La saturación de la carne: el santo de Flaubert

Home #24 - Bioética La saturación de la carne: el santo de Flaubert
La saturación de la carne: el santo de Flaubert

El que ha venido detrás de mí

ya está delante de mí, porque

era antes que yo.

Juan 1, 15

a1.0-fs8

I

A principios del siglo XX, Walter Benjamin, en el ensayo Sobre el programa de la filosofía venidera, describe el proyecto de una filosofía futura en la que, con una reformulación del concepto de experiencia a partir de una noción de conocimiento cuyas bases se encuentren en el pensamiento de Kant, sea posible integrar elementos como la religión, que el filósofo de Königsberg no incluye en su sistema. Así, Benjamin asegura que este concepto de conocimiento, si bien no hace posible a Dios, sí posibilita su experiencia.[1] Dicho esto, a través de una fenomenología de la donación, el filósofo Jean-Luc Marion pretende esbozar las condiciones de lo que designa como fenómeno saturado, cuya culminación se encuentra en la experiencia religiosa de la revelación. Aunque con Benjamin no se trata de fenomenología,  ¿no es, acaso, un proyecto en el que se describe un fenómeno que integra la posibilidad de la revelación en un concepto de experiencia, a partir de las categorías kantianas, una insinuación del proyecto mismo de la filosofía venidera de Benjamin? En efecto, el fenómeno saturado sobrepasa las categorías del entendimiento, puesto que, en su presentación, la intuición excede todo concepto.

a1.1-fs8

En principio, Marion comprende la fenomenicidad de un fenómeno, es decir, su potencia para manifestarse, en virtud de la donación, cuyo origen no es otro que sí mismo.

La “donación de sí mismo, Selbstgebung” indica que el fenómeno se da en persona, pero también, y sobre todo, que se da desde sí mismo y a través de sí mismo. Sólo esta donación originada en sí misma puede dar el sí mismo del fenómeno e investir la evidencia de la dignidad de vigilante de la fenomenicidad, arrancándola así de su muerte idolátrica.[2]

Y es sólo a través de la reducción fenomenológica que se consigue una evidencia cargada de donación, que no se limita a reducir la inmanencia de las vivencias, sino que su objetivo reside en llevar hacia la donación la cosa misma y no solamente su aparecer. Marion asegura que el vínculo entre la reducción fenomenológica y la donación constituye la esencia del fenómeno. Ciertamente, Edmund Husserl, en la tercera lección de Idea de la fenomenología, argumenta que el yo como persona, vivencia y cosa en el mundo, se comprende como trascendencia; por eso escribe: “Sólo por medio de una reducción –a la que vamos a llamar ya reducción fenomenológica– obtengo un dato absoluto, que ya no ofrece nada de trascendencia”.[3] En este sentido, de lo que se trata es de obtener el fenómeno puro colocando en cuestión al yo, al tiempo y al mundo. El fenómeno puro es, pues, la cogitatio pura. Husserl prosigue:

A todo fenómeno psíquico corresponde, pues, por la vía de la reducción fenomenológica, un fenómeno puro, que exhibe su esencia inmanente (singularmente tomada) como dato absoluto.[4]

a1.2-fs8

Así pues, Marion insiste en la correlación entre la reducción y la donación, cuando expone que, entre aparecer y apareciente, el fenómeno descansa sobre las formas de la donación que se resuelven en una sola determinación. Husserl reconoce la dualidad interna del fenómeno cuando escribe: “La palabra ‘fenómeno’ tiene dos sentidos a causa de una correlación esencial entre el aparecer y lo que aparece”.[5] Esta correlación entre los dos rostros del fenómeno consigue realizar la donación misma; de modo que, como Marion sostiene, la pareja metafísica de esencia y existencia se disuelve en esta realización. Si Husserl consigue pensar la fenomenicidad a partir de la donación, es porque deshace la contradicción entre inmanencia y fenomenicidad, a través del vínculo de la inmanencia con la intencionalidad. Marion redacta:

En la inmanencia intencional, la donación de la apariencia no impide ya la donación del apareciente, porque la intencionalidad mienta esa segunda donación y, así pues, la da en tanto que mención; es decir, las dos caras del fenómeno surgen de un solo y mismo golpe porque las dos donaciones no son más que una.[6]

Se trata, pues, de la donación como trascendencia en la inmanencia. La fenomenicidad se concibe como una reducción que recibe su sentido de la donación; como la vinculación de las dos partes del fenómeno; y como la intencionalidad que se introduce en la inmanencia. Asimismo, la donación coloca el estatuto fenomenológico de la presencia en persona para las cosas mismas, que “[…] sólo son a la medida de su donación intuitiva absoluta”.[7]

