De la temporalidad en el video y en el cine de suspenso y horror

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De la temporalidad en el video y en el cine de suspenso y horror

“What sort of things do you remember best?”[…]

“Oh, things that happened the week after next”.

Lewis Carrol.

La estructura argumentativa de este texto es muy simple: en la primera sección discerniremos entre el enfoque antiguo y el moderno respecto a la temporalidad para mostrar que en virtud del fundamento subjetivista de la experiencia que la Modernidad ha dado desde un principio por sentado, se vuelve insoluble el problema de la unidad metafísica entre, por una parte, el tiempo en cuanto ciclo que se renueva por siempre y que rige por igual a la naturaleza y al hombre y, por la otra, en cuanto curso o sucesión lineal que avanza sin que sea dable detenerlo y que concluye en la muerte del individuo, lo cual, a su vez, implica que éste tiene, al menos en principio, que desarrollar por su cuenta el modo en que habrá de hacer frente o darle sentido a su finitud o, mejor dicho, a su mortalidad, lo cual produce aun en el mejor de los casos una sui generis perturbación en cada cual que la Antigüedad palió por medio de una concepción ritual o trascendente de la existencia (que culminó en el dogma cristiano de la inmortalidad personal) y que la Modernidad tiene, sin embargo, que asumir sin paliativos de por medio a falta justamente de esa concepción (a la cual no puede apelar en virtud de la racionalidad crítica que la sustenta), lo que se traduce en un dramatismo y una desesperación que a duras penas se compensan con la multiplicidad de posibilidades de acción que cada cual tiene, al menos en teoría, al alcance de la mano y cuya máxima representación, según nuestro modo de ver el asunto, corre a cargo del cine; en otras palabras, el cine saca a la luz una forma peculiar de desequilibrio que no tiene nada que ver con la demencia o con el delirio antiguos sino con la escisión moderna entre los ciclos naturales de la realidad y la temporalidad subjetiva que se experimenta en oleadas incontenibles. Es más, esto explica por qué el desequilibrio del cual hablamos le da a la existencia moderna ese tinte extraordinariamente dramático y dinámico que, como acabamos de decir, llega a su cúspide en el cine. Una vez que hayamos puesto en claro todo esto, en la segunda sección elucidaremos con un ejemplo cómo la irreductible diferencia entre un ciclo temporal con perfecta coherencia interna y el curso lineal de la temporalidad individual se debe en el fondo a la fuerza bruta que la realidad ejerce a través del terror o de una obsesión alucinante que pone en jaque la idea de la supremacía de lo humano respecto a lo natural.

I

La cultura moderna puede en cierta forma verse como el siempre renovado intento por superar la oposición elemental entre dos estructuras ontológicas del tiempo: por una parte, el eterno retorno de lo mismo que rige todo tanto en el ámbito natural como en el humano y, por la otra, el desarrollo lineal que rige la existencia de cualquier individuo y que alcanza su más violenta expresión en el caso del hombre, que de principio a fin se determina por su finitud mientras actúa en un mundo que persiste a pesar de la efímera individualidad. Esta contradicción entre una potencia infinita e inalterable y una entidad fugaz que se hunde en la nada de la muerte y el olvido es lo que llamaré a lo largo de estas líneas la “dialéctica del tiempo”, dialéctica que, hasta donde se me alcanza, siempre ha sido el auténtico motor de la cultura y del desarrollo vital del hombre: pensemos, por ejemplo, en la compleja actitud de los héroes homéricos al contraponer la inalterable permanencia de la realidad y su efímera existencia, como se lo hace ver Agamenón a Menelao en uno de los cantos iniciales de la Ilíada al hablar de su seguridad de que Troya caerá tarde o temprano en manos de los helenos y de su temor de que ello conlleve la pérdida de su hermano: “No han de quedar, por cierto, estas cosas / sin haber alcanzado cumplimiento. / Mas a mí, Menelao, / me quedará por ti aflicción terrible / si te mueres y colmas de tu vida / el destino que te ha caído en suerte”.1 Es decir, el ciclo cósmico que sustenta el sino habrá de cumplirse aunque el individuo que lo vive en la fugacidad de la existencia desaparezca sin remedio, lo cual, sin embargo, puede aceptarse porque es voluntad de los dioses que así sea. El ciclo prevalece a costa de la finitud, lo cual también se refleja, desde una concepción de la existencia por completo distinta, en los esfuerzos platónicos por mostrar que, pese a la mortalidad que le sale al paso en medio del más exaltado placer, el individuo participa del ciclo vital del alma, el cual es eterno, lo cual según Platón explica que haya que esforzarse por ser virtuoso para reintegrarse de manera venturosa al ciclo: “Pues si la muerte fuera la disolución de todos, sería para los malos una suerte verse libres del cuerpo y de su maldad a la par que del alma. Ahora, en cambio, al mostrarse que el alma es inmortal, ella no tendrá ningún otro escape de sus vicios ni otra salvación más que el hacerse mucho mejor y más sensata”.2 Por otro lado, debe tomarse en cuenta que tanto el ciclo eterno como la efímera linealidad implican cada uno por su lado una ontología peculiar, que correspondería, por una parte, a lo divino o cósmico y, por la otra, a lo humano o terrenal en el sentido peyorativo del término, lo cual se pone de manifiesto a través de la respectiva imagen que representa cada plano: el cielo que gira con un movimiento inalterable y la corriente que fluye de manera abrupta, sea hacia el vacío de la muerte o hacia la supuesta trascendencia que, gloriosa o infernal, dota a la existencia con un significado que la Antigüedad consideró absoluto y que con independencia de la metafísica de la que se echara mano o de la diferencia entre el paganismo y el cristianismo se transmitió de centuria en centuria hasta prácticamente la primera mitad de la pasada. En efecto, el fenómeno más sorprendente del siglo XX es que se haya erosionado en forma drástica la afinidad simbólica entre los ciclos naturales y la finitud lineal de la existencia, lo que ha acontecido por razones sobre cuya elucidación ha girado prácticamente todo el trabajo filosófico desde entonces, lo que en el límite mismo de la tradición que mantuvo el sentido del que hablamos, vuelve a recordarnos la oposición que la sustenta:

