El universo es el hombre
abierto en abanico
Malcolm de Chazal
De magia
Emmanuel de Swedenborg satisfizo, a pesar de los incrédulos que lo defenestraban, su deseo de complicidad con los espíritus celestes: los ángeles. Según el Swedenborg que nos retrata Honoré Balzac en Serafita, aquél extravagante científico: “nunca se ocupó de ninguna ciencia sin hacerle experimentar un cierto progreso”[1] y, como visionario, “vivió constantemente la vida de los Espíritus, y permaneció en ese Mundo como enviado de Dios”.[1] De modo que no podía temer el azote del mal:
[…] un inglés incrédulo […] ha contado que en casa de Swedenborg las puertas permanecían constantemente abiertas. Cierto día su criada se quejó de esa negligencia que exponía a su amo al robo: ¡Quédese tranquila –dijo Swedenborg sonriendo– le perdono su desconfianza, no ve al guardián que vigila a mi puerta. En efecto –repara Balzac–, nunca cerró las puertas de su casa en ninguno de los países en que vivió, y nunca despareció nada.[2]
Este ángel custodio, aunque invisible para los profanos, es de imaginar que poseía un cuerpo imponentemente hermoso y atlético. Lo bastante como para impedir la intrusión maligna. De modo que Swedenborg nada temía. Su casa, cual un iatrons,[3] sólo podía dar cabida a la luminosidad del día y a la oscuridad apaciguante de la noche. La vida era entonces para este visionario un soplo salutífero y el enigma sagrado de una respiración poderosa.
Swedenborg, como todo místico, hablaba en realidad otro lenguaje, descifraba, arrancando de su fe, otro código: la magia. Mas, cuidado con el término, no nos referimos aquí a la magia popular, aquella propalada por medio de la tradición oral de la comunidad y que, de generación en generación, es detentada de forma pragmática; a esa magia baja llamada goecia, y cuyo ejercicio podía propinar indistintamente el bien y el mal. No, hablamos por el contrario, de la alta magia o teúrgia, y más específicamente de la magia ceremonial, aquella practicada sólo por seres superiores y por mor de seres superiores.[4] Por aquéllos de quienes Hoelderlin aseverara, cual si usara las palabras del raudo atrida Aquiles: “en lo divino sólo creen aquellos que lo son”.
Sólo el que reconoce su ser –su cuerpo–, como un receptáculo divino, como un templo al que hay que respetar y venerar, porque en él reside el alma (que es potencia activa, causa eficiente), podrá conocerse a sí mismo y comulgar con la divinidad.[5] Todo aquél que especula y mantiene una relación estrecha consigo mismo paga –en embargo–, una alta cuota por quitarle los velos a Isis (y de ello poseemos numerosos ejemplos).
El objeto de la alta magia atiende mejor a la liberación espiritual que conlleva, a su vez, al primado de nuestra naturaleza divina. En tanto la goecia atrapa irremisiblemente a sus practicantes, al ramaje bífido del árbol del bien y el mal. La teúrgia se liga con la sabiduría, en tanto la goecia lo hace con el destino vulgar de la existencia en la inercia y la estulticia, con el Fatum[6] que, según los caprichos del azar, siempre resulta desgraciado; no alienta más que la inconsciencia eslabonando las dichas y las desdichas a la manera del karma, o de un fardo a cuestas como el que lacera eternamente la espalda de Sísifo.
Para Giordano Bruno, quien fuera quemado en leña verde (para el regusto mórbido de la Santa Inquisición romana) en el año de 1600, la magia en su más alto grado y acepción significaba, a fin de cuentas, el poder de la impermeabilidad frente al influjo incansable de los demonios. El mago, gracias al vínculo cogitativo,[7] puede evitar que en él habiten los demonios, por más sublimes que éstos sean en la escala. Por medio de este vínculo, el mago accede a un saber especializado relativo al pandemonium (para Bruno eran más los espíritus que las cosas existentes; éstos conformaban una población más cuantiosa que la de los entes de los que podemos predicar). Este pandemonium, susceptible de penetrar nuestra sustancia, y de ser alimentado de nosotros mismos en planos como el afectivo y el corporal (ora por medio de enfermedades, ora por la fantasía o la melancolía), es la materia de estudio y aplicación del mago.
