La versión, la adaptación, el remake: en torno a la (paradoja de la) traducción

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La versión, la adaptación, el remake: en torno a la (paradoja de la) traducción

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Múnich. 1976. Ingmar Bergman se prepara para el montaje de El sueño (Ett drömspel) de August Strindberg. La primera dificultad que ha de encarar es la traducción de la propia obra, la pérdida de sentido que le proporciona el matiz. “La frase clave de la pieza, “qué pena me dan los hombres” –escribe el propio Bergman en la Linterna mágica– se dice en alemán “Es ist Schade um die Menschen”. No se parece ni remotamente al grito suavemente conciliador de Strindberg” (Bergman, 2007: 262). El segundo problema, que sólo conseguirá salvar gracias al recurso de lo gestual, es decir de lo visual, tiene que ver con la áspera distancia que separa al director de sus actores, la extrañeza fría del uso de una lengua que impide, aunque se quiera, acercarse suavemente con la caricia de una palabra, al otro.

Los primeros años fueron difíciles. Me sentía como un inválido al que le faltaran brazos y piernas y me di cuenta de que la palabra justa, dicha en el momento justo, en ese instante fugaz, había sido mi instrumento más fiel en la dirección de actores. Esa palabra que no rompe el ritmo del trabajo, que no distrae la concentración del actor ni mi propia audición. La palabra ligera, eficaz que surge intuitivamente y es la adecuada. Tuve que admitir con rabia, tristeza e impaciencia, que esa palabra no podía surgir de mi rudimentario alemán” (Bergman, 2007: 262).

La experiencia de Bergman en Múnich continúa agrandando la diferencia cultural entre dos modos de pensar y de actuar “Cometí la fatal estupidez de aplicar el modelo sueco a la realidad alemana” (Bergman, 2007: 264).

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Aunque presentados separadamente, la pérdida del sentido y connotación en la traducción, la incapacidad de llegar a los actores y la equivocación de aplicar modelos sobre formas que no le corresponden, forman parte de un mismo problema que apunta en último término al carácter irreductible e inconmensurable de toda cultura, del que la lengua es sólo la parte visible. No es que la frase de Strindberg no sea traducible, lo es, como lo prueba la existencia de la traducción de la pieza teatral en varios idiomas, sino que, de seguir la imagen clásica de la traducción como traslación o traspaso (meta-pherein), en el acto de traducir al mismo tiempo que algo “falta” o se escamotea, ese matiz del que habla Bergman (y que, por tanto, permanecería como “resto intraducible” de la lengua original), “otro algo”, otro sentido, otro matiz “se añade” en el texto traducido: el mismo “algo” por el cual cuando Bergman trataba de acercarse a sus autores no conseguía sino alejarnos, el mismo “algo” por el que, donde debía sentirse un gesto conciliador, lo que se transmitía era condescendencia; el mismo “algo” que cortocircuitaba todo intento de volcar estructuras de una cultura con una visión concreta del mundo sobre otra. Un desfase con el que Bergman, como en aquella película de Gene Kelly de 1952, Cantando bajo la lluvia, no conseguía ajustar gestos y palabras, significados y significantes. Quizá eso fuera el motivo por el que finalmente Bergman ajustó para su montaje el libreto de Strindberg y por el que, décadas después, no sin cierta ironía, en una de las traducciones al castellano de dicha obra, el cineasta apareciera como traductor de la misma, Sueño, “en versión de Ingmar Bergman” (La Fontana Literaria, 1976).

