Del pensamiento (salvaje) como canto (primordial)

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Del pensamiento (salvaje) como canto (primordial)
Claude Levi-Strauss

Claude Levi-Strauss

1.

Lo propio del ser humano es convertirse para sí mismo y para el resto de los seres en lo más extraño, impredecible y estrafalario posible. En esa intención, se ocupa de darle al azar fuerza de ley, aunque no se ve de inmediato por qué razón.

Escribe y lee su vida en una especie de cuaderno pautado; desde que llega al mundo hasta que sale de él, obedece ciertos patrones —y se rebela ante ellos. Su piel, sobre todo, es una superficie expuesta y proclive al suplicio. Que se sepa, es el único animal en el planeta que aprende a prohibirse cosas —y cuya supervivencia de tal batería de prohibiciones depende. A partir de una prohibición originaria, el mundo se desgaja en dos hemisferios: lo abominable se enfrenta como en un espejo a lo cósmico, o lo puro y augusto a lo sucio y ruin. Por otra parte, pronto se percatará que no hay mundo previo a la prohibición; como el lenguaje, del que emerge, el mundo resulta incontorneable: no hay un afuera, si acaso un derecho y un revés. ¿Qué forma adopta el mundo: esférica, bidimensional, piramidal, concéntrica, plegada? Al parecer, todas las figuras son válidas.

Los humanos son (somos) esos primates que hablan, cocinan y se van quedando sin pelo. Practican ablaciones y abluciones, castigan su cuerpo y se comunican con sus muertos. No dejan nada como lo encuentran: lo cambian de lugar, de forma y de sentido. Entre ellos se adoran, se matan, se esclavizan, se doman, se vuelven locos, compiten, se imponen y celebran. En infinidad de casos, primitivos o no, se comen unos a otros. También gozan —eso parece— humillándose y exterminándose, aunque, seguramente por lo mismo, protegiéndose, cuidándose, brindándose hospitalidad, cooperando, sacrificándose, renunciando a todo.

Las cosas que hacen los humanos son perfectamente lógicas si se observan y juzgan desde adentro, pero consternadamente absurdas vistas desde fuera. Un musulmán encuentra bondades o ventajas para él evidentes al condenar el consumo de bebidas etílicas pero no el opio o el hachís; los sabiny de Uganda practican la cliterectomía pero se horrorizan de la circuncisión; los cristianos purifican su corazón encomendándose a un cadáver ensangrentado que pende de dos leños cruzados; los hindús alcanzan la santidad bañándose en un río sobre el cual flotan reses y niños muertos. Todo es al mismo tiempo racional e irracional, todo es real y es irreal; depende de la posición o la empatía que el observador adopte. Y de su apertura y honestidad intelectuales.

Casi todos ellos dan por sobreentendido que hay una sola realidad, que o bien se desdobla o bien se arruga al infinito sobre sí misma. Está por un lado la realidad visible y palpable, y por algún otro la realidad invisible e impalpable, pero ambas son perfectamente reales. ¿Existe lo que no existe? Esta pregunta es demasiado rara. Los humanos suelen admitir en todas y en cada una de las cosas un derecho que puede medirse y contarse —y un revés recosido y rebelde. Con frecuencia se ocuparán mediaciones y mediadores. Los adivinos, los magos, los chamanes, los profetas, los visionarios son ejemplos de ello: trazan y cruzan puentes entre el ser y la nada, entre el deseo y la realidad, entre lo que es y lo que podría o debería ser. Los caminos están enredados y a menudo sufren bloqueos o derrumbes; allí también prosperan los vados y las vedas, la comunicación llega a profesionalizarse, los tiempos y los espacios se ritman y estipulan. La tierra se proyecta en un espacio que se refleja en los dóciles cuerpos de agua dulce o salada.

Diagonal o concéntrico, paralelo o perpendicular, el mundo de los humanos conecta niveles o estratos relativamente solitarios y heterogéneos. Los adwaitas sostienen que sólo Brahma es real y el resto es ilusión, pero dejan sin resolver qué clase de realidad define a la ilusión; tampoco explican cómo pasar de ésta hacia aquélla. ¿Ilusión y realidad son discernidas bajo el agudo contraste entre la vida y la muerte? La secta hinduista de los aghori se alimenta de mierda y de podredumbre a fin de disolver el mundo de la ilusión y conquistar la pureza; sin embargo, en ese extremo empeño pureza e impureza revelan una afinidad y una identidad profundas. En consecuencia, nunca se sabe dónde exactamente comienza la vigilia y en qué caverna o sótano anida el sueño. Hay una locura diurna que la noche acaso acrecienta.