II

Si la descripción del fenómeno saturado implica que la intuición sobrepase a todo concepto, las categorías del entendimiento de Kant son llevadas al límite. “El fenómeno saturado se describirá así como no-mentable según la cantidad, insoportable según la cualidad, absoluto según la relación, inmirable según la modalidad”.[8] Marion advierte que lo no-mentable, lo insoportable y absoluto del fenómeno cuestionan el horizonte mismo de la presentación, mientras que lo inmirable pone en cuestión el significado trascendental del yo. Para Kant, los conceptos puros del entendimiento consisten en la síntesis de distintas representaciones en una intuición, expresadas universalmente. De modo que la intuición se comprende como todos aquellos medios por los que un conocimiento se refiere inmediatamente a objetos. La intuición “[…] sólo ocurre en la medida en que el objeto nos es dado; pero esto, a su vez, sólo es posible –al menos para nosotros, los humanos– en virtud de que él afecta la mente de cierta manera”.[9] En efecto, es la sensibilidad –la capacidad de recibir representaciones provenientes de la afectación de los objetos– la que suministran las intuiciones. El entendimiento, a través de una unidad sintética de lo múltiple en la intuición, introduce un contenido trascendental en las representaciones. Así, estas representaciones, al remitir de modo a priori a los objetos, son designadas por Kant como conceptos puros del entendimiento, a saber, las categorías.[10] Según la cantidad, el fenómeno saturado no se puede mentar; no es posible comprenderlo a partir de la unidad ni tampoco por medio de la pluralidad o de la totalidad. No es mentable puesto que es imprevisible. La intuición donadora le otorga una cantidad, pero que precisamente no es posible prever. Si un fenómeno está cuantificado es posible preverlo a partir de otro fenómeno, razona Marion; por ejemplo, por medio del número finito de sus partes y la magnitud, también finita, de cada una. El exceso del fenómeno saturado no permite dividirlo ni tampoco medirlo y cabría designarlo, más bien, como inconmensurable o desmesurado. La desmesura del fenómeno vuelve imposible la realización de una síntesis sucesiva que permita aprehender sus partes.

Como el fenómeno saturado sobrepasa la suma de sus partes –las cuales tampoco pueden a menudo enumerarse–, hay que abandonar la síntesis sucesiva por lo que llamaremos una síntesis instantánea, cuya representación precede y sobrepasa a los eventuales componentes, en lugar de resultar según la previsión.[11]

a1.3-fs8

Imprevisibles y no mentables son las apariciones –de las que no se puede tener un conocimiento preciso más allá del instante en el que se presentan– de las que son testigos los padres del personaje principal de la narración La leyenda de San Julián el Hospitalario de Gustave Flaubert. No es posible determinar la potencia de lo que se aparece ni tampoco integrarlo en una síntesis sucesiva. Se trataría, tal vez, de una síntesis instantánea en la que no es posible dar cuenta de las partes. En esta síntesis no se obtiene un conocimiento lo suficientemente completo de lo que se aparece como para volverlo un objeto.

Esta anticipación del fenómeno respecto a lo que nosotros prevemos desentona: llega antes de que lo veamos, antes de tiempo, antes que nosotros. Nosotros no lo prevemos, sino que él es quien nos previene.

 a1.4-fs8

Y son los padres de Julián, quienes precisamente son prevenidos por las apariciones acerca del destino de su hijo. A la madre, quien “[…] a fuerza de pedírselo a Dios tuvo un hijo […]”,[12] no le es posible asistir a los festejos del nacimiento de Julián. Por eso se queda en cama con el recién nacido, cuando, gracias a la luz de luna que entraba por la ventana, vislumbra una figura, o bien, una sombra.

a1.5-fs8

Rouen, cathédrale, vitrail de Saint Julien l’Hospitalier

 

“Era un viejo en hábito de estameña, con un rosario al costado y unas alforjas al hombro, que tenía toda la apariencia de un ermitaño”.[13] La reacción de la madre es de espanto cuando, de tal figura, en medio de la noche, escucha las siguientes palabras: –“Regocíjate madre, ¡oh madre! ¡Tu hijo será santo!”[14] De un momento a otro, la figura desparece al elevarse en el aire y la madre cae dormida tras escuchar la voz de los ángeles. Al día siguiente de la aparición, la servidumbre es interrogada sobre el extraño ermitaño: nadie ha visto nada. Este fenómeno, aislado, resiste a una relación de causalidad y “[…] se impone sin precedentes, ni partes, ni suma”.[15] Del mismo modo, el padre experimenta otra aparición; un mendigo –de barba trenzada y con los ojos en llamas– sale de la niebla y, frente al castillo, exclama: –“¡Ay, ay!, tu hijo… ¡mucha sangre!, ¡mucha gloria…!, ¡siempre feliz! La familia de un emperador”.[16] Enseguida, el mendigo desaparece entre la niebla.

a1.6-fs8

Rouen, cathédrale, vitrail de Saint Julien l’Hospitalier

Puesto que las apariciones fueron imprevisibles y no mentables, los padres de Julián optan por el silencio; no existe, como tal, una causalidad que pueda explicarlas; la madre atribuye la suya a una comunicación del cielo, mientras que el padre relaciona su visión con la fatiga. Ahora bien, lo que se advierte y se previene es la santidad de Julián, pero también su violencia. La no previsión del fenómeno saturado, afirma Marion, se debe, principalmente, a dos motivos fenomenológicos: la intuición que satura el fenómeno imposibilita la distinción y adición de sus partes, de modo que la pre-visión del fenómeno queda anulada; así también, este fenómeno se impone en virtud del asombro: su imprevisibilidad cumple y consuma la donación –en efecto, el padre de Julián queda deslumbrado por la extraña aparición y el mensaje que se le dio, a pesar de su falta de claridad.

Así pues, el fenómeno saturado es, también, insoportable según la categoría de cualidad. Si la división de las categorías se basa en un principio común, la facultad de juzgar –que es la de pensar–, a la cualidad le corresponde la realidad, la negación y la limitación; no obstante, la intuición que satura este fenómeno implica una magnitud intensiva sin medida. Al tratarse de una desproporción excesiva, la percepción no puede predecir lo que va a experimentar: todas sus anticipaciones son sobrepasadas. En vez de que la intuición esté ciega a causa de los fenómenos de muy baja intensidad, la intuición se vuelve cegadora con el fenómeno saturado: “la mirada ya no puede soportarla como tampoco podría ante una luz que deslumbra y quema”.[17] Se experimenta un deslumbramiento y la percepción se vuelve insoportable; tal y como le sucede a Julián, en su juventud, durante un día de caza. Gustoso de la crueldad vertida en sus cacerías, el joven aristócrata casi acaba con la fauna del bosque que colinda con su castillo. En una ocasión, Julián se cruza con dos ciervos y su pequeña cría. Tras asesinar a la cría, el joven se siente exasperado por los profundos gritos de la cierva –humanos, narra Flaubert–, y procede a acabar con ella. Por su parte, el ciervo que queda se dirige hacia él a toda velocidad, incluso cuando una flecha ha sido clavada entre sus ojos, mientras Julián retrocede aterrorizado.

