Cuerpo, fantasma y paraíso artificial

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Cuerpo, fantasma y paraíso artificial

A las tres de la mañana del viernes 3 de mayo de 1901, antes de cumplir los 21 años, llega al fin de sus días el poeta Bernardo Couto Castillo. Escasos deudos acompañan la improvisada capilla ardiente en el interior de su casa en la Calle Verde (hoy José María Izazaga) donde vivía con su amante francesa, Amparo, dueña del Hotel del Moro. La madrugada dista de ser silenciosa. Los albañiles que celebran su fiesta de la Santa Cruz signan con blasfemias, involuntaria pero estridentemente, la despedida de quien, como ellos, hizo del alcohol una de sus ocupaciones centrales. En una de las sillas de bejuco que las enlutadas han colocado en la habitación se encuentra Rubén M. Campos, quien no podía dejar de recordar la prefiguración de la muerte cuando días atrás el más joven de los poetas del grupo había llegado, casi agónico, al muelle de la cantina en turno:

Urueta veía aterrado al pobre niño que llevaba el vaso a la boca con manos temblorosas, el primer síntoma del delirium tremens, y bebía ávidamente hasta agotar el brebaje salvador y clamaba con voz sorda: “Esto no es posible”, mientras pasaba su mano piadosamente por los cabellos floridos de la víctima, la cual empezaba a reaccionar con una risa nerviosa, con la mirada acuosa, la boca hinchada y desgarrada, hasta que por el prodigio de la juventud volvía la sangre a circular y a vigorizar generosamente el corazón.

La Revista Moderna perdía de tal modo al más joven de sus integrantes y al que, debido a circunstancias fortuitas pero reales, había sido su fundador, cuando apenas tenía 19 años de edad. La muerte del joven escritor recibió escuetas e imprecisas referencias en la prensa y no ocupó de inmediato la pluma de sus contemporáneos. La Revista Moderna de la primera quincena de mayo de 1901 le dedica una breve esquela, y en su siguiente número incluye un artículo de José Juan Tablada, quien define a Couto como “pálido tripulante en el siniestro Buque Fantasma del Tedio.” Optimista y materialmente próspera, la ciudad se preocupaba y ocupaba en los preparativos de la celebración del 5 de mayo. Para tal efecto, en el parque Porfirio Díaz del Paseo de la Reforma tendría lugar la “gran reproducción pirotécnica de la batalla de Puebla”, mientras Tacuba y Azcapotzalco organizaba no menos fastuosos saraos para celebrar la llegada de la iluminación eléctrica: el culto a la patria heroica del pasado y a la promisoria del porvenir conjugado en tiempo presente.

La pulmonía había sido la embajadora de la llamada por Couto Nuestra Señora la Muerte, pero él había contribuido al trabajo de aquélla mediante el uso y abuso de su propio cuerpo. Se marchaba con un solo libro de cuentos, aparecido en 1897, Asfódelos, acaso el manifiesto más importante de los escritores de fin del siglo XIX que hacían del decadentismo su bandera inmediata y que con la exploración del cuerpo hicieron una estruendosa despedida al siglo que lo había exaltado y al mismo tiempo condenado. Si el poema “El arte” de Téophile Gautier, traducido por Balbino Dávalos y publicado en el número inicial de Revista moderna, sintetiza el culto de los modernistas por la forma -“esculpe, cincela, lima”- el personaje que habla, con lúcido delirio, en las páginas del cuento “Rojo y blanco” de Couto, reúne las características del bohemio que los decadentistas admiraban públicamente y temían en la intimidad :

Además, yo era ambicioso y algo conocedor, había estudiado a fondo los grandes maestros, y la comparación entre ellos y lo que yo podía producir, me asqueaba de mí mismo.

Erré, en fin, entre todo aquello que podía producirme una impresión, no logrando sino excitar y hacer más sutiles mis sentidos.

Las mujeres no podían soportarme tres días por mis exigencias, y los amigos, excepción hecha de unos cuantos tan enfermos como yo, me huían, temerosos de ser envueltos en el torbellino de extravagancias peligrosas que levantaba a mi paso.

Los asesinos célebres, los seres horripilantes, los diabólicos, me seducían. Soñaba con personajes como los de Poe, como los de Barbey d’Aurevilly; me extasiaba con los cuentos de este maestro y particularmente con aquel en que dos esposos riñen y mutuamente se arroja, se abofetean, con el corazón despedazado y sangriento aún del hijo; soñaba con los seres demoniacos que Baudelaire hubiera podido crear, los buscaba complicados como algunos de Bourget y refinados como los de d’Annunzio.