Guy Denning, Fotografía

Guy Denning, Fotografía

Los humanos nunca saben, pero acostumbran creer que saben; las creencias forman sistema, éste se blinda y cobija a los adeptos haciendo con ellos un teatro guiñol de víctimas y verdugos que intercambian sus roles. Las creencias son a las almas (o a las mentes) lo que las escarificaciones rituales a los cuerpos: ambos, ensamblajes de heridas que dejan en el sujeto marcas, recuerdos imborrables, cicatrices simbólicas, insignias de carne y hueso. Estas creencias-cicatrices los individualizan y distinguen, pero de un modo que el grupo reconoce y respeta. Con todo, nunca se sabe a ciencia cierta qué sentido tengan. ¿Ver para creer, o creer para ver? Los polos y los ecuadores cambian constantemente de lugar y de orientación.

Algo similar tendrá que decirse del trance, del éxtasis, la frissa o la hadra de los aissawas, la lila de los gnauas de Marruecos, la danza giróvaga de los derviches : ¿es un medio, o un fin en sí mismo? Llama poderosamente la atención que sólo los humanos —si bien acompañados por animales como las víboras o las lechuzas— experimenten emociones y estados anímicos semejantes. Se diría que no desean confundirse con la naturaleza pero que en determinados momentos y situaciones tampoco desean ser solamente humanos. Bailan, cantan, cazan, rezan, beben, comen, ayunan, copulan o se abstienen… ¿Para qué? ¿Para cesar de hacerlo? No se sabe si se buscan a sí mismos o si solamente quisieran escapar de sí, olvidar con encarnizamiento aquello que son, renunciar sin esperanza de revocación a su humanidad.

Hadra

Hadra

Una frenética y delirante oscilación entre la prohibición y la transgresión, entre la búsqueda del sentido y el abandono en el sinsentido: a esto parecería poder reducirse el asombroso experimento humano. Un experimento en el que el grupo humano se da un mundo para enseguida imaginar y ensayar las innumerables fórmulas y encantamientos para practicar un túnel y salir de él. Pues tarde o temprano ocurre que el mundo en cuanto tal se revela como un portentoso y a la vez pavoroso encantamiento: el mundo es ficticio, el mundo es, de un extremo al otro, un fetiche. Ficción, hechizo, fetiche, tres vocablos que vienen descendiendo de una misma fuente: la factoría, la fábrica de sueños, metas, valores, señales y creencias, materiales con los que se edifica el mundo de estos animales cuyo rasgo definitorio es, a lo ancho y a lo largo del planeta, su repudio de la tierra, su elegida extranjería en la naturaleza. Son los únicos animales que no están contentos de serlo —pero tampoco —¡oh fatalidad!— de no serlo. Construye su jaula para —aunque sea en su imaginación— violentar su encierro.

Lo intentará de mil maneras; algunas conscientes, deliberadas, vigilantes, otras menos. Confeccionará el itinerario de las transmigraciones o abrazará el credo de las muertes y resurrecciones, cremará o sepultará los cuerpos, manumitirá las almas (que en las culturas prehistóricas designan animales y en la históricas pueden llegar a integrar multitudes) —todo con tal de eludir la eventualidad de mirar de frente a la muerte. Desde cierto ángulo, lo humano en su abigarrada y caótica extensión gira en torno del mismo juego, exultante y escalofriante, de la aparición y la desaparición. Fort /Da, ahora está, ahora no está. Es empíricamente irreversible, pero ¿qué le está absolutamente vedado a la imaginación? De hecho, ¿se le asigna otra función que no sea la de garantizar todas las transformaciones? En ella es visible lo invisible y lo visible retorna a la invisibilidad.

Después de todo, acaso no sea cuestión de descifrar los sueños, sino de permitir que lo real enseñe las manos sirviéndonos de ellos.

2.

