¿Dónde quedó la sabiduría que perdimos con el conocimiento?
¿Dónde quedó el conocimiento que perdimos con la información?
T. S. Eliot, The Rock
He aquí, pues, otra propuesta: el medio no es el mensaje;
el mensaje se convierte en aquello en que lo convierte el
receptor, al adaptarlo a sus propios códigos de recepción,
que difieren de los de emisor y de los del teórico de la
comunicación. […]Puede que lo que dice McLuhan
(junto con los apocalípticos) sea cierto, pero en ese caso se
trata de una verdad muy perjudicial; y puesto que la cultura
tiene la posibilidad de construir sin recato otras verdades,
vale la pena proponer otra más productiva.
Eco, Umberto, Apocalípticos e integrados, p. 400
Introducción
En los debates acerca de las consecuencias y las posibilidades de las así llamadas tecnologías de la información y la comunicación, gran parte de los aportes provenientes de las humanidades parecen oscilar entre la crítica global (y más bien vaga) de toda “tecnología” (con la correspondiente condena de la acción de “los medios masivos” o la “comunicación masiva”) por un lado; y por otro, el desmedido entusiasmo que suele expresarse en no menos difusas utopías acerca del advenimiento de una “sociedad del conocimiento” capaz de resolver “todos nuestros problemas”[1]. Muchos de esos debates intentan destacar el rol de la “tecnología” en la vida cultural, enfocándose en qué cosas se escriben y se leen–qué “información” o qué “contenidos” se producen y circulan en la sociedad–, pero también en la manera en que leemos lo que leemos–tanto por el lado de la “producción” como del “consumo” de esos contenidos. Sin embargo, las palabras “escritura”, “libro” o “internet” no son los nombres de esencias o naturalezas eternas que mágicamente nos permitan comprender los fenómenos sociales complejos en los que han tenido (y tienen) un rol fundamental (desde la aparición de la escritura hasta la invención de la imprenta o las más modernas tecnologías de la información). De nuestra capacidad de abordar lúcidamente estas cuestiones, y de nuestras actuales decisiones en relación a cómo utilizar y qué forma dar a esas tecnologías depende no sólo el futuro de las humanidades (como ámbito académico) sino, muy probablemente, el futuro de la humanidad como especie. Una discusión seria y fructífera resulta imposible si no reconocemos que tanto la creación como el resguardo de esos “contenidos” (desde lo que llamamos información, a lo que llamamos, en general, tradición o cultura) dependen, tanto para su aparición como para su preservación y enriquecimiento, del contexto social en el que tienen lugar. Así las cosas, la tendencia a emitir juicios basados únicamente en lo que suponemos son las “características inherentes” de determinados medios solo sirve para empobrecer el debate y eludir nuestras urgentes responsabilidades antes tales desafíos.
Entre el fetiche libresco y el fetiche tecnológico, entre los lamentos por la decadencia de la alta culturay el ya insostenible optimismo de la conectividad global, el presente ensayo sugiere la conveniencia de evitar ambos extremos, llamando la atención acerca de la importancia del contexto (fundamentalmente social e histórico) para la construcción comunitaria de sentido.
Canoas, bosques y desiertos
El historiador de la ciencia George Dyson, en su respuesta a la pregunta“¿De qué manera está cambiando la internet su manera de pensar”?[2] nos invita a considerar la cuestión mediante una analogía con el siguiente ejemplo histórico. En el Pacífico Norte había dos estrategias diferentes en la construcción de embarcaciones.
George Dyson
Los Aleutas (o Unangas), que habitaban islas estériles donde casi no crecían árboles, se veían obligados a fabricar la estructura de sus kayaks[3]a partir de los escasos trozos de madera que el mar depositaba en la costa. En cambio, los Tlingit (o “Gente de las mareas”) vivían en los bosques templados del sur de Alaska, y construían sus botes a partir de grandes troncos, que vaciaban hasta dar con la forma de una canoa.Para Dyson, las generaciones actuales están en plena “mudanza” de un territorio a otro, de una cultura basada en la recolección de datos dispersos a otra basada en la necesidad de seleccionar cuidadosamente a partir de una sobreabundancia de datos aquellos que le sirvan para construir un contenido medianamente coherente.Si bien es cierto que muchas veces preferiríamos no vernos obligados a tal esfuerzo, es inútil culpar al territorio por nuestra incapacidad para adaptarnos a él–sobre todo porque, para bien o para mal, en este caso el territorio es algo que de alguna manera construimos entre todos.