El prodigioso animal se detuvo; y con los ojos llameantes, solemne como un patriarca y como un justiciero, mientras que una campana sonaba a lo lejos, repitió tres veces:

“¡Maldito!, ¡maldito!, ¡maldito! Un día, corazón feroz, asesinarás a tu padre y a tu madre!”

Dobló las rodillas, cerró dulcemente sus párpados, y murió.[18]

De este modo, Julián queda sobrepasado ante una presentación inconcebible: un animal que es capaz de hablar. No obstante, lo insoportable a la percepción, más que el habla del animal, reside en el mensaje que prevé y anticipa la muerte; aquella que expone su cumplimiento por adelantado. No es posible sostenerle la mirada a la muerte. El joven lucha con la predicción en vano; por eso, abandona a sus padres por el temor de asesinarlos. Sin embargo, en está aparición también se anuncia la santidad de Julián. “El deslumbramiento comienza cuando la percepción traspasa su máximo tolerable […]”,[19] y aunque Marion da preeminencia a aquello que se presenta y excede la mirada hasta cegarla –la luz–, en la historia de Julián, lo que se advierte insoportable de la aparición es el sentido de una voz que proviene de un evento inadmisible –un animal que, después de muerto, habla–, y que, dicho con Gilles Deleuze, constituye el acontecimiento que sobrevuela los cuerpos y las proposiciones.[20] Así pues, una determinación esencial del fenómeno saturado concierne a la intolerabilidad que efectúa una donación intuitiva afirmada en el reconocimiento de la finitud. La experimentación de la finitud se revela en la imposibilidad de comprender la amplitud de lo que se da: el fenómeno.

a1.7-fs8

Rouen, cathédrale, vitrail de Saint Julien l’Hospitalier

En la Crítica de la razón pura, Kant indica que el tiempo es la condición formal a priori en la que los fenómenos consiguen su realidad efectiva. Aunque los fenómenos desaparezcan, el tiempo no puede ser suprimido. El filósofo de la crítica escribe:

Pues el tiempo no puede ser una determinación de fenómenos externos; no pertenece ni a una figura, ni [a una] situación, etc., y en cambio determina la relación de las representaciones en nuestro estado interno. Y precisamente porque esta intuición interna no suministra ninguna figura, procuramos nosotros subsanar esa carencia mediante analogías, y representamos la sucesión temporal por medio de una línea que se prolonga en el infinito, en la cual lo múltiple constituye una serie que tiene sólo una dimensión; y de las propiedades de esa línea inferimos las propiedades del tiempo, excepto una: que las partes de ella son simultáneas, y las de él, empero, son siempre sucesivas.[21]

 a1.8-fs8

Si la analogía en la filosofía Kant consiste en que la experiencia sólo es posible a partir de la conexión necesaria entre percepciones, la unidad de la experiencia inscrita en una serie de coordenadas es desbordada por un fenómeno que adviene sin posibilidad de representación, en virtud de la categoría de relación: un acontecimiento imprevisible, absoluto y puro. No se trata, en efecto, de los objetos de la ciencia cuyo estatuto designa fenómenos cognoscibles, previsibles, reproductibles y de intuición baja; sino de fenómenos que se sustraen de toda medida común y de toda determinación a priori de la experiencia. Por eso, a propósito de la categoría de relación, “[…] hablamos de un fenómeno absoluto; desligado de toda analogía con un objeto de la experiencia, sea el que sea”.[22] Así pues, para Kant, la unidad de la experiencia se consigue en el fondo del tiempo; de manera que el horizonte último de los fenómenos, como condición de su aparecer, es el tiempo. Los fenómenos actualizan una porción de este horizonte cuando se aparecen; quedan delimitados y acogidos por él. Sin embargo, ¿es posible, para los fenómenos saturados, desbordar este horizonte? Marion expone que un fenómeno, al haber alcanzado ya su concepto y cubierto su horizonte, puede sobrepasar la delimitación de éste. “Esta disposición no implica dispensarse sin más del horizonte, sino articular varios horizontes de manera conjunta para acoger un mismo y único fenómeno saturado”.[23] Se trata, así, de concebir los fenómenos en varios horizontes, a veces opuestos entre sí, y distintos de un tiempo único, en los que una adición indefinida posibilita la desmesura de lo que aparece. Marion afirma que precisamente es éste el procedimiento que lleva a cabo Spinoza con el planteamiento ontológico de la sustancia. En la definición IV del Libro I de la Ética demostrada según el orden geométrico, Spinoza escribe: “Por Dios entiendo un ser absolutamente infinito, eso es, una substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita”.[24]

