El presente escrito forma parte de la tesis de grado para la Maestría en Dirección Escénica por parte de la Escuela Nacional de Arte Teatral titulada Esta llave ya no tiene puerta (o algo por el estilo), cuyo objetivo fue la disección, análisis y reflexión de los procesos, tanto estéticos como teóricos, que acompañaron la creación de la pieza escénica que llevó el mismo nombre.
El fragmento aquí expuesto corresponde al punto de partida (o punto de origen) desde el cual el proyecto de investigación fue desdoblándose hasta llegar a la realización de la pieza final. Dicho punto fue el hallazgo de una fotografía en el periódico La Jornada que muestra las consecuencias (aparentemente evidentes) de un desalojo que tuvo lugar en una de las periferias de la ciudad y que detonó una serie de preguntas alrededor del carácter primigenio de la naturaleza de las imágenes, las cuales determinarían los territorios sobre los cuales se movería la investigación y la creación de la pieza final: ¿de qué manera las imágenes condicionan nuestra forma de relacionarnos con los acontecimientos específicos de los cuales dan constancia?, ¿hasta qué punto, la fractura evidente en el tiempo mismo de la imagen, retrasa nuestra posibilidad de acercarnos a los acontecimientos y al dolor que se desprende de ellos?, ¿y cómo acortar la distancia entre mi propio cuerpo y los cuerpos que habitan las imágenes, o de qué manera hacer presente su ausencia y ausentar mi propia presencia?
Si bien las operaciones escénicas que detonaron la exploración para la realización fueron diversas, el fragmento que aquí nos atañe tiene como puntos nodales el trabajo directo con la comunidad desalojada, el archivo generado a partir de dicho trabajo de campo y la reflexión sobre la naturaleza de la imagen fotográfica que, como bien es sabido, no es más que un fragmento o suplemento de lo real.
Punto de partida: fotografía-espectáculo
Algo se vuelve real (para los que están en otros lugares siguiéndolo como ‘noticia’)
al ser fotografiado. Pero una catástrofe vivida se parecerá, a menudo y de un modo
fantástico, a su representación.
Susan Sontag. Ante el dolor de los demás
El martes 28 de enero de 2014, en su sección Capital, el periódico nacional La Jornada publicó la noticia de un acontecimiento que tuvo lugar el día anterior, es decir el lunes 27 de enero, en donde el entonces Gobierno del Distrito Federal desalojó de un predio ubicado a las faldas de la Sierra de Santa Catarina, justo entre las fronteras de las delegaciones Tláhuac e Iztapalapa, alrededor de 300 familias que vivían ahí de forma irregular desde 2012. La nota aparece como una ficha olvidada en el margen de la mesa de juego opacada por el marco político protagonizado por la integración de las denominadas autodefensas a los cuerpos de defensa rurales en el estado de Michoacán (acción que “legalizaría” a los civiles armados al incorporarlos a cierto sector del Ejército o las policías municipales, y que pondría de facto la incapacidad del Estado mexicano para hacerse cargo de la seguridad pública en un país por demás herido), el encuentro -con la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños como telón de fondo- entre Fidel Castro y la entonces presidenta de la Nación Argentina, Cristina Fernández, y la presentación de un seguro por parte de Banamex que protege a sus usuarios ante cualquier tipo de robo con violencia.
Y es que esa historia, la historia de gente que establece viviendas precarias de manera clandestina en espacios desregulados o regulados ilícitamente por los llamados Coyotes, es una historia ya conocida, contada infinidad de veces en una ciudad que construyó su geografía social desde la marginación selectiva.[1] “Son paracaidistas”, piensa uno, “paracaidistas como los millones que han existido a lo largo de la historia y que seguirán existiendo”. Aunque la nota jamás menciona la palabra, el lector la infiere como acto reflejo para nombrar un fenómeno que se ha ido normalizado con el paso de los años, como si todo aquello se integrara de manera natural en el paisaje narrativo de la urbe y habitara cuerpo a cuerpo con la mendicidad y la basura, con la reproducción fetichista de los crímenes pasionales en los periódicos amarillistas o el graffiti caótico de las colonias populares. A los ojos de los editores de La Jornada, una nota como la de Santa Catarina queda muy por debajo de la pirámide referencial y no merece primeras planas.