¿Por qué decimos el tiempo pasa, y no con el mismo énfasis: surge? Atendiendo a la pura secuencia de los ahoras, pueden decirse ambas cosas con igual derecho. Cuando habla del pasar del tiempo, al fin comprende del tiempo el ‘ser ahí’ más de lo que quisiera percibir, es decir, la temporalidad, en que se temporacía el tiempo mundano, no es plenamente cerrada, a pesar de todo el encumbramiento.3

Vemos así que, conforme con nuestro planteamiento, la Modernidad ha devastado el vínculo trascendente que la Antigüedad postuló para superar la oposición del ciclo y la finitud, y que eso ha tenido por objeto el fundamentar una temporalidad lineal y cuantificable como articulación de una experiencia universal y necesaria;4 no obstante, al hacerlo, la Modernidad también ha devastado la posibilidad de darle a cada instante del flujo temporal lineal un sentido total o trascendente. De hecho, durante la Antigüedad el retorno cíclico mantuvo un dominio absoluto sobre la cultura y la existencia, lo cual explica por qué cualquier logro se valoraba a la luz de una trascendencia que, al margen del modo particular de exponerla, determinaba el desarrollo lineal de principio a fin, de lo cual el mejor ejemplo es la teoría filosófica de la metempsicosis o reencarnación que Platón expone de manera magistral en la obra que hemos citado con anterioridad y en otros pasajes, en concreto al final de la República, donde aparece el mito de Er, un guerrero que resucita cuando está a punto de que lo incineren y cuenta cómo el alma de cada cual escoge el destino que va a tener durante su vida y debe aguantar las consecuencias post-mortem para purificarse y estar listo para el nuevo ciclo de reencarnación, lo cual hace que Sócrates exhorte a sus interlocutores a que practiquen la virtud con miras en la unidad final del ciclo cósmico y la finitud individual: “Y si me creéis a mí, teniendo al alma por inmortal y capaz de mantenerse firme ante todos los males y todos los bienes, nos atendremos siempre al camino que va hacia arriba y practicaremos en todo sentido la justicia acompañada de sabiduría”.5 De esta guisa, gracias al lazo trascendente del eterno retorno y la efímera existencia, el individuo, a pesar de su dolor frente a la muerte siempre amenazadora, sentía que participaba en un proceso que sustentaba los innúmeros incidentes que llevaban a todo el mundo hacia la realización del destino que él mismo había elegido antes de encarnar, lo cual muestra cómo para la Antigüedad era posible superar la dialéctica del retorno y la linealidad por medio de la apelación a un sentido absoluto, y cómo esa posibilidad se desplegaba precisamente a través de los ideales culturales y axiológicos que privilegiaban la representación de un retorno de la temporalidad metafísica con respecto a la linealidad temporal, lo cual es evidente en todas las esferas del pensamiento, la religión y, sobre todo, la literatura y la plástica: como ya hemos puesto de relieve, la epopeya, por sólo mencionar el fundamento mismo de la tradición helénica, mostraba cómo el fundamento cíclico trascendente que se manifestaba como Hado hacía superable la finitud o más bien fugacidad del tiempo por mucho que el costo de eso fuese el dolor y la muerte de los protagonistas. Y esto que la epopeya desarrolla en un plano general, la tragedia, al desenvolverlo en el plano de la existencia individual lo hizo mucho más patente justo porque el héroe debía hacer factible el retorno al ciclo por encima de la efímera finitud que regía la existencia del hombre, que es por lo que Aristóteles considera en la Poética (1448a) que la tragedia debe representar a los hombres mejores de lo que en realidad son.

Por su parte, la Modernidad ha seguido básicamente dos direcciones respecto a la representación cultural del tiempo: o el desarrollo socio-histórico que es sin embargo indiferente o inclusive contrario al desenvolvimiento de la existencia individual (tomemos en cuenta, por ejemplo, las ventajas que una guerra tiene para la economía mientras implica una desgracia para cada cual en lo particular)6 o la proyección interior o más bien psicológica que es en principio incompatible con las estructuras universales de la historia debido a la falta de una determinación final tal como el ciclo del retorno: uno se siente ya en la eternidad aunque la vida se precipite hacia su aniquilación. Dicho de otro modo, si no hay una vía natural para integrar la propia existencia con la del cosmos en su conjunto, entonces el único sentido de lo que uno vive yace en la propia conciencia de ello que, sin embargo, al ponerse de manifiesto en un mundo público, corre el permanente riesgo de resultar intrascendente o absurda para los demás, que es lo que podemos llamar una visión “romántica” o dramática del asunto, si pensamos que ambos términos van de la mano en cierto modo.7 Sea como fuera, lo anterior hace ver por qué la Modernidad no puede superar la dialéctica del tiempo, a pesar de los esfuerzos de pensadores como Hegel y Marx por mostrar la unidad de los planos subjetivo y objetivo del proceso, lo cual es empero inútil para el individuo concreto que sufre la alienación de aquél sin comprender su sentido total:

Cuando la conciencia inmutable renuncia a su figura y la abandona y, frente a ello, la conciencia individual […] transfiere de sí al más allá la esencia de la acción […] nace, ciertamente, para la conciencia su unidad con lo inmutable. Pero, al mismo tiempo, esta unidad es afectada por la separación, de nuevo rota en sí y surge nuevamente la oposición de lo universal y lo singular.8