a1.9-fs8

En efecto, la sustancia de Spinoza reúne las determinaciones de la enticidad a partir de los individuos que la integran “[…] hasta sumergir con su presencia infinitamente saturada el horizonte esencialmente finito de la metafísica cartesiana […]”.[25]  Los atributos se multiplican hasta el infinito y en ellos se expresan modos tanto finitos como infinitos. De la naturaleza divina se siguen infinitas cosas de infinitos modos, razona Spinoza. De modo que los atributos de Dios, al ser formas, “[…] se atribuyen todas a un solo y mismo Ser, ontológicamente uno, formalmente diverso”.[26]  Marion indica que en la sustancia de Spinoza, el paso que va del pensamiento a la extensión permite disminuir la saturación inicial que, de no desplegarse en la extensión, permanecería como un insoportable deslumbramiento. No obstante, habría otro caso en el que lo absoluto del fenómeno no es tolerable ni siquiera por distintos horizontes y, libre de la analogía con otros fenómenos, su saturación no es aceptada por el mundo. Por eso, cuando se manifiesta, no encuentra un espacio propicio para su despliegue; su abertura está negada. “Llegado entre los suyos, no lo reconocieron […]”, afirma Marion. Por eso, se corre el riesgo de que, llegado el caso, el fenómeno sea tenido por uno pobre o común y se le ignore. Se trata de un fenómeno que, al desligarse de la experiencia objetivada y repetible, ya no depende de ningún horizonte. Es un fenómeno incondicionado, puesto que, cuando se da, ya no depende de ninguna condición de posibilidad.

a1.10-fs8

Ahora bien, según la categoría de modalidad que comprende la posibilidad y la imposibilidad; la existencia y la no existencia; además de la necesidad y la contingencia; el fenómeno saturado se presenta como inmirable. Marion subraya la distinción entre los verbos ver y mirar –voir y regarder–, al afirmar que el verbo mirar corresponde, más bien, a un control de lo visible por parte de quien lo mira, mientras que el ver concierne a recibir lo que se manifiesta desde sí mismo; se trata del acontecimiento que aparece sin posibilidad de repetición –de lo mismo– y de reproducción. En este sentido, si mirar corresponde a transformar lo visible en un objeto cognoscible, el fenómeno saturado desafía las condiciones de posibilidad de su experiencia, al aparecer, en lo visible, como la contra-experiencia de un no-objeto.

La contra-experiencia no equivale aquí a una no-experiencia, sino a la experiencia de un fenómeno no mirable, no mantenido bajo la objetidad, un fenómeno que resiste a las condiciones de la objetivación.[27]

Asimismo, la contra-experiencia se opone a las condiciones de la experiencia de los objetos. Frente al fenómeno saturado, el yo no puede mirarlo como a un objeto común: se trata de un ojo que, sin mirar, puede ver. Lo que presencia el ojo es precisamente un exceso inmirable que, al no poder controlar la desmesura de lo que se da intuitivamente, experimenta perturbaciones en lo visible y asiste al desarreglo de la finitud. De manera que a la incapacidad de mirar y de objetivar aquello que en su advenimiento desborda lo advenido, Marion le otorga el nombre de paradoja.

  

III

 

En la narración de Flaubert, Julián, después de ser testigo de la aparición insoportable que le previene sobre el asesinato de sus padres, emprende un viaje en el que consigue realizar su crueldad por medio de la vida que adopta: la del mercenario. Tras varios años en los que Julián se ha hecho de un castillo y de una importante fortuna, sus padres, quienes han buscado a su hijo en vano, dan por fin con su morada. Así, esa noche, sin que haya advertido aún la presencia de sus padres en el castillo, Julián se encuentra vagando por el bosque y es testigo de extrañas apariciones: fenómenos de los que no es posible determinar su realidad. Un toro furioso, a quien el guerrero arroja una lanza que rebota entre sus cuernos, se dirige hacia él para embestirlo; no obstante, el animal desaparece antes de golpearlo. Julián se encuentra furioso y aterrorizado en medio del bosque.

Y todos los animales que él había perseguido se le aparecieron, formando a su alrededor un círculo cerrado […] Él permanecía en el centro, helado de terror, incapaz de hacer el menor movimiento.[28]

 a1.11-fs8

Rouen, cathédrale, vitrail de Saint Julien l’Hospitalier

Al presenciar estas extrañas apariciones, Julián regresa apresurado a su castillo, sólo para confundir, en la oscuridad de su lecho, a sus padres, con su esposa y un falso amante: “¡Un hombre acostado con su mujer! Estallando en una desmedida cólera, saltó sobre ellos asestando puñaladas […]”.[29] En el instante de la muerte de sus padres, Julián reconoce, a lo lejos, el bramido del gran ciervo negro que en otro tiempo asesinó. En este punto, lo que se aparece se realiza en virtud de la relación de distintos tiempos y espacios, es decir, se articulan distintos horizontes que confluyen en la saturación de un fenómeno insoportable y no mentable: el bramido del ciervo, el asesinato de los padres y el cumplimiento de la predicción –las apariciones que, en su donación, pre-vieron, desafiando cualquier relación de causalidad, el destino de Julián. De este modo, los fenómenos saturados se constituyen como paradojas, puesto que la intuición desborda la intención; y la donación inviste y sobrepasa la manifestación de lo que aparece. El rasgo principal de la paradoja consiste en el despliegue exacerbado de una intuición sobre un concepto que no puede organizarla.

a1.12-fs8

La intuición no llega después del concepto, siguiendo el hilo de la intención (mención, previsión, repetición), sino que subvierte y precede toda intención, desbordándola y descentrándola: la visibilidad de la pariencia [parence] surge así a contracorriente de la intención –de ahí la paradoxa, la contrapariencia, la visibilidad en contra de la mención.[30]