Cuando acontezca vincular y obligar al sentido según todos estos modos, el médico o mago ha de insistir sobre todo en el poder operativo de la fantasía; pues ésta es la puerta y entrada principal para todas las acciones, pasiones y afectos que se encuentran en el animal; y la vinculación de ésta ocasiona la vinculación de aquella potencia más profunda que es la cogitativa.[8]
Del conocimiento meticuloso de este pandemonium, el mago extrae la más excelsa sabiduría. Sólo él logrará ser impermeable a éste y dominarlo gracias a una gran diversidad de técnicas fumigatorias, conjuratorias y adjuratorias, himnarias y, primordialmente, mediante la ascésis y la profesión de una fe previa: “…todos los operadores o magos o médicos o profetas nada realizan sin una fe previa, o según los números de una fe previa”.[9] Inspirado en gran medida en su antecesor y maestro Plotino, Bruno sostiene que el mago puede escapar de los encantamientos, de “las eyaculaciones mágicas”,[10] gracias al vínculo cogitativo. Plotino mismo respondía a ello, en la Enéada IV, 4, 43. Cito profusamente:
[…] ¿cómo influyen sobre el hombre sabio la magia y los brebajes? A su alma, desde luego, no llegan los efectos de la magia, puesto que su razón es impasible y no cambia en modo alguno de opinión. Sufrirá, no obstante, por medio de esa alma irracional que le viene del universo; o, mejor aún, será esa alma la que sufra en él. […] Unicamente la contemplación escapa al encantamiento, porque nadie ejercita el encantamiento consigo mismo. Se trata aquí de un solo ser, ya que es también él mismo el objeto que contempla. […] Podrá decirse tal vez que las acciones bellas escapan al encantamiento, ya que, de no ser así, tampoco escaparía la contemplación, que se refiere de hecho a las cosas hermosas.[11]
De aquí que para Bruno el mago estuviese ligado, sobre todo, a un saber más aristocrático que mundano: “Cuando los filósofos lo usan entre ellos mismos –dice–, entonces mago significa sabio con poder de obrar”.[12] De modo que el mago no sólo está pregnado de ese saber, sino que es aquel operador, aquel obrero capaz de conocer (y manipular) las fuerzas tanto luminosas como obscuras (que no escapan a Dios o los dioses), y de conducir, a todas ellas, a la luz: “… la luz comprende, vence y sobrepasa a las tinieblas por el infinito, las tinieblas, en cambio, no sólo no comprenden ni sobrepasan ni igualan la luz, sino que carecen con mucho de la proporción de aquélla”.[13] Por tanto, el mago es un aliado de la luz, un centinela que luminiscente vela y obra a merced de la fuerza y la voluntad del hombre superior; que pugna por la abundancia de vida, y por desbrozar los caminos que escapan al Fatum.