Por lo dicho, el problema de la traducción y su relación con el original y con los “intraducibles”, no tiene que ver sólo con los “restos” –lo que queda en el original y se “pierde” en la traducción– sino también con lo que se añade en la nueva versión: ese “extraño añadido” aparece como indicio de lo que queda escamoteado en la traducción y de lo que, por lo mismo, queda retraído, oculto, en el original. Es lo familiar que se torna, de pronto, extraño, cuando al tratar de volcarlo en otro idioma muestra una faz inasible que no puede ser traslada –y sólo en parte– sino a través de un ejercicio de trasmutación (Cf. Carrasco-Conde, 2006). Precisamente de ahí, de este basto e irreductible fondo, que yace bajo cada palabra viene el afán filosófico –el denuedo– por horadar cada concepto para alcanzar su sentido último. Piénsese en Heidegger. La traducción por tanto resignifica el original y como tal constituye una “versión” del mismo, su “otro”. Y no sólo en lo que se refiere al contenido. Cuando, por ejemplo, la gramática de una lengua imposibilita adoptar las formas de otra, como en la poesía con sus rimas consonantes, los juegos de palabras o las frases enigmáticas, el traductor sobrescribe y “añade” formas nuevas. Lo adapta a su lengua o, mejor, lo versiona. Un caso a tener en cuenta sería la traducción de El Archipiélago de Hölderlin: hasta hace relativamente poco las traducciones al castellano de este poema, como la de Luis Díez del Corral, “normalizaban” el metro empleado en el original, el hexámetro griego, para adaptarlo a formas españolas. El problema es que el uso del hexámetro tampoco es corriente en alemán y que, si Hölderlin, lo emplea es como forma de “conjurar a Grecia”, como efecto, además, de la moda de una época (mediados del XVIII) que se afanaba, con el impulso de F.G. Klopstock, por recuperar la métrica griega (Cf. Cortés: “Introducción” en Hölderlin: Der Archipelagus, 2012: 33 y ss). La traducción debe por ello, como bien dijera Humboldt, transmitir lo extraño a través de los puntos de fuga del lenguaje (Vega, 2001: 241), pero no provocar extrañeza por exceso, impulsada por un afán de peligrosa literalidad, o por defecto, “normalizando” el original.

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El traductor ideal es, según se dice, aquel que no se hace notar, que desaparece, pero que no se vea, que consiga hacer coincidir ajustadamente los trazos de su escritura con el autor al que traduce, no quiere decir que no esté allí: su traducción está condicionada por la interpretación que hace del texto, por las resonancias de sentido que para él adquiere cada palabra, por la tradición de los términos, por su forma de “adaptación”. Es el caso, por ejemplo, del famoso término hegeliano “Aufhebung”, que guarda una íntima conexión con la “aufheben” kantiana (KrV BXXX) y que, por tanto, debería traducirse de la misma manera para salvaguardar el sentido que le quiere dar Hegel, pero ni podemos captar todo el trasfondo de una obra (ni somos alemanes, ni hemos vivido en los siglos XVIII y XIX, ni hemos estudiado, vivido y experimentado lo mismo que el autor), ni podemos ser Hegel; tampoco podemos ser Cervantes, “ni saber español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918” (Borges, 2001: 37). Se puede tratar de “adaptar” la estructura de un texto, pero lo que no puede captarse es la cultura, la historia, la vida, los recuerdos que cada palabra entrañan para el autor. Cada palabra significa y cada palabra traducida resignifica. De ahí, por ejemplo, la afirmación de Steiner según la cual cada vez que usamos una palabra despertamos la resonancia de toda su historia previa (Steiner, 2001: 46), pero no (sólo) porque, como sostiene Steiner, la distancia que separa el original y la traducción sea el tiempo (Steiner, 2001: 50) –lo que hace, por cierto, que incluso la propia lengua sea irreductible para sí misma según el momento o la época de su uso–, sino porque se inserta dentro de un tejido cultural de sentido, un entramado con connotaciones específicas y formas de pensar específicas. Las lenguas no son diferentes entre sí, son otras. No son plurales, sino singulares, como sostiene Baudrillard, y, por tanto “irreconciliables, como todo lo que es singular” (Baudrillard, 1995: 133). Eso irreconciliable, lo irreductible, el “resto intraducible”, que “resta” por un lado y que obliga al añadido a través de la adaptación por el otro, hace de la traducción una versión del original con un valor por sí misma, una especie de remake que recupera para una cultura el texto de otra. Edith Grossman, cuya traducción del Quijote al inglés fue considerada una obra maestra por Harold Bloom, aun reconociendo que la tarea del traductor consiste en ofrecer al lector de la traducción una experiencia estética semejante al lector de la lengua original, afirmará que es innegable que

[…] cuando transmutamos a un segundo idioma, la obra se vuelve obra del traductor (aunque de manera simultánea y misteriosa sigue perteneciendo al autor original […] lo que hacemos no es […] sino el resultado de una serie de decisiones creativas y de actos imaginativos de crítica. (Grossman, 2011: 19-20).

