Conocí a Mariela en la sala de mujeres, no había nada que me ligara a ella, la sentía lejana, pero toqué sus manos, buscando el contacto y ella fue sensible a eso. Me dijo: “¿Tiene usted calentura?” Y yo no supe qué responderle, pero advertí que su presencia tan niña en un hospital psiquiátrico me alteraba.
Mariela tenía razón: estaba alterada, quería regresarse inmediatamente al albergue, me exigía que la sacara de ahí, necesitaba estar con su hermana y la impotencia se apoderó de mí, entonces recordé a Françoise Davoine,[1] la recordé con esta niña que tiene una hermana gemela, ambas tienen catorce años. Ella es la más grande, la más fuerte… ¡y es tan pequeña!
Está asustada en la sala de locas, la llevaron allí porque se puso “como loca”. Quería ver a su madre y le dijeron que estaría separada de ella cuatro años. ¡Lleva apenas dos meses en el albergue! Y eso se le hizo una eternidad. Me dijo que allí la tratan mal, la castigan y le dicen loca, pero tenía que volver para cuidar a su hermana. No podía abandonarla.
Françoise Davoine me contó hace años que, durante la guerra, había unos gemelos en un refugio y el hermano mas frágil cuidaba al más fuerte dándole incluso su comida porque sabía que su vida dependía de la supervivencia del más fuerte, así parece ser aquí.
Mariela y su hermana están en el albergue porque su madre las odia; ha llegado a afirmar que ellas no son sus hijas. Mariela cree que su odio se debe al maltrato del padre. El padre las quería, pero le pegaba a su madre, luego se fue y ella maltrato a las niñas. Me enseña una quemada que le hizo su mamá mientras su hermano de doce años le tapaba la boca para que no gritara, imagino la escena y no puedo entender al mundo.
Es como mirar el suplicio chino que atrapó a Bataille y lo hizo acceder a la lógica del horror, al ser humano perdido en las tinieblas del odio donde el cuerpo tomado por eso incomprensible que lo cercena, que lo deshace, le dice que es suyo.
Mariela quiere ver a su madre porque con todo, me dice, es peor estar sin ella, es insoportable estar sin ella. “¡Es mi mamá! Eso no lo entienden las educadoras, no lo saben. Tienen otra historia, otra madre, yo sólo tengo ésa” parece decir con su carita de desesperación.
“Quiero que me lleve inmediatamente con mi hermana”, insiste y crece mi impotencia. ¿Quién será esa madre que se alimenta de carne quemada?
Mariela quiere hablar con el doctor que es amable y me voy. Tal vez pueda entender, saber.
La angustia rebasa mis sentidos como si no tuviera siquiera derecho de sufrir.
Pienso en los jóvenes que se hacen cortadas, pienso en la fragilidad y el silencio de la carne. Pienso en la soledad y salgo aterrada de la sala de locas que dio asilo esta mañana a una niña quemada.
Días después saludo a Mariela en el alberque Isabel de la Parra a donde ha vuelto, me parece contenta pero unas semanas más tarde me entero de que está de nuevo en el hospital
La odisea de Mariela, esta vez, empezó con la psicóloga. Ya entendí que hay que tener paciencia con la psicóloga, me contó cuando fue al hospital Rovirosa a que le sacaran la navaja que se tragó. Mariela estaba muy triste tirada en un colchón en el suelo, le dolía mucho el estómago: ha querido irse del mundo. Su mamá le dijo que sería llevada a México, que no podría tenerla con ella y así no quiso vivir, además la psicóloga del albergue no quiso abrazarla y ella le pegó, por eso la llevaron al hospital psiquiátrico. Ahí, en la sala de Rehabilitación, extrajo la navaja del sacapuntas para cortarse por dentro, para quedarse, para decidir.
¿Es posible entender a los psicólogos que saben tanto? Mariela le pegó y por eso fue traída al hospital de locos, le pegó porque era la tercera vez que le pedía que la abrazara y ésta la hacía a un lado.
Pienso en las Hermanas Papin[2] y lo insoportable de la imagen de alguien que no soy yo y que tiene lo que yo no tengo, ahí es donde se inscribe la agresión, pues la inminente exclusión convoca la lucha a muerte.
“La primera vez” me dice Mariela “le rompí su reloj, la otra me le eché encima y la tercera le pegué unas cachetadas”.
Tres actos locos efectuados para existir.
Al día siguiente la busco en el Hospital general donde está internada, el gastroenterólogo logró que la navaja fuera expulsada con las heces fecales. La encuentro en una cama desolada porque el psiquiatra de ahí la fue a visitar y ordenó que le pusieran una sonda gruesa, luego de advertirle que eso era consecuencia de su mala conducta, que los intentos de suicidio tienen efectos y que ahora le dejaría esa sonda tan molesta por varios días. Mariela lloraba desconsolada; es una niña maltratada que ha encontrado un nuevo verdugo “científico”, pero afortunadamente otro psiquiatra le quitó esa sonda innecesaria al día siguiente y Mariela regresa al hospital psiquiátrico donde días después tengo con ella una entrevista muy breve que empieza y termina con una frase que escucho mal y le pido que me repita.
“Ahorita me está enamorando el Dr. X” ¡¿Qué?! “Nada, olvídalo” me dice. Pasa Ricardo el psicólogo que estuvo hablando con ella y consiguió que la madre acudiera al hospital. Ella le grita, quiere saludarlo. Le digo que no se puede tener tantos psicólogos, ha hablado con muchos. Tiene que elegir. “A él” me dice. Le hablamos a Ricardo y lo invita a sentarse, los dos se ven felices, ríen. Decido hacerme a un lado. Es cierto que ella puede elegir.
El psiquiatra de la sala me hablo de la intención de enviarla a México y le hice notar el gran inconveniente de hacerlo. Mariela no puede estar separada de su hermana, de su madre, de su familia, de su tierra, sería enloquecerla. Todos los exabruptos de esta paciente han sido por las amenazas de separarla, es necesario advertirlo, Mariela tiene que encontrar un lugar entre los suyos.
Los doctores me dicen que es manipuladora, pero es imposible adjudicarle este calificativo. Eso sería no haberla escuchado y no entender que la relación con los demás es lo que nos sostiene, lo que nos da un lugar, lo que nos hace existir.
Notas
[1] Psicoanalista muy interesada en la locura, autora de La locura Wittgenstein que ejerce su práctica en Paris, Francia y ha venido a impartir seminarios a Villahermosa en dos ocasiones.
[2] El doble crimen de las hermanas Papin de J.jjAllouch, E. Porge y M. Viltard, Epeele, México, D.F.
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