Couto dejaba este mundo con absoluta fidelidad al ritmo que quiso imprimir a sus días: abusar sistemáticamente de su cuerpo, explorar los fantasmas que nacían a partir de esa despiadada confrontación, y valerse de los paraísos artificiales para combatir el tedio. Con el genio de su vida, llevaba a la práctica lo que Amado Nervo había establecido como programa generacional desde los versos de Perlas negra, también de 1898, que es su primer libro de poemas y texto programático del modernismo:

¡Mentira! Yo no busco las grandezas;

me deslumbra la luz del apoteosis,

y prefiero seguir entre malezas

con mi pálida corte de tristezas

y mi novia bohemia: la Neurosis.

En 1873, la Ciudad de México había consagrado funerales de príncipe al poeta Manuel Acuña, cuyo suicidio era simbólicamente un testamento del romanticismo. En 1901, una sociedad creyente en las bondades de la revolución industrial no quiere legitimar con homenajes las acciones necrofílicas de su juventud dorada. A la anemia y la tuberculosis, que eran para el México positivista dos modalidades del suicidio en vida, se oponía el poderoso Vino de San Germán, cuya publicidad, aparecida alrededor de los días de la muerte de Couto, rezaba: “El suicidio más horrible es aquel en que el hombre no sólo va matándose lentamente, sino que produce una generación débil, raquítica y que acaso lo maldecirá más tarde. Fortalezcámonos, pues, y fortalezcamos a nuestros hijos…”. El País del 6 de mayo anunciaba una radical y científica curación contra el alcoholismo por parte del del doctor J. Hernández Ortega, Calle del Espíritu Santo número 7, mientras el artículo editorial se pronunciaba enérgicamente contra el suicidio: “Los Werther ya no son de este tiempo, y cuando aparece alguno en la escena pública, lejos de consideración, provoca un sentimiento desprecio hacia los cobardes que no llenan, porque no han sabido comprenderla, la misión que el Altísimo les ha confiado en su breve paso por la tierra.”

En un país de escasa política y mucha administración, otras eran las armas para conquistar al artista. Rosendo Pineda había dicho a José Juan Tablada que para el joven escritor de talento existían dos caminos: uno conducía a la Cámara de Diputados. El otro a la Penitenciaría. Había un tercero, no mencionado por Pineda. Aquel que la bohemia instauraba como un presente perfecto, con la única exigencia de agotarlo. La denominada por Rubén M. Campos ciudad bacante condena al poeta que se atreve a describir una escena de alcoba y propicia la apertura de burdeles frente a las escuelas elementales. Beber se convierte en una ocupación refinada y estética. Proliferan sitios, aumenta la variedad de bebidas, y cada uno compite en la oferta. El Francisco M. De Olaguíbel de ¡Pobre bebé! (1894) dedica entusiastas párrafos a describir el colorido y la sensualidad de las botellas que aguardaban a sus clientes. El paraíso artificial comenzaba desde el umbral de recintos donde como en el poema de Baudelaire, “los perfumes, los colores y los sonidos se responden”. La bonanza económica, que ponía el peso a la par del dólar, propiciaba la ingerencia de alcohol. Con el disfraz de la vida, la muerte sonreía. El mecenazgo ejercido por Valenzuela, Luján y Creel, permitía la instauración de la utopía en la ciudad orgiástica. Como ha estudiado Ricardo Pérez Montfort, en este momento el consumo de drogas no constituye un problema social: “…decadente como era, la sociedad citadina mexicana de fines del siglo pasado y principios de éste, todavía no había dejado que la conciencia sobre las drogas y sus influjos se convirtiera en un enemigo omnipresente, menos aún en algo que pusiera en tela de juicio su legiitimidad, tal como sucede hoy en día.”

Si bien Couto no tuvo después de muerto una entusiasta despedida, su leyenda se había forjado en vida, en su muy corta vida. Adolescente como Rimbaud, quiso ver “lo que otros hombres han creído ver”. Ciro B. Ceballos, cronista inmediato de sus contemporáneos, apunta:

El mozalbete había visitado a Edmundo de Goncourt, conocía su desván -¡el desván aquel!- a través de su monóculo de cristal de roca, había curioseado por las mesillas del café de Francisco I, admiraba, con el mismo juvenil entusiasmo que nosotros, al sobrehumano Maupassant, había sentido el tremor blanco de la belleza apasionante de la Venus de Milo y el rubio espasmo de la plástica ante los relieves de Juan Goujon.

Recitaba con picaresca entonación los versos metálicos de Richepin y las estrofas malignas del padre Villon.