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Por eso la traducción es, ante todo, una versión:

[…] lo que nunca debería olvidarse o pasarse por alto es el hecho obvio de que lo que leemos en una traducción es la escritura del traductor. La inspiración es la obra original, por cierto, y los traductores literarios reflexivos se acercan a esa obra con gran deferencia y respeto, pero la ejecución del libro en otro idioma es tarea del traductor, y esa obra debería ser juzgada y evaluada en sus propios términos. (Grossman, 2011: 46).

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En su Por qué la traducción importa Grossman recordará también un acalorado debate surgido a raíz de la intervención de un alumno en uno de sus seminarios. Éste le preguntó si en la traducción al inglés de El otoño del patriarca estaban leyendo a Rabassa o a García Márquez. La respuesta inicial de la traductora fue “A Rabassa, desde luego”. Sólo después añadió “y a García Márquez” (Grossman, 2011: 60). Pero si es la escritura del traductor lo que el lector lee, si son sus palabras, por tanto, lo que se cita, cuando se hace referencia a un texto traducido, entonces no sólo encontramos en una traducción la impronta de un autor, sino también la del traductor con su universo cultural propio. No podemos ser Cervantes, pero tampoco podemos ser ni Ludwig Tieck ni Gregory Rabassa. No podemos ser Hegel, pero tampoco José Gaos o Wenceslao Roces. Habría de este modo traducciones olvidables, otras más o menos satisfactorias, pero también “traducciones de autor”, con un valor estético propio más allá del original. Piénsese por ejemplo en el caso de La Antígona de Hölderlin, el Platón de Schleiermacher, las traducciones de Virgilio de fray Luis de León, el Quijote de Tieck, los Cuentos de Poe de Cortázar, en las traducciones que Luis Cernuda hace del propio Hölderlin; o incluso en la traducción del mexicano José Bianco de Otra vuelta de tuerca de Henry James (The turn of the screw), cuyo título en castellano es ya un hallazgo. Este valor de la traducción, entendida ya no como “traspaso”, “reflejo” o como mera transcripción en otro idioma, sino como versión, pone de manifiesto la paradoja de la traducción: que si bien toda traducción surge a partir de un original, que no pierde en ningún momento su importancia, una obra traducida tiene una existencia separada y distinta del primer texto, que hace de la traducción un género en sí mismo, independiente del de la poesía, la narrativa o el ensayo, y que, como tal, debería ser abordado y conceptualizado con un vocabulario crítico propio.

¿Es, pues, la traducción como “versión” una forma de adaptación? Y si es así ¿constituye además un remake cultural? El concepto adaptación o de remake remite casi automáticamente al mundo del cine y de la interpretación, no en vano para Ralph Manheim el traductor es un intérprete, cuya tarea consiste en acto performativo de interpretación como hacen los actores en el teatro o como hizo Bergmann llevando a escena, varias veces y con montajes completamente diferentes, El sueño de Strindberg. El vocabulario cinematográfico nos servirá analizar y comprender el sentido de la traducción como adaptación.

La traducción como adaptación o remake cultural

En el cine con “adaptación” se da cuenta del proceso que conduce a un cambio de medio entre el original y la obra adaptada, por ejemplo, del medio escrito (un texto literario) a un medio audiovisual (un texto fílmico) (Sánchez Noriega, 2000); el remake, en cambio, aunque puede considerarse una forma de adaptación, implica necesariamente no un cambio de medio, sino de interpretación, es decir, que lo que se busca es re-hacer algo ya filmado para mostrar elementos nuevos, actualizarlos, o, incluso, “adaptarlos culturalmente” (Cf. Horton, A.-McDougal). Adaptación sería, por ejemplo, Tristana de Buñuel (1970), basada en la novela de Benito Pérez Galdós o El idiota de Kurosawa (1951) cuyo original remitiría a Dostoievski (en ambos casos los diálogos están “adaptados” y modificados para adecuarse con el medio fílmico); o también otros casos como Trainspotting de Danny Boyle (1996) basado en la novela de Irvine Welsh. Casi fotograma a fotograma y, palabra por palabra, la película de Gore Verbinski, The Ring (2002), imitaría en forma de remake a la cinta japonesa Ringu de Hideo Nakata (1998),