Bogando, pues, por estas aguas de la magia viene ahora a mi mente otro mago histórico: Friedrich Nietzsche. Me permito mencionar brevemente el modelo de mago y de magia de este filósofo para quien el sí a la vida fuera lo más importante; se trata del personaje que prefigura al hombre superior y que, en el libro IV de Así habló Zarathustra, es llamado “un penitente del espíritu” (el mago). Se trata en realidad de un mago desencantado al que Zarathustra espeta estas palabras: “Has cosechado la náusea como tu única verdad. Ninguna palabra es ya en ti auténtica, pero tu boca sí lo es: es decir, la náusea pegada a tu boca”.[14] Mucho tiene que ver este personaje con la metamorfosis de Ariadna, quien rescatada y luego abandonada por Teseo (estando dormida), no ha estado más que participando “en esa empresa de negar la vida”.[15] Más tarde sin embargo Ariadna habrá de unirse a Dionisos para constituir esa doble afirmación que Dionisos requiere para no temer el Eterno Retorno, “…esa afirmación pura y múltiple, la verdadera afirmación, la voluntad afirmativa; no lleva a nada, no se encarga de nada, pero aligera todo lo que vive”.[16]
De modo que la magia y el poder del mago, de la forma aquí descrita, se abisagran a la perfección con goznes…
De sabiduría
El extraordinario escritor (“injustamente encasillado como un escritor menor de literatura didáctica”) Maurice Maeterlinck, sostenía con profunda sencillez que: “a los hombres no les acontece sino lo que ellos quieren que les acontezca”.[17] Sin embargo: “Hay desgracias –decía– que la fatalidad no se atreve a emprender en presencia de un alma que la ha vencido más de una vez, y el sabio que pasa interrumpe mil dramas”.[18] El mago teúrgico por tanto, o más precisamente, el sophi, el sabio, lleva a cabo la conjuración del Fatum, aunque pueda estar ligado a un millar de buenas intenciones. Para acceder a la sabiduría no basta con ser “bueno”, es necesario un arduo ejercicio ininterrumpido de ideas y de deseos conquistados a resultas de grandes esfuerzos por parte de la razón. Cito, también extensamente, a Maeterlinck:
La razón abre la puerta a la sabiduría, pero la sabiduría más viva no se encuentra en la razón. La razón cierra la puerta a los malos destinos, pero nuestra sabiduría es la que abre en el horizonte otras puertas a los destinos propicios. La razón se defiende, prohibe, retrocede, elimina, destruye; la sabiduría ataca, ordena, avanza, agrega, aumenta y crea. La sabiduría es más bien cierto apetito de nuestra alma que un producto de nuestra razón. Vive encima de la razón; de ahí que lo propio de la verdadera sabiduría sea hacer mil cosas que la razón no aprueba, o que sólo aprueba a la larga. Así es como un día dijo la sabiduría a la razón que era necesario devolver el bien por el mal y el amor a los enemigos. La razón, elevándose aquel día hasta lo que hay de más alto en su imperio, acabó por admitirlo. Pero la sabiduría no está aún satisfecha, y ella, sola, busca más lejos.[19]
La sabiduría no consiste en bregar por la felicidad o la superación de la desdicha, lo cual nos habla siempre de un movimiento pendular. No existe la felicidad absoluta ni el dolor pleno y desencarnado; Kant decía muy a tono con su razón práctica, que nadie se infringe un dolor a sí mismo si de ello no obtiene algún tipo de placer. Lo que rifa en la sabiduría es el cultivar y proteger la razón, ya que ésta, tal como lo señalara Maeterlink, es también guardiana de las puertas y dinteles que atraviesa la sabiduría.
Todo parece indicarnos entonces que el núcleo de inspiración de la alta magia, o teúrgia (el lenguaje propicio a la divinidad) nos conduce, por la vía de la sabiduría, al hombre, a Dios, a la naturaleza y a la vida; a la asunción más audaz de la vida y nuestro deseo de vida, más allá de lo que signifiquen la justicia o la virtud. La sabiduría congenia con la luz y la luz con la vida. De este egregio triunvirato surge, sin temor a equivocarme, la teúrgia, la alta magia y, por lo tanto, el mago en su máxima expresión. Mas cabría señalar que no se trata de la sabiduría, la luz o la vida como meras ideas o conceptos, sino de los tres grandes sentidos que resguardan e iluminan, tocan y atraviesan, como gigantescas manos sacras, el misterio de la existencia.
De misterio
“El único misterio es que alguien piense en el misterio” –dice un verso de Álvaro de Campos.[20] No obstante, ese alguien (indeterminado) al que se refiere el poeta lusitano (heterónimo de Fernando Pessoa) encierra en sí mismo el misterio todo. Ese alguien es tal vez un simple ignaro ante el árbol de la vida pero, al menos, rinde a sus plantas una devoción sincera; vive permanentemente asombrado, y aun arrobado, por el misterio indescifrable que emana de su raigambre, de su tronco y su follaje.