Pero la intensión aquí no es generar un debate en relación a la responsabilidad moral que debiera tener un periódico en su línea editorial con respecto a las noticias que ameritan sus portadas, sino reflexionar sobre lo que considero una trampa conceptual que yace en el seno de su arquitectura y que regula la forma en que accedemos a sus contenidos. Dicha trampa reside en el hecho de que la materialidad del objeto periódico nos obliga a mirarlo como una unidad, es decir, como un objeto total que posee cierta lógica en la información que comprende, y que, sin embargo, nada en él nos permite leerlo desde ahí. El primer impacto que un periódico confiere al ojo es el de la saturación porque toda la información ha sido fragmentada o desintegrada de su unidad narrativa: en una página simple encontramos diferentes tipografías y tamaños, enunciados que anticipan el contenido de la nota, citas, comentarios, datos duros pareados con los números de página, anuncios de productos, cartones y fotografías.[2] El campo visual se desborda y el ojo debe articular lo que mira con tal de sobreponerse al estallido de información; debe seleccionar y jerarquizar las figuras que saltan de las páginas y poco importa si son palabra, fotografía o publicidad: en el territorio gráfico del periódico todo deviene en imagen.
No es sorpresa, entonces, que ante una nota como la del desalojo de Santa Catarina el primer impulso del lector sea pasar la página y buscar, quizás, algo que le despierte mayor simpatía o interés. Ajeno al acontecimiento, a sus consecuencias y, por lo tanto, a sus habitantes (la primera consecuencia de la normalización de cualquier acontecimiento es la infertilidad en sus potenciales lazos afectivos), el lector mira esa nota como si mirara una hoja muerta. Pasada por el filtro del diseño gráfico y la jerarquización tipográfica, la narración del acontecimiento se degrada en imagen yerma y obliga a pasar de ella como si se tratara de algún aviso de ocasión.
La página que contiene la nota, sin embargo, tiene algo particular, algo que incomoda, que desencaja de la grafía del contenido y que invita al ojo a permanecer ahí: justo debajo del encabezado hay dos fotografías tomadas por Alfredo Domínguez que detonan el frío marco de referencia de la imagen del periódico: en una de ellas, una mujer sostiene en brazos a su hijo (o hija, quizás) mientras a su derecha desfila una línea de granaderos que pareciera no tener fin; en la otra, una niña observa, desde el vano de su puerta, a los policías que avanzan al lado de su casa. La relación entre las imágenes (la nota y las fotografías) pone en crisis la lejanía del lector con lo acontecido y de pronto toda la abstracción se vuelve humana. Pareciera que se dice: eso que se ve ahí es “real”, ahí hay personas que vivieron la violencia del desalojo y las fotografías están ahí para dar constancia de ello. Pero una fotografía jamás nos va a contar toda la verdad, siempre habrá algo que no terminará de encajar dentro de sus bordes, que se quedará fuera de la zona de encuadre al ser ella misma un espacio de representación.
En La cámara lúcida, Roland Barthes anticipa tres estadios en la operación fotográfica: hacer, mirar y experimentar. El primero de ellos opera en la acción misma de fotografiar que es lo que construye el marco de contemplación o encuadre (Operator), el segundo implica al observante en tanto que espectador de la imagen capturada (Spectator), y el tercero juega en el campo espectral que la imagen desprende, es decir, en su resonancia subjetiva que no es otra cosa que ese algo que quedó fuera del marco y que aún se mantiene pulsante (Spectrum).[3] “Lo interesante de esta pulsación que emerge de la fotografía”, dice Jaime Cerón, “es que paradójicamente elude al orden de lo visible dado que lo que nos afecta de ella es un detalle u objeto parcial que no logra situarse del todo dentro de la imagen”.[4] Pero dicha pulsación no necesariamente deviene del acontecimiento capturado por la lente de la cámara, su deriva es más amplia, abarca toda la subjetividad del sujeto observante, su historia y su vida, convirtiendo la acción de mirar una fotografía en una suerte de proyección constante al pasado. Este juego perverso en la operación fotográfica ya había sido advertido por Virginia Woolf en Tres guineas y articulado, posteriormente, por Susan Sontag al reflexionar sobre el papel de la imagen fotográfica como constancia de la devastación producida por la guerra:
“Las fotografías, asegura Woolf, “no son un argumento; son simplemente la burda expresión de un hecho dirigido a la vista. La verdad es que no son “simplemente” nada, y sin duda ni Woolf ni nadie las considera meros hechos, pues, como añade de inmediato, “la vista está conectada con el cerebro; el cerebro con el sistema nervioso. Este sistema manda sus mensajes, en un relampagueo, a los recuerdos del pasado y a los sentimientos presentes”. Semejante prestidigitación permite que las fotografías sean registro objetivo y testimonio personal, transcripción o copia fiel de un momento efectivo de la realidad e interpretación de esa realidad”.[5]
Volvamos un momento a las fotografías de Domínguez. Ambas muestran la crudeza del acontecimiento, sus efectos en las personas que lo vivieron y un fragmento de las consecuencias sensibles que dicho acontecimiento trajo consigo. Pero el Spectrum tiende un velo que no deja ver del todo la realidad objetiva, es decir, las consecuencias reales que el propio acontecimiento detonó en la comunidad y que siguen resonando fuera de la zona de encuadre.
