La herida, la cicatriz (La blessure, la cicatrice)

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La herida, la cicatriz  (La blessure, la cicatrice)

4.

El título de la película de Nicolas Klotz y Elisabeth Perceval (“La herida”), así como su tema (la migración africana en Francia) habrían podido prepararse para lo peor, para la lección tan simple y pura de la decencia moral y política. Es decir, de hecho, para la una de las dos formas posibles para esta lección: la denuncia vehemente humanitaria, o bien la reflexión sensata sobre la imposibilidad de acoger toda la miseria del mundo.

Sin embargo, esto no es lo que la película da a pensar. No es que se dedica a cualquier incorrección o provocación política, y tampoco pretende hacer revelaciones o sacudir las seguridades, ya sea jalando a la izquierda o empujando a la derecha. Se trata de hecho de otra cosa. Esta película no es política, o bien si es -es decir, más bien, si algunos quieren otorgarle el sello de la conformidad (dignidad humanista + militancia humanitaria)– lo es sobre un registro tan general como que la palabra se evapora en la moralidad. Ahora bien, esta película no es más moral que política (y no es más sociológica o psicológica). Quiero decir: no moraliza -a diferencia de más de una películas del cine reciente francés, de las cuales un moralismo implícito gobierna las historias socio-psi encuadradas por los rodajes prêt-à-porter. Aquí, ni el rodaje de Nicolas Klotz ni el guión y el texto de Elisabeth Perceval son prefabricados: eso es trabajo, eso es investigación. Es también una meditación.

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Esta película no es ni moral ni política, porque es una película. Es una película porque es una obra. Es una obra porque es un tono, un color, un esquema específico. El tono es el de la melopoeia, el color es a la vez oscuro, apagado e intenso, el esquema es aquel que el título llama como su devenir, a saber, la cicatriz en la cual una herida se prolonga. Y esa hace una obra, es decir, un pensamiento, (no una “idea”), una forma (no una “manera”), un propósito (no un “querer-decir”) – es decir, también una dirección, una invitación a el que uno llama espectador que se encuentra suavemente pero con insistencia invitado a la intensidad de la mirada sin la cual nos quedamos vagos voyers distraídos.

No es que la película sea sin relato: pero el verdadero fin de ese relato consiste en regresar hacia una recitación interminable de esa misma de donde el relato se originó: el exilio, la fuga, la migración, la salida siempre reanudada, retomada y repetida sin fin.

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Estos factores son simples y nos están ofrecidos en una manera sencilla y discreta que nos deja discernirlos y comprenderlos. Que la película habla de la herida en tanto que cicatriz -ni herida abierta, por lo tanto, ni estigma abolido– lo sabemos ante todo porque la herida casi no se nos muestra, sino sólo, sin precisión ni plan especificado, su circunstancia, su sufrimiento y luego los pasos de lo que uno no nombrará exactamente su recuperación, sino precisamente su cicatrización.

Cada uno de estos momentos articula una de las partes del relato y uno de los registros de los propósitos. En primer lugar la herida está provocada por un error o por una incompetencia administrativa (jurídico-policial) que será corregida por la conciencia vigilante de un funcionario: reparada por poco, la denegación de la justicia no habrá tenido menos lugar. Lo que ocurrió no puede no haber tenido lugar: no es un asunto de memoria, es un asunto de marca, de inscripción. En cierto aspecto, Blandine, la inmigrante en primer lugar prácticamente reprimida, ha sido marcada como lo podrían ser una vez los esclavos de sus ancestros.

De manera análoga, esta herida provocada por una brutalidad policial (o para-policial, ya que se trata de una unidad especial encargada de escolta al avión) sin embargo estará cuidada, una vez, por un policía benevolente antes de serlo por el marido de Blandine. El cuidado se convierte también en un cuidado del alma – pero el alma guarda sobre su cuerpo la inscripción de la ofensa.

