La experiencia del nacimiento y la muerte del otro

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La experiencia del nacimiento y la muerte del otro

Resumen

Esta meditación versa sobre la naturaleza de la experiencia del nacimiento y la muerte –experiencia propia y ajena–, y sobre el modo como lo propio y lo ajeno de esta experiencia se recubren en la vida y condensan en un relato la identidad de la subjetividad y la intersubjetividad.

Palabras clave

Nacimiento, muerte, identidad.

 

Abstract

This meditation is about the nature of the experiences of birth and death -own and others experiences- and the way these experiences are encompassed in life and condensed into a narrative of the identity of subjectivity and intersubjectivity.

Keywords

Birth, death, identity

 

Odd Nerdrum[1]

 

  1. La paradoja

En esta meditación queremos explorar cómo es que la experiencia propia del nacimiento y la muerte es siempre la experiencia del nacimiento y la muerte de alguien más, de otras personas, no de uno mismo. Dado que uno no asiste a su propio nacimiento ni a su propia muerte como quienes asistieron a mi nacimiento y asistirán a mi muerte, ¿qué nos dice la experiencia del nacimiento y la muerte de los otros, sobre todo de quienes amamos, de aquellos de quienes estamos cerca, sobre el propio nacimiento y la propia muerte? En el corazón de estas experiencias acontece de manera cooriginaria la generación de la identidad propia y la del otro –del que ya vive, del que va a nacer e, incluso, del que muere–, en una narración que se rehace cada vez desde las posibilidades en las que la deja la versión anterior.

La reflexión sobre esta doble experiencia –el nacer y el morir– tiene su punto de motivación en la paradoja instalada entre, por un lado, la tesis de Husserl de que la conciencia intencional del individuo es el fundamento inconcuso de la posibilidad de la auto constitución de ese individuo –incluidos, desde luego, su nacimiento y su muerte–, lo mismo que de la constitución de todas las cosas en la conciencia; y, por otro lado, la tesis de Ricoeur de que el nacimiento y la muerte de ese individuo no son, en su radicalidad ontológica, asunto de él sino de los demás, y que la constitución de su identidad acontece en una narración en la que los otros se trasuntan en una hipóstasis que es desde el principio común, unidad, comunidad, y que trasciende por tanto la vida puntual de alguien.

¿Se pueden conciliar ambas afirmaciones, se pueden hacer mediaciones reflexivas entre ellas de modo que se muestre que no se excluyen sino que se complementan? ¿una es más radical que la otra? ¿cuál? ¿en qué plano? ¿cómo se puede afirmar sin contradicción el poder del individuo que, en su conciencia intencional, se auto constituye y al mismo tiempo constituye todas las demás cosas en su conciencia como fenómenos, como lo que aparece, al mismo tiempo que su impotencia respecto de la experiencia directa, en primera persona, de su nacimiento y su muerte, ya que ambos momentos absolutamente fundamentales para su individualidad dependen de los demás, cada cual los constituye a través de los otros?,[2] ¿cómo conciliar la tesis de que la constitución de todas las cosas como fenómenos depende de la conciencia individual con el hecho del carácter finito de dicha conciencia, con el hecho de que la conciencia individual depende de los otros nada menos que en lo que ve a su nacimiento y a su muerte, a su principio y a su final en este mundo? Por el trayecto que sigue la vía de la descripción fenomenológica de la mónada que es la conciencia intencional, la intersubjetividad parece un asunto logrado, no radical y originario sino cobrado, advenido, resultado de la suma desde una individualidad que se multiplica y llega a ser intersubjetividad. El otro es percibido como cualquier otra cosa individual del mundo, y sólo en un segundo momento el que percibe descubre que el otro también es capaz de decir yo, de hablar en primera persona, de lo cual se deriva la conclusión que no es como las demás cosas sino que es como yo. Por el trayecto de la vía hermenéutica, en cambio, los otros están presentes desde el inicio, y aún desde antes, de la vida individual, con el riesgo sin embargo de permanecer a nivel de mera constatación de relaciones interpersonales establecidas empíricamente, como consecuencia del devenir de la historia, de una tradición en la que las cosas y la vida de los seres humanos entretejen su sentido, su ser en el mundo.