Quizás como un reflejo de supervivencia, como un intento por comprender o abarcar aquello que no alcanza a ver, el ojo (el mío) se detiene en la primera fotografía y algo pasa:
Algo se expande fuera del marco que captura la imagen y de pronto aquella niña ya no es ajena y el paisaje se vuelve algo que me es familiar. Mi cerebro no la interpreta como constancia de un hecho, sino como un recuerdo convocado desde dos ficheros de memoria: el primero se mueve en la identificación con la figura de la niña que conecta inmediatamente con el recuerdo de una de mis hermanas y que después se desplaza hasta mi infancia y construye un retrato de mis primas y primos jugueteando conmigo entre la polvareda del cerro de Zumpango. El segundo, se activa en la materialidad del entorno y los ladrillos pelones, el marco de metal verde de la puerta, y la sábana que divide el afuera y el adentro (como si un manto fuera suficiente para impedir que todo mal entrase a la casa), y que me remite, de nuevo, a mis paisajes de infancia en la Neza no pavimentada. De manera inconsciente (e inevitable) la mirada se disloca y se sitúa en el propio imaginario para completar la imagen extendiendo “sus efectos hacia la pantalla conformada por [mi] cuerpo”[6] y sobre la cual emerge una imagen completa dotada de movimiento: escucho las pesadas botas de los granaderos sobre la tierra, veo el polvo levantarse nublando la vista de la niña, escucho su llanto… por un momento, la imagen se articula a la inversa y dejo de ser un simple espectador y me vuelvo parte de ella: yo como proyección de la fotografía y la fotografía como proyección subjetiva de mi memoria. Este movimiento espiral que la fotografía detona es resultado de esa pulsión o vibración espectral activada en el Spectrum, una punción en la memoria que el propio Barthes denomina Punctum, es decir “un suplemento: es lo que añado a la foto y que sin embargo ya está en ella”.[7]
El Punctum es entonces lo que me hace querer ver, lo que hace que me quede en (y con) la fotografía. Al mismo tiempo, y como consecuencia del impacto sensible que la fotografía ejerce sobre mí, el texto deja de ser el aspecto prioritario en el corpus de la nota y se convierte en pie de foto, elemento que completa la imagen ahora completamente autónoma: aquella narra el acontecimiento del cual deviene mientras que la fotografía expande el marco de referencia permitiendo que la imagen deje de ser una abstracción y se vuelva relato, constancia del dolor del otro que, a pesar de todo, soy yo mismo.
Pero la inmediatez de la operación producida en el estadio del Spectator impide cualquier diálogo empático con el acontecimiento del cual deviene la fotografía. Uno sigue estando lejos, ajeno a aquello que realmente sucedió porque, finalmente, la representación nunca será lo real (porque lo real es inabarcable), sino una interpretación o doble que encuentra su propia autonomía al desprenderse de lo real. El mismo Barthes ya veía esta perversión en el Spectrum “porque esta palabra mantiene a través de su raíz una relación con “espectáculo” y le añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno a lo muerto”.[8]
Toda narrativa espectacular coopta cualquier potencial interacción con el acontecimiento representado al invadir los terrenos relacionales que surgen de él. De esta manera el acontecimiento se normaliza. Así opera la prensa: el lector transita por las noticias como si hojeara un anecdotario cotidiano desvinculado de sus canales subjetivos mientras permite al ojo recorrer una grafía constituida por cadáveres espectrales. Pero la perversión del espectáculo va más allá: no puede permitirse que el espectador advierta su juego, debe engancharlo, fascinarlo ante la tragedia del otro desde la conmoción de la imagen doliente, aunque no le permita comulgar con él, aunque lo deje fuera del acontecimiento. Porque independientemente de que el Punctum se mantenga y siga incomodando en la piel de quien mira, pese a que siga punzando y generando movimiento, lo espectacular cancela el impulso cinético del cuerpo y su intención por vincularse con la imagen en el campo más-allá-del-campo de la zona de observación, aun cuando la fascinación siga operando.[9]
En el caso de las fotografías de Domínguez, el dolor se extravía en el vórtice del efecto inmediato que rompe toda relación con su referente y lo destruye, dislocando las potenciales relaciones afectivas que el observador pudiera construir para acercarse al acontecimiento; el efecto lo golpea desde el escándalo y la conmoción, desde la superficie aséptica y lisa de la espectacularización del acontecimiento. Este efecto, muy similar al producido en quien contempla las fotografías de guerra, donde la imagen no puede abarcar todo el sufrimiento y la devastación producida por el horror bélico, resultan en materia muerta que deviene de un intento mudo por representar el dolor de un Otro que está, siempre, demasiado lejos.
