Angelina Uzín, El “no lugar” en la desaparición forzada de personas. Relatos de filosofía, ética y política, Editorial Académica Española, 2013.
“[…] y cuando vuelve el desaparecido
cada vez que lo trae el pensamiento
como se llama al desaparecido
una emoción apretando por dentro”.
“Desapariciones”, Los Fabulosos Cadillacs
Hace unas semanas estuvo en este mismo Auditorio del Instituto de Literatura y Ciencias del Lenguaje de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, el poeta peruano Tulio Mora, invitado por el editor e investigador independiente Gonzalo Geraldo. Tulio Mora, uno de los representantes del movimiento neovanguardista Hora Zero, vino a presentar una cuarta edición de su libro Cementerio General, publicado originalmente en Lima en 1989. La primera edición chilena de este libro me pareció nada más actual y necesaria para estos tiempos en que la memoria es frágil, superficial y de una insoportable levedad. Nos vino a golpear en la cara algunos de los nombres de quienes a veces nos obstinamos en olvidar: los nombres olvidados de una historia, la de nuestra América, los nombres de aquellos cuyas bocas muertas nerudianas nunca tuvieron voz, algunos de los nombres de esta América cuya historia está escrita sobre un gran cementerio, cuya historia está fundada en el abuso, la esclavitud, el tormento, el exterminio y la desaparición de los primeros habitantes de esta tierra, los que se encontraron de frente con un soldado llamado a sí mismo civilizador.
El desplazamiento metafórico del Canto general de 1950 por el Cementerio general de 1989 me parece significativo. Como también, una cierta antología de joven poesía chilena publicada en 2004 y llamada Desencanto personal. Lo que va del canto al desencanto es la muerte. Lo que está entremedio del canto y el desencanto es la muerte. El cementerio. Nuestro campo de huesos. Nuestro polvo de huesos. Y lo que va de lo general a lo personal es el fin de lo común y el triunfo del individualismo capitalista. Lo que está entremedio es la gran fractura, el fin de los sueños y el comienzo de una pesadilla. Si algo de importante tienen las dictaduras militares de los años setenta en el Cono Sur es, entre otras cosas, las de tener carácter fundante. Su condición de comenzar una nueva era, un nuevo orden, diríase verdaderamente revolucionario, basado no solo en la represión, el miedo y la vigilancia, si no que de la mano con la economía neoliberal, en la desigualdad, el consumo, el espectáculo, el olvido y la desaparición. Como bien dice Angelina Uzín en El “no lugar” en la desaparición forzada de personas respecto de la desaparición, no sólo de un cuerpo, si no que de los símbolos de una cultura. Una cultura que ya no existe si no en la memoria.
Pero como también muy bien señala Nelly Richard en Residuos y metáforas (1998), la memoria tiene, entre otras características, la de expresarse de manera residual. El residuo no es solo un desecho, algo que se vota y sobra. El residuo es también aquello que resulta de la destrucción de algo, es la parte o porción que queda de un todo, es la resta. La memoria residual viene a ser, por tanto, aquello que se niega a morir o a ser enterrado. Aquello que no puede desaparecer. La memoria es un cuerpo resistente. Su fuerza radica, justamente, en que está empeñada en no olvidar.
Lo residual en estos tiempos neoliberales es el post, lo que viene después de la dictadura. El residuo es el vestigio del horror que se hace presente como continuidad fantasmática en postdictadura. El residuo es el síntoma, la huella, el signo del complejo tiempo histórico en el que vivimos hoy, caracterizado por fuerzas que procuran olvidar el pasado con el fin único de tapar su responsabilidad en la ineludiblemente criminal connivencia entre lo cívico y lo militar de nuestras dictaduras.
Lo residual, por tanto, es algo que se niega a morir, por más que lo quieran hacer desaparecer. Lo residual se expresa, por ejemplo, en la voluntad de Tomás Alzogaray Vanella por recuperar la biblioteca que sus padres enterraron en el patio de su casa antes de partir del exilio. Tras haber removido más de cuatro toneladas de tierra, después de una semana de trabajo, Tomás y el colectivo con el que trabajó logró dar con el pozo de cal donde sus padres habían enterrado los libros. Un metro y medio bajo tierra, detrás de tres pinos, se hallaron dieciséis paquetes. El trabajo de Tomás Alzogaray, Gabriela Halac (cuyos padres, a diferencia de los padres de Tomás, decidieron quemar sus libros) y Agustín Berti está reunido en La biblioteca roja. Brevísima relación de la destrucción de los libros (2017), un importante libro-objeto que nos enseña el significado de la palabra posmemoria, aquello que pervive en la oralidad de una experiencia no vivida, pero sí acontecida en la historia familiar, aquello que pervive a punta de negarse a ser desecho.