Es sabido que Borges imaginó un universo compuesto por minuciosos volúmenes cuyas páginas contenían todas las posibles combinaciones de caracteres alfabéticos[4]. Y no es menos conocido el sentimiento de desamparo que esa fantasíasuele despertar en el alma de los lectores. Después de todo –agregaría, quizás, Dyson–el bosque más impenetrable no es sino otra forma de la intemperie…
Hogueras, jeroglíficos y extraterrestres
Ya el Sócrates del Fedro se preocupaba de advertir sobre los efectos que esa “nueva tecnología” llamada escritura podría tener en nuestra vida, en nuestro pensamiento y en nuestra búsqueda de la sabiduría[5]. Parece difícil imaginar algo más “virtual” e intangible que esas vibraciones del aire que acostumbramos experimentar como sonidos, como voces. Pero es el mismo Platón se encarga de defender y de destacar la importancia de esa tenue virtualidad que llamamos lenguaje oral. En ese diálogo, Sócrates argumenta que la invención de la escritura es más parecida a una maldición que a un milagro, porque hace que el contenido“vivo” de los pensamientos quede confinado a esos rígidos “caracteres materiales” (mero simulacro o “sombra de la ciencia”) con que intentamos apresarlos. La proliferación y distribución de textos escritos acarrea no sólo la “exteriorización de la memoria” (que nos hace dependientes de los transitorios“soportes” de ese saber), sino además laaparienciade conocimiento (“falsos sabios”) y lailusiónde la inmediatez en el aprendizaje. La sabiduría requiere de un interlocutor, que hace posible todo diálogo y todo “contenido” (todo aprendizaje compartido, esto es, significativo).
Evidentemente, la historia también abunda en casos de la superstición o simplificación opuesta. A la manera de los niños que están aprendiendo a leer, solemos razonar que si alguien se ha tomado el trabajo de escribir un extenso tratado sobre el tema que fuera, su contenido tiene que ser importante. Y no olvidemos la conocida (aunque probablemente apócrifa) anécdota acerca de Thomas Carlyle, en su respuesta a cierto pragmático hombre de negocios que le reprochaba ocuparse demasiado de tales “virtualidades”: «Hubo una vez un hombre llamado Rousseau, que escribió un libro que no contenía nada más que ideas. La segunda edición estaba encuadernada con la piel de quienes se rieron de la primera.»[6]
Thomas Carlyle
Quizás sea esta la razón de que ese espontáneo respeto a los códices de todo tipo haya dado lugar a diversas idolatrías, pero también a las más variadas formas del odio. Parece que empecinarse en quemar bibliotecas equivale de alguna manera a reconocer el temible poder de esos virtuales batallones de papel.
Hoy (como hace años) nos atormentan los posibles efectos de las flamantes “tecnologías de la información” sobre cosas tan modestas como nuestro uso del lenguaje (nuestras “competencias lingüísticas” básicas), nuestra memoria, la mera capacidad de prestar atención a un asunto a la vez o de controlar nuestros propios procesos de pensamiento[7]. Como puede comprobar cualquier persona “informada”, tales preocupaciones son moneda corriente en los “medios” (tanto “masivos” como “académicos”), y seguramente son tan atendibles como las que se desprenden de la venerable mayéutica ateniense. Pero es precisamente por ello que el paralelo (que reconocemos trillado y más bien riesgoso) resulta, a pesar de todo, relevante. El único problema es que se presta tanto a una fácil vindicación de ciertas intuiciones “platónicas” como a su no menos expeditiva recusación.