“La información de lo que está sucediendo en otra parte, llamada ‘noticias’, destaca los conflictos y la violencia (“si hay sangre, va en cabeza”, reza la vetusta directriz de la prensa sensacionalista y de los programas de noticias que emiten titulares las veinticuatro horas), a los que se responde con indignación, compasión, excitación o aprobación mientras cada miseria se exhibe a la vista”.[10]
Resultado de la modernidad y su capacidad infinita para reproducir cualquier materialidad o contenido, la saturación y repetición de las imágenes ha creado una superficie acuosa en la cual descansan las fotografías. Si bien son singulares porque dependen del punto de vista de quien dispara la cámara, cada fotografía posee uno o varios reflejos o refracciones[11] que homogeneizan aquello de lo cual la imagen fotográfica intenta dar constancia y la sitúa en el mismo espacio en que habita la publicidad. “La búsqueda de imágenes más dramáticas (como a menudo se las califica) impulsa la empresa fotográfica, y es parte de la normalidad de una cultura en la que la conmoción se ha convertido en la principal fuente de valor y estímulo del consumo”.[12] He ahí el carácter espectacular de la imagen.
¿Cómo lograr, entonces, que el movimiento perviva? ¿Cómo mantener tendidos los puentes que hacen comulgar mi dolor con el dolor del otro y construir ese más-allá-del-campo, esa zona experiencial que escapa de la imagen y su marco espectacular con tal de permitirme ser cuerpo en y con el acontecimiento, con tal de que la tragedia (esta, en particular) no se quede inocua y pueda devenir vida? “Tal vez no sea tan ingenuo pensar que si en vez de espectar la escena […] fuéramos capaces de atender a las personas implicadas en [el acontecimiento] podrían producirse distintas situaciones en las que, siquiera de forma efímera, cuajaría un vínculo comunitario”.[13]
Archivar los fantasmas
Al igual que no hay forma sin formación, no hay imagen sin imaginación.
George Didi-Huberman
Mirar una fotografía implica entonces, además de una serie de relaciones estéticas relativamente estables que se forman en el camino que va de la imagen al sujeto, la invención de una especie de segunda imagen compuesta por los remanentes sensibles que se devuelven al objeto fotográfico luego que el Punctum ha entrado en juego. La lógica invita a apresurar que la yuxtaposición de ambas imágenes sería suficiente para producir el campo más-allá-del-campo que devolviera la vida a la imagen muerta, sin embargo, no sucede así. La imagen derivada sigue habitando en el marco de contemplación donde descansa la imagen origen, y ahí dentro el tiempo colisiona y se extingue. Cualquier cosa que surja del interior del marco donde reside una imagen se evapora en el momento en que tiene contacto con el tiempo que transcurre fuera, y el tiempo es, por raro que parezca, el espacio donde se gestan los acontecimientos. Resulta obvio decir entonces que la fotografía es ya vestigio o ruina del acontecimiento del cual deriva y, por lo tanto, es imposible acceder a él.
