La monstruosidad del orden moderno

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La monstruosidad del orden moderno

“…y no tiene ni anverso ni reverso…”

Borges

“Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento –al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía –, trastornando todas las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro”. [1] Así inicia su libro Las palabras y las cosas Michel Foucault, haciendo referencia a una extraña taxonomía animal que describe Borges, y que despierta en el filósofo francés una gran inquietud, entrañada no sólo en la corrupción del orden afín a los cánones ligados a su pensamiento. Curiosamente no son los seres que se nombran sino como se ordenan lo que le causa un vértigo intelectual. “La monstruosidad que Borges hace circular por su enumeración consiste, por el contrario, en que en el espacio común del encuentro se halla él mismo en ruinas. 

Lo imposible no es la vecindad de las cosas, es el sitio mismo en el que podrían ser vecinas” [2] continua reflexionando Foucault, hasta situarse nuevamente en mismo punto de partida, pero intuyendo que bajo la incongruente clasificación que describe Borges se esconde algo más: “Este texto de Borges me ha hecho reír durante mucho tiempo, no sin un malestar cierto y difícil de vencer. Quizá porque entre sus surcos nació la sospecha de que hay un desorden peor que el de lo incongruente y el acercamiento de lo que no se conviene; sería el desorden que hace centellear los fragmentos de un gran número de posibles órdenes en la dimensión, sin ley ni geometría, de lo heteróclito”.[3]

Este escrito surgió del trabajo de Foucault, de la risa que sacude, al leerlo, imaginando su terror ante la presencia de la entropía que advierte y no nombra, sin embargo, busca clasificarla y someterla a la circunscripción de palabras menos duras. En algún momento incluso utiliza el termino discontinuidad para referirse al efecto entrópico: “El hecho de que en unos cuantos años quizá una cultura deje de pensar como lo había hecho hasta entonces y se ponga a pensar en otra cosa y de manera diferente”. [4] sin embargo, lenta pero inexorablemente, la entropía se filtra aún en el lenguaje mutándolo. Cuando el mismo Foucault acuña el término heterotopía, para su disertación en sobre el orden, contribuye a no sólo a esa mutabilidad, sino también a vislumbrar el “número de posibles órdenes” cuestionando de facto nuestra conveniente noción de orden al apuntar que: “Todo límite es un corte arbitrario en un conjunto indefinidamente móvil”[5] o como el mismo Borges en El idioma analítico de John Wilkins apunta, “notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos que cosa es el universo.”[6]

Pero, cuál es la razón que subyace a ese miedo al caos y el desorden, que por otro lado, no es privativo de la filosofía occidental moderna. Todas las culturas han buscado de alguna manera mantener un sistema organizado de su mundo, incluso la referencia de Borges sobre la categorización taxonómica, contenida en Emporio celestial de conocimientos benévolos, que inquieta Foucault, no es otra cosa que precisamente un intento de ordenamiento de lo cotidiano, aunque no podamos concebir esa cotidianeidad donde de manera poco convencional los seres reales convivan con los mitológicos a tal grado que nos cause una disonancia el que pueda existir una vecindad entre la jerarquización de sus clases y que además la organización de sus integrantes este precedida por nuestro alfabeto. Ahora bien, Como apuntaba anteriormente, en todas las culturas, incluso en aquellas donde la transmisión de conocimientos se da de manera oral, hay una tendencia al orden, encarnado éste generalmente en los mitos, los cuales habitualmente implican que el mundo circundante es el resultado de génesis sucesivas, es decir continuidades ordenadas temporalmente y donde si bien el caos existe, tal como Foucault advierte en su texto, es visto como un generador de nuevas formas de orden. Pero hay algo que ni el mismo Foucault fue capaz de prevenir, y es el hecho de que no sólo las heterotopías son capaces de producir un resquebrajamiento de nuestras estructuras de orden, la misma ciencia ha comenzado a recorrer los derroteros del desorden.