La síntesis que corresponde a la aparición del fenómeno saturado no remite a la intencionalidad del yo que sintetiza la intuición en un objeto inscrito en un horizonte, sino a aquella que se efectúa sin el yo, o bien, contra el yo. Se trata de una síntesis pasiva que proviene de la presentación de un no-objeto, que irrumpe con su surgimiento y precede a cualquier actividad del yo. De modo que, en este punto, la actividad de la aparición concierne solamente al fenómeno. Ciertamente, es Emmanuel Levinas quien describe que entre la idea de infinito –que por lo demás es también la idea de Dios– y lo finito se produce una afección que no se resuelve en una negación del uno por el otro, sino en la afección irreversible de lo finito por lo infinito, en la que existe una pasividad sin posibilidad de tematización; así, la irrupción del no-objeto sería, pues, el infinito que desborda lo finito. Levinas escribe:

[…] la idea de Dios es por entero afectividad […]. Una afectividad des-interesada cuya pluralidad en forma de proximidad no se unifica en la unidad del Uno; no significa tampoco una mera privación de coincidencia, una pura y simple falta de unidad: es la excelencia del amor, de la socialidad y “del temor por los demás” que no se confunde con mi angustia ante mi propia muerte.[31]

 a1.13-fs8

Se trata, en efecto, de la afectividad de la adoración y de la pasividad del deslumbramiento que sitúa, antes de mí, la alteridad del otro hombre. Así pues, para Levinas hacer fenomenología “[…] es investigar la intriga humana o interhumana como tejido de la inteligibilidad última”.[32] La exposición al otro se da primero, libre de toda tematización y de todo concepto; de modo que la donación, como exceso de la intuición, previene toda limitación y todo horizonte. En efecto, este fenómeno sólo se muestra a partir de una donación sin medida.

Ahora bien, sin preeminencia alguna, Marion distingue cuatro tipos de fenómenos saturados que, desbordando su presentación, no se conciben como objetos en un mismo horizonte ni se sintetizan en la actividad proveniente de un yo. Los fenómenos saturados se expresan como: acontecimientos históricos, íconos, ídolos y en lo absoluto de la carne. En principio, el fenómeno saturado se desborda en el acontecimiento histórico: evento que no se limita a un tiempo determinado, un lugar o a un individuo empírico, sino que concierne a la instauración de una época. El acontecimiento histórico, en su saturación, abarca un conjunto de individuos, de lo cuales ninguno puede dar cuenta, de manera absoluta y privilegiada, de lo que sucede. Marion da un ejemplo cuando afirma que nadie vio, como tal, la batalla de Waterloo; el emperador jamás ve el avance de los refuerzos enemigos, o bien, el retraso de sus tropas. Para elaborar la narración de la historia es preciso que se agreguen horizontes: militar, económico, político, ideológico, etc. –no existe un solo horizonte. La multiplicidad de horizontes no permite dotar de unidad al acontecimiento: “la narración se desdobla en una narración de narraciones”.[33] El filósofo prosigue:

La saturación según la cantidad de una paradoja del tipo acontecimiento histórico implica pues, para asegurar la indefinida diversificación de los horizontes (testimonios, puntos de vista, ciencias, géneros, literarios, etc.), no solamente una teleología sin fin, sino sobre todo una interobjetividad.[34]

 a1.14-fs8

Además del acontecimiento histórico, el fenómeno saturado se expresa en la paradoja del ídolo; paradoja que, con su deslumbramiento y esplendor, interrumpe la intencionalidad; la vuelve contra ella misma como si se tratara de un espejo invisible. El cuadro –pero también la obra de arte en general– es precisamente este espejo invisible, puesto que, si se sigue a Kant, un cuadro se da, como tal, sin concepto. Cuando el cuadro convoca al espectador a verlo de nuevo, ocurre que al exceso de intuición se le añade otra, en la que se intenta contener, a partir de la reiteración, el deslumbramiento. El ídolo –el cuadro– provoca un solipsismo en el que la individualidad se radicaliza. La mirada puesta en el ídolo no consigue conceptualizarlo, sino que lo inscribe en una temporalidad en la que el individuo queda trazado por el fenómeno saturado. Un posible ejemplo es la conocida fascinación que ejerció sobre Benjamin el cuadro Angelus Novus de Paul Klee. Cuadro que lo acompañó durante años en sus viajes y que vertebra su tesis IX sobre la historia. Se trata de un cuadro que, además de individualizar a su espectador –en este caso Benjamin–, da forma y sirve de vehículo para la expresión de una radical crítica a la modernidad: ese ángel es el de la historia.[35]                 

IV

La carne y el ícono, es decir, el tocar y la relación con el otro, también integran la donación del fenómeno saturado. Se lee en Marion:

La carne se define, en efecto, como la identidad de lo que toca con el medio en el que tiene lugar ese tocar (Aristóteles), así pues, de lo sentido con lo que se siente (Husserl), pero también de lo visto y de la visión o de lo oído y el oído; en definitiva, de lo afectado con lo afectante (Henry).