Adoraba al bohemio Verlaine y al católico aristócrata de las Diabólicas…

Era un pequeño prostituido…

La muerte de Couto confirmaba la circunstancia que había dado nacimiento a la Revista Moderna, pues ella fue fruto, indirectamente, de la prohibición a las manifestaciones de cuerpo y al desconcierto en que dejaba al hombre un mundo como el que planteaba Tablada en el poema “Onix”, sin amor, sin dios y sin bandera. La prematura muerte de Couto era asimismo una llamada de atención y un corolario. Campos lo llamará la segunda víctima del bar: La primera había sido Pancho Benuet, quien tiene un ataque con una copa de ajenjo en la mano, que despierta el terror de Valenzuela. Al escuchar la advertencioa de Campos, Valenzuela lo obliga a callar y apura hasta el fondo la copa que sostiene. Acaso recordaba las palabras de Baudelaire, cuando el 23 de enero de 1862 escribió: “He cultivado mi histeria con deleite y terror. Ahora sufro continuamente de vértigo y hoy he sentido el viento del ala de la locura pasar sobre mí.” Con todo y la apasionada defensa que Ceballos hiciera de Couto, en sus memorias Tablada se siente en la obligación de hacer un examen de conciencia sobre la frecuentación que su grupo de amigos hizo de los paraísos artificiales

La influencia de lo que en el poeta Baudelaire hay de morboso, fue para la juventud de mi generación el veradero “ Mal de las Galias”…

Incapaces de discernir el artificio en la descarriada moral del gran poeta, fuimos más sinceros que él y desastrosamente intentamos normar no sólo nuestra vida literaria, sino también la íntima, por sus máximas disolventes creyendo así asegurar la excelencia de nuestra obra de literatos…El simple hecho de que Baudelaire hubiera llamado a alcoholes, drogas y estupefacientes “Los paraísos artificiales” iluminó las vulgares tabernas con esplendores de apoteosis lucifereriana y las transformó, a nuestros ojos, en templos para la misteriosa iniciación artística.

Tablada dejaba clara la postura de los futuros creadores de Revista Moderna. Su bohemia, sistemática y conocedora de las consecuencias, quería ser fiel a la idea central de Baudelaire, no obstante la autocrítica de Tablada. Resultaba difícil sustraerse al encanto del encantador de serpientes que era Baudelaire:

…prefiero considerar esta condición anormal del espíritu como una verdadera gracia, como un espejo mágico donde el hombre es invitado a mirarse en bello, es decir como él podría ser; una especie de excitación angélica, un llamado al orden bajo una forma amable De la misma manera, cierta escuela espiritualista, que tiene sus representantes en Inglaterra y América, considera los fenómenos sobrenaturales, como la aparición de fantasmas o de revinientes, como manifestaciones de la voluntad divina, atenta a despertar en el espíritu del hombre el recuerdo de realidades invisibles.

El cuerpo se transformaba de tal modo en un centro de experimentación para todos los excesos. Pararrayos de fantasmas, templo para la nueva comunión. Explorar las razones por las cuales el poema “Misa negra” fue motivo de escándalo pueden servir como punto de partida para establecer los límites de la actuación pública del cuerpo. Anota José Emilio Pacheco: “La misa negra representa para los pueblos de cultura cristiana la sacralización del erotismo: el uso no biológico de la sexualidad. Por ello el texto de Tablada significó en 1898 el desafío de la joven generación frente a nuestra sociedad católica y frente a la oligarquía positivista. En este sentido se trata del primer poema mexicano que podemos llamar en rigor “erótico”, no una simple celebración del amor físico semejante a las que encontramos en Manuel M. Flores.”

Como si quisiera compensar la represión que en contra de la sensualidad se había ejercido a lo largo del siglo XIX, los escritores de fines de siglo escriben una serie de textos donde el cuerpo aparece enfrentado al espejo de sí mismo. En 1895, Amado Nervo publica la novela El bachiller. Su personaje, un seminarista, se castra ante la tentación que en él despierta una mujer. El escándalo nacía de la brutalidad del hecho, pero en el plano del contenido manifiesto Nervo se convertía en portavoz de la moral imperante: mutila tu cuerpo si no puedes dominarlo con tu alma. El bachiller parecía el punto de partida para una larga discusión en torno al cuerpo, y así parecía augurarlo el título de los primeros libros de poemas de Nervo, particularmente Perlas negras. Sin embargo, en Místicas establece la dualidad comodina que habría de ser el eje de su producción futura. En el poema “Delicta carnis”:

¡Oh Señor Jesucristo, guíame por los rectos

derroteros del justo; ya no turben con locas

avideces la calma de mis puros afectos

ni el caliente alabastro de los senos erectos,

ni el marfil de las hombros, ni el coral de las bocas!

Cuando Nervo encuentra la posibilidad de enamorarse del cuerpo, de combinar avidez con puro afecto, y comulgar íntegramente con una mujer, ella muere. Es el momento de cantarla, de hacer de la amada inmóvil la espada de una cruzada misógina que tenía por objetivo condenar a la mujer activa y santificar a aquella incapaz de despertar la peligrosa sensualidad. Resulta más que significativa la descripción que Nervo hace de su mujer una vez que ella ha muerto: “Va a hacer un mes que, a las doce y cuarto del día, se extinguió blandamente Ana Cecilia Luisa Dailliez, mujer excepcional por su gracia, su bondad y la persistencia extraordinaria de su ternura, a quien conocí en París, la noche del 31 de agosto de 1901, y con quien viví desde entonces en la más cordial y noble de las compañías hasta el 7 de enero de 1912, en que murió en mis brazos.” Sólo entonces, muerto el sujeto amoroso, acalladas las malas lenguas, puede el poeta cantarlo.