“Gilles Deleuze lo diría más tarde, a su manera: «Me parece evidente que la imagen no está en presente. […] La imagen misma, es un conjunto de relaciones de tiempo del que el presente sólo deriva, ya sea como un común múltiplo, o como el divisor más pequeño. Las relaciones de tiempo nunca se ven en la percepción ordinaria, pero sí en la imagen, mientras sea creadora. Vuelve sensibles, visibles, las relaciones de tiempo irreducibles al presente»”.[14]
Hay, pues, un retraso natural en la relación que el sujeto tiene con la imagen, un desplazamiento o imposibilidad temporal para construir el puente experiencial necesario para la vinculación con el acontecimiento en sí porque, como también apunta Deleuze, el acontecimiento “no es lo que sucede (accidente), está en lo que sucede el puro expresado que nos hace seña y nos espera. […] es lo que debe ser comprendido, lo que debe ser querido, lo que debe ser representado en lo que sucede”;[15] es una herida o un golpe percibido en y por el cuerpo, un incendio que encausa al cuerpo a (des)vivirse en lo experimentado. Pero en la fotografía no hay herida sino mera pulsión o vibración de lo que fue. Y aunque bien activa las memorias del momento en que la imagen tuvo contacto directo con lo real (o revoluciona las memorias del sujeto que la observa), no es sino un residuo de la vida que ardió en el momento del disparo de la cámara que no es sino un parpadeo del ojo. Así lo explica Didi-Huberman: “No se puede hablar del contacto entre la imagen y lo real sin hablar de una especie de incendio. Por lo tanto, no se puede hablar de imágenes sin hablar de cenizas. Las imágenes forman parte de lo que los pobres mortales se inventan para registrar sus temblores (de deseo o de temor) y sus propias consumaciones”.[16]
A partir de esta lógica podemos apresurarnos a decir que la imagen es fría y muda, su naturaleza espectacular la obliga a retornar a lo muerto, a caer en el silencio de su corpus que es ceniza luego de que el sujeto navegó en la memoria de las vidas que se mueven dentro y fuera de la imagen. Y qué es la memoria sino una habitación que alberga al cuerpo, o como escribe Auster: “La memoria como un lugar, como un edificio, como una serie de columnas, cornisas, pórticos. El cuerpo dentro de la mente, como si nos moviéramos allí dentro, caminando de un sitio a otro, y el sonido de nuestras pisadas mientras caminamos de un sitio a otro”.[17] En este momento aparece un espacio, aún demasiado frágil, en donde fotografía y memoria dan a la luz un ente que se levanta entre el sujeto y la imagen y que no deriva ni de la acción de mirar, ni del acontecimiento retratado, sino de la relación imaginante que se construye entre las heridas del sujeto (su bios) y lo real que late en las cenizas de la imagen (el Punctum), un espacio o zona espectral en donde la imagen que se mira no se presenta como aquello que es, pero tampoco desde aquello que fue; extraviada en el tiempo, la imagen ya no es el acontecimiento sino su fantasma, y como todo fantasma este busca ser devuelto a la vida, busca ser nombrado de alguna manera para habitar de nuevo el mundo a través de un cuerpo que le permita ser carne, un cuerpo devenido vacío con tal de retomar el flujo de tiempo y así poder articularse en el presente de su propia enunciación.
Pero como ya se ha observado, la imagen es muda, en ella todo colapsa, incluso el tiempo, y sin tiempo no hay espacio o cuerpo donde los fantasmas puedan ser nombrados, porque, como bien advierte José A. Sánchez, “no hay mayor enemigo de los fantasmas que su reducción a mera imagen. El fantasma, presencia sin cuerpo, no puede resistir la positividad de las imágenes privadas de presencia”.[18] Creadora como es, punzante (o más bien, mientras lo sea), la imagen fotográfica regula el campo de la experiencia y somete al sujeto a una sola manera de estar reduciendo su cuerpo a pura carne que mira, carne desacontecida. Es necesario devolver el cuerpo al cuerpo que mira, herirlo desde la conformación de un nuevo acontecimiento que produzca ese campo más-allá-del-campo donde los fantasmas puedan ser devueltos a la vida, aunque sea por un pequeño instante.
Es en este punto donde el proyecto que aquí nos atañe experimenta un primer giro: el desgaste conceptual y afectivo producido por la fotografía de Domínguez sobre el cuerpo de Bris,[19] agotó por demás las posibilidades de exploración tanto escénica como teórica que podía prestar. Me fue imprescindible, entonces, desligarme de ella y conocer el acontecimiento del cual deviene;[20] aquel querer ver detonado en el momento de toparme con la página que alberga la noticia, se dilató en una pulsión del cuerpo por querer conocer, una necesidad de experimentar la herida propia del acontecimiento con tal de poder enunciarla, con tal de poder prestar mi cuerpo como canal vinculante entre los fantasmas dormidos en el fondo de la imagen, y los que habitan en el cuarto de mi memoria. Sin embargo, la memoria no puede abarcar toda la realidad por su pulsión de olvido, no puede contener el hábitat de lo real, exige ampliaciones, expansiones de su propia capacidad. Necesita del registro de la experiencia devenida en archivo: de la lente y el micrófono que registran y reproducen, que obturan y develan lo visto y escuchado proyectándolos hacia su permanencia (que no presencia). Y es que era imposible, o al menos así lo consideré, construir dichos puentes dialogantes tan sólo con la imagen como piso, por miedo a caer en el hambre por la carroña del dolor del Otro en los tiempos del “desierto de lo real” (Žižek dixit).
Desde esta perspectiva podríamos pensar en dos rutas paralelas que éste proyecto siguió: por un lado está la imagen detonante que punza la memoria emotiva del ojo que la mira obligando a relacionarnos con una serie de derivas que más tienen que ver con nuestros propios dolores que con el acontecimiento en sí, y por el otro lado está la experiencia dentro del acontecimiento, es decir, el trabajo directo con la comunidad y la relación dialogante que el equipo de trabajo estableció en ella con el fin de redimensionar las líneas afectivas que se generarían en la pieza escénica. Es en éste último estadio donde el archivo opera como espacio que almacena lo experimentado con tal de permitir su futura enunciación y puesta en diálogo. Pero vamos por partes.