Por otro lado, esta imposibilidad explica por qué consideramos dramático el devenir de la individualidad moderna, lo cual, por cierto, tanta ira le causó a Nietzsche, quien captó con asombrosa genialidad que la concepción lineal o finita del tiempo impedía alcanzar un nuevo simbolismo cultural para la vida en cuanto desgajaba al individuo del todo cósmico, en contraposición a lo que aconteció durante la Antigüedad: “Ya no entendemos plenamente cómo sentían los hombres de la Antigüedad lo más cercano y lo más frecuente […] Y lo mismo sucedía con la vida entera, mediante la retroproyección de la muerte y de su significado: nuestra ‘muerte’ es una muerte totalmente diferente. Todas las vivencias alumbraban de otro modo, pues desde ellas resplandecía un dios”.9 Así, a pesar de que estas dos direcciones son esencialmente contrarias una a la otra en un plano filosófico, pudieron simbólicamente converger durante la Antigüedad, y si ya no pueden hacerlo ahora en un plano trascendente, al menos pueden al menos desembozar sus múltiples oposiciones a través de una serie de imágenes y valores ad hoc que deberían proveer el sistema de los medios de comunicación masiva, la cultura popular y el arte mismo, tres instancias que de acuerdo con nuestro enfoque culminan precisamente en el cine, cuya máxima función consiste, no obstante, en subordinar la visión cíclica del tiempo a la lineal en un ámbito universal por medio del vínculo dramático de circunstancias y personajes que se distribuyen por todo el mundo a pesar de la resistencia que las tradiciones vernáculas ofrecen en su contra y, sobre todo, a pesar del hecho de que semejante solución es en el fondo inútil para la dialéctica en cuestión.10 De cualquier forma, la razón del tremendo poder que el cinema ha tenido sobre la cultura durante el último siglo a pesar de la vacuidad de su producción masiva es que se acompasa a la perfección con la concepción lineal del tiempo. En efecto, la historia pasa por la cinta exactamente del mismo modo que el tiempo pasa por el insondable misterio del ser. Por ello, aunque esto es sin lugar a dudas muy propicio para el desarrollo de la extraordinariamente dramática o romántica concepción de la existencia que ha sido el principal tema del cine en todos los géneros del mismo, también ha implicado un óbice insuperable para la solución de la dialéctica del tiempo en la medida en que ha reforzado la idea de que no hay un nexo directo entre las dos dimensiones de la linealidad temporal, es decir, la histórica y la psicológica. En otras palabras, la dialéctica que la Antigüedad fue en su mayor parte capaz de armonizar o inclusive de conjurar merced a la temporalidad cíclica que determinaba el curso lineal, es insoluble a los ojos de la Modernidad debido a la totalización de la linealidad en su doble dimensión histórica y psicológica, lo que reduce la posibilidad de una superación a la unidad literalmente espectacular de la experiencia vital que el cine nos muestra y que pese a todos los efectos a los que recurre es poco efectiva allende el instante en el que estamos frente a la pantalla, lo que de novo contradice la idea de una continuidad de la vivencia reflexiva que el cine en cuanto “séptimo arte” debería prohijar, al menos según la unidad que la tradición ha postulado entre lo artístico y la posibilidad de alcanzar la conciencia de sí.11 Al margen, pues, tanto de la historia como de la configuración mental o interior del tiempo, la temporalidad cíclica no tiene otra vía para aparecer que la violenta irrupción en medio de la continuidad de la experiencia, que es por lo que se le percibe como una anomalía o como algo ominoso para el individuo que siente cómo la concatenación de la línea temporal con la cual enlaza la multiplicidad de la experiencia vital parece desvanecerse sin que sea capaz de explicarlo, como sí lo hizo el hombre antiguo, apelando a la existencia de un tiempo cíclico que prevalece sobre el lineal o subjetivo que es después de todo una reconstrucción que cada cual lleva a cabo lo mejor que puede, sobre todo al tratarse de un cineasta que tiene que ajustarse como máximo a dos o tres horas de duración antes de que el espectador caiga dormido o abandone la sala. Por eso, en vez de una visión épica o de una visión trágica de la existencia que vincula por principio los ciclos cósmicos y culturales con las intenciones del individuo que se mueve sobre la misma línea en pos de lo que quiere, tenemos una visión cinemática que muestra dos planos sin relación directa entre sí y una conciencia que salta de uno de ellos al otro y que en cualquier caso es incapaz de integrar la súbita aparición del tiempo cíclico que hace presente una determinación allende la razón.

Ahora bien, aunque (de acuerdo con lo que hemos dicho hasta aquí) este fenómeno se percibe claramente en todos los géneros cinematográficos, su expresión más obvia pertenece al campo que abarca tanto los filmes de horror como los de suspenso, cuya estructura general se desprende de lo que hemos expuesto y de lo que en otra ocasión elucidaremos como amerita, pues ahora debemos prestar atención al modo en el cual el cine despliega la dialéctica del tiempo en la doble dimensión que hemos esbozado. Más aún, mostraremos en la siguiente sección que la historia es en esencia ajena al individuo porque para él es mucho más decisiva la potencia de la naturaleza que irrumpe cuando menos uno se lo espera en una linealidad que no conduce a ninguna parte debido o a las limitaciones de alguien que no está a la altura de la dinámica socio-histórica o a algunas condiciones objetivas que lo ponen en contacto con la temporalidad cíclica que la Modernidad ha tratado de negar de una manera o de otra. Con respecto a la linealidad psicológica, también mostraremos cómo se aísla el individuo, fenómeno cuya única explicación consiste en un ciclo que se debe cumplir lo quiera uno o no; más aún, según intentaremos hacer ver, este aislamiento se convierte en instrumento de acción infinita a través justamente de uno de los géneros mediáticos que mayor difusión ha alcanzado en las últimas décadas: el video. Video y cine de terror serán, pues, dos manifestaciones de una dialéctica temporal y vital compleja e irresoluble, lo que, por otro lado, haría impropio, haría absurdo apelar al término, tomando en cuenta que tanto para Platón como para Hegel “dialéctica” significa “proceso de superación e integración”; si con todo mantenemos el término es porque una contradicción que se acendra no deja de dar sentido total a una existencia que se desvanece en el olvido o en la insubstancialidad. En conjunto, estos objetivos los desarrollaremos a través del análisis de una película que ya se ha convertido en un clásico del género: el Proyecto de la bruja de Blair,12 donde el video y el cine se dan la mano para mostrar sin ambages el horror de la mortalidad.