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Es evidente, en efecto, que la herida en la pierna equivale a una herida en el alma, en el corazón y en el espíritu – tanto de manera literal como metafórica. A Blandine se le negó su derecho legítimo de entrar en Francia, no será entrada sino marcada por esta violencia. Será lento, ella mantendrá mucho tiempo su miedo, será postrada y el cambio forzado de la invasión será necesario para que una sonrisa comience a cruzar su rostro.

Sin embargo, es en este momento – en suma el penúltimo de la película, – que la cicatriz aparece. No la de la pierna, o incluso la del alma de Blandine, sino a través de ella y bastante más allá de ella, más allá de cualquier incidente y anécdota, la cicatriz dejada por la herida de todos estos viajes de huida y de la búsqueda errante.

La última parte de la película es la última de largos recitativos que dan a la película su cadencia y su tonalidad. Un hombre o una mujer, según los momentos, recita los motivos de una queja, las razones de la partida y los arrepentimientos o los remordimientos del exilio, el dolor de las memorias, la miseria de las adversidades, el desconcierto y la tristeza condenados a un lamento extendido entre lo deplorable, la conjuración y la aprobación jamás precipitadas en la pura resignación o en la renuncia.

4.4

Esta última vez, en la camioneta que trae un grupo de trabajo (un grupo de hombres, por lo tanto, un grupo de afortunados que encontraron empleo), un inmigrante recuerda el largo trayecto desde África a Europa. Mira por la parte trasera abierta de la camioneta para desfilar una ruta de tierra, mientras mira en sí mismo para desfilar el recorrido del exilio.

Este camino es la herida y la cicatriz: polvorienta, menos un vía que un camino y un pasaje, marcado por las huellas de los neumáticos, sembrada de placas de pasto escaso, ella es la ruta, el camino, ella es el curso forzado de un rescate sin verdadera salvación, ella es lo que resta inscrito en sus escapes — incluso su escape, y como ellos salieron – esa que no deja de acabar de obsesionar la imagen: cualquier cosa menos un trazo, un vestigio o una memoria, sino más bien la incisión suturada pero visible y sensible que ha cortado en su vida.

La verdad de esta herida que permanece abierta en tanto cerrada, que no se cierra sin descanso, la verdad de la cicatriz es la misma inscripción, mediante la cual se encuentra registrada menos un discurso o un sentido que un motivo o un monograma, una marca de procedencia y por lo tanto de destino. Estos hombres y mujeres no vienen a Francia de África, vienen del trayecto mismo, vienen del viaje, del desplazamiento, del empuje que los ha desplazado, todavía van hacía este desplazamiento, hacia la pena o la angustia de haber dejado allí prisioneros o niños, viejos y muertos.

4.5

Al final, esta recitación se persigue todavía un poco mientras que la imagen desaparece, tragada en la pantalla negra. La película se desarrolla todavía un momento más en tanto que película oscura rayada por esta queja lancinante, por el ritmo indestructible de este desgaste recalcado. La repetición del oes la cicatriz. Es la palabra que cicatriza como sea, fue ella la que ha sido herida.

Por ejemplo, en el autobús que debía conducir al avión del regreso forzado: “No quiero volver entrar”, “Tú vuelves a entrar en tu maleza de mierda”, “Ellos mataron a mis hermanos.”, “Cierra tu boca”.

O bien esta mujer que soliloquia en la sala del depósito sanitario de Roissy, que desarrolla su larga confesión, su lamento infinito de violencias que la obligaron a huir, “He llorado mucho ese día”.

 

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Nos encontramos apiadados, estamos atentos. La compasión no es la nota dominante, ni siquiera la nota justa- al menos no nos es sugerida una evaluación inédita o reelaborada del tema de la “compasión”. La repetición se dirige a nosotros – por último, todo el lamento, toda la herida de la película se dirige a nosotros, todo el canto cuya recuperación le da el ritmo, el aire, incluso la energía singular de la película.