En el terreno del lenguaje la enunciación se desvincula del texto al cual se refiere y se funda en sí misma en tanto que es discurso en acto; no tiene lugar para la transmisión de un mensaje, no pretende comunicar aquello de lo cual deviene, sino que es, en sí, una operación autónoma que encuentra su cuerpo en la voz diciente. Agamben lo explica de esta manera:
“[…] la enunciación se refiere no a lo que se dice, sino al puro hecho de que se esté diciendo, el acontecimiento -evanescente por definición- del lenguaje como tal. […] la enunciación nos pone en presencia de algo único, de lo que hay de más concreto, porque hace referencia a la instancia de discurso en acto, absolutamente singular e irrepetible; y al mismo tiempo, es lo más vacío y genérico, porque se repite una y otra vez sin que sea posible fijar su realidad léxica”. […] En otras palabras, el enunciado no es algo que esté dotado de propiedades reales definidas sino de pura existencia, el hecho de que un cierto ente tenga lugar”.[21]
Si extrapolamos la operación lingüística de la enunciación podemos encontrar un juego similar en lo que la imagen fotográfica genera a nivel semiológico: la fotografía encuadra un acontecimiento (texto) fracturando su relación espacio-temporal y dando a luz un ente (enunciación) que tiene lugar en el momento mismo de mirar la fotografía. Dicho ente vive, pues, en tanto permanezca en relación con el ojo que lo mira, y, sin embargo, no tiene posibilidad de permanencia: a diferencia del lenguaje, la imagen carece de esa posibilidad contingente de reinventarse en el acto mismo de la enunciación (he aquí la muerte misma de la imagen). Robado de su cronotopía, el acontecimiento capturado en la imagen fotográfica está condenado (al igual que los fantasmas) a repetirse una y otra vez en el punctum; aunque la imagen se desborde por razón de lo que punza, ella siempre retorna a lo muerto luego que el sujeto le da nombre o cuerpo desde la carne que es. El fuego de una imagen -lo que late en sí misma, lo real que palpita detrás de su marco- está destinado a extinguirse de nuevo en cada parpadeo. Pero el destino del sujeto que la mira no escapa de una paradoja similar. Al ser parte de la enunciación de la imagen, el sujeto pierde momentáneamente su calidad de cuerpo presente para convertirse en médium, en canal vacío para que cierto relato tenga lugar, un puesto vacío en el cual la naturaleza del tiempo de la voz que lo dice se disloca y funda un nuevo territorio en el cual el sujeto en tanto cuerpo de enunciación se sitúa en “el umbral entre un dentro y un fuera, [en] su tener lugar como exterioridad pura”.[22] De esta crisis, del encuentro de esta doble paradoja en la cual ni sujeto, ni fotografía o enunciado pueden perdurar más allá de su proyección fantasmal, se desprenden dos actores necesarios para retornar lo real al momento presente; a saber de Agamben, el archivo y el testigo.
Del primero podríamos decir que es un conjunto de materialidades, grafías y voces que dan constancia de la existencia de un sujeto, su comunidad y sus acontecimientos. Al contrario de la imagen sola, el archivo construye un mapa intersubjetivo que obliga a relacionar sus elementos aislados constituyendo una cartografía que sitúa al ojo en territorios que fundan ese potencial más-allá-del-campo permitiendo observar el contorno de aquello que fue y que ha sido reducido a memoria (en términos de Didi-Hubermann) y por ende a cenizas. Del otro actor, el testigo, por el momento sólo es necesario hacer una aclaración pertinente para no caer en una trampa por demás obvia: mirar una fotografía no es motivo per se para que un sujeto devenga en testigo. Requiere de operaciones más complejas que involucran un haber vivido y un querer y poder decir que conllevan relaciones éticas que, es menester, abordar a profundidad en otro momento.
El día que llegamos a la comunidad, comenzamos a registrar con una vieja cámara y un par de iPads el recorrido y la experiencia de entrar en un terreno completamente árido y vacío.[23] Dicho registro conformó un proto-archivo[24] que comienza con la imagen de Berta lavando detrás de una reja de alambre, y termina con la fotografía de tres policías que custodiaban el predio desalojado.[25]
Esos dos materiales gráficos fueron puestos, después, al lado de la fotografía de Bris y produjeron un deslizamiento sumamente significativo en la forma en la que la imagen era leída: de pronto, la violencia implícita en el supuesto invisible del desalojo (el conocimiento imaginado, pues, de lo que había sucedido), se hacía evidente en la relación que se tejía in situ al momento de enfrentar las fotografías.