Yendo más lejos aún, podríamos derivar de este verso (obviamente al margen de su intencionalidad inicial) que, este alguien que piensa en el misterio, no sólo otorga un estatuto al misterio al pensarlo, sino precisamente al desbastarlo como idea. Este alguien puede muy bien ser el mago, ya que “el misterio es una seducción mágica”, y la magia –como lo refiere Roberto Amadou– “el pretendido arte al que se le atribuye el poder de operar por medios sobrenaturales efectos sorprendentes y maravillosos (Nodier)”.[21]
Don Juan Matus, el yaqui polifacético, ese guerrero de la libertad total, “brujo”, nagual, que inspirara tantos libros a Carlos Castaneda, reconoce en el misterio el caldo de cultivo del que surgen sus singulares poderes, más específicamente lo que él denomina su poder personal. En Viaje a Ixtlán salen de sus labios estas palabras: “El mundo es un sitio misterioso. Sobre todo en el crepúsculo”.[22] El misterio constituye la fuerza que impulsa al asombrado a la búsqueda de un arte de vivir, aunque éste sepa que nunca podrá comprender, cabalmente, el misterium tremendum, inmarcesible y absoluto:
Para ti el mundo es extraño –dice más adelante don Juan Matus a Carlos Castaneda– porque cuando no te aburre estás enemistado con él. Para mí el mundo es extraño porque es estupendo, pavoroso, misterioso, impenetrable; mi interés ha sido convencerte de que debes hacerte responsable por estar aquí, en este maravilloso mundo, en este maravilloso desierto, en este maravilloso tiempo. Quise convencerte de que debes aprender a hacer que cada acto cuente, pues vas a estar aquí sólo un rato corto, de hecho, muy corto para presenciar todas las maravillas que existen.[23]
La magia, entonces, no sólo está referida a los hechos indescifrables o criptoides que la ciencia se afana en hacer exotéricos; ésta se asemeja mejor a aquel ámbito que no es posible legalizar, o paradigmatizar, por medio de una epistemología e incluso de una fenomenología, por más eclécticas o diversas que éstas puedan ser. En realidad, la magia está muy por encima de estos esfuerzos del saber. La magia es más bien el poder que subyace en el lenguaje y sus correspondencias, es decir entre las cosas, las intenciones y las palabras. Y Cornelio Agrippa –nos refiere Roberto Amadou– ilustra esta “maravilla” con ejemplos concretos:
Cuando se quiere trabajar en dar alguna propiedad o virtud, hay que buscar los animales u otras cosas, en los que esta propiedad se encuentre con mayor excelencia, y hay que tomar de ellos una parte correspondiente al lugar en que dicha propiedad responda con vigor; como cuando se quiere hacerse amar, hay que buscar algún animal de los que aman más, como son la paloma, la tórtola, el gorrión, la golondrina y la nevatilla; y es preciso tomar un miembro a las partes en las que domine más el apetito venéreo… Igualmente, para hacerse más osado, hay que tomar los ojos, el corazón o el hígado de un león o un gallo, y hay que entender de la misma manera lo que dice Psellus, el platónico, al afirmar que los perros, los cuervos, los gallos y el murciélago tienen semejante virtud, sobre todo en la cabeza, el corazón y los ojos.[24]
Ciertamente que desde la epistemología se ha rendido cuenta, como lo hizo Michel Foucault en Las palabras y las cosas,[25] de esta teoría de las correspondencias: la convenientia, la aemulatio, la analogía y la simpatía. Mediante una diagonal histórica Foucault nos permite entender no sólo el pensamiento y la mentalidad que desbastaban los hombres de la Edad Media y el Renacimiento, lo cual no es de ningún modo desdeñable, sino la episteme que rigió ineludiblemente en esos siglos. A pesar de la contextuación puntual de esta episteme, de esta mathesis, esta forma de conocimiento sigue siendo parte de la “mentalidad mágica”. Las leyes simpatéticas hoy conservan su poder, ya sea como Imaginario, o si se prefiere, como Simulacro. A pesar de los denodados esfuerzos de la ciencia y sus estatutos de verdad, la realidad continúa entretejida con los hilos del misterio. “Zeus no podría desatar las redes/de piedra que me cercan“, dice un verso de Jorge Luis Borges titulado “Laberinto”. Y he aquí una gran clave, la magia no sólo ha sido un gran tema filosófico entreverado y polisémico: “Cada término filosófico –dice T. W. Adorno– es la cicatriz endurecida de un problema irresuelto”,[26] también sigue emparentada con la poiesis: “hacer de la nada”, “la creación poética”, “el poder del poeta mago”. Con Platón, será sustituido “por el del poeta filósofo, por la magia conceptual que crea universos tan sorprendentes, tan irreales, como los cantos de Orfeo. El concepto se hará no sólo universal, sino también sagrado, porque lleva en su entraña la expectativa de una última posesión suprema, a un bien perfecto…”[27]
A pesar de su destierro, el poeta mago sigue sembrando sortilegios.
