El kitsch y las fronteras de lo humano

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El kitsch y las fronteras de lo humano

Ese techo tranquilo de palomas,
palpita entre los pinos y las tumbas.
El mediodía justo en él enciende
el mar, el mar, siempre recomenzando…
Recompensa después de un pensamiento:
Mirar por fin la calma de los dioses.

Paul Valéry

a5.0

Portrait Marquis de Sade by H. Biherstein 

1. El arte revela a la vez un fracaso y un triunfo del hombre: el fracaso de (no contentarnos con) meramente ser, pero el triunfo de poder ser humanos. Quizá el arte sea un modo de percepción esencialmente estético y quizá ese modo de percepción sea constitutivamente humano. El arte sería testimonio de nuestra incapacidad de ver las cosas en su crudeza, de ver las cosas más allá del bien y el mal, lo bello y lo feo, etc. Ahora bien, ¿cómo ver y sentir las cosas en su crudeza? ¿Cómo no eludir lo incómodo, lo desagradable?

Desde tiempos inmemoriales (el arte y la filosofía lo atestiguan) el hombre ha disimulado aquello que no constituía para él motivo de orgullo o celebración y, en consecuencia, no era, en cuanto tal, representable. Como apunta Marcel Hénaff a propósito de Sade:

(…) lo insoportable de ese texto corresponde en primer lugar a la frontalidad absoluta de la enunciación del sexo y de la sangre, es decir, en suma, a su total desmetaforización. ¿Sexo y sangre? Desde la Ilíada al Cantar de Gesta, desde la Biblia a la Tragedia clásica, sólo se trata de eso. Pero es siempre para otra cosa, bajo otros nombres, como efectos o riesgos de una Causa ‘revelados’ por ella, legitimados en su procuración, ya se llame esa Causa el Honor, la Justicia, el Amor, la Fe o el Estado.[1]

Adrian van Leen

Adrian van Leen

El arte siempre encontró trabas cuando se trataba de representar lo inaceptable. El sexo, la violencia, el horror, son fenómenos que han trazado si no lo límites, al menos los márgenes de lo representable. De representarse tales cosas, se hacía per translationem, introduciendo aspectos alegóricos en un arte que pretendía ser mímesis de la realidad. Sin embargo, estas restricciones hablan de un aspecto central del alma humana: la imposibilidad de mirar el mal a la cara. Al mal siempre nos acercarnos haciendo trampas, y una de esas trampas, si no la esencial, es el arte.

a5.2

II.

El problema del mal es una cuestión central en el pensamiento filosófico y, en general, en la creación artística. Ya Platón mostraba su reticencia para aceptar que hubiera idea de barro… El kósmos noetós era bueno y bello, óptimo en sí mismo y no toleraba esas menudencias. Si bien el término teodicea es acuñado por Leibniz a comienzos del siglo XVIII, podría decirse que gestos y actitudes convergentes con la profesión de teodicea (a saber: negar la realidad del mal) las ha habido con anterioridad; de manera que la teodicea vendría a ser la metafísica o la teología que compendiara las exclusiones de lo ideal… Ahora bien, parece inevitable que cuando el pensamiento se gesta bajo la ilusión de un dios que interviene moralmente en el mundo la teodicea no sea casi un resultado lógico de las inquietudes humanas.

a5.3

En el Antiguo Testamento es quizá el libro de Job el que está esencialmente centrado en la problemática del mal, y muy concretamente en la cuestión del sufrimiento del justo. La inconmensurabilidad entre los designios de Dios y el (débil) entendimiento del hombre es presentada bajo la forma de un sufrimiento que ignora su razón de ser y que vacila entre una complicidad secreta y una queja reverencial[2]. Sin embargo, desde el punto de vista “histórico” es en el Génesis donde aparece con anterioridad la cuestión del mal. Y el mal, como es sabido, nace por el deseo (ilícito por desmedido) de saber.

Antes de la caída, Adán y Eva estaban (así podríamos fantasearlo) en perfecta correspondencia con el ser, con la naturaleza. No había en ellos desajuste alguno con el entorno. Más aún: Gozaban de una centralidad existencial avalada por un Dios que administraba y gestionaba la creación en beneficio suyo. La imagen es idílica. La teodicea[3], por entonces, habría sido inconcebible. Y es que la teodicea es, precisamente, una forma sentimental (y artificiosa) de salvar ese desajuste que experimentamos a través del sufrimiento, la frustración o el desasosiego. La teodicea, por tanto, es un producto post-paradisíaco. En efecto, como apunta Kundera:

Mientras se le permitió al hombre permanecer en el paraíso, o bien (al modo de Jesús, según afirmaba Valentín) no defecaba o, lo cual parece más probable, la mierda no se entendía como algo asqueroso. Cuando Dios expulsó al hombre del paraíso, hizo que conociera el asco. El hombre empezó a ocultar aquello de lo que se avergonzaba y, cuando levantó el velo, le cegó un resplandor. De ese modo conoció, inmediatamente después del asco, la excitación.[4]

Ahora bien:

La disputa entre quienes afirman que el mundo fue creado por Dios y quienes piensan que surgió por sí mismo se refiere a algo que supera las posibilidades de nuestra razón y nuestra experiencia. Mucho más real es la diferencia que divide a los que dudan acerca del ser que le fue dado al hombre (por quien quiera que fuera y en la forma que fuera) y a los que están incondicionalmente de acuerdo con él. En el trasfondo de toda fe, religiosa o política, está el primer capítulo del Génesis, del que se desprende que el mundo fue creado correctamente, que el ser es bueno que, por lo tanto, es correcto multiplicarse. A esta fe la denominamos acuerdo categórico con el ser.