¿De verdad la gente cree en lo que dice creer? Sucede que se inventan historias en las que no se cree, como se dice, “a pie juntillas”, sino que le sirven para imaginarse las cosas tal como en realidad serían. De cualquier manera, ¿quién sabe cómo sean? Los humanos no están bien en la naturaleza pero en la cultura como que se asfixian. Todas estas tienen algo de alquimistas y algo de illuminati. Se abrigan bajo túnicas demasiado espesas, y lo que en verdad les bastaría es dejar de temblar. Han cambiado el recogimiento por el decaimiento (que un místico castellano nombrará dejamiento). Las cosas de este mundo no se dejan, luego tal vez nosotros seamos más dúctiles. Uno cuenta cosas porque cree que así podría contar con ellas. Una ilusión, aunque ya sabemos que nada hay más efectivo que ellas. Los sintoístas dicen que el sol (que es femenino) huye día a día de su hermano Susanowo, encerrándose en una caverna y extendiendo las tinieblas sobre la faz del mundo. A los vikingos les gusta imaginar que el ámbar está formado por lágrimas de la diosa Freya, pero los griegos decían que eran de Apolo y los chinos que guardan el alma de los tigres. Que nadie haya visto nunca algo así es suficiente para levantar un escenario y describir lances y parlamentos.

5.3

Para que un mito sea mito se necesitan al menos dos cosas: que no esté solo y que sea anónimo. De allí a la idea de que no son los sujetos los que los cuentan, sino los que sin quererlo y sin muy bien darse cuenta quedan insertos en sus tinglados media un paso. Algo ocurre con el tiempo cuando de estas imágenes se trata. Los modernos no han sabido vérselas con estos mecanismos porque su premisa es que todo lo humano es una decisión tomada por cada individuo en su fuero interno: porque sé que pienso puedo deducir que existo. Lo ven todo, por consiguiente, y dicho lo sea literalmente, de cabeza.

¿Los no modernos lo ven, entonces, al derecho? Al menos hay que hacer notar que la función de los mitos no es pensar la realidad, sino resistir el asedio y la “subversión” del tiempo. Sus relatos en absoluto serían “realistas”, pues el absurdo los circunda y hasta inunda. P. Bidou llegará a extraer para nosotros la piedra de la locura:

Al proyectar sobre un mismo plano lugares pertenecientes a niveles diferentes del universo, al poner en escena personajes en los que se encuentran confundidos los reinos humano, animal o vegetal, al mostrar acciones en total contradicción con las leyes de la naturaleza y de la sociedad, el mito no solamente remite inmediatamente a otra temporalidad, a otra época, sino que expone a la vez una serie de escándalos lógicos, físicos y morales que el propio desarrollo del relato tiene como fin tratar y reducir”.[1]

La fuente del mito no es la exigencia de explicar la realidad, sino la de obligarla a confesarse a partir de un escándalo. También ha sido Claude Lévi-Strauss quien —en La gesta de Asdiwal— observará este carácter paradójico al decir que un mito no describe lo real, sino que “justifica el corte de cuentas en que consiste”.

¿Corte de cuentas? Los humanos no comenzaron un luminoso día a pensar racionalmente; lo han hecho desde el primer día y a todas horas. Que la razón (el lógos) haya reemplazado históricamente al mito es un mito, y no de los menos escandalosos. Obviamente se topa uno aquí con la impotencia de la civilización o de la cultura cristiana para entender el encabalgamiento entre el mito (que opera mediante imágenes, como el sueño y las visiones místicas) y el razonamiento lógico o empírico. Al cristiano, desde luego, le parece un escándalo que los mitos paganos produzcan tantas historias inmorales de sus tan inmorales dioses. Menos ofuscado, San Pablo admitió que la esencia del cristianismo es una locura y un verdadero escándalo, aunque de un tipo radicalmente distinto al de las mitologías.

