en la que la paz reine es una idea más o menos ingenua. Pero la paz es una idea regulativa, necesaria para la vida en comunidad sin la cual es más fácil o, incluso, necesario, caer en la guerra.[19] Kant es el filósofo -entre otras muchas cosas- del como sí. El sujeto puro y distante de la ley, es un como sí. El yo de la pasión pura no lo es. Es el a medio camino entre el la pureza distante, lejana e imposible (ingenua) y la mónada absolutamente cerrada y sin Dios.[20] Se encuentra entre el como sí de la pasión impura del mal en la que sólo existo yo, y el como sí de la ley moral en la que el yo quiero se abstrae y se vuelve baladí. No deja de ser una perspectiva cerrada, pero incluso en esa carencia de puertas y ventanas se hace como si fuese una casa abierta, como si pudiera ser el otro. No es un postulado meramente teórico; así vivimos las acciones. Y justo porque no es a-priori, es que resulta contingente. Claro que se puede querer como si sólo existiera mi querer y sin Dios. Por ello se le llama pasión impura. Sumando a ello -y saliendo de Kant-, Leibniz, en la Teodicea, propone que la maldad de Judas radicó en su odio a la mayor de las bondades, al orden del cosmos, a Dios mismo. Un mal que es su propio castigo. No hay salida si se odia a la totalidad, dice, no hay nada que sustituya ese odio por amor a otra cosa. El mal, en este sentido, es la quietud del querer, el estancamiento del ánimo en una sola pasión sin poder salir de ese infierno interno. Así, el mal, como pasión impura, es el encierro radical, el egoísmo y el odio eternizados en el ánimo que se vive como si fuera el único ánimo y que se encuentra, por añadidura, lleno de dolor por mor de una sola pasión impedida de satisfacción posible alguna.
Cualquier dolor, menos el presente, se burlaría también Leibniz en la Teodicea. Más allá de la intención de burla, se refiere a la visión corta, limitada a brevísimos tiempo y espacio. Un ebrio, continúa el filósofo de Leipzig, que tuviera la sensación de la resaca al beber la primera copa, inmediatamente abandonaría el frenesí.[21] La íntima relación que placer y dolor tienen con el cuerpo les hereda una característica fundamental de éste: la limitación del tiempo y del espacio. Un millón de personas sufriendo, diría Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo, es demasiado abstracto como para compadecerse, no así si a ti te veo sufrir. La razón principal de que no se haya continuado con Auzschwitz tras la descripción de Lisboa en el presente escrito, tiene que ver con aquella espaciotemporalidad del dolor. Auzschwitz es aún demasiado cercano, y si aquí se parte de la perspectiva individual para explicar al mal, no se ha de descartar la objetividad. Es decir, el yo quiero que es el individuo, no es el autor de este escrito –o no solamente-, pero tampoco es el Yo universal del sujeto. Y el que aquí escribe bien puede tener quereres, deseos o intereses específicos con algo que aún resuena en los corazones. A pesar de lo que Arendt y Levinás llegaron a decir del evento, a pesar de que pueda ser cierto que no se pueda pensar al ser humano y al mal de la misma manera después de Auschwitz, el mal hereda del dolor lo que éste último ha heredado del cuerpo. El más grande de los males es el mal presente. Hoy serán quizás los banqueros o los avarísimos empresarios y no los nazis, los rusos o los norteamericanos los más grandes malvados. Hace quinientos años lo habrán sido los inquisidores; más atrás los Calígula o los Nerones. El mal se mide, se decía, por el dolor infringido, por las voluntades subyugadas, por la perversión del orden colocando mi querer como centro del cosmos.
Ello ha sucedido siempre, y el vicio de las Teodiceas nos impulsa, por la propia y ya señalada necesidad del dolor, a augurar una era más prometedora, más buena. No se vituperará aquí la esperanza, pero tampoco se ofrecerán utopías. A fin de cuentas, como lo dice Kant en la Antropología, el dolor es acicate de actividad y movimiento.[22]El mal mueve mundos al hacerme abandonar el lugar o la situación que tanto me duele, al hacer derrocar tiranos que tanto me hieren y pasar al siguiente acto. Enésimo acto de la historia humana cuya cuota de dolor ya no será mía, sino de otro yo.
Bibliografía
- Bayle, Pierre. Dictionaire Historique et Critique. Brunel.
- Bernstein, Richard. El mal Radical. Lilmod. Argentina, 2005.
- Cassirer, E. Kant, vida y doctrina. FCE, Breviarios. México, 1978.
- Heidegger, M. Schelling y el sistema de la libertad. Monte Ávila Editores. Venezuela, 1985.
- Kant, I. Antropología en sentido pragmático. Alianza, Libro de bolsillo. España, 2004.
- Leibniz, G. Opera philosophica quae exstant latina, gallica, germanica omnia. Berolini. 1840.
- Ocaña, E. Sobre el dolor. Pre-Textos. España, 1997.
- Safranski, R. El mal o el drama de la libertad. TusQuets Editores. España, 2000.
- Schopenhauer. El Mundo como voluntad y representación II. FCE, Círculo de Lectores. España, 2005.
- Schopenhauer, A. Parerga and Paralipomena II. Clarenton Press. Inglaterra, 1974.