Si hasta hace poco la palabra mierda se reemplazaba en los libros por puntos suspensivos, no era por motivos morales. ¡No pretenderá usted afirmar que la mierda es inmoral! El desacuerdo con la mierda es metafísico. El momento de la defecación es una demostración cotidiana de lo inaceptable de la Creación. Una de dos: o la mierda es aceptable (¡y entonces no cerremos la puerta del water!), o hemos sido creados de un modo inaceptable.

De eso se desprende que el ideal estético del acuerdo categórico con el ser es un mundo en el que la mierda es negada y todos se comportan como si no existiese. Este ideal estético se llama kitsch.[5]

a5.4

El kitsch, por tanto, es un mecanismo de disimulo, un artefacto que elude en su alusión. El kitsch, con Pessoa, es un fingidor. Pero el kitsch es también algo muy humano, no es sólo una perversión del arte, no es sólo un objeto artístico prostituido hasta la saciedad. El kitsch es un consolador de la sensibilidad que exige buenos modales al acontecer, que exige a una realidad donde lo humano es parcela que sea no salvaje o indiferente, sino civilizada…De ahí que éste sea “la negación absoluta de la mierda; en sentido literal y figurado: el kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable”[6]

Decíamos anteriormente lo difícil que le resulta al ser humano experimentar las cosas en su crudeza, en su mero aspecto fenoménico. Parece como si necesitáramos adjetivar las cosas para que resulten aceptables o agradables; tales son las exigencias de un deseo continuamente proyectado sobre las cosas, hasta el punto de que éstas terminan por adquirir las coloraciones que tales exigencias demandan… Spinoza, llevando la lucidez a sus últimas consecuencias, exigía a la filosofía que se atuviera a la mera inteligencia desapasionada de lo real, sin la perniciosa intromisión de los juicios de valor; fueran estéticos, fueran morales. Se trataba de no ridiculizar, no lamentar, no detestar, sino de entender. Despreciaba a quienes consideraban que las pasiones eran dignas de horror y condena, esos teólogos y moralistas que denigraban la condición humana desde su idea paradisíaca de la gracia perdida; siempre engolfados en una finitud vivida no como condición, sino como castigo. Es curioso comprobar los odios y repulsas que el judío de tristes ojos y de piel cetrina (Borges) despertó allá donde se supo de sus textos. Su Dios fue considerado (necesariamente) inhumano y monstruoso, como su filosofía misma, como él mismo. ¿Acaso eludir el kitsch (léase: pensar asépticamente) será un acto supremo de inhumanidad? Sea.

a5.5

Notas

[1] Hénaff, M., Sade o la invención del cuerpo libertino, ed. de Antoni Vicens, Destino, Barcelona,1980, p. 9.
[2] “Y vas creciendo, cazándome como león
tornando y haciendo en mí maravillas,
renovando tus plagas contra mí
y aumentando conmigo tu furor,
mutaciones y ejército sobre mí.
¿Por qué me sacaste del vientre?
Muriera yo y no me vieran ojos;
Fuera como si nunca hubiera sido,
llevado desde el vientre hasta la sepultura”
El libro de Job, 10, 16-19; versión de la Biblia del Oso, Poliedro, Barcelona, 2005. Sobre la figura de Job, véase: Steiner, G.: Gramáticas de la creación, trad. De A. Alonso y C. Galán, Círculo de lectores, Barcelona, 2001, p. 49 y ss.
[3] Sobre la teodicea, véase: Marín Casanova, J.A., La consumación de la ontoteología ante (s de) la época del nihilismo: la transformación de la teodicea en Filosofía de la Historia (Desde Leibniz a Hegel), Conferencia inédita, 1988.
Marín Casanova, J.A. (editor)., Reflexión, revista de Filosofía, 3, 1999:

  • (del editor), “Alotropía del mal”, pp.11-6
  • (del editor), “Schopenhauer y la negación de la Historia: la antiteodicea como salida de la modernidad”, pp. 143-91
  • Maquard, O., “Idealismo y Teodicea”, pp. 17-34
  • Villacañas, J.L.: “Kant y Weber o la disolución de la teodicea en ética”, pp.35-61

[4] Kundera, M.: La insoportable levedad del ser, ed. de Fernando de Valenzuela, Barcelona, Círculo de lectores, 1986, p. 252-3
[5] Ibíd. pp. 253-4
[6] Ibíd. pp. 254

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