Pero los demás en el ser humano individual, ni son mero fenómeno, ni tampoco multitud anónima de sujetos racionales potencialmente disponibles para relaciones intersubjetivas de sentido; son seres humanos reales, en cuya realidad les va a todos su humanidad y el mundo. El ser humano lleva en su realidad constitutiva una dimensión de subjetualidad, de individualidad, que tiene una curva mayor o menor de autonomía y dependencia, cuya referencia es una dimensión de alteridad que recubre la de la individualidad por todos sus bordes, aunque en la edad media del individuo –que inicia con su independencia de los demás a medida que se desarrolla y madura, y termina con la vuelta a la dependencia de los demás a medida que va haciéndose mayor– esa dimensión de la alteridad parezca secundaria, intercambiable y hasta prescindible.

Por medio de la explicitación de esta paradoja, en el núcleo de la constitución de la identidad humana –propia y ajena– descubrimos una tensión creativa, resuelta siempre de modo relativo, entre ser sí mismo y para sí mismo, y ser para los demás y de los demás. Aunque la fenomenología de Husserl y la hermenéutica de Ricoeur se ubican en planos diferentes, y en cada plano las tesis de cada cual dicen cosas verdaderas, llevan en su propio plano los límites de sus alcances. Las tesis de ambos –igual que el pensamiento de Heidegger y Zubiri– solo se mantienen en el horizonte más o menos lejano de esta reflexión, que no pretende el compromiso ortodoxo con ninguno de estos grandes filósofos, sino su acicate para pensar la experiencia del nacimiento y de la muerte como realmente son.

  1. El individuo

En su continua búsqueda y aclaración de la piedra angular sobre la cual la estructura del conocimiento se fundamenta y da cuenta de la estructura de la realidad, Husserl descubre y sostiene cada vez con mayor firmeza, a lo largo del trayecto de sus investigaciones, que van de la Filosofía de la aritmética a la Crisis de las ciencia europeas, que esa piedra angular es la conciencia intencional del individuo. Y la investigación filosófica tiene por objetivo explicar cómo es que en las vivencias presentes de esa conciencia individual quedan constituidas todas las cosas, incluidas esas cosas en las que lo que me es dado tiene el mismo modo de ser que el mío, es decir, que también son sujetos individuales. De modo que el punto donde hay que saber detenerse, porque ahí tocamos el fondo de lo que buscamos como el fundamento inconcuso de todo conocimiento, es la conciencia intencional individual.

La vivencia que es la conciencia intencional tiene como esencia el hecho de que la experiencia es siempre vivencia intransferible en primera persona y en tiempo presente: es lo que yo percibo aquí y ahora. El fondo de este carácter intransferible y presente de la vivencia es el relativo a la conciencia interna del tiempo, porque incluso la percepción empírica del pasado y del futuro es una percepción presente del pasado en tanto recuerdo y una percepción presente del futuro como expectativa. La vivencia intencional despliega su esencia en tres caracteres constitutivos: en primer lugar, se da siempre en primera persona, es cada vez de alguien y no queda neutralizada en el anonimato que se esconde en la expresión que habla genéricamente del hombre; en segundo lugar, y como consecuencia de la característica anterior, no se puede transferir la unidad y la densidad de la vivencia de un individuo a otro de modo que dos individuos pudieran vivir la singularidad numérica de una sola y la misma vivencia como siendo idéntica para cada cual; y, en tercer lugar, la vivencia tiene siempre la densidad del tiempo presente, pues ya se trate del pasado o del futuro, ambas vivencias remiten al hecho de que son las vivencias de un individuo en la actualidad: el futuro es lo que ese individuo ahora espera o cree que sucederá, mientras que el pasado es lo que ahora sabe o cree que sucedió. Para reconocer los visos de verdad fundamental que pueda tener una afirmación, basta retroceder hasta esa raíz que es la vivencia presente en que me es dada. En la senda abierta por Descartes, es el cógito, con su pesada carga de individuación, el que ocupa el centro de la irradiación de toda constitución epistemológica y ontológica.