Curiosamente la ciencia ha buscado sistemáticamente destruir al mito, el motivo: habían dejado de hablar el mismo lenguaje. Se volvieron divergentes sus explicaciones sobre los fenómenos que nos afectan. Mientras que para el mito todo es recurrente, para la ciencia el universo es contingente, para el mito el tiempo es circular y divino (no cognoscible), para la ciencia el tiempo es lineal y físico (medible y cuantificable). Sin embargo, la condición del mito como guardián de un orden primigenio capaz de asimilar la entropía como parte del mismo, ha permeado a la ciencia. La famosa frase de Einstein “Dios no juega a los dados con el universo”, formulada para de forma singular remarcar la existencia de sistemas que rigen el mundo, ha quedado rebasada; basta recordar la relación de indeterminación de Heisenberg o mejor conocida como principio de incertidumbre, que postula la inoperancia de las leyes de la física clásica en ciertos fenómenos. Incluso otro físico, quizá el que le sigue en popularidad a Einstein, Stephen Hawkins ha revirado su frase con esta otra: “Dios no sólo juega a los dados. A veces también echa los dados donde no pueden ser vistos.” El mismo Hawkins ha incorporado en sus modelos singularidades entrópicas, para entender y formular una explicación coherente del mundo, como apunta en Historia del tiempo: “El que con el tiempo aumente el desorden o la entropía es un ejemplo de lo que se llama una flecha del tiempo, algo que distingue el pasado del futuro dando una dirección al tiempo.”[7]

Pero volviendo al problema ontológico del miedo al desorden que involucra a la cultura Occidental, debemos primero situar de donde proviene la noción de orden y que significado entraña para nuestro modelo de pensamiento, y así teorizar o conceptualizar el motivo del temor que desencadena el caos. Primero hay que acotar el hecho de que la concepción de orden tal como la conocemos hoy en día (con tintes mecanicistas) tiene de acuerdo a George Balandier su origen con un evento específico. En su libro “El desorden” Balandier, habla de una máquina con un mecanismo maravilloso e impensado para el siglo XIV, creada por el astrónomo Giovanni Dondi, quien fuera elevado por Petrarca a” príncipe de los astrónomos”. Dicha máquina fue el primer reloj planetario: el Astrarium, en el cual estaban representados el sol, la luna y los cinco planetas conocidos hasta entonces. El artefacto tenía por objeto como bien apuntaba el mismo Dondi: el reproducir lo que pasa en los cielos. Llevando la geometría celeste de Ptolomeo de un plano matemático a uno mecánico. Sin embargo la invención del Astrarium no sólo fue una proeza técnica, también se convirtió en un anclaje cultural que signó una forma de concebir el mundo. A partir de su invención el universo fue regido por leyes inmutables que ordenan lo que nos rodea, y donde hubo cabida para creer que una fuerza externa había dictado esas leyes. [8] Esta es la primera lectura de lo que simbólicamente representa la obra de Dondi, la segunda y no menos importante: sólo algunos hombres tienen la capacidad para crear o poseer las maquinas que dirigen la decisión sobre los movimientos del universo. Es decir el orden lo impone quien ostenta el poder.

Llegado a este punto se puede conjeturar que el miedo en nuestra cultura al caos, al desorden, esta ligado a la pérdida del status quo, es decir del poder. Nos atemoriza el ser incapaces de controlar las variables de los cambios y tener que someternos al azar, ser simples espectadores del devenir. El miedo lo engendra no tener el control y reconocer que efectivamente no sabemos qué es el universo. Quienes ostentan el poder y son los dueños de los mecanismos que mantienen el orden, prefieren antes que perder el control, fortalecer las sujeciones, sin importar que los dispositivos de control atenten contra los derechos del ser humano conduciéndonos a una distopía, entendida esta como la exacerbación del orden hasta el punto de anquilosar el mundo, viendo sus impulsores, en la inmovilidad, el modelo perfecto para mantener incongruentemente su continuidad. Claramente una aberración, si consideramos como dice Policarpo Sánchez en su ensayo Arqueología de la modernidad que: “La mitología del progreso descansa sobre una concepción lineal de la historia, que adquiere tensión de futuro y se convierte en un proyecto orientado hacia una finalidad que la dota de sentido.” [9]