El estructuralismo aisló los componentes de todos los mitos y propuso una definición operativa. Se trata de una lógica, no de una estupidez provocada por la demencia o la ignorancia. Lógica del mito o mito-lógica, algo que respondería el psicoanálisis con una lógica del sueño y una estructura de lo inconsciente. Lévi-Strauss defiende en sus Mitológicas que —productos de lo que antes denominaría “pensamiento salvaje”— los mitos operan según la lógica de las cualidades sensibles, imponiendo al pensamiento leyes tan férreas como las que actúan en la filosofía o en las ciencias. Al etnólogo no le espanta, al contrario, señalar que el estudio de los mitos tiene que convertirse él mismo en un mito.[2]

Claude Lévi-Strauss

Claude Lévi-Strauss

Trabajo de Sísifo o labor de Penélope, el análisis de este pensamiento es interminable. Lo que me interesa destacar es que el antropólogo no aplica al pensamiento salvaje, y como desde afuera, las categorías de un pensamiento racional; sólo contaminándose parcialmente de su racionalidad o singularidad puede comenzar a comprenderlo. Los métodos cartesianos salen aquí con la cola entre las patas; un mito se desdobla al infinito, hacia atrás y hacia adelante, pues no tiene “origen” ni “fin”, ni siquiera “unidad” y muchísimo menos “sustancia”. El pensamiento salvaje que engendra los mitos no conoce otro método que la refracción, la irradiación y la divergencia. “Indiferente a la partida o a la llegada francas”, escribe, “el pensamiento mítico no recorre trayectorias enteras: siempre le queda algo por realizar”.[3] Así que, primer consejo: no aplicar un método extraño al proceder del pensamiento salvaje, no hacer del mito un logos malogrado, un aborto.

Segundo: esto, que parece filosofía (y de la peor calaña), no sólo no lo es, sino que debería tomarse en todo su rigor como una antifilosofía. ¿En qué sentido lo sería? En el de que rompe resueltamente con el paradigma cartesiano. No, nunca nadie podría haber arrancado del “pienso, luego soy”, porque el “pienso” jamás encuentra su fuente en el “yo”, que es —muy devotamente— la sede de la conciencia (moral) y la libertad. No es uno de sus méritos menores el haber mostrado que el pensamiento salvaje revela los resortes más ocultos que siguen operando en el pensamiento lógico, o abstracto. En definitiva, como en el caso de la muerte o del orgasmo, o estoy yo o está el pensamiento.

Nadie es libre de pensar lo que se le antoje. Incluso los relatos más fantásticos y caprichosos, los más escandalosos y delirantes, están sometidos a una constricción que escapa a nuestra conciencia. Ahora bien, de esto precisamente era de lo que se trataba. El humano está relativamente libre de condicionamientos biológicos —libre de instintos, se diría—, pero es su pensamiento —o sus límites interiores— lo que le mantiene bajo cierta legalidad o cierta racionalidad. Ni la imaginación es tan loca ni la razón tan rígida como la pensaron los ilustrados o los románticos. El pensamiento es un hueso, habría dicho Hegel.

En otros términos, al etnólogo no le importan las “ideas” que las personas en particular puedan abrigar y defender en cuanto particulares; es que las ideas nunca son “nuestras”, sino al revés. “Así que no pretendemos mostrar cómo piensan los hombres en los mitos”, continúa en su Obertura, “sino cómo los mitos se piensan en los hombres, sin que ellos los noten”.[4] ¿Suficiente antifilosofía, o necesitamos más? Porque hay más: los mitos (y, de hecho, todas las instituciones humanas, empezando por el lenguaje) ni siquiera necesitan sujetos (humanos) para pensarse entre ellos. Cosa que, por lo demás, ya intuían los indios de Norteamérica: los mitos piensan, saben, viven, actúan.

Tal vez, pero, ¿qué?

3.

Habría que tomarse esta inversión al pie de la letra y extraer todas sus consecuencias. ¿Cómo piensa el pensamiento salvaje, si no lo hace mediante conceptos abstractos? ¿En qué consiste esa lógica de las cualidades sensibles que sería lo propio de los mitos? La respuesta es verdaderamente sorprendente.

La mitología es música.

¿Cómo? La mitología no es una representación ni una explicación del mundo; es una creación estética en el sentido más esencial del término. La música no refleja la objetividad del mundo ni da expresión a la subjetividad del artista, por más que se nutra de ambos elementos. Lo propio de la música (y de la mitología) es la resistencia al tiempo, la puesta entre paréntesis de su terrible erosión. Son, dice Lévi-Strauss, “máquinas de suprimir el tiempo”.[5] El mito es música en el mismo sentido en que la música es mito: un ataque a la irreversibilidad del tiempo, una —diríamos— ofensiva desplegada contra la entropía de su paso. Ambas producen, dice el etnólogo, “una suerte de inmortalidad”. Mito y música, fortalezas contra la violencia de Cronos. Venganza de los olímpicos.