 

Antes de la intencionalidad, el yo recibe impresiones que lo afectan radicalmente. En principio, Marion señala que para afectarse en ella misma, la conciencia debe afectarse solamente por ella misma. Sin la presuposición de ningún afecto exterior, la paradoja satura el horizonte al punto de que ya no hay relación que refiera a otro objeto. La afectación sólo se reenvía a sí misma; la carne siempre se afecta en sí y por sí. La auto-afectación de la carne se consigue en el sufrimiento y el dolor; en la agonía y el orgasmo. La pena, el gozo y la angustia ante la muerte –como refiere Heidegger– consisten, indica Marion, en la auto-afectación y en la paradoja de lo absoluto de la carne. Así pues, el inmenso dolor que satura a Julián al cumplir la previsión de las apariciones, es decir, el asesinato de sus padres, lo llevan a auto-afectarse de tal manera que modifica su existencia radicalmente: Julián abandona el mundo, deja de existir como se le conocía, se interna en las montañas y practica la mendicidad. Aterrorizado por su persona, no deja de ponerse en peligro realizando las proezas más arduas: salva gente de los incendios y a los niños de los hondos abismos. Flaubert escribe: “El abismo le perdonaba, las llamas le rechazaban. El tiempo no calmó su sufrimiento. Se hizo intolerable. Resolvió morir”.[36] Al meditar sobre su muerte, al lado de una fuente, Julián es testigo de una extraña presencia en el reflejo del agua: un viejo de barba blanca y de aspecto muy descuidado. A Julián sólo le es posible contener el deslumbramiento de lo que ha visto renunciando a su deseo de morir: el rostro que mira es el de su padre.

Instalado en el cruce de un peligroso río, Julián se vuelve un barquero y, en una ocasión, mientras duerme, escucha una voz que repite su nombre. En la otra orilla, lo espera un hombre.

a1.15-fs8

Estaba envuelto en una tela hecha jirones; tenía la cara semejante a una máscara de arcilla y los ojos más encendidos que tizones. Al acercar a él su linterna, Julián se dio cuenta de que estaba cubierto de una horrorosa lepra; sin embargo, había en su porte como una majestad de rey.[37]

Julián se encuentra, así, con el otro, es decir, se encuentra con aquél que lo llama antes de que pueda encararlo. Se trata de la auto-manifestación de aquél a quien sólo se le puede responder con un heme aquí. La paradoja toma la iniciativa y se da en la invisibilidad de la mirada que adviene con dos pupilas encendidas. “La mirada que el Otro depone sobre mí como un peso, no se deja mirar, ni siquiera ver –esa mirada invisible sólo se da para ser resistida”.[38] Así pues, el otro, en este caso el leproso, relaciona a Julián consigo mismo, a partir de su rostro. El rostro, expresa Marion, es la invisibilidad desplegada en una porción de la carne. De este modo, el otro y su rostro se comprenden como íconos, es decir, como fenómenos saturados. Al igual que el acontecimiento histórico, el advenimiento del ícono requiere la conjugación de distintos horizontes; así también, del mismo modo que el ídolo, reclama la reiteración: es preciso volver a él, puesto que opera una individuación en la mirada que lo aborda. En el ícono se consigue la auto-afección que define lo absoluto de la carne, en la que el yo pierde su función trascendental.

a1.16-fs8

Rouen, cathédrale, vitrail de Saint Julien l’Hospitalier

Finalmente, el hombre que interpela a Julián requiere de su protección y de su pequeño navío. El barquero tiene muchas dificultades para atravesar las violentas aguas sobre las que pasa. No obstante, Julián permanece al tanto de las pupilas enardecidas que contienen la invisible mirada del leproso. Y ya en la cabaña del barquero, el leproso, de horrible rostro y olores nauseabundos, exclama: “–¡Tengo hambre! […], ¡Tengo sed! […], ¡Tengo frío! […]”.[39] Después de darle la comida que poseía y de descubrir maravillado que el contenido de su cántaro se había transformado en vino, Julián acerca una vela para calentar a su huésped; sin embargo, esto no es suficiente para colmarlo. El leproso le pide su cama y que se acueste junto a él, y, sin ser suficiente aún, expresa:

–¡Desvístete para que sienta el calor de tu cuerpo!

Julián se quitó las ropas; luego, desnudo como el día en que nació, volvió a meterse en la cama y sentía contra sus muslos la piel del leproso, más fría que una serpiente y más áspera que una lima.

Él trataba de animarle; y el otro respondía jadeando.

–¡Ay, voy a morir…! ¡Acércate, caliéntame! ¡No con las manos! ¡no!, ¡con todo tu cuerpo!

Julián se echó completamente encima de él con la boca pegada a su boca, con el pecho contra su pecho.[40]

          Entre la carne y la lepra –carne enferma, carcomida y vieja: sobrepasada y saturada por sí misma–, Julián no teme tocar al otro que no puede ser nadie más que Cristo. La auto-afección de Julián es desbordada por el toque imprevisible de Dios, a través del leproso, en una saturación de la carne.

a1.17-fs8

Rouen, cathédrale, vitrail de Saint Julien l’Hospitalier

Julián coloca su presencia, delante de sí, para probar los labios de lo impenetrable –el cuerpo ya no está encerrado en sí mismo, sino que asiste a la apertura. La invisible mirada de la divinidad se aproxima con un toque imposible a la carne de Julián, que está saturada por el dolor de todo aquello que lo sobrepasa: su historia misma. Se trata de un toque sobrenatural en el que el verbo toca también el alma. La carne arde por el divino contacto, en el que Flaubert no puede sino sugerir erotismo. Si el tacto de una caricia constituye una multiplicidad que evita un único horizonte, como señala Jacques Derrida en El tocar, Jean Luc Nancy, ¿en qué consiste la experiencia del tacto en un beso?  –Julián, encima de él, con la boca pegada a su boca.