Si la magia sigue connotando aquel ámbito de lo irresoluble, de las aporías, en el que se mueve nuestra existencia, también es silencio: “La calma crece ahora como la sombra –dice Sören Kierkegaard–, como el silencio, bajo la fórmula mágica de un conjuro”.[28] De aquí que la magia toque con dedos invisibles, pero táctiles, lo que no puede descifrarse racionalmente, aquello que permanece soterrado y que sólo mediante una lengua secreta puede ser comprendido, mas no con una luz logocéntrica. La flama o la luminiscencia que rodea el campus mágico se afilia con lo inabarcable, con lo que la razón no logra enjuiciar ni imponer coto alguno, con el silencio que cautiva y embruja la voluntad. En suma, con todo aquello que entraña, de forma arbitraria, el eros y la poesía; más allá del concepto de culpa, más allá de un principio de realidad corporal y visible, de un pretendido mundo real.
Refiriéndose a los alquimistas, Gustav Meyrink reconoció en el misterio el ambiente ineludible donde preside la razón; de modo que la intuición, como momento fundamental, como el grano angular de la creatividad, es la que permite al mago o alquimista acceder a la transmutación de la materia y el espíritu:
El que actúa de modo intuitivo es digno, en cierta medida, de poseer el misterio, pues para despertar una intuición aguda es necesario mucho esfuerzo, constancia y un celo ardiente, que no se deje asustar por fracaso alguno. Dicho brevemente: existen las mismas prescripciones que el camino hacia el yoga. O bien: los autores, temiendo hacerse responsables, ponían el misterio en manos de aquél que tuviera suficiente intuición. Las premisas de un modo de actuar tan precavido son las de un autor que se sabe poseedor del misterio.[29]
El método de la magia, si de método podemos hablar, es más creativo en términos intuitivos que deductivos o inductivos, es un método en el que lo mistérico funge como el elemento incomunicable pero, no por ello, carente de sentido y veracidad. Como parte de este método, el amor resulta común denominador.
De amor
Eros trata de concretar la luz fugitiva de nuestro rastro por el mundo. Como la cola de un cometa, Eros traza el registro de un supremo ardid entre el cuerpo y el alma; Eros busca, como sostenía Georges Bataille, la continuidad, aunque sea de una manera fútil: “somos seres discontinuos –decía–, individuos que mueren aisladamente en una aventura ininteligible, pero que tienen la nostalgia de la continuidad perdida”.[30] Este filósofo, escritor y poeta nos hablaba de tres planos del erotismo: el erotismo de los cuerpos, el de los corazones y el del espíritu (o sagrado); con ello exaltó la ambigüedad de nuestra identidad en el mundo, del amor infinito, de ángel, que reclama nuestro espíritu.