Cosas del destino, azar objetivo o como quieran llamarlo. Pocos días antes de escribir este texto, leí en una red social lo siguiente, publicado el 23 de septiembre de 2017, a las 0:14 horas:
“Mi departamento de las torres de San Borja, en donde hoy ejerzo mi trabajo y en donde me he reunido con amigos futboleros de esta página, fue mi morada de recién casado en el año 1973. Hace 44 años, un 23 de septiembre, me correspondió soportar el allanamiento que la milicada ejerció sobre ese vasto conjunto de edificios. Se dice que durante ese día fueron controlados más de 10000 santiaguinos, sumándose además la destrucción vergonzosa de cientos de libros en piras que ardieron ante el asombro de quienes observábamos tras las ventanas y de los reporteros del mundo que grababan esa torpeza inédita en nuestra historia republicana. Aquella mañana logré esconder decenas de discos y un centenar de libros de la editora Quimantú en sitios que fueron inalcanzables para la inteligencia de los allanadores que entraron a mi entorno pasadas las cuatro de la tarde y en donde esperábamos mi esposa, una guagua de dos meses y yo. Fue mi pequeña gran victoria ante la brutalidad uniformada. Hoy esos libros añosos me observan agradecidos desde mi modesta biblioteca y los discos de vinilo suenan más diáfanos que nunca, volviendo a la vida a Víctor, a Violeta, a Angelito y al resto de nuestros cantores populares. El recuerdo de esa jornada lacera el alma, pero nos hace más inflexibles a la hora de exigir que abusos como estos jamás vuelvan a repetirse en nuestra patria”.
Y así. Creo que si hay algo que es imposible de hacer desaparecer, es justamente la memoria. La ausencia de la desaparición, la pregunta sobre qué hacer con nuestros muertos, por su “no lugar”, ese no lugar entendido como arrojado hacia la nada, creo que tiene como única respuesta la dignidad de darles un lugar. Tenemos la obligación de no olvidar. Tenemos la obligación de exigir que los cementerios sobre los cuales están fundadas nuestras sociedades tengan un lugar, pero no solo como monumento ni como memorial, sino que también como verdad, como justicia. Creo que a partir de allí nuestras divididas sociedades comenzarán a tomar otros rumbos y los golpes nos dejarán paulatinamente de seguir golpeando.
Hace unas semanas también visité por primera vez la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada de Buenos Aires, hoy convertida en Museo de la Memoria. Qué responsabilidad nos cabe como sujetos éticos y políticos es una cuestión insalvable respecto a este tipo de lugares. La ESMA, como el Estadio Nacional o como cualquier otro lugar clandestino de prisión y tortura forma parte, queramos o no, de nuestra constitución en sujetos históricos. No ver allí parte de nuestra historia, no cuestionar ese lugar ni preguntarse cómo es posible un campo de concentración en medio de la ciudad, no ver el horror como hoy no querer ver la pobreza ni la desigualdad, nada tiene que ver con remover un pasado que ya no está. Ese pasado está siendo ahora, siempre, es un eterno presente que nos recuerda el precepto del nunca más.
Cómo representar el horror creo que es uno de los grandes dilemas de la museificación, de los lugares y políticas de la memoria y también de las estéticas de la memoria. Creo que un punto de partida inevitable es que todo aquello es irrepresentable. Solo nos cabe dolerse, tratar de comprender en algo lo incomprensible. Y escuchar. Atender. Ver. Y oír. Y nuevamente tratar de comprender. Y al fin actuar.
