Rulfo y los discursos oficialistas

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Rulfo y los discursos oficialistas

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Imagen, identidad y cultura son términos inseparables que se construyen de manera paralela. Como individuos buscamos la propia identidad, que se forma a través de imágenes y palabras. Al mismo tiempo, en este proceso, vamos generando diversas ideas sobre nosotros y los otros y conformando lo que Daniel-Henri Pageaux llama un imaginario cultural: un conjunto de creencias y presupuestos populares acerca de la relativa divergencia entre personas de culturas aparentemente diferentes, que determina la identidad de colonos y colonizados, imperialistas y tercer mundistas, gobernantes y gobernados, identidad y otredad. El compendio de imágenes sobre el yo y el otro es el que, de cierta forma, constituye la cultura y la identidad de un grupo, a la vez que define las relaciones que se establecen entre los diferentes grupos sociales y culturales.

Los imaginarios culturales se construyen a través de los discursos, de la palabra. Una forma privilegiada de la palabra es la literatura. Cultura y literatura en general, están unidas de forma inseparable. Por un lado, gran parte de “la herencia cultural” de una sociedad, se preserva y transmite a través de la literatura y, por otro, la literatura se nutre de la cultura donde se genera e, inevitablemente, la reproduce y la recrea. Es por esto mismo que la literatura se convierte en un medio ideal para cuestionar y reconstruir una identidad determinada. Esto se logra mediante la deconstrucción de discursos, ya sea a través de la parodia, de la ironía o simplemente de la exposición de una situación dada.

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En este sentido, un discurso es un enfrentamiento ideológico de intereses, es una lucha por la hegemonía mediante la palabra en la que se busca instaurar teorías o concepciones del mundo en los sujetos participantes de la comunicación y es a través de él, del lenguaje, que una sociedad permanece unida mediante la identificación y la persuasión. Los discursos pueden ser de diversos tipos: históricos, estéticos, filosóficos, morales, médicos, etcétera. Dentro de ellos, el discurso político se distingue por que uno de sus grandes objetivos es, precisamente, persuadir y manipular.

Específicamente en nuestra cultura, hasta hace poco tiempo y parece que nuevamente, los discursos oficiales eran una forma de aparecer del presidencialismo. Sin ellos las acciones presidenciales quedaban sin manifestación, éste era el único camino para dar a conocer los supuestos logros y mantener al público tranquilo. Este tipo de discurso refuerza cierta centralización del poder en la figura presidencial o bien, en quien ostente el poder ejecutivo ya sea en el país, el estado o el municipio. En el discurso oficial se intenta recurrir en forma particular al carisma del emisor, real o forjado, mientras que, desde un punto de vista más general, estos discursos sirven para ir elaborando la imagen política de la cúpula dirigente. El discurso oficial en México conforma, por sí mismo, un imaginario cultural específico en relación al gobierno y los gobernados: apela a la cultura paternalista, se inscribe en la esperanza de que las soluciones provenga de las grandes figuras y de que el bienestar del pueblo depende de la benevolencia del gobernante en turno. El discurso no sólo se apoya en esto sino que refuerza la relación de dependencia gobernado-gobernante, pero para lograrlo, necesita del coro de apoyo de aduladores a sueldo y, en este ambiente “clientista”, no interesa tanto lo qué se dice sino quién lo está diciendo para apoyarle.

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El día del derrumbe de Juan Rulfo, presenta un retrato cómico y terrible del pueblo mexicano y sus gobernantes. En la narración aparecen claramente marcadas las características arriba mencionadas: el paternalismo, el clientismo transformado en adulación desproporcionada, la importancia del presidencialismo, la creación de héroes nacionales, en fin, en el cuento podemos encontrar todas las particularidades de la relación pueblo-gobierno que caracterizó a México durante casi cien años y que han terminado por conformar nuestra cultura de la manera en que hoy lo está. Eso sí, con una diferencia: el cuento de Rulfo busca minar la relación entre gobernados y gobernantes, de tal manera que no podemos dejar de ser conscientes de la realidad de estas relaciones: son relaciones de poder en las que el pueblo lleva las de perder.

La anécdota es sumamente sencilla, trata de un poderoso temblor que sacude a un pequeño pueblo mexicano, lo cual obliga al gobernador del lugar a visitar la zona de desastre. Finalmente “aquello, en lugar de ser visita a los dolientes y a los que habían perdido sus casas, se convirtió en una borrachera de las buenas” (Rulfo 2000, 172). El punto culminante de esta visita es el discurso del gobernador. A través de esta narración se nos presenta una parodia sobre los políticos y sus discursos, a la vez que, como un reflejo en el espejo, se nos muestra la realidad del pueblo mexicano que acepta, casi gozoso, el desfalco y las desgracias que representan los actos políticos de sus gobernantes. Ambas actitudes, las de los políticos y la del pueblo, son síntomas de problemas mucho más profundos. Uno de estos problemas es el de la opresión de un Uno sobre un Otro, donde el Uno —el discurso oficial— ha conseguido fijar en el otro —el pueblo— una imagen específica acerca del papel de gobernados y gobernantes.