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pero con una “adaptación cultural” especialmente llamativa: todo aquello de la “versión original” que es susceptible de no ser entendido por la cultura-receptora es sustituido por su equivalente occidental: el gesto de un niño en un funeral típicamente japonés, la importancia de los rituales familiares, o el honor y la vergüenza tan característico de la cultura oriental: todo queda traducido culturalmente. Otro ejemplo menos apegado al original sería, por ejemplo, por volver a Bergman, la controvertida película de Wes Craven, La última casa a la izquierda (1972), basada en El manantial de la doncella (1959). Aunque formalmente diferentes, ambas, adaptación y remake, comparten como criterio central el de la “fidelidad” con respecto al original, aunque paradójicamente, la independencia creativa es valorada de forma positiva puesto que de lo se trata es de poner en funcionamiento explícitamente nuevas formas de entender e interpretar el original. Más concretamente, el remake

“es una especie de lectura o relectura de un original. Para entender esta lectura o relectura no sólo debemos cuestionar nuestras propias condiciones de recepción, sino también volver al texto original y reabrir la pregunta de su recepción” (Eberwein, 1998: 15).

El regidor, amparado por la creatividad, no tiene que rendir cuentas –al menos no siempre– ante posibles acusaciones de falsificación, traición o imitación: la nueva versión se considera una “nueva creación” que abre nuevas vías de interpretación y relectura. Se pueden distinguir, de esta forma, diferentes categorías basadas en el criterio de fidelidad, como hace, por ejemplo Constantine Verevis en su libro Film remakes (2006) y que, como en el caso de la adaptación, tienen que ver o con ser seguir fielmente el original, casi secuencia por secuencia, con servirse únicamente de él como base para proporcionar otra perspectiva crítica u otra lectura de la historia, o finalmente con “resituar” o “actualizar” el original en un contexto distinto.

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La traducción, aunque “adapta” e incluso llega a impregnar el texto con la cultura receptora a través de la elección de giros y palabras del lenguaje propio, de formas de verter significados en estructuras equivalentes, no puede, sin embargo, alejarse del original, aunque sí implica siempre una “adaptación cultural” que integra, apropia y modifica elementos de una cultura ajena para leerlos desde la propia y asimilarlos a partir de una reinterpretación, deseada o no, por parte del traductor. El traductor ha de ser fiel al original, pero no literal y es en esta brecha entre la literalidad y la fidelidad donde actúa la creatividad y la capacidad de adaptación del traductor. Es aquí donde cabe hablar del genio del traductor porque si bien no todo es traducible, en cambio todo es interpretable y susceptible de recibir una forma concreta. Octavio Paz en El signo y el garabato, afirmaba –y no sin razón–, que al traducir se cambia aquello que se traduce: “Para nosotros traducción es transmutación, metáfora: una forma del cambio y la ruptura; por tanto, una manera de asegurar la continuidad de nuestro pasado al transformarlo en diálogo con otras civilizaciones” (Paz, 1975: 135. Cursiva nuestra).

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La traducción como mecanismo de adaptación no implica un mero verter, una mera transcripción mecánica palabra por palabra, sino una interpretación del contexto y del sentido global, que trata de recrear en la lengua-receptora los contenidos de la lengua-fuente. La traducción media, mediatiza, y, al hacerlo, une y separa: deja entrever, como avanzábamos al comienzo, lo que “resta” a partir “de lo que añade”. En la famosa noche hegeliana en la que todos los gatos son pardos, por ejemplo, ni hay gatos ni son pardos: más bien son vacas y bien negras (“die Nacht […] worin […] alle Kühe schwarz sind”; Phä GW 9:17), pero la falta de una estructura parecida al castellano, ha llevado a los traductores de La fenomenología del espíritu a diferentes formulaciones, a tejer diferentes redes de sentido, buscadas o no conscientemente, para dar cuenta del contexto: como la ya mencionada “la noche en la que todos los gatos son pardos” de Wenceslao Roces (p. 15), traducida de la misma forma por Antonio Gómez (p. 71), o como “la noche en la que todas las vacas son negras” en la versión de Jiménez Redondo (p. 123), por no hablar de otros idiomas donde el color de las vacas o de los gatos ha variado del negro al gris, pasando, como en castellano, por el pardo. Éste es sólo un ejemplo de muchos: ante la traducción google, que traduce palabra por palabra sin tener en cuenta el contexto y donde no hay un ejercicio de reapropiación y reinterpretación, el traductor hace comprensible para el lector aquello que él entiende que quiere decir el autor y, al hacerlo, “adapta culturalmente” el texto, como en el caso –aunque salvando las distancias– del remake de Ringu de Hideo Nakata en su versión americana: allí donde había ritos japoneses, se introducen ritos occidentales “comprensibles” para el público; y allí donde había vacas, se introducen gatos. Otro ejemplo, mucho más conocido, sería la traducción del título de la obra de William Shakespeare Much ado about Nothing, traducido y “readaptado” para los lectores españoles como Mucho ruido y pocas nueces (otra obra, por cierto, adaptada al cine) o como el título del esperpéntico e irónico glosario de “traducciones literales” del español al inglés, From lost to the river. La traducción, por tanto, puede entenderse como una “adaptación cultural” basada en un remake por parte del traductor, que rehace los contenidos –no los vierte– al buscar formas equivalentes de decir en su lengua lo que se quiere decir en otra.