 

  1. La mediación de los otros

Esta tesis tiene, sin embargo, unos límites en la experiencia que el individuo vive de su nacimiento y de su muerte por el hecho evidente de que de ninguna de las dos vivencias puede dar cuenta en primera persona y en el tiempo del presente en que ocurrió el nacimiento, ni en el tiempo del presente en que ocurrirá la muerte. La experiencia que el individuo tiene de su nacimiento y de su muerte está siempre mediada. Cuando nací, yo no estaba aún ahí; y cuando muera, el yo ya no estará ahí para hablar del momento puntual en primera persona. La vivencia presente de su nacimiento le viene al individuo mediada por los otros, por aquellos por quienes fue engendrado, por aquellos de quienes nació, lo mismo que de los que vivieron en presente su nacimiento. Le viene también la vivencia presente de su propio nacimiento de aquellos nacimientos que él ha vivido en primera persona. Sé que nací porque me lo han dicho, y porque he percibido que todos los individuos que son como yo nacen, aunque yo no tenga ninguna percepción directa de mi propio nacimiento, ni tampoco el menor recuerdo. Pero no hay modo de que la conciencia intencional dé cuenta, en primera persona y en tiempo presente, de su nacimiento en cuerpo y sangre, del momento puntual en que ha venido a este mundo.

Si de mi nacimiento no puedo, ahora y aquí, hablar en primera persona más que por la vía del recuerdo que los demás me acercan, respecto de mi propia muerte sucede que tampoco podré hablar de ella, en su aquí y ahora, en primera persona al modo como lo haré con muchas otras cosas futuras de mi vida, respecto de las cuales conservo la esperanza de que, una vez acontecidas, pueda hablar de ellas en pasado. En relación a la experiencia de mi propia muerte esa esperanza ni siquiera asoma en el horizonte por intrínseca imposibilidad. En el momento de mi muerte son los otros, los que me acompañan, quienes podrán hablar de la experiencia de mi muerte –no de la suya– en primera persona, y los que podrán hablar de mi muerte en pasado. Sólo a ellos, y no al que muere, está reservado ese privilegio. De mi nacimiento sólo puedo hablar en pasado; de mi muerte sólo puedo hablar en futuro. En el momento de mi nacimiento no pude dar cuenta en presente y en primera persona de lo que me sucedía; en el momento de mi muerte no podré dar cuenta en presente y en primera persona de lo que me esté sucediendo y, una vez muerto, de lo que sucedió. ¿Por qué sucede así? Porque ni el nacimiento ni la muerte son en primer lugar y sólo asunto del individuo, sino que son asunto sobre todo de los demás, de aquellos de los que nacemos y de aquellos para quienes morimos.

Con el nacimiento y la muerte hemos dado con dos vivencias diferentes que ponen un límite a la tesis de que de todo lo que ha vivido y vivirá puede el individuo dar cuenta en primera persona y en tiempo presente porque, si bien existe la imposibilidad ontológica de que el individuo hable de su arribo a este mundo en primera persona y en presente, como que lo haga en los mismos términos sobre su muerte, sobre su salida de este mundo, esa imposibilidad no le impide hablar de que ha nacido y de que va a morir, no le impide la experiencia del nacimiento ni de la muerte propios. La razón está en que esa posibilidad no se la da él mismo, sino que la recibe de los demás. El individuo tiene, efectivamente, experiencia “directa” de su nacimiento y de su muerte a través de los otros, que son tales otros realmente desde el principio, y que son percibidos en su calidad de otros también desde el principio y no al final de un proceso deductivo.

¿La categoría de individuo tiene aún la fuerza y la profundidad conceptual que aportó desde los inicios de la modernidad –exigida por el estado de cosas a la que respondía– como para que sigamos apelando a ella para autoafirmarnos en un siglo en el que “individuo” ha venido a ser sinónimo de ser humano, con los excesos de los que somos testigos y que, en su paradoja superlativa, terminan arriesgando y atentando contra la propia autoafirmación? La reflexión sobre la experiencia del nacimiento y la muerte del ser humano tendría que ayudar a que ese individuo volteara la mirada un poco más hacia la modestia, fragilidad y precariedad de la propia vida, aún en el caso de los individuos más privilegiados de este mundo, pues ellos también recibieron la vida y la tendrán que entregar.