Pero al mismo tiempo, y de manera sumamente extraña, se suscitaba una sensación de irrealidad y de desvinculación temporal que no tenía ningún sentido aparentemente. Parecía que el tiempo se movía en bucle, como si las imágenes no lograran anclarse en un solo lugar, sino que viajaban de un lado a otro en su relación cronotópica: por un lado, estaba el registro del momento mismo del desalojo, y por el otro, la repercusión del acontecimiento en donde Berta estaba velada por la sombra debajo de la cual hacía su lavado, y en donde Bris, de plano, no aparecía, sino que era sustituida por la imagen de la vigilancia policial. En el archivo construido, Bris permanece en la mirada como recuerdo o fantasma, como memoria archivada en la subjetividad del testigo o del ojo que mira. Y es que, como ya lo advertía Didi-Huberman:
“[…] debemos tener cuidado de no identificar el archivo del que disponemos, por muy proliferante que sea, con los hechos y los gestos de un mundo del que no nos entrega más que algunos vestigios. Lo propio del archivo es la laguna, su naturaleza agujerada. […] El archivo suele ser gris, no sólo por el tiempo que pasa, sino por las cenizas de todo aquello que lo rodeaba y que ha ardido. Es al descubrir la memoria del fuego en cada hoja que no ha ardido donde tenemos la experiencia […]”.[26]
Tenemos, entonces dos archivos, el que opera en tanto objeto de relación material (fotografías, audios, escritos, etc.) y otro que se articula en la memoria emotiva (la experiencia misma del traslado a la comunidad y su devenir en diálogo), sin embargo, no son suficientes ya que, si bien dan constancia, ésta se encuentra aún en su carácter de posibilidad y no de existencia; aún no han sido enunciados:
“[…] el archivo se sitúa entre la langue, como sistema de construcción de las frases posibles (o sea, de la posibilidad de decir) y el corpus que reúne el conjunto de lo ya dicho, de las palabras que han sido efectivamente pronunciadas o escritas. El archivo es, pues, la masa de lo no semántico inscrita en cada discurso significante como función de su enunciación, el margen oscuro que circunda y delimita cada toma concreta de palabra. Entre la memoria obsesiva de la tradición, que conoce sólo lo ya dicho, y la excesiva desenvoltura del olvido, que se entrega en exclusiva a lo nunca dicho, el archivo es lo no dicho o lo decible que está inscrito en todo lo dicho por el simple hecho de haber sido enunciado, el fragmento de memoria que queda olvidado en cada momento en el acto de decir yo”. [27]
A partir de ese primer momento, quiero decir, del inicio del registro de las actividades y experiencias activadas y adquiridas durante las visitas a la Comunidad Rancho Santa Catarina, se generó un archivo bastísimo que debía ser puesto en crisis a través del montaje o la puesta en tensión de la propia experiencia y lo archivado. Una vez hecho el registro de los fantasmas -o de lo fantasmal en la operación de la imagen-, la pregunta era cómo hacerlo, cómo articular escénicamente el desborde experiencial una vez que habíamos desplazado los campos de acotación que derivaron de aquella primera imagen. Porque algo era claro: si bien nos habíamos desplazado hacia la zona del acontecer en el espacio, nuestro tiempo (al igual que el de la propia imagen que no podía dar constancia de las fuerzas y flujos que lo real desborda) estaba roto.
Bibliografía
- Agamben, Giorgio. Lo Que Queda De Auschwitz: El Archivo Y El Testigo. Homo Sacer III. Valencia: Pre-Textos, 2009.
- Auster, Paul. La Invención De La Soledad. Barcelona: Edhasa, 1990.
- Barthes, Roland. La Cámara Lúcida: Nota Sobre La Fotografía. Barcelona: Paidós, 1989.
- “Cerón, Jaime. Retratos In-familiares, Imágenes Que Desbordan La Información.” Scribd. Scribd, n.d. Web. 09 feb. 2017.
- Cornago Oscar, comp. Manual De Emergencia Para Prácticas Escénicas: (comunidad Y Economías De La Precariedad). Madrid: Continta Me Tienes, 2014.
- DEMOS, Desarrollo De Medios, S.A. De C.V. “Despliegan 3 Mil Policías Para Desalojar a 300 Familias.” La Jornada. N.p., n.d. Web. 09 feb. 2017. http://www.jornada.unam.mx/2014/01/28/capital/043n1cap.
