Mas Orfeo, atemorizado por la oscuridad del camino que él abre
y guía con los sones de su lira, olvida la condición de la partida,
y, presa de la ansiedad, vuelve la cabeza para mirar a Eurídice
y ésta se esfuma al instante: Quiere él abrazarla… y sólo abraza
como un ligero humo.[1]
El otro es un fantasma que desaparece en el momento en que intentamos aprehenderlo; en el momento en que, presas de la ansiedad, buscamos asir aquello innombrable, esto se esfuma. Parece que no hay posibilidad de tener contacto con el otro, con la realidad; cada vez que el yo sale al encuentro con el mundo, se lo devora. Vivimos construyendo ficciones, escriturando el mundo en aras de “entrar en contacto” con él, pues un encuentro directo con lo real sería insoportable, anularía toda subjetividad: la precipitaría en un abismo. ¿Diremos entonces que es imposible una alteridad radical, que no es posible entrar en contacto con lo Otro sin recurrir a un acto caníbal? Quizá sí sea imposible, pero precisamente en la imposibilidad radica la tarea infinita del duelo.
Lo Otro está perdido para siempre y desde siempre, dejando una huella en cuyos márgenes (y sólo ahí) podemos movernos, hacer metáfora (o erigir discurso). La realidad es entonces una construcción narrativa, una ficción discursiva que hace habitable el mundo, por lo que dejar de escriturar se torna imposible. Sin embargo, hemos de distinguir el concepto y la metáfora como dos posibilidades o formas de construir ficción. La primera pertenece al orden racional y expansivo, es una producción caníbal y totalizante que anula la alteridad de lo Otro en tanto estructura un discurso absoluto y verdadero; el concepto objetiva y da nombre a aquello innombrable que, incansablemente, se sustraerá a él como diferencia, como resto. Por el otro lado, la metáfora desplaza; moviéndose en los márgenes de la huella es, como diría Blanchot, una palabra errante que responde a la exigencia de escuchar lo Otro.
La ficción nos posiciona en el mundo, pero no siempre de manera racional. En tanto elaboración de las vivencias (intraducibles) del cuerpo, de aquello que se inscribe en él como huella, la ficción permite abrirse-paso hacia lo Otro como metáfora y como narración. Si bien es cierto que la relación con el mundo es ficcional, también es cierto que siempre habrá algo que se escape a la teoría; en tanto esta se funda sobre algo innombrable, siempre retornará el fantasma de lo no dicho como diferencia irreductible que exige poner en duda y reestructurar todo discurso.
El pensamiento de Michel de Certeau pugna constantemente por marcar la distinción entre el discurso científico erigido como ciencia universal que pretende poseer lo real, y la narración literaria como aquella que se funda sobre la nada, asumiendo la pérdida irrecuperable. Esto, más que por delimitar las fronteras que distribuyen el espacio del conocimiento, le interesa para enfatizar el poder crítico de la literatura que, como aquello reprimido, retorna, re-estructura y re-invierte las figuras que organizan las prácticas de una sociedad.
Para ello retomará el pensamiento freudiano y desde ahí planteará lo literario como “el rumor oceánico de lo ordinario que (…) puede reorganizar el sitio donde el discurso se produce.”[2] Es decir, en el pensamiento de Michel de Certeau aparecerá una doble cara de la escritura: el canibalismo que devora la vida (el discurso totalizante que busca tapar la nada) y el exilio que ha perdido el lugar (la escritura como no-lugar, como extranjería y como palabra errante). “Todo sucede de tal manera como si la escritura tomara del Tiempo la doble característica de perder el lugar (esto es un exilio) y de devorar la vida (esto es un canibalismo).”[3] Escritura como temporalidad que funda la relación con lo Otro, como vida y como muerte; absoluta desposesión del yo y racionalidad como certeza de sí.
El extravío de la escritura fuera de su propio lugar está trazado por este hombre ordinario, metáfora y desviación de la duda que la atormenta, verdadero fantasma de su “vanidad”, figura enigmática de la relación que mantiene con todo el mundo, con la pérdida de su exención y con su muerte.[4]
El pensamiento freudiano le sirve a de Certeau para pensar al hombre ordinario, a ese “nadie” que pertenece a la cotidianidad reprimida y acallada por los discursos soberanos, desestructura desde el relato insignificante, desde la novela que “define el lugar de donde desaparece. No es más que el lugar de su otro –una máscara–.”[5] Freud señala la alteridad dentro de ese “lugar propio” que la ciencia construye; dentro de la certeza de sí Freud apunta la fisura, la alteridad innombrable e irrepresentable que invierte el orden. Este “quien sea”, este “todos y nadie” opera como resistencia en el que la retórica y los juegos del lenguaje generan un conjunto “de manifestaciones relativas al otro”[6]: desplazamientos, inversiones, deformaciones.