La mujer en la calle -no la mujer de la calle- se convierte en el principal enemigo de la sociedad finisecular. Como ha examinado Bram Djkstra en su notable trabajo Ídolos de perversidad, la mujer debía ser “majestuoso ornamento para su éxito terrenal y salvaguarda de las virtudes espirituales del hogar…como si se tratase de un mito, era la auténtica personificación del dolce far niente, la dulce indolencia de una criatura que, si no tuviera tareas reproductivas o decorativas, no tendría ninguna función en este mundo.” Gutiérrez Nájera fue el primero en hacer el gran poema de la mujer que conquista el bulevar mexicano con sus tacones sinestésicos. No se trata más de la mujer idealizada en el santuario del hogar, sino la que sale a la calle, ostenta su autonomía y, por lo tanto, pone en peligro el dominio varonil. En 1891, José Peón Contreras publica la novela Veleidosa, con prólogo de Gutiérrez Nájera. Aunque la situación y el tratamiento son aún románticos, Anselma es la coqueta ya no sólo a semejanza de la vanidosa y superficial descrita por Ignacio Ramírez en Los mexicanos pintados por ellos mismos, sino la despiadada capaz de provocar la perdición del hombre, de llevarlo -como es el caso- a la muerte. No es aún la vampiresa triunfal de Salamandra, con la que Efrén Rebolledo hará en 1916 el canto de cisne al ídolo de perversidad, sino la mujer que, con el solo y mayúsculo pecado de su coquetería, pone en peligro la institución y el contrato social. José Martí se afana en el cultivo de la rosa blanca y el Duque Job hace de la gardenia su insignia. Los asfódelos de Couto son tan bellos y peligrosos, tan perfectamente letales como la artemisa absintium de la que se extra el ajenjo. Como señala Josefina Estrada, “el asfódelo ‘es una planta liliácea de hermosas flores’. Según esta definición el volumen está formado por una docena de estas flores que distan mucho de ser ‘hermosas’. ¿O es acaso un epitafio en la tumba de cada personaje?” Debido a su coloración verdosa, el ajenjo fue identificado inmediatamente con poderes devastadores. ¿Quién los encarnaba? Naturalmente una entidad femenina: se le llamó el Hada Verde. Gutiérrez Nájera muere sin presenciar los efectos irreversibles que provoca la idílica criatura por él cantada en un poema que ahora admite una lectura inocente en el libro de español de enseñanza media.

El Hada Verde

(Canción de bohemio)

¡En tus abismos, negros y rojos

Fiebre implacable, mi alma se pierde:

y en tus abismos miro los ojos

Los verdes ojos del hada verde!

En nuestra musa glauca y sombría,

la copa rompe, la lira quiebra,

y a nuestro cuello se enrosca impía

Como culebra!

Llega y nos dice: -¡Soy el Olvido;

yo tus dolores aliviaré;-

y entre sus brazos, siempre dormido

yace Musset!

¿Oh, musa verde! Tú la que flotas

en nuestras venas enardecidas,

tú la que absorbes, tú la que agotas

almas y vidas!

En las pupilas concupiscencia;

juego en la mesa donde se pierde

con el dinero, vida y conciencia,

en nuestras copas, eres demencia…

¡oh, musa verde!

Son ojos verdes los que buscamos;

verde el tapete donde jugué,

verdes absintos los que apuramos,

y verde el sauce que colocamos

en tu sepulcro, pobre Musset!

De los estimulantes alcohólicos, el ajenjo fue la bebida más prestigiada del siglo XIX y la que permea tanto a la clase obrera como a los más refinados intelectuales. Embotellada desde fines del siglo XVIII, alcanzó su esplendor en la edad romántica y hasta poco antes de la primera guerra mundial, cuando fue prohibida. La referencia de Gutiérrez Nájera a Musset alude a la adicción del poeta romántico a la bebida. A los 31 años ingresó a la Academia Francesa, pero de ahí en adelante el ajenjo fue el principal enemigo de su escritura. Sus contemporáneos hacían un juego de palabras, cuando comenzó a faltar a las sesiones de la Academia. A la frase “Il s’absent souvent” respondían: “Vous voulez dire qu’il s’absinthe un peu trop”. Nuestros escritores apuran el ajenjo porque es la moda importada de París, pero no alcanzan a comprender la magnitud del daño irreversible que provoca. Usted es la culpable, parece anticipar el argentino Manuel Ugarte, colaborador asiduo de Revista Moderna, en un poema allí publicado:

Tus ojos de felpa oscura

Tienen extrañas virtudes

Que provocan la locura.

Con su fijeza inquietante,

Parecen dos ataúdes

Que acechan almas de amante.