II

Algo hay de repulsivo en el sujeto que deambula por doquiera con una cámara de video sobre el rostro, y es quizá que como término final de la cultura o, mejor dicho, de la industria de la imagen comercial, el video representa esa variedad de subjetivismo radical que todo lo reduce al así llamado “punto de vista”. Tras la cámara que graba de manera instantánea e indiscriminada sin posibilidad alguna de retomar la realidad porque no hay tiempo para ello (pensemos en el turista que va en una excursión programada donde se visita todo lo que media entre el cielo y la tierra en el curso de una jornada tras un guía que avanza impertérrito mientras revesa información mal digerida), el sujeto sacrifica la plenitud de la experiencia en aras de una grabación cuyo solo sentido es captar la imagen en perpetua fuga. En el video, al menos en cuanto actividad que se realiza en la inmediatez de la vida, hay pues de entrada una clara intención de fijar un determinado instante, de captar lo que en él se despliega en todos sus matices, de arrancarlo a la infinita sucesión de los momentos que brotan y desaparecen bajo la presión de horarios, cronogramas o compromisos para darle un sentido único, original, que nadie antes hubiese percibido, en el que se verá la maestría del camarógrafo en medio del permanente fluir en el que acelera el camión turístico o en el que se desarrolla la ceremonia que hay que grabar. Esto, sin embargo, es solamente la mitad de la cuestión, pues aunque la toma siempre dependa del punto de vista del camarógrafo, su sentido únicamente se justifica a los ojos de los demás, los espectadores posibles que sin tener nada que ver en el asunto tendrán que interesarse por él al menos por un instante para por medio de él descubrir lo sublime de una obra de arte que se ha filmado a las carreras en el pasillo de un museo o ese valor que corresponde a las grandes inflexiones de la vida, así sean las del peor de los ridículos: la cúpula catedralicia en alguna ciudad del extranjero amerita que se le grabe y convierta en la imagen de algo especial del mismo modo en que, por pasar a otro plano, el nacimiento de un hijo se graba porque es algo único y porque así, se supone, podrá recrearse cuantas veces se vea la filmación, de suerte que inclusive antes de que el niño nazca ya el ultrasonido anticipa la producción ad nauseam de videos en la que se enfrascará el sujeto prenatal, los cuales serán tanto más llamativos y exitosos cuanto más escabroso, sensacional o ridículo sea lo que se muestra (como algún resbalón de ese mismo infante cuya venida al mundo ya ha quedado en el olvido). El video, según esto, corresponde a un tipo de subjetividad a la par evanescente y absoluta, capaz de ver lo que nadie antes ha visto y abandonarlo en el acto para volverse a lo que revela el siguiente instante, por lo que sus productos han de entenderse como auténticos íconos personales no en cuanto corresponden a uno mismo (sea el turista que viaja, sea el padre del niño cuyo nacimiento se filma) sino en cuanto le corresponden a cualquiera justamente porque captan lo que ha acontecido en un momento dado dentro de una existencia común y corriente. En el video se consuma la mirada anónima y omnímoda que rige la producción cultural moderna fuera del campo del arte, del pensamiento y de las tradiciones vernáculas que, no obstante, terminan por ser a su vez elementos de la vertiginosa temporalidad. Es el tiempo, pues, en su máxima linealidad y fugacidad el que sostiene y magnifica la incesante producción de videos y el que permite que esos entes que se someten sin más a la seducción de los aparatos pululen felices de la vida mientras substituyen sus ojos con la lente de la cámara, últimas encarnaciones de la línea de producción con la que Ford dio al mundo contemporáneo su estructura cabal, misma que permite entender por qué, sin que importen las intenciones del camarógrafo con aires de videoasta, la pretensión de consagrar el instante está condenada de antemano y no tiene la menor posibilidad de escapar a la linealidad del flujo temporal ya que, pese a la aparente búsqueda de sentido propio para el acontecimiento en particular, lo cierto es que este forma parte al fin y al cabo de una sucesión cada uno de cuyos elementos puede reclamar para sí idéntico valor; es decir, aunque no todos los días se tenga un hijo o se vaya uno por los cerros de Úbeda, una u otra cosa sólo interesan en cuanto se integran en la totalidad de la vida que sigue adelante sin detenerse mientras, empero, deja su huella sobre la superficie de cada objeto y ser. Por eso, aunque a primera vista el video busca el sentido único del acontecimiento, en el fondo simplemente logra capturar el propio fluir de la vida en cualesquiera de sus manifestaciones, por lo que no es de extrañar que con tanta facilidad lo que se supone interesante o inclusive fundamental termine por ser una imagen ramplona en la que no merece la pena detenerse, lo cual nos revierte a la sui generis trivialidad de quien con la cámara en la mano filma todo lo que pasa a su alrededor como si le importara a alguien cuando lo único que hace es perder el tiempo del modo más miserable, ya que aun él mismo a duras penas verá siquiera una vez lo que con tanto ahínco graba.

Evanescencia pura con pretensiones de sentido total que concuerda a la perfección con un tiempo que corre hacia la omnímoda aniquilación de la muerte y el olvido, la imagen del video nos trae a las mientes ese carácter siniestro con el que conforme con el pensamiento judaico los ídolos se imponen al hombre con un supuesto poder propio cuando el único que tienen es el que les presta la proclividad y la estulticia de quienes los elaboran y reverencian; los idólatras, en efecto, se prosternan ante cosas inertes a las que vivifican en su afán de burlar el curso del tiempo y escapar a la finitud; mutatis mutandis, quien se dedica a grabar imágenes sin sentido produce algo que ni a él mismo le importará una vez que haya terminado de grabarlo y que, con todo, tiene un poder absoluto sobre él en cuanto entretenimiento o pasatiempo personal justo porque le impide observar nada fuera del lente en el que la realidad siempre es nueva, única o sensacional porque la delimita el lente y no el esfuerzo creador propio: el video, en suma, produce imágenes que no pueden sostenerse por sí mismas fuera de un presente vacuo, efímero, y, además, envisca al propio camarógrafo al punto de hacerlo olvidarse de participar de modo consciente en aquello mismo que graba: por ver los árboles, no ve el bosque, por tomar el ángulo, no ve el objeto, por grabar la realidad, no la experimenta.13 Y aunque estos comentarios se refieren solamente a una entre las muchas posibilidades de mediación que la cultura actual pone al alcance de todo mundo, su sentido puede extenderse a la totalidad de aquéllas para mostrar con insuperable claridad la manera en la que se interpreta hoy en día la postura personal en el desenvolvimiento de la realidad vital, de suerte que el video podría entenderse como el límite de la representación estética de la realidad tras el cual ninguna imagen es ya concebible mientras, por otro lado, dota a sus productos de un valor patético o idolátrico que absorbe a quien lo produce o a quien lo observa, lo cual, como acabamos de poner de manifiesto, vale inclusive cuando la imagen en sí misma es pedestre (pensemos en los innúmeros videos de “momentos graciosos” o de alguna “peripecia” en la que los niños se confunden con animales o con idiotas redomados) o incluso cuando sirve como material visual para un trabajo de investigación con pretensiones científicas (pensemos en el esfuerzo por capturar el comportamiento “auténtico” de ciertos grupos sociales), pues en ambos casos lo que vale es o la experiencia de captar la imagen por un momento y después olvidarla o la de revelar una supuesta autenticidad que la imagen debería ilustrar de manera idónea e imparcial.