[…] ¿Es el beso una caricia como cualquier otra? ¿Y el beso en la boca? ¿Y el beso que muerde, al igual que todo lo que puede intercambiarse entonces entre los labios, las lenguas y los dientes? [41]

 a1.18-fs8

En efecto, colocarse encima, calentar con el cuerpo, acariciar y besar constituyen algunos de los espaciamientos del tacto que analiza Derrida en la obra de Nancy. De modo que, en este punto, el cuerpo es precisamente aquello que, en su apertura, permanece inacabado. Nancy escribe:

Con el cuerpo, nosotros hablamos de lo que es abierto e infinito, de lo que es lo abierto de la clausura misma, lo infinito de lo finito mismo. […] el cuerpo es lo abierto. Y para que haya abertura, es preciso que haya algo cerrado, es preciso que se toque el cierre. Tocar lo que está cerrado es ya abrir. Puede ser que sólo haya abertura gracias a un tacto o a un toque. Y abrir –tocar– no es desgarrar, desmembrar, destruir.[42]

Sin estar solamente recogido en sí, el cuerpo se abre en su exposición; un cuerpo consiste, así, en exponerse. El cuerpo se extiende y se desvía afuera de sí, sin cortarse, en una vuelta en la que no regresa más que a sí mismo. Una vuelta, advierte Nancy, que sólo pasa por afuera. El cuerpo, al constituir su interioridad a partir del desvío,

[…] es propiamente abierto desde afuera. Es igual a una habitación cuya puerta no se abriría más que desde afuera…

Si siento, es que resiento –en mí o para mí– el efecto sensible de algo del afuera, lo que sólo es posible si yo mismo me dirijo al contacto de ese afuera, yo mismo, pues, fuera de mí para ser en mí.[43]

Ciertamente, Cristo es quien toca, desde afuera, el cierre; él es quien abre el cuerpo al dar su toque. Acontecimiento inmirable y deslumbrante que al tocar coloca en sí a Julián, sólo para después llevárselo consigo.

 a1.19-fs8

V

 

El cuerpo de Julián es abierto, a través del toque en la saturación de su carne, a la experiencia misma de la revelación: último tipo del fenómeno saturado. El fenómeno de revelación, última saturación de la fenomenicidad misma, reúne los cuatro tipos de fenómenos saturados: el acontecimiento histórico, el ídolo, el ícono y la carne. El fenómeno de la revelación –paradoja última, o bien, paradoja de paradojas– constituye un quinto tipo, pero solo en virtud de una saturación de la saturación misma. Variación de la fenomenicidad y la saturación, el fenómeno de la revelación libera su posibilidad desligándose de toda condición a priori y de toda imposibilidad, para afirmarse. Fenómeno que, indica Marion, se define también como la posibilidad de la imposibilidad; se trata, pues, de la posibilidad que lleva en sí lo imposible. Posibilidad de la abertura de la carne a aquél que con su toque desprende el horizonte y lo asimila a lo imposible con un máximo de saturación. Así, Flaubert describe la extraña transfiguración del leproso que, rompiendo la causalidad, se instala como la revelación misma.

Entonces, el leproso lo abrazó; y sus ojos tomaron de pronto una claridad de estrellas; sus cabellos se extendieron como los rayos del sol; el aliento de su nariz tenía la dulzura de las rosas; una nube de incienso se elevó del hogar, las ondas del río cantaban.

Mientras tanto, una abundancia de delicias, una alegría sobrehumana descendía como una inundación hasta el alma de Julián, transportado de gozo; y aquél cuyos brazos seguían estrechándole, crecía, crecía, crecía, tocando con su cabeza y con sus pies las dos paredes de la cabaña.

El techo voló, el firmamento se abrió; y Julián subió a los azules espacios, cara a cara con Nuestro Señor Jesucristo, que le llevaba al cielo.[44]

 a1.20-fs8

Rouen, cathédrale, vitrail de Saint Julien l’Hospitalier

El evento inconcebible que se resiste a la adición de horizontes, no se comprende en función de su efectividad y su estatuto óntico –materia de la teología revelada, aclara Marion–, sino fenomenológicamente a partir de su posibilidad. El encuentro –el con-tacto– de Julián con lo divino –sólo insinuado como una previsión siempre imposible en la extraña aparición de la que es testigo su madre– se mantiene imprevisible, en su acontecialidad misma, hasta que se consuma.

Nunca nadie supo la fecha, la hora o el momento en el que Julián se encontraría con Cristo –el advenimiento resulta incalculable. Se anunció al que habría de venir sin decir jamás cuándo. El pasado, así, es lo que viene después del advenimiento: paradoja imprevisible; posibilidad de lo imposible. Reconocimiento insoportable que va del toque de la carne a la luz que deslumbra y desplaza la unicidad del horizonte de aparición: el techo vuela y el firmamento se abre. Al estar dotado de una presencia insoportable para el mundo, condenada en ocasiones a no aparecer, Cristo –figura de la revelación– se manifiesta en la desfiguración: de aparecer como un leproso, sus ojos se aclaran, su cabello deslumbra, crece de modo desmedido y toca el alma de Julián con un inmenso gozo. Se trata del ícono que, al tocar a Julián, consuma su historia. La encarnación de Dios en la lepra –carne saturada–, que es ya una puesta fuera de sí del espíritu, posibilita la abertura del cuerpo con su toque, para después colocar fuera de sí la presencia de Julián, que escapa, en su saturación, a la diversificación de horizontes. La historia de Julián se desdobla entre el espaciamiento de su nacimiento y la posibilidad de lo imposible –la revelación misma–; entre la violencia, el asesinato y la santidad; pero también entre letra de la escritura que enuncia su vida. Dicho con Nancy, se trata de la síncopa que es el cuerpo. Síncopa que marca la extensión y el espaciamiento del toque de la carne –la abertura. “Síncopa de aparición y desaparición, síncopa de enunciación y de sentido […]”,[45] que toca  la distancia de lo que anuncia y previene, pero que se mantiene en la tensión de lo imprevisible. Donación que, en su aparecer, separa a Julián de su horizonte y satura al cuerpo que asesina, sufre y goza con aquello que lo inunda, en la desmesura de la presentación de lo imposible.