En la búsqueda del paraíso artificial y la adoración y repudio del cuerpo femenino, la figura señera es Baudelaire, a quien nuestros decadentistas leen y traducen, aunque también expresen su admiración por Jean de Richepin, en su momento emblema del poeta provocador y rijoso. A Baudelaire se debe -tras la lectura de Thomas de Qincey- la acuñación de término paraíso artificial, pero sobre todo el establecimiento de la antítesis spleen e ideal, la exploración del cuerpo femenino como portador de la voz del demonio o de las alas del ángel. Aun en su país de origen, la figura de Baudelaire era admirada y odiada, temida y alabada. En su libro Les Opiomanes (1912), Roger Dupuy habla de Baudelaire como aquel a quien “el fino toxicómano venera como un Dios y a quien el burgués sentencioso reprueba como un odioso libertino.”

También a semejanza de Baudelaire, los poetas mexicanos escriben textos donde la mujer aparece como objeto de gozo y tortura, de deleite y destrucción. El cuerpo desnudo y tendido de la mujer había sido explorado entre nosotros desde 1890 por Salvador Díaz Mirón en el poema “Cleopatra”. La minuciosa descripción del cuerpo, vestido de joyas que aumentan la desnudez, es hecha por un testigo presencial. Pero se trata de un ambientación en otro tiempo y espacio y por eso no sufre la condena oficial. Además, el personaje del poema de Díaz Mirón no pasa del umbral. Permanece, palpitante de deseo, en el preludio. En cambio, en el poema “Misa negra” de Tablada se celebra la profanación del cuerpo deseado una noche de sábado, en el interior de una alcoba de la Ciudad de México. Una viñeta de Ruelas, aparecida en Revista Moderna, es reveladora de esta irupción del deseo en sociedad: un sátiro con pezuñas de cabra, desnudo y vigoroso, venido de otro tiempo y otro dominio, lleva en sus brazos a una ninfa que viste un vestido de calle. Baudelaire marcó nuevamente la pauta con su poética vital: entonaba estrofas perfectas para hablar del cuerpo desnudo de su venus blanca, Madame de Sabatier, esculpida en mármol por Clésinger, pero dedicaba sus escenas de alcoba para su relación carnal con la venus negra, la Jeanne Duval que había conocido en un teatro de arrabal..

Oscar Wilde murió en París el 30 de noviembre de 1900, medio año antes que Couto. A Wilde se debe un elogio de los poetas menores, porque tanto se afanan en cultivar el genio de su vida, que tienen experiencias más intensas que contar que aquel que se dedica exclusivamente a pulir su obra. En los últimos años del siglo XIX, aparece un ramillete de libros laterales, casi clandestinos, obra de escritores mexicanos que admiraban la actitud vital -destinada a la muerte- de sus contemporáneos, y no al gran maestro. Desde esta perspectiva de historia de las ideas es necesario aproximarse a los libros de prosa narrativa que aparecen publicados los últimos años del siglo XIX: Asfódelos (1897) de Bernardo Couto Castillo, Claro-Obscuro (1896) y Croquis y sepias (1898) de Ciro B. Ceballos, Cuentos nerviosos (1900) de Carlos Díaz Dufoo. Los escritores decadentistas sitúan sus textos en ciudades sin nombre. De ahí que en varias de sus narraciones no se hable de una ciudad nominal, sino de un espacio urbano que puede estar situado en cualquier parte. Más que un afán de universalidad, se trataba de escapar a la censura. En todos ellos es notable la influencia -reconocida o indirecta- de Edgar Allan Poe, a quien Rubén Darío había dedicado páginas de su libro Los raros, publicado en 1896. .” A través de uno de sus personajes, Couto declaraba: “Soy un enfermo, no lo niego, un enfermo, sí, pero un enfermo de refinamientos, un sediento de sensaciones nuevas.” Por su parte, Rubén Darío se refiere a Poe como “un sublime apasionado, un nervioso, uno de esos divinos semilocos necesarios para el progreso humano, lamentables cristos del arte, que por amor al eterno ideal tienen su calle de la maragura, sus espinas y su cruz. Nació con la adorable llama de la poesía, y ella le alimentaba al propio tiempo que era su matirio.” Tablada se encarga de completar el panteón literario de los modernistas:”Del árbol genealógico de nuestra familia electiva era tronco Edgar Poe, canonizado por Baudelaire y confirmado por Mallarmé que recogió sus cenizas y las amparó contra “le vol noir de la blasphème” en la urna del soneto memorable. De ese árbol las últimas flores eran Rimbaud y Laforgue, aquilatados por nosotros antes de que se pudieran de moda en su misma patria, sea dicho en honor de la segura intuición de aquel grupo juvenil.”