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Sin embargo, la imagen no es objetivamente real: su realidad depende del esquema cultural en el que se genera y de la perspectiva desde dónde se mira. Cuando una cultura u orden dominante “mira” a otra, el Yo se presenta como el sujeto que habla y ve, mientras que el Otro es el objeto visto y silencioso. En el cuento de Rulfo, a pesar de que la narración provenga de una persona del pueblo, la presencia importante, el Yo, es el gobernador. En este caso, la imagen es -hasta cierto punto- lenguaje acerca del otro y, por ello, remite a una realidad a la que designa y a la que confiere significación: la relación gobernado -gobernante.

La imagen es un hecho cultural que tiene su lugar en el imaginario y en lo social. Así, la idea que se tiene del gobernador precede a la propia figura del gobernador y ya no importa quién sea en realidad el que representa esa imagen. Lo trascendente no es el temblor y sus muertos sino la visita del gobernador:

Todos ustedes saben que nomás con que se presente el gobernador, con tal de que la gente lo mire, todo se queda arreglado. La cuestión está en que al menos venga a ver lo que sucede, y no que se esté allá metido en su casa, nomás dando órdenes. En viniendo él, todo se arregla, y la gente, aunque se le haya caído la casa encima, queda muy contenta con haberlo conocido… (Rulfo 2000,172).

Este texto nos da perfecta cuenta de la idea que la gente tiene del todopoderoso gobierno y sus representantes. Las grandes cualidades del gobernador son cómo come el guajolote, lo rápido que es para levantar las tortillas, el que se limpie las manos en los calcetines y se emborrache con el ponche de granada. La elección de la canción “No sabes del alma las horas de luto”, en contraste con el festín para recordar las muertes provocadas por el temblor, nos hablan del buen gusto del General, quien además “se sentía feliz porque su pueblo era feliz”. Esta frase, por si todo lo demás no hubiera bastado, es el golpe maestro. Hablar de su pueblo implica un posicionamiento respecto a los otros: el de poseedor de ese pueblo, el cual es supuestamente feliz a pesar de la tragedia natural por la cual acaba de pasar. Lo peor es que el pueblo en cuestión también cree ser feliz por el solo hecho de tener ahí al gobernador. Esta identificación con el poderoso es un elemento importante del fenómeno de la otredad, a fin de cuentas, de acuerdo con Edward Said, el lenguaje del orden dominante es el único lenguaje con el que la clase sojuzgada contará para autodefinirse y determinar tanto su otredad e identidad, como la otredad e identidad de la clase dominante (Said 2001, 20). Así, tenemos el más patético de los casos en que la identidad del Otro se crea mediante la retórica del poder, que es el hecho de que no se cuestione ni la identidad creada ni la relación establecida. Básicamente, ésa parece ser la razón de esta parodia: no sólo parodiar la retórica del poder, representada por el gobernador, su comitiva y su discurso, sino burlarse -de paso- de ese Otro que, a pesar de que se da cuenta de cómo es la situación, la acepta como si fuera el único camino posible de existencia. Nadie discute la supuesta grandiosidad y el poderío de Papá Gobierno, aunque todos sepamos que es una farsa y que los desastres naturales son pecata minuta en comparación con los desastres que acarrean los propios gobernantes.

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Una de las partes más importantes del proceso de demolición es el discurso, y digo demolición porque pareciera que eso es lo que intenta Rulfo: destruir el poder del clásico discurso oficial mexicano. En él, entre otras cosas, el gobernador se asemeja a sí mismo con Dios:

Hoy estamos aquí presentes, en este caso paradojal de la naturaleza, no previsto dentro de mi programa de gobierno…Mi regencia no terminará sin haberos cumplido. Por otra parte no creo que la voluntad de Dios haya sido la de causaros detrimento, la de desaposentaros. (Rulfo 2000, 174-175).

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El primer enunciado da cuenta de la perspectiva que el gobernador tiene de sí mismo frente al mundo y la naturaleza: él se supone sea capaz de predecir hasta los desastres naturales, el hecho de que el temblor haya aparecido sin ser “previsto por su programa de gobierno”: parece casi como una falta de cortesía de parte de la naturaleza. Más adelante equipara su periodo de gobierno con la regencia en una monarquía y, por si esto fuera poco, hace parecer como si lo natural fuera que él conociera lo que piensa Dios. De esta manera se crea también una convención, la de que el gobernador es casi un dios, pero la convención es tan exagerada que nos permite darnos cuenta de la construcción.