Por otro lado, si decimos que la traducción puede entenderse como remake o “adaptación cultural” y no como mera adaptación es porque, de atender a la distinción establecida desde el séptimo arte, no hay cambio de medio, sino de discurso. El traductor se reapropia del qué de una narración a través del cómo de una reconstrucción: recrea así un escenario con los materiales que le ofrece su propia lengua y ¿no es la recreación una forma de creación? Aplicado a la poesía, Jorge Riechmann sostendrá en el volumen Poesía en traducción, coordinado por Jordi Doce, que

[…] la traducción de un poema entraña, en alta medida, una recreación del mismo (en la lengua de llegada): ese elemento de creación es el que hace necesaria la intervención del poeta o la poeta, con sus específicas destrezas del oficio. (Riechmann, 2007: 46-47).

Evidentemente es diferente traducir poesía que novela, ensayo o filosofía, pero en todos los casos se produce un proceso de reapropiación, reinterpretación y creación. Sin embargo, la traducción aunque recree formalmente y al hacerlo introduzca una interpretación del original, tiene sus propios límites relacionados precisamente con los criterios de fidelidad: no en vano el traductor ha arrastrado desde antiguo la acusación de traduttore è traditore, no sólo en lo que se refiere a la forma, sino también al contenido, como si su obligado lugar, el espacio en el que debería habitar fuera sólo uno: el nivel 1 de las categorías del remake: rehacer copiando. Lo que interesa de la traducción, según esta afirmación, no sería lo que aporta el traductor, sino el autor, como si el traductor careciera de importancia. Cuerpo sin voz propia que repite la cantinela, cuerpo intercambiable pues, cuerpo vacío, en el que habita de otra forma el autor traducido. Pero sabemos que hay traducciones mejores que otras, que hay traducciones que hay que leer aunque se haya leído el original: aceptamos entonces que hay diferencia, que no dan igual los cuerpos ni las voces y que esto no se debe solo a la fidelidad con la que un traductor hace hablar en otra lengua al original, sino con el modo y el ritmo, con la riqueza y la comprensión que traductor proporciona. Cabría por tanto hablar también de “grados” en la “adaptación cultural” o en el remake que hace la traducción: hay traducciones comerciales, otras que pasan desapercibidas, en las que el traductor, efectivamente desaparece (se adquiere el libro por el autor, independientemente de su traductor), pero hay también “traducciones de autor”, que son buscadas específicamente porque su valor propio, independiente del original, hace de ella una extraña forma de “nueva creación” bien por su valor estético (Otra vuelta de tuerca de José Bianco, la Antígona (de Sófocles) de Hölderlin); o bien por su aportación crítica (como las traducciones de Platón que realizó Schleiermacher).