Los personajes de los autores mexicanos son obsesivos y ultrasensibles como Roderick Usher, y desafían a su doble, como el William Wilson. De la trilogía antes mencionada, el libro más intenso de principio a fin es el de Bernardo Couto Castillo. El cuento “Rojo y blanco” es una de las mejores prosas del modernismo y una de las mejores logradas adaptaciones de un satanismo no gratuito. El personaje de Couto hace del asesinato una de las bellas artes para escapar de la mediocridad de la vida cotidiana: su objetivo es poseer el cuerpo femenino más allá de la vida. Su enseña es una estrofa de Baudelaire

Et comme d’autres par la tendresse

Sur ta vie et sur ta jeunesse

Moi je veux regner par l’effroi.

Los clásicos resucitan generacionalmente y Poe y Baudelaire no fueron la excepción. Cuando el primero publica sus manifiestos que se convertirían en textos fundadores del arte moderno, los escritores de la Academia de Letrán se ocupan en la forja de una literatura nacional. Si nuestro modernismo fue la consumación del romanticismo como un sistema de ideas y no como una retórica que propiciaba la relajación estilística, es con los autores mexicanos de fin de siglo que la carne, el diablo y la muerte -la trilogía establecida por Mario Praz en el libro que dedica al romanticismo- quedan consagrados como los grandes temas poéticos. Lo macabro como una moda estaba en el aire, pero nuestros autores llegaron a ella con la celeridad de su tiempo. Un colectivo retrato de Dorian Grey los amparaba y demostraba la evolución ascendente de su decadencia -valga el oximoron. Las ilustraciones de Julio Ruelas se vuelven cada vez más oscuras -y mejores- conforme la revista se acerca al nuevo siglo. Los faunos y sátiros de las primeras entregas dan paso a cuerpos lacerados, a suicidas perseguidos por sombras ominosas, a niños devorados por jaurías de perros o nubes de zopilotes. En el México de mediados del siglo XIX, el cuerpo del intelectual moría de cólera o en servicio a la patria. A finales del siglo heroico, el cuerpo muere de los excesos conjurados por él. Pide la destrucción, pero termina destruyendo a la mujer que puede causar su ruina. El vislumbre de este nuevo enemigo se halla en un ensayo de Tablada titulado “El monstruo” –fechado en abril de 1899 y significativamente dedicado a Couto Castillo. Tras hacer una relación de las criaturas que a través del tiempo han provocado los terrores del hombre, y comprobar su inexistencia, concluye diciendo: “Ya no hay monstruos en la vida moderna, en la vida plástica cuando menos; pero en el mundo moral existimos larvas de monstruos, tendremos alas cuando sobrevenga el superhombre, y entre tanto nuestro estado medio, nuestra crisálida será algo así como El Horla de Maupassant”. El citado texto de Maupassant apareció en 1886. Cinco años más tarde, su autor se suicida, tras diversas estancias en clínicas para enfermos mentales. Leído y admirado por Couto, “El Horla” es un texto que vuelve a traer al escenario los terrores internos vislumbrados por Edgar Allan Poe: el monstruo habita en nosotros, y somos el escultor de nuestro fantasma. Destruirlo es destruirnos a nosotros, pero, más significativo aún, destruir la parte siniestra que nos atrae y al mismo tiempo tememos. Concluye el personaje de Maupassant: “¿La destrucción prematura? ¡Todo el terror humano procede de ella! Después del hombre, el Horla. Después de aquel que puede morir cualquier día, a cualquier hora, a cualquier minuto, de cualquier accidente, ¡ha venido aquel que no debe morir suno en su día, en su hora, en su minuto, porque ha llegado al límite de su existencia! No…no…no cabe duda, no cabe la menor duda…no ha muerto…Y entonces…entonces ¡va a ser preciso que me mate yo!” Dicho de otro modo, el panteón de los héroes modernistas está integrado por una figura que evoluciona de Edgar Allan Poe, pasa por Baudelaire y llega a Guy de Maupassant. El de los mexicanos era el tiempo en que los tres escritores pasaban de ser raros para convertirse en clásicos. El terror de los cuentos de Poe, decía él, nace de las profundidades del corazón y no son imitaciones del gótico alemán.