4.6

Este progresa en el retorno de este movimiento que vuelve hacia nosotros como sus protagonistas se vuelven también hacia nosotros, o bien hacia ellos que hacen frontera a su venida – desde todo el comienzo de las demandas insistentes a la policía (“es mi mujer, tengo los papeles, ¿por qué no está admitida?”) hasta este final que nunca termina (sin última palabra, la última palabra audible dice que el dinero sirve en las ciudades: suspende el valor, indetermina el intercambio, toda la especie de la comunicación), a través de una serie de cantos a una o más voces, siempre pronunciados en situaciones de espera, de sumisión y de obstinación mezcladas ante una suerte que uno fuerza y que uno aguanta la fuerza de una misma insistencia.

La película es un oratorio, una rapsodia de encantamientos, un cantus firmus o un cante jondo, que no quiere ni desolar ni consolar nada, que no busca ni la estridencia ni el encanto, sino que cruce y mezcla las voces, que las enlaza en una fuga cuya razón es nada más que una penetración, una impregnación, una meditación – el pensamiento como una experiencia de la herida.

 

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Una perseverancia atraviesa toda la película. No sólo la atraviesa: la engendra, la construye, la mantiene. Es la perseverancia del lamento sin imprecación y de la insistencia sin arrogancia. La insistencia del lamento no tiene nada patético ni rebelde: al contrario, difumina sin duda algo de dolor; sin embargo, no lo alivia hasta ahora, sino lo expone. O bien, tal vez, lo alivia sin aligerarlo. Es a la vez como una tragedia – una larga catarsis del dolor sin fondo – y como el juego de un misterio, la representación de una pasión casi ritual y casi sacrificial. Sin embargo, nada se resuelve por alguna reconciliación: uno está por debajo de toda solución, y la propia canción, el poema que es la película no permite la complacencia de un rescate estético. No se goza de la misma, ni siquiera el cantante árabe cuya guitarra y voz dejan pasar la soledad con el canto.

4.7

La perseverancia es ambivalente. Es la obstinación oscura de la necesidad en ella misma, es esta necesidad misma comprendida al mismo tiempo como una restricción y como recurso, como sumisión y como impulso, es el deseo tenaz de casi acabar y la remanencia de la herida, la incisión encarnada, lo irremediable del propio remedio.

La palabra de la película es, pues, una herida y su cicatriz. Es una película que debe entender – no más que debe verlo, sino exactamente en su imagen, audible a flor de imagen. Tiene que entenderlo directamente esta imagen lenta e insistente, directamente su luz y su color. Estos no son los personajes que hablan en la imagen, es la imagen que habla, es la piel negra, es el tejido rayado, la ruta extendida. No hay personajes, hay rostros, hay cuerpos, tensiones, ternuras, fatigas – voces.

 

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La imagen de la película es en sí misma, a su vez, la cicatriz de una película. Uno podría pensar que toda la obra está hecha para parafrasear la vieja expresión “cine” (“salle obscure”). Aquí es toda la película entera que la que hace entrar en una oscuridad, en un lugar oscuro y polimorfo, un lugar cercado, cerrado, aislado del mundo (aeropuerto, sala de detención, autobús, propiedad okupa, camioneta: los exteriores son poco frecuentes, y siempre estrictamente relacionados con lugares cerrados). Todo sucede en un interior oscuro de la imagen en lugar que en su espuma reluciente. La película se termina en la oscuridad de la pantalla, se abre en una luz débil que deja adivinar un cuerpo tendido en la penumbra; mientras tanto, será pasada por tres especies de contraste con la oscuridad, la cual es también, incluso en primer lugar, por supuesto, esa de pieles negras.

Uno podría decir: la apertura de la película no se cierra. Aún así, se trata de discernir la luz incierta de un cuerpo mal determinado. Aún así, se trata de una apertura indecisa – un cuerpo o un escote, una persona o una otra, una herida o una cicatriz, el uno que entra y el otro que está reprimido. Esta apertura se cierra, sin duda, en el último momento, en un negro que sin embargo viene a contrastar el beige pálido de la ruta de tierra, y cuyo filo lleva, como cualquier filo, la huella invisible de la luz así afilada. Uno corta la imagen para dejar el sonido solo: la voz, la dirección, el lamento, el canto, el lamento obstinado de la cicatriz. La pantalla negra responde al velo blanco en el cual Blandine ha envuelto su cabeza yendo de Roissy a París, en el RER, por su primera exposición en el mundo extranjero más allá de la policía y del cierre. Rostro o imagen bajo el velo, presencia secreta, retirada: presencia para siempre cicatrizada bajo una pantalla en blanco.