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La traducción comercial

En el caso de la “traducción comercial” habría que hacer también, siguiendo esta analogía entre traducción y cine, varias distinciones basadas en el grado de calidad, de mejores a peores, aunque en todas ellas su valor vendría dado por del interés en la propia obra original y en su autor. Bien ejecutadas, esto es, formalmente correctas y sin mayores complicaciones de contenido, acallarían reproches de falta de fidelidad o, incluso, de falseamiento y tendrían como origen, en la mayoría de los casos, el “encargo”: las casas editoriales atenderían una demanda ya sea por motivos comerciales, como es el caso de Harry Potter de J.K. Rowling o de la trilogía del escritor sueco Stieg Larsson Millenium, ya sea para colmar un vacío cultural e intelectualmente necesario, como en el caso de los grandes clásicos, El idiota de Dostoievski o Lobo estepario de Herman Hesse. El lector busca el libro e, injustamente o no, en la mayoría de los casos desconoce –y desconocerá, a no ser que la traducción le haya llamado la atención por algo especial, es decir, por algo “característico” (por “lo que añade”)– el nombre del traductor [¿alguien recuerda el nombre de los traductores de las obras indicadas más arriba?]. El traductor, pues, deviene invisible, aunque su marca personal permanece, imperceptible, en el texto. La traducción “se percibe” como el original, sin serlo.

Sin embargo, en ilusión de transparencia, de traslación sin mácula, el traductor recurre para ello en ocasiones a una sintaxis continua y a un significado preciso, como si él fuera el autor, independientemente de las características del original: la “adaptación (supuestamente) perfecta”. No imitación, sino suplantación (legalmente permitida). De hecho hasta hace relativamente poco, como señala Venuti, la fluidez era uno de los criterios principales para determinar una buena traducción (Venuti, 1995). Esta forma de remake en la que el autor desaparece implica un serio peligro si, permaneciendo oculto tras el autor, el traductor fuerza sin embargo las correspondencias entre el original y su versión y, por esta causa, se desliga del original y lo contamina. Recrea corrompiendo al autor sin dejar huella de su autoría. No faltarán críticas ante esta forma de proceder y así, por ejemplo, en Ética y política de la traducción literaria se afirma que “Los traductores que normalizan la lengua, que se alejan de las normas en el original tergiversan gravemente a su autor y deberían encontrarse con la represión y no la aprobación de los críticos” (Connolly, 2004: 69). Se trata de la misma crítica que se encuentra, por ejemplo, en el mundo del cine ante cintas que dicen ser versiones fieles del original y que, sin embargo, se alejan de su sentido, con la diferencia de que mientras en una traducción el traductor “invisible” es el que hace decir al autor verdad sin decir sombra, en la adaptación cinematográfica, en cambio, se asume explícitamente que el director realiza un ejercicio de reapropiación, reinterpretación y nuevo sentido. Pero la traducción “invisible”, “comercial”, ni ha de crear nada nuevo, ni ha de suplantar al original: sino que tiene que presentarse como una traducción que reproduzca, de la manera más fiel, los contenidos y las formas del original: buscar, dentro de una cultura, el otro más cercano. Éste sería, por cierto, el ideal a perseguir por el traductor según Nabokov con su teoría de la “traducción literal” cuando afirma, como recoge Arnal, que, ni la personalidad del traductor debe afectar a la obra ni debe evitar las imperfecciones que presente el texto, corrigiéndolas y “poniendo al día” al original (Arnal, 2004). Reflejar, pues, los cortocircuitos y tartamudeos, los aciertos y las equivocaciones del original, como si de un espejo idiomático se tratara. Sin embargo, contra Nabovok, ese reflejo no puede ser el de un espejo (pura mimesis), sino el la imagen proyectada en la retina del ojo de quien lo lee. Todo el mundo recuerda las traducciones que Nabokov hizo de Pushkin: las traducciones de Nabokov, la mirada de Nabokov.

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La traducción de autor: sobre el valor estético de la traducción

            El traductor tiene un ventaja –y también un inconveniente– que el autor no tiene: carece de la angustia de la página en blanco, aunque padece –y no sé si es peor– del asedio del ruido negro. Se sitúa ante un texto que, a veces, se levanta ante él como un muro inexpugnable de sus lamentaciones, del que surgen mil voces y sentidos. De ahí la conexión básica entre comprender y traducir. Recuérdese a Gadamer (Cf.Wie weit schreibt die Sprache das Denken vor) o a Steiner, para el que oír un significado es traducir: “Entender es descifrar. Atender al significado es traducir” (Steiner, 2001: 13). El traductor ha descomponer el ruido de mil voces y distinguir cada una de las notas y matices que lo conforman para recomponer después una melodía comprensible en su lengua. Interpretar la partitura de una música con un instrumento que no puede llegar a todas las notas porque la música no fue compuesta para él. El traductor deshace entendiendo y rehace (re-make) traduciendo. El problema, claro está, es que aunque la música sea un lenguaje –el más universal de todos–, el lenguaje no es música y depende de su oído escuchar unos tonos y no otros, saber qué notas pueden ser reproducidas y cuales no y, sobre todo, discernir y decidir qué llegará a su propia composición.