La aberración que representa una sociedad distópica ha tenido en la literatura y le cine una excelente acogida, las visiones catastrofistas, siempre despiertan curiosidad. Pero es importante señalar que hay dos acepciones del término. Si bien John Stuart Mill incorporó la palabra como un antónimo de utopía de Tomas Moro, en su aplicación existen dos sentidos, el primero es el de un estado de cosas completamente caótico, generalmente pos-apocalíptico, donde las estructuras sociales han desaparecido y el ser humano se ve condenado a vagar por una tierra yerma guiado únicamente por sus instintos primarios. El otro sentido del término, nos indica todo lo contario, macro estados totalitarios que hacen del orden su bien más preciado, sus fundamentos están basados en teorías científicas extremas, donde la razón, que justifica a quienes ejercen el poder, prevalece por sobre las emociones, incluso los mismos sentimientos pueden estar proscritos. En estos espacios el individualismo es reducido a la mínima expresión de sólo lo corpóreo.

Cortés en su libro Orden y caos, menciona que “Cada época histórica propone un modelo de representación del mundo, tanto social como político o cultural; a partir de éste, se elaboran unos sistemas de referencia que la sociedad debe acatar, una jerarquía de valores que define las relaciones entre las personas. Se trata de una concepción específica que se propone como única y absoluta”. [10] Dentro del modelo de representación gestado por la modernidad, el temor al caos esta implícito, como un miedo arcaico, pero es desde finales del siglo XIX y principio del XX, hemos experimentado una tensión en mayor medida con respecto al caos, las innovaciones técnicas, ayudaron a ello, la modernidad y la ciencia en ese momento parecían haber llegado a su clímax, pero al final el progreso convirtió el futuro en la caja contenedora del gato de Schrödinger, por que como apunta Balandier, “El conocimiento científico se encuentra en una situación paradójica: si bien cuenta con medios sin precedentes, sus resultados parecen más parciales y más precarios que nunca…La ciencia tiene toda la seriedad de un juego en el cual al verdad de lo real queda “fuera del juego”. Si es exacto que los hombres le han pedido a la ciencia que haga su contribución a un discurso del orden que los tranquilice, ella no ha cumplido esta función; es primero un instrumento…Ella traza y vuelve a trazar una y otra vez las fronteras de lo real.”[11]

Alain Finkielkraut advierte también esa paradoja en Nosotros los modernos: “las realidades nacidas de la filosofía del hombre moderno parecen sentir un placer travieso en llevar la contraria a las ambiciones de esta filosofía, en transformar sus promesas en amenazas, en funcionar por sí mismas”.[12] El proyecto de la modernidad surgido en el renacimiento, con la idea de elevar la razón a soberana del universo, donde las leyes de la naturaleza, como el curso de la Historia estuvieran sometidas a ella, y la promesa del control humano del cosmos: la prevención de cualquier catástrofe, léase esta como situación de caos, siguen postergadas. Nuestra modernidad parece haber caído en un rizo temporal, del que pareciera nadie quiere sacarla, y es que el atentar contra el orden establecido no esta permitido, como también apunta Cortés: “Los individuos que pongan en duda este sistema serán excluidos, perseguidos, y eliminados en caso de grave crisis social” o bien “quedan marginados geográfica, cultural, lingüísticamente, quedan devaluados en la escala oficial de valores: se convierten en monstruos”. [13]