El proyecto mágico (si así podemos llamar la incursión del mago en su ideal) contempla la tarea de poetizar, de nuevo, el mundo: “El proceso de despoetización ha durado demasiado tiempo –dice Schlegel en una carta a Schleiermarcher–; hay que poetizar, de nuevo, el agua, el aire, el fuego, la tierra”.[31] Si el mago es aquel que a partir de una lúcida locura quiere remediar la vacuidad del mundo, y recuperar la sensibilidad y la belleza, en suma, la dimensión sagrada que restablece al sujeto su libertad solar y su lucha contra el vacío de la existencia, entonces el mago, sencillamente, es un amante que, salvándose a sí mismo, pretende salvar a la Humanidad entera. Y aquí salvarse viene a significar lo que Michel Foucault ha señalado como “…aquella actividad permanente del sujeto sobre sí mismo que encuentra su recompensa en una cierta relación del sujeto a sí mismo caracterizada por la ausencia de conflictos y por una satisfacción que no necesita de nadie más que de uno mismo”.[32] Esta autocracia que, por lo demás, esgrimieron vívidamente los cínicos de la Antigüedad: Antístenes, Diógenes de Sínope y Crates, por mencionar a los más destacados, se derivó ciertamente de esta sausteia (salvación) a la que Foucault (en la mejor tradición también quínica) acercó su linterna. El amor entonces no tiene nada que ver con dependencias e incluso con las tragedias; no es un sacrificio ni una renuncia, es un poder personal a la manera del que ha hecho acopio el indio yaqui Juan Matus; es una ciencia que, al encuentro de la naturaleza y el misterio, traspasa el frío de la razón y sus proyectos intelectuales, así como los sentimientos infaustos que conlleva el miedo a la vida. Este amor es un pensar que es querer; un abstraer que se convierte en reflexión creadora. “Aun amando hay que bastarse a sí mismo”[33] –sostenía Kierkegaard sin pretendidos tapujos melancólicos o egoístas; él mucho supo del amor y sus estadios; de su dimensión romántica: estética e inmediata; de su compromiso ético y de su asunción religiosa, en este último estadio el filósofo danés situó al amante y al amor por encima de todas las determinaciones; nada puede defraudar al amor, ni nada ni nadie pueden engañarlo.[34] El amor es, como el vínculo cogitativo que señalara Bruno, una condición absoluta del mago en su más elevado escalafón. Así como el mago puede impermeabilizarse ante la embestida incansable de los demonios; curar a los posesos, e incluso a los energúmenos, arrojando de sus cuerpos y almas su maléfico influjo, análogamente el amante contacta armoniosamente con el misterio de la vida y libera al deseo de su cárcel de egoísmo; su lógica es la plenitud y la conciencia libre, la imaginación que, para Bruno, es “la sola puerta de todos los afectos internos y […] el vínculo de los vínculos”.[35]
Nuevamente, Maurice Maeterlinck arroja prodigiosas luces sobre esta cuestión:
Mientras más profundo es el amor, más cuerdo se vuelve el amor; y mientras más se eleva la sabiduría más se acerca al amor. Amad y seréis sabio; sed sabio y deberéis amar. No se ama de veras sino haciéndose mejor, y llegar a ser mejor es llegar a ser más sabio. […] La sabiduría y el amor no se pueden separar; y en el paraíso de Swedenborg, la esposa no es más que ‘el amor de la sabiduría del sabio’.[36]
El amor del que aquí hablamos no es por consiguiente el representado por el Auriga ciego y lábil que cantó un Ovidio o un Quevedo. No se trata de ese cruel sentimiento que requiere de fármacos o de compasión; el amor que se disuelve en el rencor o la locura o aun más, como el de Werther, en el suicidio. Lejos también está del amor letal que se auto-suministrara el gran poeta italiano Cesare Pavese: “uno no se mata por el amor de una mujer –decía enteramente melancólico– se mata por el amor, porque éste nos revela nuestra desnudez, nuestro desamparo, la nada”. De modo que no se trata de ese sentimiento que mengua nuestras fuerzas y nos hace reactivos, impotentes; esa afección que quizá no merezca ser llamada amor y que, a lo sumo, es enamoramiento ególatra o disfrazado miedo cerval. El amor del mago, del sabio, es un amor que, aun no exento de dificultades, vislumbra las posibilidades, manteniéndose por siempre esperanzado:
La eternidad –decía Kierkegaard– en tanto posibilidad, está siempre próxima a nosotros, dispuesta a echarnos una mano, y, sin embargo, también está lo suficientemente alejada como para mantener al hombre en perpetuo jaque de movimiento hacia lo eterno, en plena marcha y progreso.[37]
Sólo la desesperación (que para Kierkegaard es la “enfermedad mortal”,[38] la manera en que nuestro yo no es nuestro, es decir, en que nuestro yo se supone fuera de sí: queriendo desesperadamente ser yo mismo, u otro que no soy yo mismo) puede, literalmente, imposibilitar el amor, paralizarlo.