- Didi-Huberman, Georges, Clément Chéroux, and Javier Arnaldo. Cuando Las Imágenes Tocan Lo Real. Madrid: Círculo De Bellas Artes, 2013. Web.
- The Pervert’s Guide to Ideology. Dir. Sophie Fiennes. Perf. Slavoj Zizek. Put Locker. N.p., n.d. Web. http://putlockers.ch/watch-the-perverts-guide-to-ideology-online-free-putlocker.html.
- Sánchez José A. Ética Y Representación. CDMX: Paso De Gato, 2016.
- Sontag, Susan, and Aurelio Major. Ante El Dolor De Los Demás. Madrid: Suma De Letras, 2003. Web.
Notas
[1] Marginación selectiva, en este caso, engloba los procesos de segregación derivados de la jerarquización económica de los espacios urbanos comúnmente denotados en el crecimiento periférico de las ciudades.
[2] Basta con echar un ojo a los resultados que desprende Google si se insertan en el buscador las palabras “Periódicos México 2010”.
[3] Barthes, Roland, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía (Barcelona: Paidós, 1989), p. 35-36.
[4] Cerón, Jaime, Retratos in-familiares, imágenes que desbordan la información, p. 27. Documento en línea.
[5] Sontag, Susan, Ante el dolor de los demás. (Madrid: Santillana Ediciones Generales, 2003), p. 16. Documento en línea.
[6] Cerón, Op. Cit, p. 29. Documento en línea.
[7] ibíd., p. 94.
[8] ibíd., p. 36.
[9] Es importante mencionar que lo espectacular no cancela del todo los vínculos emotivos, sino que los potencia, reduciendo el afecto a su nivel de conmoción. Emoción y afecto, en este sentido, no van de la mano. Pensemos en los filmes de guerra o los melodramas telenovelezcos: su fin es desatar la emoción desbordante de quien mira, no generar lazos de afecto ante lo que queda detrás de la representación.
[10] Sontag, Susan, Ante el dolor de los demás. (Madrid: Santillana Ediciones Generales, 2003), p. 13. Documento en línea.
[11] El punto sobre la repetición de la imagen será tratado más adelante.
[12] ibíd., p. 14-15.
[13] Martínez García, Miguel Ángel, “¿Un acontecimiento imposible/una comunidad imposible?”, en Manual de emergencia para prácticas escénicas. Coord. Óscar Cornago. (Madrid: Continta Me Tienes, 2013), p. 75. (Las corcheas son mías).
[14] Deleuze citado por Didi-Huberman, G. (s.f) en “Cuando las imágenes tocan lo real”, p. 6. Recuperado de: https://goo.gl/fWMvgH
[15] Deleuze, G. (s.f). Lógica del sentido, p. 109. Recuperado de: https://goo.gl/fqkvDo
[16] Didi-Huberman, Op. Cit, p. 3.
[17] Auster, Paul, La invención de la soledad. (España: Edhasa, 1990), p. 47-48.
[18] Sánchez, José A., Ética y representación. (México: Paso de Gato, 2016), p. 206.
[19] El nombre de la niña fotografiada por Domínguez es Briseida. La conocimos poco tiempo después de empezar las visitas a la comunidad Rancho Santa Catarina. A partir de este punto me referiré a ella por su nombre.
[20] A manera de anecdotario: durante semanas estuve sin dormir preguntándome qué había sucedido con las familias desalojadas, pero, sobre todo, con la niña que aparece en la fotografía de Domínguez (hasta ese momento aún sin nombre).
[21] Agamben, Giorgio, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III. (España: Pre-Textos, 2009), p. 144-145.
[22] ibíd., p. 147.
[23] Llegamos el sábado 1º de marzo a media tarde, luego de una larga travesía por las calles de Tláhuac. La experiencia de la búsqueda del predio, la sensación de extrañeza por el hecho de que casi nadie había oído sobre el acontecimiento, es narrada en el texto que derivó del proceso de esta pieza, y será abordado en el siguiente Campo.
[24] Hago uso del prefijo proto para referirme al archivo global, es decir, aquel archivo que aún no ha pasado por el filtro de la selección significante.
[25] Lamentablemente, dicho primer encuentro no fue registrado más que en imagen fotográfica. No nos pareció pertinente asaltar con una grabadora de voz o video, ni a las personas de la comunidad, ni a los oficiales vigías, durante ese primer encuentro. La experiencia quedó registrada sólo por la memoria, como muchos otros momentos a lo largo de nuestras visitas a la comunidad.
[26] Didi-Huberman, Op. Cit, p. 3-4.
[27] Agamben, Op. Cit., pp. 150-151.
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