Pero sería injusto permitir que el vértigo del futuro o de lo desconocido nos haga olvidar que la idea misma de un catálogo de títulos, de un diccionario o de una enciclopedia puede contarse entre los más impresionantes desarrollos tecnológicos de los que ha sido capaz nuestra precaria estirpe de bípedos implumes. Curiosamente (y como lo demuestran Wikipedia, pero también proyectos de universidades prestigiosas de todo el mundo, como la excelente Stanford Encyclopedia of Philosophy) se trata de un tipo de tecnología cuyo potencial es en cierto modo independiente de su implementación concreta. Claro está que, (en palabras de Umberto Eco), no dejan de ser “máquinas perezosas”, cuya utilización requiere no sólo de esfuerzo y energía, sino también de un considerable entrenamiento previo (algo que solo es posible en el seno de una sociedad o comunidad).Es decir, en principio,y a pesar de toda su aparente “vitalidad” (alimentada en partes iguales por entusiasmo sincero y marketing despiadado), no hay razones para creer quelas llamadas tecnologías de la información sean menos“perezosas”que el más venerable diccionario. Lo que no podemos negar es que, en ciertos casos (y por razones análogas), tambiénpuedenfacilitarla creación y difusión de contenidos más ricos y amplios que los de las antiguas bibliotecas, pueden dar lugar a debates más significativos y fructíferos, pueden ayudarnos a comprender un poco mejor al mundo y a nosotros mismos. Por supuesto, la misma facilidad se extiende a la creación y distribución de contenidos que no aspiran siquiera a la mediocridad, y que de a ratos amenazan con ahogarnos en un torrente de estímulos inconexos cuyo único propósito es beneficiar a quienes lucran con ese intangible y creciente “tráfico” (ese constante e irreflexivo“consumo”); y tampoco podemos olvidar el constante peligro de que casi cualquier “debate” en internet o en los medios masivos degenere confusión, insultos, amenazas, o cosas peores. Pero lo mismo puede decirse de los efectos de la aparición de la imprenta o la prensa en general, por no hablar de la cantidad de discusiones “cara a cara” que tampoco logran más que aumentar la confusión, o propiciar –precisamente–insultos, amenazas o cosas peores.
Volviendo a Platón, es evidente que los libros (las pirámides, las bases de datos, las bibliotecas…) no hablan, no contestan respuestas ni resuelven problemas. Por eso es casi una trivialidad afirmar que las bibliotecas nacen y perecen porsus lectores.¿Quién se hubiera molestado en recordar la impresionante biblioteca de Montaigne si no hubiera sido por sus no menos impresionantesEnsayos? ¿Qué hubiera sido de la cultura clásica si no fuera por los ejércitos de escribas que durante siglos dedicaron sus vidas a copiar (a “piratear”) pacientemente los textos de los grandesautores del pasado? Las más de las veces la periódica destrucción de bibliotecas no parece haber sido otra cosa que la ejecuciónen efigiede condenas dirigidas a algún grupodelectoresmás o menos molestos. Lamentablemente, el fuego y los fanáticos no suelen detenerse en distinciones semánticas, por lo que más de un lector terminó compartiendo eldestino de sus amadas colecciones (después de todo, la habilidad de controlar el fuego es uno de los desarrollos tecnológicos más antiguos de nuestra especie). En resumen, los inevitables peligros de la tecnología, de los que tanto escuchamos hablar…[8]
En La búsqueda de la lengua perfecta[9](Eco,1993, pp.151-153) encontramos mencionado el extraño caso del semiólogo Thomas Sebeoky su famoso ‘reporte técnico’ para la Oficina de Aislamiento de Residuos Nucleares de laNRCde los Estados Unidos. El trabajo en cuestión lleva por título Communication Measures to Bridge Ten Millenia[10](algo así como “Medidas comunicativas para superar diez milenios”) y consiste en un análisis de posibles métodos para evitar que los depósitos de desechos nucleares se vean afectados por la acción de los futuros habitantes de esas zonas.