Ahora bien, según lo que hemos dicho hasta aquí, parecería haber una radical oposición entre el cine y el video, en cuanto el primero substituye el punto de vista anónimo y vulgar por una mirada en verdad personal mientras que el segundo se reduce a la primera impresión y, sobre todo, en cuanto el primero despliega una temporalidad compleja y/o trascendente mientras el segundo se concreta a la más efímera actualidad. Pese a esta doble oposición entre ambos, podría hallarse un terreno común para su realización justamente en la concepción temporal que los sustenta, la linealidad moderna para la que cualquier instante puede representar la génesis de un mundo no porque tenga en sí un valor especial sino justamente por lo contrario: porque de acuerdo con la medida que imponga el realizador, puede tenerlo.14 Por extraño que parezca, no es el espacio que se puebla de objetos en perpetuo movimiento, es el tiempo que se fragmenta en instantes tras los cuales todo puede acontecer el que sustenta la plausible afinidad del cine y el video a pesar de la oposición en principio absoluta entre ambos, máxime al hablar de uno de los géneros más problemáticos del cine, el de horror. En efecto, el horror, con independencia de la manera en la que se interpreten sus muy diversas posibilidades,15 puede reducirse, creo, a las dos que hemos indicado en la primera parte de esta disertación, a saber: a la de un horror en el que un ciclo eterno se cumple en contra de la linealidad que rige la existencia individual o a la de un horror que brota de esa misma linealidad sin hallar correspondencia con la regularidad cíclica y natural. En ambas posibilidades, el horror brota con violencia de los infinitos intersticios del tiempo que cada cual segmenta de acuerdo a su punto de vista, pues es ahí, en lo indiscernible del instante que de súbito se encuadra y graba simplemente porque uno así lo quiere, donde puede anidar lo maligno, lo indecible o lo pedestre. Claro que hay una sima de diferencia entre una obra como Alien y los videos de aficionados que saturan el mercado pseudo-cultural con sus pretensiones de originalidad, pero el común sustento de ambos es el carácter aleatorio y perturbador de una temporalidad que se extiende al infinito o se aniquila en un instante sin que haya modo de establecer a priori un sentido para ello. De ahí que el video vaya de la mano, en cuanto temporalidad fugaz cuyo valor se fija de manera arbitraria o, si se quiere, intempestiva, con un género en el que la naturaleza, que se manifiesta con ciclos invariables y sin embargo impenetrables la mayoría de las veces para el hombre, se opone a la linealidad que preconiza el pensamiento moderno tanto en la existencia histórica o colectiva (que se supone progresa hacia un fin que no puede ser otro que la total identidad entre lo real y lo racional, como lo vio Hegel) como en la individual (que se puede identificar con la colectiva merced a la participación activa de cada cual o, por el contrario, hundirse en la angustia de una muerte que ha perdido todo valor y en la que la locura es el único asidero). Y es precisamente esta oposición la que articula de principio a fin El proyecto de la bruja de Blair,16 una película de Eduardo Sánchez y Daniel Myrick que muestra a la perfección la contradictoria intencionalidad que sustenta tanto al cine de horror como al video que se produce como entretenimiento personal aunque se justifique como reproducción de la realidad. Esta contradicción se halla justamente en tomar un punto de vista trivial y casi aleatorio como la esencia de una visión de lo que en sí mismo es absoluto, sea el misterio de la naturaleza, sea, inclusive, la plenitud de un instante en el que todo puede acontecer.17

