Resumen
Lejos de una exclusiva valoración patológica, la melancolía desempeñó un amplio abanico de funciones sociales durante el Barroco hispánico. Concretamente, este trabajo se ocupa de subrayar la consideración positiva que ésta tuvo dentro del ámbito de la religión cristiana en tiempos de la Contrarreforma en tanto que estadio psicológico indispensable en el proceso de perfección espiritual del creyente. Así, mediante las tecnologías del gobierno pastoral como la predicación, la melancolía nos aparece como un fenómeno sintomático del proceso de individuación característico de la subjetividad moderna.
Palabras clave: melancolía, subjetividad moderna, tecnologías del yo, predicación, Compañía de Jesús, Ejercicios Espirituales.
Abstract
Far from an exclusive pathological assessment, melancholy played a wide range of social functions during the Hispanic Baroque. Specifically, this paper focus on the consideration it had within the scope of the Christian religion in time of the Counter-Reformation as an essential psychological stage in the process of spiritual perfection of the believer. Thus, through pastoral government technologies such as preaching, melancholy appears to us as a phenomenon that expresses the characteristic individuation process of modern subjectivity.
Keywords: melancholy, modern subjectivity, technologies of the self, preaching, Society of Jesus, Spiritual Exercises.
La tristeza sagrada: la reivindicación cristiana de la melancolía
Dentro de una historia cultural de las emociones en occidente, la melancolía ocupa un lugar privilegiado por la magnitud de su impronta. Y es que, lejos de tratarse de un fenómeno que se agota en su dimensión clínica con márgenes bien delimitados, durante el Barroco se encuentra que el discurso sobre lo melancólico multiplica como un caleidoscopio sus manifestaciones por las más diversas esferas de la cultura, especialmente, en el ámbito hispánico. Efectivamente, a partir del siglo XVII, España se convirtió en la gran caja de resonancia de la melancolía en Europa hasta el punto de que sería difícilmente comprensible su eclosión continental al margen de su previo desarrollo ibérico. No es difícil reconocer entonces su amarga melodía palpitando en la noche oscura del alma de los místicos (San Juan de la Cruz), en el temperamento marcado por la bilis negra de los hombres de ingenio (Don Quijote de la Mancha), o en el ánimo enfermo de los hijos de Saturno amparados por la medicina (Andrés Velásquez) en la así denominada Nación más triste del mundo. La melancolía se constituye entonces como un fenómeno poliédrico enormemente denso que con el brillo mortecino de su resplandor atraviesa los más diversos proyectos culturales impregnando de fatalidad y tragedia todo aquello que acaricia con su agonizante luz.
Sin embargo, no todos los modelos melancólicos fueron conceptualizados unívocamente como nocivos o perjudiciales. Muy al contrario, desde el cristianismo católico contrarreformista la afección fue resignificada como un estadio indispensable en el proceso de perfección espiritual del creyente. Una consideración que encontraba su respaldo exegético en la tradición bíblica, concretamente, en la segunda epístola a los Corintios de San Pablo, donde el apóstol fija la existencia de un tipo de tristeza según Dios que suscita la clase de aflicción necesaria para el arrepentimiento, el rechazo de uno mismo y la consecuente salvación eterna.[1]
La melancolía se afianza entonces desde el ámbito de la religión como la forma más propicia que adopta la sensibilidad en el proceso de individuación característico de la subjetividad moderna, en tanto que canaliza e impulsa esa peculiar exacerbación de la conciencia privada del creyente hacia su salvación personal; un fenómeno cuya impronta se constata con nitidez en la literatura espiritual de la época, así como en la función que algunas prácticas pastorales adoptaron, como veremos.
Pero para poder comprender y desentrañar la consideración tan favorable que esta tristeza religiosa jugó en el desarrollo social de la España del siglo XVII, es necesario contextualizarla previamente en el horizonte ideológico y político de la Contrarreforma y en el papel que la Iglesia y ciertas órdenes como la Compañía de Jesús otorgarán desde entonces a la afectividad en el gobierno pastoral de las conciencias.