Mientras tanto, habrá habido otras dos formas de contraste para compartir la sombra y la luz.

A lo largo de una primera parte larga de la película, es el contraste entre las salas oscuras de la retención o de detención -asociados además con la noche afuera que parece también cerrar, delimitar, reprimir- y la luz fría y azul, eléctrica, del aeropuerto y de los uniformes policiales -camisas azules claras o blancas, tejidos definidos, desgastes repasados: luz ácida, sin juego de sombras, que no espera el juego de lo oscuro, la intrusión de la oscuridad.

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En la secuela, sin embargo, uno experimenta una tensión hacia la luz del día y hacia su avance en la oscuridad. Estos son los dos agujeros que Papi perfora en la pared para iluminar – dos ojos, dos brechas, dos heridas también por la mirada todavía asustada de su esposa. Es también el velo blanco, más tarde el vestido blanco en la noche animada, y el blanco de los bidones de agua llenos en el cementerio, y eso el más espeluznante de los pescados limpios en el agua, detenidamente: una blancura múltiple, móvil, frágil, un día titubeante. La película podría ser intitulada: visitación del día por la noche, o bien: luz negra sobre la blancura apagada.

Le dijo: “Tienes miedo de todos estos Blancos afuera. El miedo del blanco, el miedo de la oscuridad, el miedo del uno por el otro, el desgarro entre los dos, la cicatriz como la idea de una otra coloración, de un otro color local (el verde, el azul, el amarillo de un tejido: la atracción colorida de África en las aceras), la idea, la imagen de un otro encarnado.

Blandine prueba las gafas de sol: para oscurecer los Blancos o para robar sus ojos para protegerlos o para ser elegante, es la misma cosa, es preservarse de una otra herida posible, de esta otra luz que no es la suya. O bien es una cicatriz anticipada, estos lentes negros: la marca del mundo blanco colocado en la mirada.

 

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De todas estas maneras, el reparto de la sombra y de la luz traviesa, marca el ritmo y modula la película, desenrollando con ella la pregunta repetida de su exactitud, de su justicia o de su injusticia, de su precisión, de su pertinencia.

Es este reparto que cicatriza: traza un frucimiento de las pieles poco palpable, un arrugamiento delgado de la imagen, una línea de fuga sin perspectiva, una torsion del horizonte en pista arenosa desfilando por debajo de nuestros ojos como bajo los neumáticos de transporte de la mano de obra, una incisión, la coincidencia de una división y de una reunión.

Dividida de sí misma, reunida en sí misma de un mismo movimiento, de una misma incertidumbre, la belleza de Blandine no permanece intacta, sino se transporta en contacto con este mundo que le da la bienvenida y que la hace daño: que la vuelve en cierta manera como algo ajeno a ella misma. Ella sigue siendo la misma belleza de origen inmemorial, la de donde uno de los cuales eran anteriormente sustraída a sus rituales, el arte negro del cual el color ébano y el okoumé están introduciendo entre nosotros la densidad.

Mientras su marido, cabeza de aves o de roedor hábil se dedica y está pendiente de todo, la mujer continúa bajo la herida del exilio, la imagen de esta presencia, de esta conveniencia en el mundo a pesar del mundo mismo.

Así es la cara y el cuerpo como voces desgranadas: incluso recitativo, incluso recitación de una intimidad de aquí en adelante cauterizada al extranjero -una belleza tan evidentemente secreta como extraviada a la luz, un canto velado o cortado por el lamento, un lamento extendido en su canto, un canto desarrollado, filmado.

 

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