Thomas Sebeok
Teniendo en cuenta que tales residuos seguirían siendo radioactivos por al menos 10.000 años, la tarea de diseñar un sistema de advertencia confiable está lejos de ser trivial. El proyecto no es menos ambicioso que el de diseñar un mensaje comprensible por alguna civilización ‘extraterrestre’ –entre otras cosas, porque no podemos descartar la posibilidad de que los futuros habitantes del planeta pertenezcan precisamente a una de esas civilizaciones. Pero aun dentro de los límites de nuestro “propio” planeta, la historia parece indicar que las distancias temporales no son menos vertiginosas que las espaciales, y que diez milenios resultan más que suficientes para aislarnos de cualquier posible interlocutor.
La conclusión de Sebeok es que ningúnmedioes capaz de garantizar una comunicación exitosa. Consideremos las pirámides egipcias, aún en pie, pero cuyos jeroglíficos, pocos siglos después de muerto el último faraón, resultaban completamente incomprensibles para los mismos habitantes de Egipto. La solución que propone el informe consistiría en la instauración de una especie de casta sacerdotal «que mantuviera viva la consciencia del peligro, creando mitos, leyendas y supersticiones[…] de modo que […] incluso en una sociedad humana que hubiera regresado al estado de barbarie, pudieran sobrevivir oscuramente tabúes imprecisos, pero efectivos.»(Eco 1984: 126). Esto es, nada menos que una comunidad capaz de inscribir ese mensaje en uncontexto(opaco y mitológico, pero contexto al fin). A primera vista, puede parecer una empresa extravagante. Lo que ya no es tan sorprendente es que se trate de una propuesta de “codificación”cultural, que operaría en el nivel de las relaciones sociales, y que presupone una comunidad capaz deinterpretar(al menos “oscuramente”) esas relaciones. Parecería que la información sin contexto no es ni siquiera información, yque en la práctica (y en lo que respecta a decidir cómo actuar en cada caso)ni siquiera tiene demasiado sentido hablar de“contexto” por fuera de ciertas relaciones sociales de una determinada comunidad.
Tradición, responsabilidad y futuro
Acaso lo que llamamos tradición no sea otra cosa que esos “contenidos” (quizás inseparables de determinados“valores”) que sucesivas generaciones de obstinados lectores se empeñan en reinventar y en reinterpretar a la luz de sus preocupaciones del momento.Pero elcontenidono depende más estrechamentedelmedio (en el que aparece o se comunica)quedelcontexto (o los contextos, aquel en el que se produce y aquel en el que se lo interpreta).[11]
Reconozcamos que, tal y como la hemos estado utilizando, esta última expresión (“contexto”) no es menos vaga que las dos anteriores. Pero, a falta de mayores precisiones, podríamos identificarla a grandes rasgos con las relaciones sociales significativas dentro de una comunidad, sus valores y normas compartidos en un determinado momento, por determinadas personas. O quizáscon aquellas “formas de vida” de las que habla Wittgenstein en sus Investigaciones Filosóficas[12]. Como se desprende de lo anterior, nada de esto es independientede la manera en que ese “contenido” se crea y se distribuye en una determinada sociedad.Sin embargo, eso tampoco nos autoriza al (muyposmoderno) dictamen de que la noción de contenido es en sí misma incoherente[13].Las dificultades son innegables, pero es en vano intentar responsabilizar de ellas a eso que normalmente se entiende por “nuevas tecnologías”, “nuevos medios de lectura y distribución de la información”, o “cultura de masas”.Por ejemplo, hoy en día la actividad de filólogos, críticos literarios o historiadores depende tan estrechamente del funcionamiento de internet como la de quienes se dedican a las ciencias de la computación o a la física experimental; pero nadie se atrevería a afirmar que la crítica literaria es lo mismo que la física experimental amparándose en la dudosa premisa de que “el medio es el contenido”[14].