La primera cosa a notar en la película es, según lo que acabamos de decir, que muestre la afinidad entre el video y el horror: Heather, la protagonista, estudiante de cine y videoasta en ciernes, contrata a Josh y a Mike, dos jóvenes como ella, para que la acompañen a filmar en los bosques cercanos a una comunidad de Maryland que otrora se llamaba Blair, los parajes donde ha tenido lugar en distintas épocas una serie de sucesos de horror como la desaparición de varios niños en la década de los 40 del siglo pasado a los que un psicópata de nombre Parr dio muerte en una casa que estaba en lo más recóndito del bosque o el descubrimiento de un grupo de hombres que habían sido brutalmente asesinados en un sitio que se conocía como la Roca Ataúd y cuyos cadáveres desaparecieron como por arte de magia cuando quienes los habían hallado volvieron con las autoridades. Estos sucesos, que en esencia no tienen relación causal, apuntan sin embargo a la presencia en el bosque de una potencia ominosa que una de los habitantes del poblado asegura haber visto alguna vez cuando era niña bajo la apariencia de una mujer con el cuerpo por completo cubierto de vello. El que Mary, la informante en cuestión, parezca por su cuenta bruja y el que en el cementerio del pueblo se encuentre un gran número de lápidas que atestiguan que la leyenda de la matanza de los niños dista mucho de ser una patraña, no son más que acicates para Heather, quien, pese a la seriedad de su estudio y al cuidado que demuestra en su planeación, desde el inicio hace ver esa actitud desenfadada o más bien superficial con la que cualquier turista filma un video durante el viaje de fin de semana en el que de acuerdo con la protagonista se hará visible el malévolo poder que se oculta en el bosque. El caso es que como la película consiste en la grabación misma, el video termina por imponer su ritmo al cine, lo cual significa que en vez de una imagen que se despliega en un tiempo lineal, sí, pero también absoluto como el de un filme que busca mantener en vilo al espectador o llevarlo a la experiencia de una imagen inolvidable, vemos la interpolación de tomas y medidas conforme se alternan las dos cámaras que llevan los jóvenes. En un sentido diametralmente opuesto a la continuidad impenetrable de la imagen como el que nos muestra Hitchcock en La soga, en El proyecto de la bruja de Blair no hay secuencia que resista la fragmentación del punto de vista, punto que es aún más agudo en cuanto se opone a la tenebrosa mirada que por doquiera sigue el movimiento de los jóvenes antes inclusive de que entren al bosque y sin que ellos lo perciban. Por extraño que parezca, quienes llevan consigo todos los aparatos indispensables para grabar, no logran captar de qué manera se introducen en el ámbito de una mirada terrible que, a diferencia del lente de la cámara, que sólo puede capturar lo que se le pone enfrente, proyecta lo que desea sin pretensión alguna, empero, de originalidad, y lo pone a la disposición de los ingenuos que, en cambio, andan tras la toma idónea sin darse cuenta, por ejemplo, de que el caprichoso motivo que entretejen las varas que rodean la casa de Mary, la informante con figura de bruja que les cuentan su encuentro de niña con la que supuestamente vive en el bosque, es el mismo que tienen las extrañas figuras que se encuentran de pronto colgadas en los árboles del bosque y que aunque a primera vista no tienen nada de perturbador, resultan aterradoras porque muestran a las claras la presencia de alguien en el entorno, alguien que no se deja ver si no es a través de signos que en primera instancia son indescifrables para quienes todo lo ven por medio de la cámara y cuyo sentido, no obstante, se hace evidente muy pronto: no es el revelamiento de alguna potencia natural afín a lo humano, al contrario, es el primer anuncio de una malignidad que quizá podría conjurarse aún si uno se detuviera ante el signo en vez de seguir adelante. Mas no hay modo de escuchar la advertencia justamente porque lo único que Heather y sus dos colaboradores escuchan es su propio deseo de filmar lo más interesante, no de en verdad comprender lo que ha sucedido y de tomar conciencia de que están ante algo que no puede ser objeto de grabación como si se tratara del vecino de al lado al que se filma mientras hace algo indebido en el parque cercano a la casa. No en balde uno de los dos hombres que son los últimos en toparse los jóvenes antes de adentrarse en el bosque les dice que deben tener cuidado y que hay cosas que deben respetarse; mas como también dice que alguna ocasión vio por ahí una especie de fantasma que se elevaba de un árbol, sus palabras pueden tomarse como las de alguien dado a ver visiones sin siquiera tener el equipo indispensable para grabarlas.

A Dios gracias, Heather no sólo tiene ese equipo sino también cuenta con el respaldo de todo una industria de información y entretenimiento que se justifica por la necesidad de informar a grandes masas de población aunque en el fondo sólo sirva para reforzar el punto de vista y la temporalidad ya ni siquiera lineal sino instantánea que son el alfa y el omega del sujeto común justamente porque entrega la visión de las cosas dentro de un formato subjetivista como el del video o el de la televisión, que sin la relación con un mundo cultural o de una formación personal en verdad consciente termina por ser simplemente una imagen sin mucho trasfondo. Por eso, cuando otra de las informantes de Heather comenta la leyenda de la bruja, cita como su fuente un documental del canal Discovery, que en el mejor de los casos tendría indudable interés en el video que Heather y su equipo quieren producir. Frente a semejante concepción instrumental y masiva de lo sobrenatural, las intenciones de Heather como investigadora se reducen prácticamente a cero: ella podrá ser todo lo profesional que se quiera mas no puede vencer el movimiento total de la cultura en la que se desarrolla, como se echa de ver con claridad en las alusiones al predominio estadounidense en el mundo y a la posibilidad que la Modernidad técnica e instrumentalista pone a la disposición aun de los más lerdos para imponer a las cosas la medida que les huelgue: de camino al bosque, Heather y Josh discuten brevemente sobre las medidas en las que se grabará el video y ella insiste en que si la cámara que llevan se ha fabricado en Estados Unidos, debería tener el sistema anglosajón de medidas y no el métrico-decimal. Y esta es simplemente una de las tantas referencias al poderío no tanto de una nación como de una visión de la realidad para la cual todo se reduce de manera kantiana a las condiciones de posibilidad de la experiencia, no a la supuesta naturaleza de las cosas en sí mismas, pues de estas últimas nada puede saberse.18 Lo único determinable es el fenómeno que se determina en el tiempo y en el espacio conforme con los parámetros que el investigador en turno impone, sólo que en este caso el proceso se interrumpe en vista de la imposibilidad de determinar algo tan elusivo como esas informes siluetas que parecen perfilarse en la obscuridad del bosque o esas voces que a lo lejos parecen querer decir algo sin que se les entienda nada. El caso es que mientras los dos ayudantes hacen ver su creciente inquietud ante la imposibilidad de encontrar el camino para salir del bosque, Heather insiste en que ella conoce el terreno bien y se fía a lo que dice su mapa y, sobre todo, a la certeza de que es prácticamente imposible perderse en un país como los Estados Unidos, donde existen los más sofisticados aparatos para detectar el movimiento de cualquier objeto, incluido el de los ciudadanos que van de aquí para allá porque no hay ningún lazo que los ate a un lugar determinado. Solamente cuando ya no hay más remedio que claudicar ante la desquiciante ubicuidad de los parajes que contradice por completo la exactitud del mapa y de la de la brújula, Heather confiesa con todas sus letras: “puedo decir con certeza que estamos perdidos y no sé qué hacer”. Y no lo sabe justamente porque no es que el espacio se reconfigure sin sentido alguno o que sus instrumentos de medición hayan fallado sino porque se ha introducido sin pensarlo en una temporalidad distinta, aberrante y fatal para el ser humano, en la que las cosas se repiten sin descanso porque su ser mismo no es más que la infinita reiteración de una potencia impenetrable para la razón y no porque carezcan de importancia o dependan del arbitrio de cada cual (como lo que graba quien filma un video). Es la oposición del ciclo infinito y de la línea fragmentada que debería conducir a los jóvenes a la salida lo que justamente impide hallarla, y eso desencadena un horror aún más insoportable porque quien lo padece ha crecido en el país de la eficiencia y de la seguridad por antonomasia, por lo que cuando Mike dice que podrían dar vueltas “eternamente”, Heather le responde que “es imposible en este país”. En cualquier otro lugar del mundo hay quizá espacio para lo imprevisto, mas en Estados Unidos eso es simplemente inimaginable por más que todo alrededor diga lo contrario. La confianza de todos en la eficacia de los sistemas de seguridad de su país y en la preocupación de sus seres queridos se desvanece, sin embargo, conforme pasan los días y nadie acude a su rescate, hasta llegar a su culminación en el momento en que se dan cuenta de que han estado por la mañana en el paraje donde se encuentran al caer la noche, lo que significa que no han hecho otra cosa que dar vueltas en redondo a pesar de que se han orientado con la brújula y el mapa. Y lo peor no es nada más estar perdidos: es que la absoluta desolación del bosque en el que no se advierte la mínima señal de vida se trueca por las noches en una sorda algarabía en la que se mezclan voces que parecen llegar de muy lejos y crujidos y pisadas que resuenan a un paso de la tienda de campaña que es el único ámbito que aún parece ofrecer refugio a los jóvenes, cuya desesperación se agudiza cuando descubren cabe la tienda una serie de montículos muy extraños que delatan ya sin asomo de dudas a la maligna potencia que han ido a filmar y que para colmo ni siquiera se hace visible, como si su única intención fuese burlar del todo las expectativas del proyecto.