Nuestra noción de orden no se ha modificado desde el siglo XIV con la invención del Astrarium. Nuestro miedo surgido de esta misma concepción sigue siendo el mismo. Cuando en 1966 Foucault publica Las palabras y las cosas, en un intento de encadenar el conocimiento y lograr un orden de tipo arqueológico. En una paradoja, como la suscrita por Goya en sus caprichos: “El sueño de la razón produce monstruos”, sienta las bases para la crisis del pensamiento occidental, crisis que casi dos décadas después, insistiría en el caótico fin de los sistemas referenciales que dan la estructura del mismo pensamiento occidental. El miedo al desorden que vemos en el prefacio de Las palabras y las cosas, se convierte al termino del primer capítulo, Las Meninas, en una metáfora de lo que posteriormente se clasificaría como posmodernidad. Sin embargo la crítica nunca alcanzó para cambiar algo en la estructura, realmente nunca la amenazó, la modernidad salió de su “gripa” fortalecida.

La modernidad ha sabido hasta ahora manejar sus miedos incorporándolos a su corpus, por ejemplo, es por demás significativo que el título completo del Libro de Balandier sea El desorden. La teoría del caos en las ciencias sociales. Elogio de la fecundidad del movimiento. Esta última parte del título “Elogio de la fecundidad del movimiento” que resulta hasta poética, nos habla precisamente de cómo sublima la modernidad sus miedos, cómo los transforma en entidades asimilables. Pero esta asimilación a la postre será la semilla que de un cambió paradigmático de nuestra época histórica. La modernidad esta gestando un monstruo pero no lo sabe por lo cual no le teme. Un entrañable poeta amigo mío, me decía que los monstruos no existen hasta no tener un cuerpo. Él que pude devorar nuestra modernidad se esta gestando, pero este no será un ente degradado construido con retazos y fragmentos de otros cuerpos. Será carismático, arrebatado y testarudo, plagado de sustentos científicos, razones lógicas y promesas, progresistas, escrupuloso, celoso de su deber y deseoso de mostrar su fortaleza. Esta visión no es en nada antimoderna por el contrario esta imbuida del espíritu moderno, aludiendo a Hocquenghem y Schérer: “Frente al racionalismo, a lo objetivo, la melancolía es el germen de la lucidez en la catástrofe de la modernidad. En el ensueño nostálgico, es también una capacidad de despertar, la utopía inscrita en el corazón de cada uno. Al unir debilidad con fuerza, sagacidad con poesía, es pasión redentora de esa modernidad que se ve a sí misma como un espectáculo que va a desaparecer”. [14] Al final el monstruoso engendro de la modernidad no es otra cosa que el orden llevado hasta sus últimas consecuencias, aun no parido el monstruo ya tiene nombre y este es: Distopía.

Referencias Bibliográficas

[1] FOUCAULT, Michel. Las palabras y las cosas. México: Siglo XXI, 1998. p.1

[2] FOUCAULT, Michel. Op. Cit. P.2

[3] FOUCAULT, Michel. Op. Cit. P.3

[4] FOUCAULT, Michel. Op. Cit. P.57

[5] FOUCAULT, Michel. Loc. Cit.

[6] BORGES, Jorge Luis. Otras inquisiciones. Madrid: Alianza, 1999. p.62

[7] HAWKING, Stephen. Historia del tiempo. Barcelona: RBA editores, 1993. p.191

[8] BALANDIER, Georges. El desorden. Barcelona: Gedisa.1999. p. 45,46

[9] SÁNCHEZ, Policarpo. Arqueología de la modernidad. Revista de filosofía. 2009 Vol. 34, N° 2. p. 120

[10] CORTÉS, José Miguel. Orden y Caos. Barcelona. 1997. p. 13

[11] BALANDIER, Georges. Op. Cit. P.56

[12] FINKIELKRAUT, Alain. Nosotros los modernos. Madrid: Ediciones encuentro. 2006. p. 20

[13] CORTÉS, José Miguel. Loc. Cit.

[14] HOCQUENGHEM, Guy y SHERER, René. El alma atómica. Barcelona: Gedisa. 1987. p. 48

 

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