Y es que una de las cosas que hace irrelevante (y quizás potencialmente nocivo) a la gran mayoría del “contenido” que actualmente se “distribuye”, se “produce” y se “consume” de manera masiva no es otra cosa que su falta de contexto (es decir, de alguna pista confiable que nos permita interpretarlos ubicándolosen un determinado contexto). Pero, precisamente por ello, la solución no consiste en denunciar la virtualidad o la inmediatez que se suponen “inherentes al medio”; ni tampoco en entregarse a la ciega confianza en que el medio sea capaz “por sí mismo” de engendrar y estabilizar su propio contexto–esperanza que ciertos gurúes de la intelectualidad posmoderna parecen compartir con los profetas del “autorregulado” funcionamiento de esa otra fantástica y omnipotente entidad, que suelen reverenciar bajo el solemne nombre de “Mercado”. Entre una y otra ingenuidad persiste la opción -incómoda y, ahora sí, riesgosa- de asumir (y ejercer) nuestra activa responsabilidad en todo esto.
La situación no deja de ser compleja (y urgente). Pero no deberíamos despreciar el hecho de que las “nuevas tecnologías” nos ofrecen algunas de las pocas herramientas medianamente accesibles para construir un contexto social o comunitario capaz dedotar de sentidoa esa milenaria o flamante herencia cultural e intelectual en la que a pesar de todo reconocemos los innegables valores que nos gusta honrar con el nombre de Tradición o, quizás, Cultura[15]. Y no se trata de una preocupaciónexclusiva de “intelectuales”, o de una situación que afecte únicamente a quienes (para bien o para mal) nos sentimos arrastrados por la pasión de los libros en todas sus formas.Probablemente hoy más que nunca, de las decisiones que tomemos respecto a la construcción comunitaria de sentidodepende, como suele decirse, nuestro futuro.
Bibliografía
Borges, Jorge Luis, Obras Completas: 1923-1972, Emecé, Buenos Aires, 1974.
Carr, Nicholas, “Is Google Making Us Stupid? What the internet is doing to our brains”, en The Atlantic, 1 de Julio, 2008 (http://www.theatlantic.com/magazine/archive/2008/07/is-google-making-us-stupid/306868), consultado el 12 de noviembre de 2013.
Dyson, George, “Kayaks vs Canoes”, en Edge, World Question Center 2010: “How Has The Internet Changed The Way You Think?” (http://www.edge.org/q2010/q10_2.html), consultado el 6 de enero de 2014.
Eco, Umberto, La Búsqueda de la Lengua Perfecta, Crítica, Barcelona, 1999. [primera edición en castellano: 1993].
Eco, Umberto, Apocalípticos e integrados, Lumen, Barcelona, 1984 [primera edición en castellano: 1968].
Gellman, Barton, “Edward Snowden, aftermonths of NSA revelations, sayshismission’saccomplished”, en la edición online de The Washington Post del 23 de diciembre de 2013 (http://www.washingtonpost.com/world/national-security/edward-snowden-after-months-of-nsa-revelations-says-his-missions-accomplished/2013/12/23/49fc36de-6c1c-11e3-a523-fe73f0ff6b8d_story.html), consultado el 4 de enero de 2014.
Habermas, Jürgen, Teoría de la Acción Comunicativa I, Taurus, Madrid, 1999 [Primera edición en castellano: 1987].
MacIntyre, Alisdair, Historia de la Ética, Paidós, Barcelona, 1991.
Platón, Diálogos III: Fedón, Banquete, Fedro, Gredos, Madrid, 1988.
Quine, William vanOrman, Quiddities: An Intermittently Philosophical Dictionary, The Belknap Press, Cambridge (Mass.), 1987.
Sebeok, Thomas, “Communication Measures to Bridge Ten Millennia”. DOI: 10.2172/6705990. Alojado en SciTechConnect (http://www.osti.gov/scitech/biblio/6705990), descargado el 6 de enero de 2014.
Wittgenstein, Ludwig, Philosophical Investigations: Second Edition – PhilosophischeUntersuchungen: ZweiteAuflage, Blackwell, Oxford, 1997.
Notas:
[1]Lamentablemente (o previsiblemente) no existe nada parecido a un consenso acerca de cuáles son exactamente esos problemas.
[2] George Dyson, “Kayaks vs Canoes”.
[3]Que luego procedían a forrar con piel de foca o lobo marino.