Hay que hacer hincapié en que la progresiva violencia que se desata contra los jóvenes tampoco resulta tan inexplicable como podría parecer a primera vista pues en esencia es una reacción singularmente “natural” contra el proyecto de Heather, quien, como hemos dicho, ha echado a andar su investigación como si ésta versara acerca de una de esas supersticiones provincianas a las que una persona educada o citadina no debe dar crédito alguno, y no porque a su vez tenga una concepción teórica de la realidad que le permita criticarla sino simple y llanamente porque representa una mirada anacrónica que desmiente el subjetivismo al uso. Ya hemos mencionado la advertencia que les hace a Heather y a su equipo el último de los lugareños que entrevistan antes de entrar al bosque en el sentido de que hay cosas que todo mundo debe respetar; la actitud de la joven ante eso es, empero, la de alguien que sin más se coloca por encima de cualquier posibilidad de que lo que investiga tenga un sentido propio que hay que tomar como tal, y no nada más por ese arrojo más o menos justificable en alguien de su edad; es más bien una porfía entre escéptica y retadora que trata el objeto de estudio como un elemento en un proceso que, pese a las buenas intenciones, no puede ser experiencia de conocimiento o experiencia personal a secas porque no apunta a la delimitación de un objeto son cierto valor propio ni, mucho menos, a la de la propia persona. Es más, sólo hasta que el horror es tal que ya no tiene modo de negarlo, Heather se mantiene en sus trece frente a un fenómeno que no pertenece al pasado del mito o la ignorancia provinciana como ella había creído sino a la más pavorosa actualidad, la de un ciclo en el que sin saber ni cómo ni cómo no ha entrado y del que no puede salir porque no hay entre la multiplicidad de señales ninguna a la que ella reconozca como tal: a lo sumo, los montículos o los extraños entrelazamientos que penden de los árboles son curiosidades, cosas que llaman la atención de un modo no tan distinto al de los objetos que se exhiben en un parque de diversiones o, peor aún, al de los que toman quienes se dedican alegremente a perpetrar videos caseros. De esta guisa, aunque todo indica la necesidad de desistir de la filmación para pensar bien las cosas y conjurar los cada vez más violentos ataques del invisible enemigo, Heather sólo se cura de ver con qué cámara sale mejor la toma como si en ello le fuera la vida, por lo que no es ni injusto ni sorprendente que termine por perderla. Bien claro se lo dice Josh en un momento en que, fuera de quicio por el acoso nocturno durante el cual alguien ha cubierto sus cosas con una substancia viscosa, le arrebata la cámara y la filma como si se tratara de una de esas marañas de varas y piedras que se han topado en diversos lugares del bosque mientras le echa en cara que ella sólo quiere seguir adelante con el proyecto cueste lo que cueste, prolongar la línea de acción que se ha propuesto, a lo que Heather replica que es lo único que le queda en vista de la imposibilidad de escapar. Y aunque más tarde, cuando ya Josh ha desaparecido y es obvio que ni Mike ni ella saldrán vivos del bosque, reconoce frente a la cámara su insensatez (muy pronto se dio cuenta de que estaban perdidos y lo negó con tal de encontrar nueva evidencia para su video), sigue filmando hasta el último momento, cuando en medio de gritos de pavor baja al sótano de una casa en ruinas que se han encontrado Mike y ella en medio del bosque y ahí ve un segundo antes de dejar caer la cámara como si alguien la hubiese golpeado que aquél está en un rincón de espaldas a la cámara, en la misma postura en que según la leyenda Parr ponía a sus víctimas un momento antes de asesinarlas. El ciclo, pues, se cumple con aterradora precisión: los años 90 se convierten en los 40, tres jóvenes liberales y simpáticos se convierten en seis niños víctimas de un psicópata y el asesino mismo se convierte en una presencia implacable e invisible.