¿En qué sentido la experiencia de la muerte se constituye como tal en la intencionalidad del individuo dado que, a diferencia de lo que pasa con todas las otras experiencias, no tendrá posibilidad de hablar de ella en pasado sino que lo hace irremediablemente en términos de la seguridad de lo que ha de venir, de lo que ha de suceder, por más que se aplace? Aún en el caso de que ese futuro tenga el dramatismo de lo inminente, esta finitud humana impone la condición de tratar el asunto como lo que todavía no sucede, y nunca como algo que ya me sucedió. En el hecho de que no podré hablar jamás de que ya me morí, pero sí puedo hablar de la experiencia de que voy a morir como todos, incuba la crítica más severa –en sus límites y alcances– a la idea de que el ser humano es un individuo, pues una vez advenida la muerte ese ser humano queda al cuidado de los relatos de los demás para la comprensión de la propia muerte.

El ser humano no es indiviso, es decir, un in-di-viduo de punta a punta, un ente compacto, acabado y de una sola pieza, como hecho de ese modo desde el principio. Así lo muestra con toda claridad su entrada en este mundo, en el orden de cosas al que es traído, pues ni en el caso de los nacimientos lastimosamente más precarios ni en aquellos en los cuales la superabundancia es también escandalosa, hay ser humano que llegue a este mundo por su propia cuenta, por su sola iniciativa. La misma dependencia de los demás, con sus propios matices, carga en la salida de este mundo, en su muerte, aún cuando lo haga por su propio pie. El ser humano empieza por ser de los demás en su nacimiento, en un genitivo de engendramiento y pertenencia que es ontológico y no meramente de genealogía empírica; y termina en su muerte por ser para los demás, en un dativo en el que, si bien esa muerte viene a ser cargada directamente por el que muere, sin posibilidad alguna de transferir siquiera una parte de esa carga, ni aún al más amado o al más dispuesto a recibirla, indirectamente, y sin restarle un gramo de su gravedad, el peso de la muerte del individuo cae fatigosamente sobre los hombros de quienes le rodean, ya le amen, le conozcan o tengan con él sólo el lejano rostro del anonimato en la atención profesional de los últimos días.

Esta irrefragable dependencia de los demás en el principio y en el final de la vida de cualquier ser humano se reviste, sin embargo, en su edad media de un carácter absoluto, es decir, de un carácter según el cual el ser humano se siente libre de ataduras, suelto respecto de los demás. A lo largo de su vida, en momentos de plenitud y autonomía, de salud y de éxitos, ese ser humano tendrá episodios de in-dividuación, de independencia, de libertad y autosuficiencia; hasta de egoísmo e individualismo. ¡Se sentirá un verdadero Yo! La altivez y la arrogancia de la edad media del individuo no pocas veces engulle la comprensión de la fragilidad de la vida hasta el olvido de las condiciones de relatividad del propio inicio y su final. Aunque en el mejor de los casos no le asalte la insatisfacción, el fracaso, la enfermedad –en su cuerpo o en el de quienes ama–, no pasarán muchos años para que la soberbia potencia de la plenitud de ese individuo vea entrar por sus venas, cada vez con más fuerza, el imperio de la vuelta al seno de los demás, camino de la tierra.

Notas

[1] Todas las pinturas que aparecen en este escrito son del artista plástico Odd Nerdrum. Damos las gracias por su permiso para ilustrar el texto.

[2] Aunque se muevan en planos diferentes, ¿cómo se pueden conciliar las tesis fenomenológicas de Husserl en Ideas relativas a una filosofía fenomenológica y una fenomenología pura con las ontológico-hermenéuticas de Ricoeur en Sí mismo como otro y en Tiempo y Narración?

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