- Neiman, Susan. Evil in Modern Thought. Princeton University Press. Estados Unidos, 2002.
- Spinoza, B. Las Cartas del Mal. Ed. Tarahumara. Argentina, 2006.
Notas
[1] El presente ensayo es una versión muy abreviada de parte de mi investigación doctoral titulada La distancia ontológica. Pasión y música en la Modernidad. Intentaré explicar lo más sintéticamente posible tesis que en realidad requirieron un centenar de páginas, sea en el cuerpo del texto o en notas al pie. Aunque en este escrito se mencionan filósofos e ideas contemporáneas, las explicaciones y conclusiones son un diálogo principalmente hecho con filósofos modernos. Asimismo, ni uno ni otro son escritos sobre un filósofos en particular –el método elegido, y que lamentablemente no puede ser aquí explicado, no lo permite-, sino con una rica diversidad de ideas.
[2]Cf. Baruch Spinoza. Las Cartas del Mal. p.91.
[3]Cf. Ernst Cassirer. Kant, vida y doctrina. p.231.
[4] Esta diferencia es, propiamente, lo que denomino la distancia ontológica. Descartes, en las Meditaciones, suele usar indistintamente la primera persona para referirse a él mismo y al naciente sujeto moderno. Lo que los separa con más claridad es la inclusión de la fábula. Al principio de las Meditaciones, refiere su investigación como una puesta entre paréntesis del mundo, como la fábula de la ciencia dentro de la vida. De la misma manera, en el transcurso de las meditaciones, aparece la moral provisional como una fábula en la que la certeza científica ante la vida se pone entre paréntesis pues no ha sido alcanzada y, sin embargo, no puede abandonarse la acción; no sólo por su carácter de urgente, sino porque la ciencia del bien y del mal (jamás lograda) es la copa del árbol de la ciencia. Aunque en Descartes es muy clara esta distancia, se encuentra ésta presente en muchos de los sistemas filosóficos de la modernidad.
[5] Atendiendo a la más básica definición de “realidad”, resulta un contrasentido referirse a las “realidades”. Sin embargo, lo “real” para la filosofía suele no ser lo “real” para la vida. Y con “vida” ha de entenderse principalmente el devenir pasional que, por naturaleza propia, se experimenta individualmente.
[6] El contraste que muchos filósofos de la modernidad realizan entre el sujeto y el individuo, deja a este último esencialmente como un cúmulo de deseos y un cuerpo. Por ello, y sin entrar demasiado en detalles, a la individualidad se le denomina como yo quiero, en contraste con el yo pienso propio del sujeto. Es esta perspectiva la que se toma como punto de partida. Pensar al mal desde el individuo, que es pensarlo a través de mis deseos. Por ello, también, se coloca en cursivas el uso de la primera persona; se lo hace para referirse a este yo que no es el sujeto ni el autor del escrito, sino del individuo, sea cual sea, sin ser, empero, un Yo universal.
[7]Cf. Arthur Schopenhauer. El Mundo II. p.158.
[8]Susan Neiman. Evil in Modern Thought. p. 3ss
[9] Heidegger, en su curso Schelling y el sistema de la libertad, muestra claramente la manera en la que el mal se vuelve fundamental para la pregunta por el ser. Remito al lector a tal escrito para una detallada explicación de esa tesis.
[10]Cf. Rüdiger Safranski. El mal o el drama de la libertad. p.70.
[11] Arthur Schopenhauer. Parerga II. p.16.
[12] Pierre Bayle. Dictionaire Historique et Critique. 1, 169.
[13] Actualmente se considera que fue un terremoto de cerca de 9 grados Richter que ocasionó entre diez y cien mil muertes. Además, tras el terremoto de diez minutos, los incendios y gigantescas olas ocasionaron aún más daños. Cf. www.wikipedia.org.
[14] Sólo a un anónimo obispo inglés ocurriósele explicar la tragedia de Lisboa como un castigo por las masacres perpetradas por los portugueses en las colonias americanas. Esta importante omisión lleva a considerar que tales masacres no eran tomadas como malvadas por el pensamiento europeo. Las justificaciones que enarbolaban para hacerlo, les habrán quizás expiado de todo mal.
[15] Solamente Rousseau culparía a los propios portugueses por construir su ciudad en una zona en donde suelen haber terremotos.
[16] Ocaña, en su libro Sobre el dolor, dice: “quien padece es el viviente entero, pues el dolor tiende a imponerse como totalidad en cuerpo y ánimo”. p.45.
[17]Cf. Richard Bernstein. El mal Radical. p.53.
[18] Aquí la referencia es a Spinoza, que en una carta a Oldenburg usa la imagen de una roca arrojada que adquiere hipotéticamente conciencia de sí, y piensa que vuela por su propia voluntad. A ello él llama nuestra querida libertad.
[19]Cf. Safranski. Op.Cit. p.120ss.
[20] Al llevar Leibniz su postura de la monadología hasta sus últimas consecuencias, podía afirmar que en este mundo sólo somos Dios y yo. En Leibniz Dios es suficiente para llenar todo lo demás. Un yo quiero solitario, único y sin Dios, es la maldad. De ellos se hablará en seguida.
[21]Cf.Gottfried Leibniz. Opera philosophicaomnia. p.249.
[22]Cf. Kant, I. Antropología. p.158.
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