Quiero hacer hincapié en este último aspecto para hacer ver que el hecho de que no aparezca nunca vestiglo alguno o ente sobrenatural en la película y de que el horror se dé a través de un proceso simbólico y no directamente como podría haberse esperado, lejos de implicar una contradicción respecto a lo que hemos dicho acerca del video en cuanto este último sólo tiene sentido como representación de un punto de vista particular acerca de un objeto que intenta captarse en todos sus detalles en un espacio que a su vez se define del modo más arbitrario, confirma la justeza de nuestra observación. ¿Qué caso tiene el video que graban Heather y su equipo si ni siquiera se ve en él lo que iban a buscar los jóvenes? A primera vista, ninguno. Mas, por extraño que parezca, esa absoluta vacuidad o inutilidad es lo que permite que el video se metamorfosee en el vehículo idóneo para la expresión del cine, que, a diferencia de aquél, sí puede realizarse en ausencia de un objeto determinado, al cual suple justamente con la representación del dinamismo lineal de la realidad y, sobre todo, con la de la manera en que cada cual se pone a tono con ese dinamismo o cae víctima de él, si acaso no llega a entenderlo. En efecto, ya habíamos hecho notar también que a pesar de que el video se desarrolla a través de una línea temporal fragmentada mientras el cine lo hace a través de una línea total, no deja de haber una clara afinidad entre ambos, pues fragmentada o no, la linealidad permanece y la imagen que se descompone en tomas o en detalles insignificantes no es sino el material con el que se informa la continuidad absoluta de la imagen que cualquier gran director busca proyectar y que en el género que nos ocupa aquí tiene que ver con la irrupción avasallante del horror que arrasa con cualquier resistencia y permite imaginar (ya que no ver) lo peor en el espacio vacío de lo trivial: un montículo como tal nada tiene de terrorífico, y lo mismo puede decirse de gritos lejanos o de sonidos semejantes a disparos que se pierden en la obscuridad; lo aterrorizante aquí no está, pues, en el plano de la imagen en el que se agotan las posibilidades expresivas del video sino en el de la imaginación en el que el cine hace imaginable lo invisible en cuanto despliega un espacio vacío donde no aparece nada más que la absoluta oposición moderna entre, por una parte, el ciclo natural y la linealidad humana que no hace más que enredarse en torno al ciclo que recomienza sin cesar para volver al punto de partida y, por la otra, entre la linealidad fragmentaria y la continuidad total del proyecto que exige realizarse a toda costa. Así, el paraje del que uno ha salido en la mañana es el mismo al que uno va a dar exhausto cuando ya las sombras de la noche anuncian que el ataque de lo maligno está por comenzar, y lo único que en esa vacuidad espacial se percibe es el tiempo que pasa y la desesperación ante el hambre que aprieta en ese bosque donde no se ve el menor asomo de vida. Un video de aficionados se metamorfosea entonces en una película profesional en la medida en que el espectador común, que esperaba que el video le entregara la imagen del horror (máxime por tratarse de un documental que a su vez ha servido como material para una frustrada investigación policíaca), se queda al final con la pura expectativa de lo que iba a ver y tiene que colmar ese espacio vacío con la proyección de su propio miedo ante la posibilidad de hallarse en una situación similar aunque no esté en el bosque sino en la así llamada selva de asfalto o en cualquier otro ámbito. Por eso, la doble frustración de la que hablamos (la de los protagonistas y la del espectador que a la postre nada han visto) no debe interpretarse como un fracaso, al contrario, ya que el cine sale al rescate de la inanidad del video por obra, reitero, de su capacidad simbólica y dramática: el video, entonces, que se opone al cine justamente en la manera de tomar la realidad desde el detalle más pedestre hasta la realización más vulgar, resulta un medio para que el juego de la representación visual llega a su culminación y la temporalidad que concluye en la muerte de los tres jóvenes entre en una nueva fase cíclica en la que lo real retornará por siempre ya no como naturaleza sino como una cinta que cualquiera desearía volver a filmar. Vale.

1 Homero, Ilíada, Madrid, Cátedra, 1991, Ed. y Trad. de Antonio López Eire (Letras universales, 101), canto IV, vv. 169-170.

2 Fedón 107c-d en Diálogos, 9 vv., Madrid, Gredos, 1986, Trad. de Carlos García Gual, v. III.

3 Heidegger, Martín, El ser y el tiempo, México, FCE, 1971, 2ª. Ed., Trad. de José Gaos, Parág. 81, p. 458.

4 Kant, Manuel, Crítica de la razón pura, B76.

5 Republica 621c, en Diálogos, ed. citada, Trad. de Conrado Eggers Lan, v. IV.

6 Razón por la que Kant considera la guerra por completo injustificable aun cuando se lleve a cabo por motivos en principio loables. Cfr. Para la paz perpetuaUn esbozo filosófico en la antología de textos kantianos que ha editado José Luis Villacañas bajo el título general de En defensa de la Ilustración, Barcelona, Alba, 1999, Trad. de Javier Alcorza y Antonio Lastra (Pensamiento. Clásicos, 1), p. 309.

7 Schenk, H. G., The mind of the european romantics. An essay in cultural history, Londres, Universidad de Oxford, 1979, p. 30.

8 Hegel, Jorge Federico Guillermo, Fenomenología del espíritu, México, FCE, 1966, Trad. de Wenceslao Roces y Ricardo Guerra, p. 135. Quiero mencionar que el pasaje que cito se insiere en un desarrollo conceptual contrario a la exégesis general que aquí desarrollo, y que si pese a ello lo retomo es porque ese desarrollo sólo se hace inteligible metafísica o, mejor dicho, críticamente.

9 La ciencia jovial (“La gaya scienza”), Caracas, Monte Ávila, 1992, 2ª. Ed., Trad. de José Lara, L. III, Parág. 152, p. 128.

10 Cfr. Bordwell, David, Poetics of cinema, Nueva York, Routledge, 2008, p. 281 y ss.

11 Aristóteles, Poética, 1449b.

12 La sección que aquí concluye es una versión bastante modificada de la introducción a un ensayo mío que se titula “On the ominous modern dialectics of time in cinema”, mismo que publicará en el curso del año Anna-Teresa Tymieniecka en la Analecta Husserliana y que tiene un alcance mucho mayor que el que aquí presento.

13 Cfr. “Del desamparo contemporáneo en el cine y de los límites de la interpretación” en este mismo volumen.

14 Deleuze, Gilles, L’image-mouvement (Cinéma 1), París, Minuit, 1983, p. 13.

15 Una excelente introducción a esta clase de películas aparece en Freeland, Cynthia, The naked and the undead: evil and the appeal of horror, Boulder, Westview, 2000, cc. I-II. Las exegesis de la autora, empero, no tienen nada que ver con el enfoque que aquí desarrollo.

16 HF, 1999. La edición que manejo no tiene separación de escenas, así que cuando cite alguna lo haré sin dar la referencia exacta.

17 Sobre la complejidad filosófica del concepto de “instante”, cfr. Bachelard, Gastón, La intuición del instante, Buenos Aires, Siglo Veinte, s/f, Trad. de Federico Gorbea.

18 Crítica de la razón pura, A247.


Este texto forma parte del libro De la literatura y el mal, Publicado por la BUAP (2010). (N. del E.)

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