Contrarreforma y cristianización de masas: el gobierno político de la conciencia
La Contrarreforma se presenta como uno de los periodos históricos donde con mayor intensidad se dio la alianza entre las prácticas cristianas y el cultivo de ciertos regímenes afectivos (como el melancólico), dado que en esa época, el conocimiento y gobierno de las emociones constituyó uno de los principales recursos políticos para el control de las conciencias por parte tanto del Estado como de la Iglesia.[2]
A mediados del siglo XVI la Iglesia Católica atravesaba una profunda crisis: por un lado, Lutero y Calvino habían sembrado la confusión doctrinal y la escisión de la cristiandad, y, por otro, la participación de la Iglesia en cuestiones políticas, militares y económicas había provocado una gran relajación moral en el clero, y consecuentemente en las costumbres de la población. Ante esta situación de incertidumbre generalizada, la propia Iglesia se vio en la necesidad de reaccionar convocando un concilio en la ciudad italiana de Trento (1545-1563) con el propósito de aclarar los principios ideológicos, educativos y morales que debían regir el mundo cristiano desde entonces.
Una de las consecuencias del concilio tridentino fue el desarrollo de la Teología moral y la Pastoral como pilares sobre los que sustentar el movimiento contrarreformista bajo la forma de un programa teológico-político para el gobierno y orientación de las almas hacia su salvación. La cultura barroca identificada entonces con la Contrarreforma queda así configurada como un espacio de fomento y desarrollo de las estrategias y dispositivos políticos del poder pastoral (ratio pastoralis) en alianza con la razón de Estado. En último término, el fruto de esta simbiosis entre el altar y el trono tendrá como consecuencia que el poder político adquiera desde entonces una textura religiosa, al tiempo que la autoridad eclesial adopte inequívocamente una función política. Es por ello, que autores como Foucault[3] no dudan en considerar este periodo como un hito clave dentro de una historia de la gubernamentalidad.[4] En esta misma idea incide Delumau, que considera al movimiento contrarreformista dentro de la idea general de “disciplinamiento social” (Sozialdisziplinierung),[5] como un proceso de “cristianización de masas” en donde se dará una tendencia exacerbada a propagar modelos de comportamiento colectivos que desembocarán en una uniformización de conductas gracias a los rituales y símbolos que servirán por igual tanto al Estado como a la Iglesia.
Para su propósito de dirección y control de la conducta humana, el poder barroco se servirá especialmente de medios de comunicación persuasivos centrados en el ámbito de la afectividad como fue el caso de la oratoria sagrada- de la que nos ocuparemos-, la pintura o la música, por la capacidad atribuida a ésta de movilizar y orientar las creencias e ideas del sujeto hacia determinados fines morales. La educación de la sensibilidad quedará así indisolublemente ligada a una estética de lo que se considera como bueno. Es por ello, que este desarrollo de formas artísticas y dispositivos pastorales focalizados en la persuasión como vehículo evangelizador, conllevó de forma paralela el fomento de una intensa cultura de la interioridad que repercutió en un estrecho conocimiento de la naturaleza y el funcionamiento de las emociones y la mente, es decir, en una psicología. Desde este punto de vista, la cultura contrarreformista puede entenderse entonces como una guerra en el espacio del alma para conquistar el corazón (esto es, la afectividad) de los fieles.
Sin lugar a duda, uno de los países en donde más fuertemente cristalizaron todos estos aspectos del horizonte político e ideológico de la Contrarreforma católica, fue España debido, en buena medida, a que la dinastía de los Habsburgo –principalmente Carlos I y Felipe II- fue uno de los principales impulsores de esa renovación de la Iglesia romana. Así pues, será bajo suelo español –tanto en la península ibérica como en la expansión americana del Imperio- donde la Iglesia tridentina promueva y despliegue globalmente toda una economía de la salvación evangélica sustentada sobre un conjunto muy heterogéneo de prácticas que incidirá consecuentemente sobre los hábitos y la vida social de las poblaciones.
Los forjadores de almas: la Compañía de Jesús, punta de lanza de la Contrarreforma
Del intersticio de ese nuevo auge del poder pastoral y la razón de Estado nacerá la Compañía de Jesús como la expresión más genuina de la Contrarreforma al aunar conjuntamente los objetivos del gobierno del alma y el gobierno del mundo, convirtiéndose desde su fundación en 1540, en la principal precursora de ese cristianismo de masas durante el Barroco.