El mago, en términos bruneanos, no puede vincular si no se suscita una armonización de la triple razón del agente, la materia y la aplicación,[39] mas ello no le resta oficio; en cambio, al desesperado lo condena su incapacidad conciliatoria, su carencia de esperanza y de autoaceptación, su ceguera ante la divinidad del ser que enviste y constituye.
La disconformidad de los ángulos de este triángulo sólo constata al mago el estado de cosas de las fuerzas reinantes, y de ello los demonios no podrán dar cuenta alguna, sólo él, como operador, es la retina espiritual:
[…] no todas las cosas son padecidas por todas y […] no todos los afectos convienen a todas las cosas según unas diferencias; y la razón de estas cosas se ha de deducir de los propios efectos y casos investigándola apropiadamente. Pero no se les ha puesto nombres a estas diferencias o formas ocultas, ni son tan sensibles que dejen captar por el ojo o por el tacto, ni son tan racionables las cosas que definidamente proceden de las diferencias y origen a partir de los ojos y el tacto, que podamos decir sobre ellas qué cosa sean. A causa de ello juzgamos que ni siquiera es cosa fácil para los demonios tratar sobre ellas, si es que pretendiesen definir con nosotros y con nuestras palabras y sentidos las cosas que se designan mediante nuestras palabras.[40]
La gran responsabilidad del mago, su tutelaje en cuanto al trato con los demonios, se torna evidente; de aquí que el amor del mago no deje de adolecer “tristitia hilaris, hilaritas tristis” (tristeza alegre, alegría triste); éste se sabe encarnar un amasijo de sentimientos, se sabe humano, demasiado humano (a la manera de Nietzsche); mas distribuye, a través de la continencia, “el entendimiento, el alma y el cuerpo: las tres clases de amor: el divino, el humano y el ferino”.[41] Y es precisamente a partir de la continencia, especie de tecnología del yo, según la cual
[…] lo único que se necesita […es] que cada uno mantenga en calma la fuerza increíble de la imaginación, no permitiendo que se turbe o ensombrezca con las pasiones egoístas, sino que esté abierta a la perspectiva eterna que se divisa en el reflejo de lo eterno en la posibilidad.[42]
Independientemente de la procedencia del mago, de su estatuto en el complejo mapa de la magia y sus potestades, él es un amante que se entrega al amor mismo sin espera de compensaciones de ninguna índole, trátese de retribuciones materiales o espirituales, tal como lo enseñaron el Buda o el Cristo. El amor así entendido es la gran prueba a transitar (y la llamamos vida) y es, también, el escudo angélico que alumbra las puertas y nos protege, como a Swedenborg, de las fuerzas del Fatum, del destino trágico.
He querido aquí trazar ciertos rasgos del mago que para mí, y a partir de unas cuantas incursiones en el tema de la magia, han tomado relieve. Por supuesto, su rostro todavía se me escapa; se revela y se oculta; es y no es. Bifronte Jano del principio, profundo y obscuro como el espejo humeante de Tezcatlipoca.
Este rostro que se iridisa, una y otra vez, confundido entre las ideas aquí expuestas, se impone a un tiempo con claridad y brumas. Largo y sinuoso sin duda es el estudio de lo que se halla oculto, o en la Otra Orilla, o en el País del Misterio.
Estos escarceos han respondido, tan sólo, a un incierto aliento por sirgar el proceloso océano de la Alta Magia. Me restan muchas horas –lo sé–, de instrucción náutica.
Notas
[1] Véase Honoré de Balzac, Serafita. Barcelona, Seix Barral, 1977 (Biblioteca Breve de Bolsillo), p. 58. En esta novela “doctrinal” de Balzac se exponen con pasión singular el pensamiento y la vida de Swedenborg, en sí mismas también singularísimas.
[2] Ibidem
[3] Se trata de los hospitales de la Antigua Grecia; sitios salutíferos gracias a su estructura arquitectónica.