La mañana estaba nublada, quieta, con apenas algunas personas en el interior que parecían querer escabullirse para no romper la atmósfera de conmoción que perdura allí. Esa mañana entera que pasé en ese lugar pienso que es necesario que todos alguna vez lo tengan que hacer. Forma parte de una pedagogía de la memoria a la cual debemos empezar a habituarnos, porque a la oficialidad le conviene callar y olvidar. Algunos se horrorizarán. Pues bien, creo que un lugar como este es para enseñar que el horror tiene un nombre y un lugar: es violencia política, es exterminio perpetrado por el Estado, tiene responsables y cómplices. Es un hecho de nuestra historia y como tal debe ser conocido más allá de la incomodidad. No se puede vencer a la muerte si no somos capaces de ver su rostro. No se puede salir de la victimización sin pretender romper la lógica que perpetúa la criminalización y el ninguneo para quienes reclaman, como Antígona, un cuerpo.
La memoria residual a veces tiene formas mágicas de aparición. Y digo aparición, porque creo firmemente que el desaparecido siempre aparece, como signo, como fantasma, como resto. Como señala Derrida en Espectros de Marx (1995), su venida, su aparición fantasmática genera una revuelta. Es esta apelación a los signos que se mueven, que no permanecen fijos, si no que se remueven, lo que me interesa rescatar acá. Una pedagogía de la memoria debe tener como norte la revuelta, una remoción de suelo, un aprendizaje producto de la aparición de lo desaparecido. Una pedagogía de la memoria da lugar al no lugar.
Cuando entré al último piso del sector denominado La Capucha, tuve dos hallazgos. Albricias de la memoria. Una de ellas no tiene explicación lógica. Es pura subjetividad. Uno de los cuartos de ese último piso del edificio llamado Casino de Oficiales (debo decir que en el primero vivía el oficial de campo con su familia) sirvió como clínica clandestina donde dieron a luz muchas mujeres embarazadas estando en prisión y cuyos bebés nacidos en cautiverio les fueron arrebatados. Al momento de entrar, fue inmediato sentir olor a leche materna, ese inconfundible olor a guagua que impregna la habitación de un lactante. Hace poco había recorrido un lugar que había servido de oficinas y en donde insistentemente una grabación hacía repetir el sonido de una máquina de escribir. Me pregunté, estúpidamente, pero lo hice, si ese olor no sería también un efecto de museo y una vez que finalicé el recorrido les comenté lo ocurrido a un chico y una chica que trabajan como guías de ese lugar. No me atreví, por supuesto, a señalar mi inaudita e insolente suposición, pero una mujer ya mayor que estaba allí, como adivinando mi supuesto, me señaló que no, que no había allí ningún espray ni nada, ningún efecto de espectacularización. Había sido mi memoria la que activó ese olor. Mi propia experiencia de la maternidad en casa con mi hijo. Pero después pensándolo más calmadamente llegué a la conclusión que también había actuado allí detrás la ideología dominante, la de la sociedad del espectáculo que todo lo convierte en un show mediático desechable. Obviamente me recriminé haber hecho esa asociación, diríase ilícita, pero creo que también refleja una de las preguntas y peligros de la museificación y la monumentalidad, haciéndonos volver al problema de la representación: hasta dónde y cómo es posible representar el horror. En ese cuarto vacío, donde solo había cuatro paredes blancas y un mural explicativo, se me había representado el horror del único modo posible de hacerlo: conectándose con la propia subjetividad, con aquello que mi subjetividad quiso o pudo encontrar.
El otro hecho guarda relación con la imposibilidad de la desaparición. La imposibilidad de ocultar para siempre un crimen. Cuando el desaparecido aparece. Marta Ugarte en una playa de Los Molles y unos alambres en su cuerpo. Los niños restituidos. Patio 29. El hecho guarda relación con el nivel de sofisticación y locura, una política finamente planificada y sistemáticamente aplicada desde el mandato aprendido en las salas de clases de la Escuela de las Américas en Panamá: la anulación total del elemento llamado subversivo, su aplastamiento y aniquilación. En el mismo último piso de La Capucha, se montó una oficina que se llamó la Pecera, una especie de panóptico foucaltiano, en donde se llevó a cabo el llamado “proceso de recuperación”: un intento por modificar y reconvertir los valores de los presos políticos, todo un trabajo forzado de contraideología como parte del proceso de anulación de una cultura. Los mismos presos a quienes se les pretendía “reformar” debían recortar diarios, escribir informes de lectura, hacer fichas, falsificar documentos de identidad, hacer falsas declaraciones, imprimir todo tipo de textos, etc. Se les llamó el Grupo de Tareas, y los represores miembros de este grupo se autodenominaron, sardónicamente, “la Sorbona de la antisubversión”. Algo así como un teatro siniestro, un anticentro de estudios. Es así como llega a ocurrir lo insólito: la aparición de un desaparecido en medio de una entrevista a César Luis Menotti, entrenador de la selección argentina de fútbol para el Mundial de 1978. Se trata de Lisandro Raúl Cubas, secuestrado entre el 20 de octubre de 1976 y el 19 de enero de 1979. Su imagen apareció en el diario La Nación del 3 de mayo de 1978, pocas semanas antes del inicio del Mundial, entrevistando junto a otros “periodistas”, entre ellos su celador, al director técnico. Con chaqueta, corbata, pantalón y zapatos nuevos comprados por sus captores su trabajo forzado consistió en tratar de conseguir por parte del entrenador alguna declaración favorable hacia la dictadura.