El hombre ordinario habita en un lugar que no le pertenece, es un extranjero: un exiliado que no posee nada. Su muerte lo funda y su vida le es prestada. Es este hombre el que, al no poseer nada, da lugar a la escritura como metáfora, al desplazamiento y a la movilidad de lugares. Es un nómada que impide la encriptación del discurso en tanto se mueve dentro del espacio, que marca trayectorias y desplazamientos de lugar en lugar.[7] Es él quien, con el cuerpo y de manera afectiva, emprende recorridos y cruza fronteras, abriendo-paso a la experiencia de lo Otro. Diremos entonces, que la pérdida es la posibilidad, más aún, la condición de la apertura al otro. Aquél que no ha perdido nunca nada, se encuentra sumergido en un narcisismo primario, está envuelto en sí y se basta a sí mismo: al discurso científico no le falta nada, es absoluto. Aquí no hay fisura entre la ficción y la realidad, ésta se posee. En cambio, quien ha perdido entra en contacto con el otro, se encuentra en un proceso de duelo que, si bien lo vuelca sobre sí, también lo impulsa a salir al mundo en busca de aquello perdido. Es la pérdida la que permite la ficción teórica: “una muerte de lo viviente es necesaria para el nacimiento del poema.”[8]
Escribir es participar de la afirmación de la soledad donde amenaza la fascinación. Es entregarse al riesgo de la ausencia de tiempo donde reina un comienzo eterno. Es pasar del Yo al Él, de modo que lo que ocurre no le ocurre a nadie, es anónimo porque me concierne, se repite con una dispersión infinita.[9]
El texto literario ha de pensarse como ese espacio “donde se formulan, se distinguen, se combinan y se experimentan las prácticas astutas de la relación con el prójimo. Éste es el campo en el que se ejerce una lógica de lo otro, aquella misma que rechazan las ciencias en la medida en que ellas practican una lógica de lo mismo.” [10] El discurso que pretende poseer lo real opera miméticamente, se pone a sí mismo, en una operación narcisista, en el lugar de lo Otro; estando exiliado de lo real, “ocupa el lugar” de la falta. La destrucción de este discurso estará en la metáfora, en la elaboración de los afectos; precisamente en aquello que se reprimió en vista de un discurso que pudiera ofrecer control y certezas.
Michel de Certeau nos muestra la operación freudiana de la vuelta a lo literario: “la conversión psicoanalítica es una conversión a la “literatura”.”[11] Se trata de una estructuración trágica del aparato psíquico que no deja de lado el funcionamiento histórico. Es decir, si la novela pasa del mito (como estructura cosmológica) a lo psicológico, Freud parte de la novela para emprender un regreso al mito; busca mostrar la estructura sin por ello eliminar la historicidad que inscribe la novela como desarrollo temporal. De este modo la narración adquiere un estatuto teórico, mejor dicho, de ficción teórica cuyo objetivo es constituir un relato “como una narración entre una estructura y unos acontecimientos, es decir entre un sistema (explícito o no) y lo que se dibuja como su otro.”[12]
El sufrimiento del otro se inscribe como particularidad histórica dentro de la estructura mítica. Vemos, pues, que es lo real del otro, el sufrimiento que no puede accesar a la palabra, el que permite reaprender el lenguaje olvidado, reprimido, por la ciencia y la moral.