 a1.21-fs8

Bibliografía

  1. Walter Benjamin, Obras. Libro I /vol. 2, Abada Editores, Madrid, 2008.
  2. …                           , Obras. Libro II /vol. 1, Abada Editores, Madrid, 2007.
  3. Gilles Deleuze, El pliegue. Leibniz y el barroco, Paidós, Madrid, 1989.
  4. …                                 , Lógica del sentido, Paidós, Madrid, 2011.
  5. Jacques Derrida, El tocar, Jean-Luc Nancy, Amorrortu, Buenos Aires, 2011.
  6. Gustavo Flaubert, Un corazón ingenuo. La leyenda de San Julián el Hospitalario. Herodías, Novaro-México, 1960.
  7. Edmund Husserl, Idea de la fenomenología. Cinco lecciones, Fondo de Cultura Económica, México, 1982.
  8. Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, Colihue, Buenos Aires, 2007.
  9. Emmanuel Levinas, Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro, Pre-textos, Valencia,  2001
  10. Jean-Luc Marion, Siendo dado. Ensayo para una fenomenología de la donación, Síntesis, Madrid, 2008.
  11. Jean-Luc Nancy, 58 indicios sobre el cuerpo. Extensión del alma, La Cebra, Buenos Aires, 2007.
  12. …                                 , Corpus, Arena libros, Madrid, 2003.
  13. …                                 , La declosión (Deconstrucción del cristianismo, 1), La cebra, Buenos Aires, 2008.
  14. Gershom Scholem, Los nombres secretos de Walter Benjamin, Trotta, Madrid, 2004.
  15. Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, Alianza Editorial, Madrid, 2011.

 

 

Notas

[1] Cfr. Benjamin, Walter, Obras. Libro II /vol. 1, Abada Editores, España, 2007, pp. 162-172.
[2] Marion, Jean-Luc, Siendo dado. Ensayo para una fenomenología de la donación, Síntesis, Madrid, 2008, § 2, p. 59.
[3] Husserl, Edmund, Idea de la fenomenología. Cinco lecciones, Fondo de Cultura Económica, México, 1982, p. 55.
[4] Ibid., p. 55.
[5] Ibid., p. 106.
[6] Marion, Jean-Luc, op. cit., §2, p. 64.
[7] Ibid., §2, p. 66.
[8] Ibid., § 21, p. 330.
[9] Kant, Immanuel, Crítica de la razón pura, Colihue, Buenos Aires, 2007, §1,  A19/B33, p. 87
[10] Cfr. Ibid., § 10, B105,  p. 147.
[11] Marion, Jean-Luc, op. cit., § p. 331.
[12] Flaubert, Gustavo, Un corazón ingenuo. La leyenda de San Julián el Hospitalario. Herodías, Novaro-México, 1960, p. 78.
[13] Ibid., p. 78.
[14] Ibid., p. 78.
[15] Marion, Jean-Luc, op. cit., §21, p. 332.
[16] Flaubert, Gustavo, op. cit., p. 79.
[17] Marion, Jean-Luc, op. cit., §21 , p. 334.
[18] Flaubert, Gustavo, op. cit., p. 93.
[19] Marion, Jean-Luc, op. cit., §21, p. 337.
[20] Cfr. Deleuze, Gilles, Lógica del sentido, Paidós, Madrid, 2011,  pp. 57-66.
[21] Kant, Immanuel, op. cit., §6, A33/B50, p. 102.
[22] Marion, Jean-Luc, op. cit., §21, p. 341.
[23] Ibid., p. 342.
[24] Spinoza, Baruch, Ética demostrada según el orden geométrico, Alianza Editorial, Madrid, 2011, p.57.
[25] Marion, Jean-Luc, op. cit., §21, p. 342-343.
[26] Deleuze, Gilles, El pliegue. Leibniz y el barroco, Paidós, Madrid, 1989, p. 63.
[27] Marion, Jean-Luc, op. cit., §22, p. 351.
[28] Flaubert, Gustavo, op. cit., p. 108.
[29] Ibid., p. 111.
[30] Marion, Jean-Luc., §23, p. 366.
[31] Levinas, Emmanuel, Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro, Pre-textos, Valencia,  2001, pp. 260-261.
[32] Ibid., p. 261.
[33] Marion, Jean-Luc, op. cit., p. 370.
[34] Ibid., §23, p. 370.
[35] Cfr. Benjamin, Walter, Obras. Libro I /vol. 2, Abada Editores, Madrid, 2008, p. 310, y Scholem, Gershom, Los nombres secretos de Walter Benjamin, Trotta, Madrid, 2004.
[36] Flaubert, Gustavo, op. cit., p. 117.
[37] Ibid., p. 121.
[38] Marion, Jean-Luc, op. cit., §23, p. 375.
[39] Flaubert, Gustave, op. cit., p. 123.
[40] Ibid., p. 125.
[41] Derrida, Jacques, El tocar, Jean-Luc Nancy, Amorrortu, Buenos Aires, 2011, p. 109.
[42] Nancy, Jean-Luc, Corpus, Arena libros, España, 2003, p. 93.
[43] Nancy, Jean-Luc, 58 indicios sobre el cuerpo. Extensión del alma, La Cebra, Buenos Aires, 2007, p. 7.
[44] Flaubert, Gustavo, op. cit., p. 125.
[45] Nancy, Jean-Luc, La declosión (Deconstrucción del cristianismo, 1), La cebra, Buenos Aires, 2008, p. 142.

Leave a Reply