Me parece que el hecho no guarda si no relación con lo que yo llamaría la locura de la crueldad, aquello que podemos vincular con el episodio de la cena de Navidad relatada por Jorge Luis Borges en una crónica para la agencia EFE titulada “Lunes, 22 de julio de 1985” o con ese otro relato de la ESMA cuando uno de los represores abraza y besa a sus víctimas como modo de festejar la obtención de la Copa del Mundo del año 78 o con ese otro episodio que aparece en Estadio Nacional (2000) de Adolfo Cozzi, cuando un torturador le cuenta a su víctima que esa noche saldrá con su pareja al Cine Rex a ver El padrino. El verdugo, como señala Hanna Arendt, no es inhumano. No es una bestia. Todo lo contrario. Es demasiado humano. La banalidad del mal es la cabal expresión de lo humano, su lamentable y penoso límite. La crueldad es una expresión torcida de lo humano. La locura cruel es su rostro frío e indiferente, la expresión de una burocracia que día a día señala su rutina, enrostra su sinsentido, marca el vacío de ocho horas de trabajo retorciendo cuerpos para que después de la jornada laboral llene su demasiado humano vacío en una sala de cine. El agente de Estado es también víctima del aparato que lo subyuga. La única diferencia es que eligió. Habiéndose podido negar, eligió matar, eligió torturar, eligió hacer desaparecer.
Quiero finalizar esta breve presentación con una nota a partir de una película recientemente estrenada en nuestro país: Cabros de mierda (2017), de Gonzalo Justiniano, el mismo director, entre otras películas, de Sussi (1988), Caluga o menta (1990) y Amnesia (1994). A mi juicio la película está llena de imperdonables vacíos narrativos, graves errores e incomprensibles repeticiones de escenas. Es incomprensible, por ejemplo, que aparezca una torre de iluminación del Estadio Nacional en medio de la población La Victoria, cuando Ñuñoa y Pedro Aguirre Cerda están separados por varios kilómetros de distancia. Un principio necesario de verosimilitud en este tipo de representaciones no puede caer en algo así, a mi juicio. O que una misma escena real de protesta de los años ochenta aparezca dos veces, como si se tratase de dos hechos distintos. No quiero ahondar en más detalles, por cierto, para no convertirme en un spoiler. La película, sin embargo, tiene muchas cosas valiosas. Entre ellas, creo que uno de sus grandes valores radica, justamente, en querer volver sobre el residuo. Aquello que la sociedad neoliberal de hoy se empeña en borrar, hacer desaparecer la historia, representaciones estéticas como estas, con todas sus fallas, lo que hace es situarse a contrapelo de esa tendencia de borradura. Si hay algo valioso en Cabros de mierda es su pretensión de situarse al servicio de la memoria. E incluso más allá: al servicio de una pedagogía de la memoria. Como Clase (2015), la obra teatral de Guillermo Calderón, y tantas otras películas, obras teatrales y libros, esta película es material para las nuevas generaciones. Los que ya sabemos de todo esto, los que ya sufrimos todo esto, los que todavía seguimos en esto, a lo mejor vemos todo ya con algo de distancia crítica y cierta mesura, pero las nuevas generaciones necesitan un relato, una historia, una voz que les cuente lo que pasó. Un estremecimiento y un dolerse. Y un condolerse. No recuerdo haber visto en el cine chileno la representación de un cuerpo arrojado al mar. Varias décadas después, lo vemos. Vemos el horror. Vemos su rostro. Es algo que me parece muy sano que se haga extensivo en nuestras escuelas.
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