La mujer sensual ocupaba, naturalmente, un sitio en esta galería de nuevos monstruos. Barbey d’Aurevilly las definirá brutal, abiertamente: las diabólicas. Ilustrativo resulta el cuento “Una autopsia” de Carlos Díaz Dufóo. Siguiendo un esquema común a varios textos de Poe y que Horacio Quiroga también desarrolla, una muchacha en la plenitud de sus poderes sensuales, contrae nupcias con un médico frío y desapegado. Un día ella huye con otro hombre. El médico continúa con su vida rutinaria, sin reacción inmediata ante el hecho. En una clase con sus alumnos, se dispone a hacer la autopsia a un cuerpo femenino. La causa de la muerte ha sido envenamiento por cianuro y el cadáver ha sido encontrado en la habitación de una casa de citas. Se da cuenta que es su esposa. Concluye el autor: “La misma extraña claridad que alumbraba un poco antes sus facciones, marchitas y fatigadas, apareció de nuevo en su rostro. Se acercó a la plancha y, buscando en el cuerpo un espacio determinado, hizo la primera incisión con el bisturí.” Como en el caso de Nervo, en Díaz Dufóo la única posesión posible de la mujer es cuando está muerta. Sólo entonces puede ejercer sobre ella el varón el dominio que no pudo tener en vida. El poeta maldito, en el México finisecular, no quiere perder sus rasgos de caballero respetable. La mujer sensual es para un él un ser tan vital, tan perfecto, que no hay otro remedio que destruirla. En las páginas de su diario, Federico Gamboa suprime a su esposa al no mencionarla. En las páginas de sus cuentos, Couto las asesina. Se trata de un mismo acto de anulación de la energía femenina, una posesión de la vida desde la muerte. La fascinación por el cuerpo inerte de la mujer aparece en el diario de Federico Gamboa, ante un suceso que conmociona a la sociedad capitalina. En marzo de 1897, la prostituta conocida como la Malaguña es asesinada es asesinada de un balazo en la cara por María Vulla, “La Chiquita”, su rival de amores. Sabedor de que se encuentra tendida en la plancha de la morgue, se Jesús F. Contreras pide a Federico Gamboa que lo acompañe en una insólita expedición. El testimonio queda en el Diario del segundo, el 8 de marzo de 1897.

¿Por qué al levantarnos de la mesa, plácidos, le ocurrió a Jesús que fuéramos al anfiteatro del Hospital Juárez para ver en la plancha a la mujer asesinada?…

Ello es que fuimos, que el empleado que nos concedió acceso hasta el local siniestro, hízolo por amistades con Jesús y porque había leído un libro mío…

Dos muertas veíanse en la sala de autopsias, o depósito, según nos explicó el muertero que nos escoltaba; una mujer del pueblo, cosida ya y de una anatomía lamentable, que la tuberculosis le diera fin; en la otra plancha, con forzada postura, reposaba la Malagueña, en desnudez absoluta sin tentaciones, desnudez de cadáverm los pies exangües, tirando a marfil viejo, las carnes exúberas manchadas de sangre; el rostro con horrible huella, abajo del ojo izquierdo, la huella del balazo que la quitó de penas; los labios, entreabiertos, con el rictus de los que se van de veras, y que lo mismo puede traducirse por sonrisa que por mueca, según lo que nos toque vislumbrar en la hora suprema…

Para los lectores modernos puede resulta excesivo el escándalo que provocó el poema de Tablada. Pero su publicación, y con ella la de Revista Moderna, fue el punto de partida de un espacio que dio preferencia a las expresiones del cuerpo, a una literatura que exploraba sistemáticamente el lado oscuro de la conciencia. La batalla que Revista Moderna libró en este sentido va más allá del escándalo inmediato. La sucesiva exploración que Gamboa hace de su cuerpo y de su alma desemboca en el Diario más importante de nuestra literatura y en la novela más popular del siglo XX.

En la Exposición Internacional de París, en 1900, el escultor Jesús F. Contreras participa con tres piezas decisivas en su producción y significativas del barómetro social que determinaba la existencia de la era victoriana trasladada a México. La primera es un busto de Carmen Romero Rubio de Díaz, “con la blusa corrida hasta la oreja”. La segunda es un grupo escultórico de homenaje a Manuel Acuña, donde mujeres desnudas ofrecen sus turgencias y sus poderosos pechos a la gloria del poeta. La tercera es la mujer tendida titulada Malgré tout, que la leyenda ha querido ver como un testamento del escultor que ya sólo tenía una mano para llevar a cabo sus obras maestras. El hada del hogar y la mujer postrada representaban los dos polos de la sociedad porfiriana entre la realidad y el deseo.

El año de la muerte de Bernardo Couto, muere la reina Victoria y Sigmund Freud publica Psicopatología de la vida cotidiana. Llega a su fin una era de contenidos latentes sofocados por el autoritarismo moral y se abre una nueva caja de Pandora que amplificará la percepción de los hombres. En el ocaso del siglo XIX, nuestros escritores crean una galería de personajes neuróticos y siniestros que abren camino a la centuria venidera. Está por hacerse la historia de los pioneros de la sensibilidad moderna. Con su moral ambivalente, con su bohemia más inocente que temible, pero con su atrevimiento intelectual más verdadero que aparente, abrieron el camino a nuevas maneras de nombrar el cuerpo, el fantasma y el paraíso hallado fugazmente en los placeres terrenales. El atrevimiento que el duque Job hace en la alcoba femenina desemboca en las descripciones casi pornográficas del Ciro B. Ceballos de Un adulterio. Los atisbos al cuerpo femenino de Manuel Payno en Los ladrones de Río Frío concluyen en el generoso esplendor de las muchachas que se arrojan desnudas al lago de Chapala en el Claudio Oronoz de Rubén M. Campos. En 1891, el cuerpo de una muchacha se había atrevido a asomarse al gran cuerpo de la ciudad. Gracias a la valentía de la Rumba, Federico Gamboa podrá describir, de acuerdo con su concepción naturalista, el cuerpo fastuoso y decadente de Santa y su correspondencia con una ciudad que con la llegada del siglo XX ha encarcelado sus aguas negras en el gran proyecto del canal del desagüe. Sin embargo, no deja de ser irónica la metáfora de Gamboa: un paraíso llamado Chimalistac es el artificio. El lugar para la adoración del cuerpo de su Santa será la ciudad, espacio natural para el ejercicio de las pasiones.