A pesar de que el vacío del discurso queda claramente manifestado y, por lo tanto, también la falta de interés del gobernador, el pueblo le adora, le considera un padre, una autoridad. No importa lo que diga ni lo que haga: sus palabras por sí solas son importantes, aunque no tengan sentido: “… tradujérase en beneficio colectivo y no en subjuntivo, ni participio de una familia genérica de ciudadanos.” (Rulfo 2000,174). Sin importar que el origen y la recepción del discurso no tengan nada que ver entre sí, el gobernador logra su objetivo: impacta a todos. De esta forma todos cumplen su cometido, aparentan ser lo que no son y creen que los demás son lo que dicen ser. El mismo gobernador, elevado al rango de General, se levanta de su borrachera y dirige al pueblo el discurso esperado, clímax del cuento y de la visita. En resumen, todos han estado esperando por una pieza de discurso vacío donde les serán entregadas promesas imposibles de cumplir y palabras imposibles de entender y, mientras que los habitantes le dan venado por chivo al gobernador, él les da retórica vacía por ayuda.

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El llano en llamas, Jacques Bedel

Aquí, el discurso político se da dentro y en contraste con la oralidad. Rulfo enfrenta dos acciones verbales: la oralidad de los campesinos vs. la oralidad del gobernador. Este choque por sí solo nos presenta una ironía terrible y nos contextualiza a los personajes. El choque se presenta también entre los hechos y el contenido del discurso político. De este choque, entre otras cosas surge la ironía. El gobernador interrumpe el festín, acto propio de una celebración y no de un duelo, para decir, entre otras cosas: “…concurrimos en el auxilio, no con el deseo neroniano de gozarnos en la desgracia ajena…” (Rulfo 2000,175). Se supone que la ironía sea una relación semántica, es decir de significado, entre enunciado y contexto. Lo singular del discurso del gobernador es que, cuando no hace gala de una explícita ironía, por la forma en que nos es narrado el contexto en el que se dice, el acto enunciativo queda recontextualizado y el vacío semántico del discurso, queda de manifiesto. En apariencia, no hay relación semántica posible si no existe un contenido semántico. Sin embargo, este mismo vacío tiene un significado mucho más grande y terrible que las mismas palabras. Nos muestra un mundo donde la solidaridad, el estado y la justicia no existen, donde las mismas palabras relacionadas con estos valores están vacías.

Así pues, parece ser que esta parodia de la forma en que nos relacionamos con las estructuras de poder en nuestro país, es un terrible espejo en el que podemos ver cómo nosotros mismos formamos parte del problema de la otredad. Mientras el gobernador habla y nadie le entiende – de hecho a él no le interesa que le entiendan y a los otros no les interesa entenderlo-, se va formando un lazo en el vacío donde los culpables de la opresión somos todos. Mediante el discurso, el pésame que se convierte en borrachera nos muestra un mundo donde no sólo hemos sido dejados por la mano de Dios, sino que además hemos agasajado y aplaudido al que viene a dar el tiro de gracia. De esta forma opresores y oprimidos somos igualados en nuestro patetismo y juntos somos más terribles que cualquier temblor. Y es que precisamente ese es el encanto de este cuento: deja sumamente claro que en la “otredad del otro” está nuestro propio y desconocido ser. Esa construcción que hacemos del Otro, no es otra cosa que nosotros mismos. Y así, cada vez que fabricamos una alteridad, estamos fabricando un espejo en el cual nos vemos mediante una imagen distorsionada. Finalmente, la borrachera acaba en balacera y ya no se sabe por quién guardar silencio, si por los muertos del temblor, los caídos en la balacera o por el pobre pueblo mexicano que guardará en su memoria el día de la visita del gobernador como el día del derrumbe.

Este texto de Rulfo deja claro cómo la literatura va mucho más allá de reflejar la cultura. La recontextualiza, la transforma, la cuestiona y la deconstruye. Es capaz de mover masas, de crear, recrear, construir y deconstruir imaginarios completos. Hoy específicamente, este cuento nos recuerda la relación histórica entre una forma de gobierno y un pueblo que aguanta todo y nos invita a decidir si queremos continuar o no con esta relación.

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Bibliografía

  1. Pageaux, Daniel-Henri, De la imaginería cultural al imaginario, Compendio de literatura comparada. Trad. Isabel Vericat Núñez. Dirigido por Pierre Brunel e Yves Chevrel. Siglo Veintiuno, México, 1994.
  2. Rulfo, Juan, “El día del derrumbe”, El llano en llamas, Plaza y Jánes, México, 2000.
  3. Said, Edward W. Cultura e imperialismo. Nora Catelli. 2ª ed. Colección Argumentos, Anagrama, Barcelona, 2001.
  4. Salgado Andrade, Eva, El discurso del poder. Informes presidenciales en México (1917-1946), CIESAS, Porrúa, México, 2003.

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