John Ruskin, en su libro de Las Siete Lámparas de la Arquitectura encarnó y derramó el espíritu y el sentimiento más puro de perdurabilidad y envejecimiento de un objeto: lo supo ver, admirar y dejar ser. Violet Le Duc, en cambio, ejerce acción y decisión que modifica y cura al monumento histórico y lo convierte en un objeto “completo” y nuevamente utilizable. Las visiones se contraponen, la primera la plantea un teórico del arte, mientras que la segunda un arquitecto activo, y aunque cada una se postula como preferente y verdadera hoy se sabe que ambas tuvieron consecuencias que resultan de interés, polémica e injerencia hasta nuestros días.
Lo que en el siglo XIX comenzó como una búsqueda por conocer y entender el mundo en su extensión espacial e histórica, sus fenómenos, sus civilizaciones y su riqueza –viajes ilustrados, el enciclopedismo y el positivismo, sigue hoy actuando de manera exacerbada en forma de turismo, de viajes e intercambios académicos, culturales, y de proyectos profesionales. Existe un interés generalizado por conocer la otredad, y se aprecia el hecho de llegar a un lugar que expresa autenticidad. También existen quienes, a fin de mantener su unicidad, o bien, su carácter original, restauran su patrimonio con el afán de no perder sus símbolos más emblemáticos. Cartagena de Indias, en Colombia, se nos presenta como una límpida paleta de colores vivos y relucientes, mientras que la Habana la vieja, con arquitectura muy similar, proyecta colores deslavados, pasteles y piedra aparente carcomida por el salitre. No hay que confundir el ejercicio de Le Duc con lo que sucede en Cartagena, por ejemplo, Le Duc procuraba un conocimiento histórico y constructivo exhaustivo, que permitía intervenir los inmuebles con suma sensibilidad y concordancia con sus facturas originales, por lo que una pintura vinílica representa un delito contra un encalado. La Habana, en cambio, es sincera en su expresión de vejez, y por lo mismo proyecta una fuerza única de tiempo atrás.
La intervención a un inmueble antiguo por medio de la restitución, o más precisamente, de la restauración, se presta a distintas interpretaciones; muchas restauraciones que pretenden asemejarse a su estado original, caen en la falsificación, porque no aplican los mismos métodos, o los aplican en un momento que tiene una injerencia distinguible. La intervención por diferenciación, en cambio, nunca dejará dudas sobre qué se hizo cuándo, y brindará menos problemas al historiador, sin esconder a lo que Ruskin refiere como la verdad del monumento –lo que la convierte en una postura de validez imperecedera.
Ruskin no sólo defiende la distinción de los elementos originales de un edificio, sino que habla de que nunca se debe tomar una decisión que desvíe su curso natural –exceptuando claras intervenciones que impidan su perecimiento o que prolonguen no su vida, sino su proceso de envejecimiento –como el bastón del viejo, que nunca pretenderá parecer una nueva extremidad de su cuerpo. Asemeja así al edificio con los seres vivos, que nacen, se desarrollan y mueren, y no le corresponde a ningún otro ser vivo alterar ese proceso más que a su propio habitante. Así como los seres vivos y los fenómenos del mundo natural son valiosos, bellos y admirables, un objeto artístico creado por el hombre procura serlo, y en la medida que lo sea amerita ser preservado hasta que su vocación lo diga.
En el capítulo de la Lámpara de la Memoria, nos habla de que la dignidad para vivir es inseparable de la casa como morada, y de cómo su concepción y construcción debe ser comprometida para alcanzar la resonancia y compenetración con la vida y la esencia de quien la habite –tratar a la vivienda como templo, pues ha de perdurar hilando a las generaciones, permitiendo una rememoración familiar y una valoración histórica de la familia, “elevando así la vivienda a una especie de monumento”i, dice el autor. Es en este amor, en esta sensibilidad y en esta insistencia que las creaciones del hombre podrán mantenerse a lo largo de la historia, y se mantienen como seres vivos en tanto alojen a la línea de moradores que lo hicieron, y como ruina o monumento en tanto que una revolución altere su habitabilidad y le cambie el sentido ocupacional. Las ruinas, según Ruskin, se deben dejar envejecer, y sólo cuando su simbolismo lo amerite, se debe perpetuar su envejecimiento hasta que los sentidos culturales cambien.
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