[4]Algo que, de más está decirlo, no fue el primero en imaginar o en poner por escrito. Quine, por ejemplo, menciona al psicólogo Theodor Fletchner como el autor de esta “fantasía melancólica” (Cf. W. O. Quine, La Biblioteca Universal), aunque la idea es probablemente mucho más antigua, ya que en cierto sentido se trata del inevitable resultado de las utopías combinatorias que entusiasmaron, entre otros, a Ramón Lull y a Leibniz. (Cf. Umberto Eco, La Búsqueda de la Lengua Perfecta.) La idea también podría entenderse como una variación de aquella según la cual todo el universo no es más que un único texto (de autoría más o menos sobrenatural) cuyo sentido (completo, eterno, inalterable) es nuestro deber descifrar o interpretar. (Cf. Jorge Luis Borges, La busca de Averroes).
[5] Platón, Fedro 274e-275e, (pp. 402-405).
[6] Citado en: MacIntyre, Alisdair. Historia de la Ética, p. 179.
[7] Cf. porejemplo, Nicholas Carr, “Is Google Making Us Stupid? What the internet is doing to our brains”.
[8] Hoy en día no podemos dejar de considerar los peligros de la utilización ofensiva de cualquier “tecnología de la información y la comunicación”. Como sabemos por las revelaciones de, entre otros, Julian Assange, Chelsea Manning y Edward Snowden, numerosas organizaciones estatales y para-estatales dedican gran parte de sus recursos a diseñar métodos capaces de vulnerar las actividades de los usuarios de medios de comunicación digital (implementando acciones que van desde la recolección ilegal e ilegítima de datos privados hasta las más burdas formas de censura previa y la persecución política lisa y llana). Evidentemente, se trata de un tema que no podemos desarrollar en profundidad en el presente ensayo, pero que ilustra hasta qué punto los debates abstractos acerca de “las tecnologías” independientemente del contexto social e histórico resultan inútiles (“ideológicos” o sencillamente contraproducentes). Un buen artículo reciente que reseña los hechos relacionados con las revelaciones de Edward Snowden, además de incluir declaraciones del mismo Snowden analizando la relevancia de esos hechos para una de las discusiones políticas más urgentes de la actualidad es la nota publicada en The Washington Post y firmada por Barton Gellman, “Edward Snowden, after months of NSA revelations, says his mission’s accomplished”.
[9] Cf. Eco, Umberto, La búsqueda de la lengua perfecta, p. 126.
[10] Thomas Sebeok, Communication Measures to Bridge Ten Millennia (pp. 22 y ss.)
[11]Ciertos teóricos de la comunicación hablan de “contextos de enunciación” y “contextos de recepción” como dos aspectos indispensables para dar cuenta de las precondiciones pragmáticas de los actos de habla significativos (o “racionales”) en el marco de la teoría de la acción comunicativa de Habermas. (Cf. Jürgen Habermas, Teoría de la Acción Comunicativa I).
[12]Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations Second Edition (cf. entre otros, Parte I, §241, p.88e).
[13]Perspectivas análogas condenarían como completamente incoherentes o inútiles, en el plano práctico, a las nociones de justicia, igualdad, etc.; y en el plano teórico, a nociones tales como verdad o justificación o significado. Tales perspectivas de hecho existen, pero creemos que los argumentos en favor de ellas (de los que no podemos tratar aquí) no resultan convincentes.
[14] Lo que no quiere decir que no existan diferencias entre leer un ensayo en la pantalla del computador y leer una copia impresa en papel, o entre utilizar un software procesador de texto, una máquina de escribir o un lápiz y papel (por ejemplo, es conocida la influencia de cierta primitiva máquina de escribir en el estilo aforístico de cierto período de la escritura nietzscheana, cf. Nota 7). Pero, si hay tal cosa como un “contenido” o un “mensaje” (ver nota anterior) no hay razones para sostener que debería estar determinado por ese tipo de diferencias.
[15] Algo que suele contrastarse con aquello que nos complace condenar con el nombre de ‘tradición’; pero eso es parte de otro debate.