[4] Véase “Las diversas valoraciones de la magia en el Renacimiento”, de Elia Nathan, en: Acta Poetica, núm.17, primavera de 1996, pp. 143-163. (Magia y Renacimiento)
[5] Michel Foucault, analizando extensivamente el concepto de épiméleia/cura sui (el cuidado de uno mismo) que encierra la fórmula del Oráculo de Delfos: conócete a ti mismo, toca precisamente con el factor divino del ser, de la existencia humana: “Conocerse, conocer lo divino, reconocer lo divino en uno mismo, es, […] algo fundamental de la forma platónica y neoplatónica del cuidado de sí”. Véase Michel Foucault, La hermenéutica del sujeto. Madrid, Ed. de la Piqueta, 1994, p. 53.
[6] La fatalidad o el hado: el destino.
[7] Giordano Bruno en su tratado De Magia refiere una lista de al menos 20 vínculos generales mediante los cuales el mago actúa e intercede ante los espíritus. Sin embargo, el vínculo cogitativo constituye el más elevado o, por así decirlo, el más resistente a las “eyaculaciones mágicas”. Véase la referencia completa en la siguiente nota.
[8] Véase Giordano Bruno, Mundo, Magia, Memoria. Ed de Ignacio Gómez de Liaño. Madrid, Taurus, 1982. p. 276.
[9] Ibidem
[10] Ibid, p. 278
[11] Ibid, nota 130,p. 278
[12] Ibid, p. 229
[13] Ibid, p. 231
[14] Véase Friedrich Nietzsche, Así habló Zarathustra. Barcelona, Planeta, 1992, p. 283.
[15] Véase Gilles Deleuze, Crítica y clínica. Barcelona, Anagrama, 1996 (Colección Argumentos) p. 143.
[16] Ibid, p. 144
[17] Véase Maurice Maeterlinck, La sabiduría y el destino. Traducción de Carlos Roumagnac. México, Botas, 1967, p. 21.
[18] Ibid, p. 25
[19] Ibid, p. 46
[20] Cfr. Octavio Paz, Versiones y diversiones. México, Joaquín Mortiz
[21] Véase Roberto Amadou, El ocultismo. Esquema de un mundo viviente. Traducción de Aurelio Garzón del Camino. México, Compañía General de Ediciones, 1954, p. 133.
[22] Véase Carlos Castaneda, Viaje a Ixtlán. México, Fondo de Cultura Económica, p. 100.
[23] Ibid, p. 122
[24] Roberto Amadou, op., cit., p. 151 (las cursivas son mías)
[25] Véase Michel Foucault. Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. México, Siglo Veintiuno, 1979.
[26] Citado por Diego Romero de Solís, Poíesis. Sobre las relaciones entre filosofía y poesía desde el alma trágica. Madrid, Taurus, p. 17.
[27] Ibid, p. 123
[28] Véase Soren Kierkegaard, In vino veritas. La repetición. Madrid, Guadarrama, 1976, p. 21 (Ediciones de Bolsillo).
[29] Véase Gustav Meyrink, La casa de la última farola. T.II: Ensayos. Madrid, Felmar, 1976 (colección La Fontana Literaria), pp. 111-112.
[30] Véase Georges Bataille, El erotismo. Barcelona, Mateu, 1971, p. 21.
[31] Cfr. Diego Romero de Solís, op. cit., p. 255.
[32] Cfr. Michel Foucault, La hermenéutica…, op. cit., p. 72.
[33] Véase Soren Kierkegaard, El amor y la religión. (Puntos de vista). Buenos Aires, Santiago Rueda, 1960.
[34] Véase Soren Kierkegaard, Las obras del amor. T. V. Madrid, Guadarrama, 1965.
[35] Giordano Bruno, op., cit., p. 277
[36] Véase Maurice Maeterlinck, op. cit., pp. 49-50.
Recuérdese también a Cristian Rosencreutz en sus Bodas químicas o a Salomón en el Cantar de los cantares.
[37] Cfr. Soren Kierkegaard, Las obras…, op. cit., pp. 79-80.
[38] Véase Soren Kierkegaard, Tratado de la desesperación. Buenos Aires, Santiago Rueda, 1976.
[39] Giordano Bruno, op., cit., p. 262
[40] Ibid, pp. 266-267
[41] Ibid, nota 104, p. 104
[42] Cfr. Soren Kierkegaard, Las obras…, op. cit., p. 85.
Leave a Reply
You must be logged in to post a comment.