Seguramente, pero lo que no podemos obviar es que esta fortaleza no resiste para siempre y esta venganza jamás se cumple de una vez por todas. El mito y la música no son, así, formas de la religión (y menos de la religión cristiana que procura ponerlos a su servicio), sino modalidades de una experiencia mucho más intensa y más lúcida o desencantada del mundo: la experiencia trágica. Aunque esto ya sería asunto de otra charla.

La lógica de las cualidades sensibles que encontramos en la base del pensamiento mitológico es la misma que se descubre en la música, en la pintura, en la poesía, en la danza, en la fabricación de máscaras y ornamentos corporales. La locura está ordenada, o, mejor, pre-ordenada. El etnólogo cita al poeta:

… irradiando una consagración

mal callada por la tinta misma en sollozos sibilinos.

Stéphane Mallarmé

Stéphane Mallarmé

Versos de Stéphane Mallarmé que apuntan a una zona de oleaje e indeterminación donde el sujeto está deviniendo sujeto y los objetos son devueltos a su carácter de cosas sin utilidad, sin oficio y sin beneficio. ¿Así trabaja el inconsciente? El mito y el arte delatan de esta manera su pertenencia a un orden previo, a un desorden primordial en el que las palabras se dicen a sí mismas y las imágenes se encadenan lejos de la mirada racional que espera de ellas algo mínimamente provechoso.

La música y la mitología”, establece el etnólogo, “enfrentan el hombre a objetos virtuales de los cuales sólo la sombra es actual, a aproximaciones conscientes (una partitura de música y un mito no pueden ser otra cosa) de verdades ineluctablemente inconscientes y que les son consecutivas.[6]

¿Qué es este lugar que no pertenece por derecho propio al mundo, pero del que éste brota como un capullo? Este lugar es, utilizando esa palabra venerable y fosforescente, lo sagrado. No es “sobrenatural” por otra cosa que por localizarse y focalizarse virtualmente en cualquier parte y en ninguna de ellas. El mito y la música vienen de ese allí y de ese cuando que no están ni en el espacio común ni en el tiempo cuyo paso puede marcarse. Y vienen, además sin un quién que se arrogue los derechos de propiedad y usufructo.

De esta forma le damos la vuelta a nuestro argumento y lo sorprendemos por la puerta principal. Los humanos están (estamos) locos, pero de una manera perfectamente razonable. Las variaciones son infinitas y cada pueblo intenta llegar hasta el límite de lo imaginable (o incluso de lo tolerable), pero su estrambótico despliegue se funda en un número discreto de reglas de transformación. Cada pueblo y cada individuo están compelidos a crear el mundo al que ha de —más o menos y mal que bien— ajustarse, y esta creación implica a la razón pero la desborda por todos lados.

Desde el fondo de nuestra civilización, Heráclito el Oscuro murmuraba: la naturaleza ama esconderse; el etnólogo del 900 repite como en un estribillo: lo humano ama esconderse profundizando y exhibiendo sus diferencias con la naturaleza. Sin término a la vista.

Bibliografía

  1. Pierre Bonte, Michel Izard, Diccionario Akal de Etnología y Antropología, tr. M. Llinares, Akal, Madrid, 2008
  2. Claude Lévi-Strauss, Mitológicas I. Lo crudo y lo cocido, tr. J. Almela, Fondo de Cultura Económica, México, 1968.

Notas

[1] Bidou, Patrice, <>, en Pierre Bonte, Michel Izard, Diccionario Akal de Etnología y Antropología, tr. M. Llinares, Akal, Madrid, 2008, p. 496. Yo subrayo.
[2] Lévi-Strauss, Claude Mitológicas I. Lo crudo y lo cocido, tr. J. Almela, Fondo de Cultura Económica, México, 1968, <>.
[3] Ibíd., p. 15
[4] Ibíd., p. 21
[5] Ibíd., p. 25
[6] Ibíd., p. 27

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