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Rubén M. Campos, El bar, p. 203.

El País del 4 de mayo de 1901, en primera plana, registra: “MUERTE DE D. BERNARDO COUTO. Ayer a las tres de la mañana, falleció en esta capital víctima de aguda pulmonía el joven D. Bernardo Couto, que por varios años escribió artículos literarios en algunas publicaciones de la capital. Enviamos el más sentido pésame a sus deudos”. El Universal del 4 de mayo, en la parte más inferior de su segunda página , tras dar noticia de la fiesta de la Santa Cruz celebrada por los albañiles, apunta: “MUERTE DE UN LITERATO. Víctima de una terrible pneumonía, falleció en la madrugada de ayer el Sr. Bernardo Couto Castillo, bien conocido en los círculos literarios de esta capital. El Sr, Couto pertenecía al grupo conocido con el nombre de modernistas y en sus principales obras que son los “Afsodelos y Estudios sobre Pierrots”, se advierten claramente sus tendencias hacia esa escuela. Su muerte ha sido bastante sentida entre los jóvenes dedicados a las letras, entre los que era muy estimado.” Por su parte, El Diario del Hogar, también en su edición del 4 de mayo, incluye la siguiente nota: “DEFUNCIÓN DEL SR: BERNARDO COUTO. A las tres de la madrugada del día 3 del actual, dejó de existir en esta capital, víctima de una pulmonía fulminante, el conocido literato D. Bernardo Couto y Castillo (sic.). Sus primeros ensayos los publicó El Diario del Hogar, y posteriormente publicó una colección de novelitas bajo el rubro de Asfodelos (sic) que alcanzaron buen éxito, especialmente entre el grupo de modernistas, al cual perteneció el Sr. Couto. Damos a sus deudos nuestro más sentido pésame.” Tampoco tuvo suerte con el paso de los años. En su libro La bohemia de la muerte, Julio Sesro se refiere a él en términos tan injustos como inexactos: “No traté nunca a este poeta de la noche. Falleció con los primeros atizadores de la Revista Moderna, poco tiempo después de mi arribo a la Ciudad de los Palacios. Hizo pocos versos, pero intensos y bellos. Parece que selo llevó el vicio y que lo colmó la necesidad más azuzante. Si hemos de estimar el vacío como agravante, y si hemos de hacer hincapié en el escarmiento –que va dando sus resuktados en cabezas ajenas- bueno sería que no lamentemos más la muerte de ningún vicioso, alegrándonos de que las grandes borracheras latinas vayan pasando de moda.” La bohemia de la muerte, p. 234.

Bernardo Couto Castillo, “Rojo y blanco”, en Asfódelos, p. 60-61.

Ricardo Pérez Montfort, Yerba, goma y polvo, p. 9.

José Juan Tablada, La feria de la vida, p. 243-244.

Charles Baudelaire, Les paradis artificiels, en Oeuvres complètes, p. 568.

José Emilio Pacheco, Antología del modernismo, V. II, p. 59.

. Bram Dijkstra, Ídolos de perversidad, p. 70.

Josefina Estrada, Presentación a Asfódelos, p. 8.

Manuel Gutiérrez Nájera, Poesía, pp. 262-263. Alfred de Musset (1810-1857) fue uno de los rompántucos más leídos y respetados por los modernistas. Confiesa Tablada: “Las infuencias de Byron y de Alfredo de Musset, añadidas quizás a las de Espronceda, habían descarriado un tanto a la generación anterior a la nuestra, pero habían sido leves y veniales junto a la que nosotros sufrimos.” La feria de la vida, p. 243.

Cit. por Barnaby Conrad III, Absinthe. History in a bottle, p. Viii.

Rubén Darío, Los raros, p.

José Juan Tablada, op. cit., p. 245.

Guy de Maupassant, El Horla, p. 59.

El suceso ha sido seguido minuciosamente y estudiado por el historiador chileno Rafael Sagredo. María Villa (a) La Chiquita, no. 4002. Un parásito social del Porfiriato. México, Ediciones Cal y Arena, 1996.

Federico Gamboa, Mi diario II, p. 12.

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Este texto forma parte del libro Amor de ciudad grande de próxima aparición.

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