El poema es la huella escrita de ese creer: es necesario que no haya nada para que pueda creer en ella; es necesario que “nada subsista” de la cosa para entrar en el juego, o que se escriba. Recíprocamente, el poema hace creer porque no hay nada. (…) La historiografía consiste en proveer de referencialidad al discurso, en hacerlo funcionar como “expresivo”, en autorizarlo por algo “real”, finalmente en instituirlo como “supuesto saber”.[13]
La ausencia es la condición de la escritura como duelo. La metáfora es posible en tanto hay algo que se asume como perdido para siempre, algo de lo que hemos de despedirnos. La escritura sólo deja de ser colonizadora en la medida en que se constituye como un proceso de duelo que permite abrirse-paso hacia un afuera. Inscrita en la pérdida melancólica que impide que el yo vuelva a ser sí mismo, la escritura caníbal deviene una escritura ética sustentada en lo imposible.[14] La escritura, como la vida, es un trabajo de duelo permanente, interminable, en el que lo perdido intenta elaborarse, en donde la creencia opera como un desplazamiento del deseo, como un sustituto que no llega nunca a colmar la falta. Esfuerzo melancólico en el que el mundo ha perdido todo valor y en el que el yo se drena, poco a poco, hasta perder consistencia.
Como dijimos, sólo la ficción hace habitable el mundo, sólo narrativamente podemos acceder a la realidad. Toda aproximación a lo real es posibilitada por una construcción, por un discurso que en ocasiones, por medio de la institucionalización, se vuelve autoridad y se erige como verdad. Insistamos, todo discurso es literario, toda teoría es una ficción que permite (al tiempo que impide) ver el mundo, posicionarnos en “algún lugar”. La diferencia, y donde pretendemos hacer énfasis, es que algunos discursos, algunos documentos, son entendidos como “autorizados”, mientras que otros, el resto, están del lado de la imaginación… del fantasma como un ligero humo. “La distinción no pasa entre historia [o ciencia] y literatura, sino entre dos formas de entender el documento: como “autorizado” por una institución, o como relativo a una “nada”.”[15] La primer cara de escritura es productiva y expansionista, tiene voluntad de verdad y por ello anula toda diferencia; la segunda deja ver la nada sobre la que está fundada, permite moverse en los márgenes de la huella que dejó la pérdida. Así, escribir es dos cosas, implica dos operaciones: es devorar y es quedar exiliado; es querer apropiarse aquello que no puede poseerse y es saberse extranjero, despojado. Me parece que no son tan opuestas, sino dos formas de posicionarse, dos posibilidades o respuestas ante una misma condición originaria: la huella como muerte.[16] Mientras una intenta desmentir la falta intentando sustituirla o taparla, la otra asume la pérdida y sobre ella construye… (sólo) una creencia. La frontera entre estas dos formas no es tan clara, los límites de diluyen, la escrituración del otro parece no poder detenerse; la apropiación parece condición del intercambio con el mundo. Necesitamos discurso para poder soportar la alteridad; lo absolutamente Otro, lo real, sería una suerte de experiencia sublime que implicaría la destrucción del yo. Parece que un encuentro con la alteridad radical es imposible, pues siempre, todo encuentro, será un re-encuentro. Sin embargo, hay quienes dicen que sólo lo imposible acontece.
Es lícito, como Mallarmé, “creer” en la escritura precisamente porque, ella misma autorizada por la nada, autoriza la posibilidad de lo otro y no deja de comenzar.[17]
Notas
[1] Anna Poca en Maurice Blanchot, El espacio literario, Editora Nacional, Madrid, 2002, p. 9
[2] Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano. 1 Artes de hacer, Universidad Iberoamericana / Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, El oficio de la historia, México, 2002. p. 9
[3] Michel de Certeau, Historia y Psicoanálisis, Universidad Iberoamericana / Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, El oficio de la historia, México, 2004, p. 55
[4] Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano, p. 6
[5] Michel de Certeau, Historia y Psicoanálisis, p. 50
[6] Ibidem, p. 48
[7] Discursos pensados como lugares que permiten/impiden ver, que posicionan y legitiman al sujeto. Lugares que se encuentran dentro de un espacio inabarcable que permite trayectorias y desplazamientos entre distintas discursividades. Así el nómada se mueve en la latencia que posibilita cualquier discurso, impidiendo la homogeneización. La vida ordinaria pensada como acontecimiento, como movilidad.
[8] Ibídem, p. 56
[9] Maurice Blanchot. op. cit., p. 29 [Las cursivas son mías].
[10] Michel de Certeau. op. cit. p. 48
[11] Ibídem, p. 43
[12] Ibídem, p. 46
[13] Ibídem, p. 58
[14] Hacer presente la pérdida; poseer lo Otro.
[15] Michel de Certeau, Historia y Psicoanálisis, p. 61
[16] Pensando la muerte como esa falta radical que inscribió una huella; huella que no es presencia plena e incorruptible, sustancia o esencia, sino temporalidad (muerte).
[17] Ídem.
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