Acordes con la mentalidad tridentina, la atención de los jesuitas se concentró especialmente en el ámbito de las emociones para llevar a cabo esta empresa. Una preocupación, no obstante, que tenía una larga tradición en la cultura occidental al entender el estrecho vínculo entre la afectividad y el comportamiento moral, donde las emociones, lejos de ser consideradas perturbaciones irracionales, eran tendencias de acción basadas en una evaluación de los acontecimientos por medio de la cual el individuo se comportaba.[6] La conducta moral no resultaba exclusivamente entonces del frío ejercicio de la razón, sino que también era el producto de una sensibilidad. En consecuencia, una vida virtuosa consistía en el conocimiento de los afectos y en el aprendizaje de su control, es decir, en el aprender a afectarse a unos determinados valores.
Precisamente, esta es la noción central desarrollada por Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, en sus Ejercicios Espirituales considerados como un tratado de educación de la afectividad diseñado para que el individuo pueda ejercer su libre albedrío al margen del influjo de los afectos desordenados. Así pues, los jesuitas defendían que ese programa de gobierno de las almas mediante la conversión al catolicismo era un proceso análogo a la conversión del corazón operada en los Ejercicios Espirituales. Gobernar las almas es gobernar las pasiones y los deseos, no suprimirlos, sino disciplinarlos poniendo en marcha una “praxis pasional”, como más tarde defenderá Spinoza.
Será pues a través de la fundación de instituciones educativas, de la promoción y renovación de los sacramentos católicos (la confesión y la eucaristía principalmente), de la dirección espiritual, de la evangelización de las sociedades no europeas (el caso paradigmático de las reducciones del Paraguay y de Perú), de la redacción y edición de todo tipo de manuales de espiritualidad y sermones, etc., donde la Compañía despliegue todo ese arte de gobernar cristiano que se extenderá desde el espacio íntimo de la vida espiritual, como así se recogía en los Ejercicios ignacianos, hasta los ignotos límites de un mundo por descubrir. Así pues, los jesuitas serán considerados como verdaderos “forjadores de almas” preocupados por crear los dispositivos y prácticas adecuados para el cultivo y desarrollo de las potencias humanas orientadas a la fe.
Junto con los rituales y la imaginería, el principal medio que emplearon los jesuitas para operar esa evangelización de masas y la consiguiente transformación afectiva en los fieles vendrá por medio de la palabra. Concretamente, a través del sermón y la oratoria sagrada.
Movilizando las emociones: la oratoria sagrada como tecnología del poder pastoral
Como ya se dijo, las medidas adoptadas por la Iglesia católica tras el Concilio de Trento permearon muchas de sus prácticas religiosas y la oratoria sagrada no fue una excepción.[7] Si bien es cierto que esa renovación de la predicación empezó a ocupar un lugar destacado en todos los países de Europa –gracias, en buena medida, a la recuperación y auge de la Retórica clásica durante el Renacimiento[8]–, podemos afirmar que conoció una particular trascendencia en la España de los Habsburgo en donde el sermón llegó a ser un amplio fenómeno como hecho cultural, ideológico y hasta político dentro de una sociedad sacralizada como la española. Así pues, su función era moralizar a través de los recursos persuasivos que le proporcionaba la retórica para mover a la devoción y la virtud –edificar almas y reformar costumbres- apelando siempre, como dijimos, al terreno de las emociones como espacio en el que pensaban se edificaba en último término la moralidad.
Así pues, las ocasiones en las que se presentaba eran de lo más variadas y siempre de forma estratégica: la entrada de un monarca, de un obispo o de un superior en un puesto de gobierno, su funeral, la llegada de una reliquia, el reconocimiento de un nuevo santo (beatificación o canonización), la instrumentalización religiosa de una guerra en una monarquía católica, etc. En síntesis, puede afirmarse que la predicación se convirtió en un fenómeno con una extraordinaria capacidad de movilizar a las masas y que, sobre todo, fue uno de los elementos más eficaces de la Iglesia y la monarquía para el adoctrinamiento cultural en la España del siglo XVII.[9] En este sentido, los jesuitas adquirieron como orden un lugar preeminente en ese ministerio de la palabra.