Las traducciones de “autor” serían aquellas cuya re-composición tiene valor por sí misma independientemente del original aunque no estén, nunca puedan estarlo, separadas de él. La traducción se independiza, aunque mantenga con el original un vínculo de sangre. El propio Nabokov, por ejemplo, se encargó de la traducción de sus poemas al inglés, traducción, por lo demás, cuya lectura tiene valor por sí misma (y que presenta, por cierto, grandes diferencias con respecto al original debidas a la particular forma de traducirse). Lo mismo harían, en el mundo del cine, Michael Haneke, con su cinta alemana Funny games (1997) al encargarse él mismo de su remake en 2007, o, de forma mucho más libre, el propio Hitchcock con El hombre que sabía demasiado: la acción del original de 1934 transcurría en Marruecos y, ante la incomprensión del público americano, re-filmó en 1958 en escenario americano. Los remakes, aunque basados en un modelo previo, pueden alcanzar por sí mismos el valor de “clásico”, y otros, en cambio, son relegados al olvido. Es el genio autoral el que, en el cine, crea una obra fílmica singular con una estética propia (Sánchez Noriega, 2000: 55-57) y es el genio autoral el que hace que una traducción tenga un valor estético propio. Piénsese en el ejemplo paradigmático del Edipo Rey de Hölderlin, digno, a su vez, de ser retraducido.

Sin embargo, como en el caso de “la traducción comercial”, habría que establecer una serie de distinciones entre “la traducción de autor” y el remake. Éste, en el cine, contiene como posibilidad apartarse radicalmente del original, al que se considera sólo punto de comienzo o inspiración, y puede de este modo presentar otras perspectivas y otras propuestas radicalmente diferentes: variaciones en torno a un tema (lo que hace que siempre presente un carácter “independiente” con respecto al original sea cual sea el resultado final); en el caso de la traducción, el criterio fidelidad al original sigue funcionando, pero es la lectura, interpretación y recomposición del original lo que hacen de ella una “segunda creación”, en la que el traductor no desaparece, sino que queda vinculado visiblemente a su trabajo, dándole así un valor añadido a la obra traducida. Se busca no cualquier traducción de Henry James, sino la de José Bianco, no los cuentos de Poe sino los traducidos por Cortázar, no cualquier traducción de la Divina Comedia, sino, por ejemplo, para la investigación filosófica, las cuartillas traducidas por Schelling con su interpretación del Dante (Hogrebe, 1989); se busca el Quijote de Tieck con su traducción, de tanta importancia entre los estudiosos del idealismo, de “hazaña” por “Tathandlung”. La traducción debe contener lo extraño y la otredad de la propia lengua, al mismo tiempo que se apropia de contenidos y de sentidos que sólo son mediatamente descifrables a través de la adaptación. Es el talento del traductor como mediador, su fino oído para escuchar cada una de las notas e interpretarlas, lo que diferencia una traducción formalmente buena de una traducción genial, que no consistiría en hacer “prescindible” el original, sino en hacerse, ella misma, indispensable. El traductor escucha pues, las notas extrañas, ajenas, “otras”, que quedan en el original, y hace del texto una composición capaz de dejar los huecos de lo que falta, de lo intraducible, pero también aporta, añade elementos que no pueden ser, precisamente por intraducibles, ni captados por el original ni por ninguna otra lengua. Es esa extrañeza, inimitable, la que hace única a una traducción: no siendo “originalmente nueva” abre un mundo, muestra que las lenguas son siempre otras, únicas, singulares; enriquece formas y sentidos, introduce nuevos caminos de interpretación; y muestra, como bien notó Bergman, que es la extrañeza y la forma diferente de abordar el mundo desde la lengua, la nos permite abrirnos y acercarnos al otro a partir de una mirada única e insustituible, que requiere del esfuerzo de la palabra y, a través de ella, de la comprensión.

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Bibliografía

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