De los tres fines tradicionales conferidos a la predicación –enseñar, mover, agradar- los jesuitas consideraban que la verdadera reforma de las conciencias sólo se podía llevar a cabo desde el segundo de ellos y su estrecha vinculación con la reforma de los afectos.[10] A esta movilización de las emociones a través de la predicación para conseguir una vida virtuosa, la Compañía la denominó como “retórica de las pasiones”.[11] Y es que la finalidad del sermón era la de suscitar con suficiente fuerza las emociones. De hecho, todos los jesuitas coincidían en que un sermón que no tocara de alguna manera los sentimientos del oyente no era propiamente un sermón.[12]
Para esa movilización de los afectos, tal y como San Ignacio recogió en sus Ejercicios, los jesuitas incidieron especialmente en la capacidad visual e imaginativa del creyente que pensaban que tenía una influencia muy estrecha sobre las emociones, y éstas a su vez, sobre la voluntad.[13] Es por ello por lo que los manuales de oratoria sagrada jesuita hacían especial incidencia en la actio considerándola la parte central de la retórica y del arte de predicar, pues ésta se encarga exclusivamente de todos los aspectos visuales y expresivos del mensaje persuasivo y, por ende, la posibilidad de movilizar al fiel, objetivo último de toda predicación.
Debido a esta preeminencia de lo visual, la predicación jesuita del Barroco adquirió un carácter muy próximo al teatro.[14] De esta forma, a través de la actio, el predicador intenta llegar al público mediante tropos como las amplificaciones, las hipotiposis, las prosopopeyas, las hipérboles, etc., articuladas siempre bajo un doble criterio: su intensidad visual y por ende su intensidad emocional. El sermón era así pronunciado y acompañado de toda una representación de gestos, declamaciones, llantos, risas, y un largo etc., de lo más histriónico.
Como telón de fondo, los predicadores aprendieron igualmente a explotar en ese cometido de movilización de los afectos, las posibilidades escenográficas que les brindaban los interiores de las iglesias barrocas. Gauvin Alexander Bailey demuestra cómo los jesuitas fueron especialmente insistentes en la sistematización de una arquitectura proclive a teatralizar el espacio sagrado que respondiera a sus fines en la predicación, esto es, que permitiera al fiel entrar en un estado de conmoción adecuado para recibir la doctrina.[15] En este sentido, las palabras del predicador siempre se veían complementadas por un fuerte elemento visual.
Así, frente a la austeridad de medios protestante, los predicadores católicos emplearon profusamente los juegos de luz y sombra, la música, las velas llameantes, el olor a incienso, las cúpulas con frescos, los crucifijos, la monumentalización del retablo con sus esculturas policromadas y pinturas de amplia dimensión, los cuadros que ilustraban lo que se decía, e incluso el empleo de calaveras con las cuales los predicadores –cual “Hamlets cristianos”– dialogaban sembrando el terror en el auditorio: todo dispuesto con el único fin de que el creyente se imbuyera en lo sobrenatural del escenario y del templo[16] dejándolo conmovido, y con ello, convencido de lo dicho allí. Así pues, lejos de ser meramente decorativo, lo que rodea al predicador no es azaroso o casual sino que, en numerosas ocasiones, los dos códigos, tanto el visual como el oral, han sido concebidos expresamente uno en función del otro.[17]
Todo ello transformó el espacio eclesiástico a través de la predicación en una monumental escena de espectáculos deslumbrantes que admiraban y sorprendían tanto como enardecían el fervor y el entusiasmo religiosos, convirtiendo al sermón en una representación “histriónica” y en un fenómeno artístico y doctrinal único que conjugaba manifestaciones artísticas tan diversas como la pintura, la escultura, la música y la arquitectura en un siglo de excesos como fue el Barroco.
La cátedra de las lágrimas: melancolía, llanto y limpieza del corazón como signos de salud del alma tras la prédica
Date a la compunción del corazón, y te hallarás devoto.
Thomas de Kempis, La imitación de Cristo. Libro I, 21:1
Tú nos das a comer un pan de llanto
y a beber mares de lágrimas.
Libro de los Salmos, 79:6
Como se ha visto, el peso de la afectividad para la reforma del comportamiento era el aspecto central al que se dirigía la predicación. Esta importancia concedida a las emociones provino de corrientes espirituales como la Devotio Moderna que ponían su énfasis en la piedad afectiva antes que en la racionalidad escolástica,[18] promulgando lo que vino a denominarse como “Teología de los afectos” (Theologia affectus),[19] una perspectiva que, subrayando la antropología agustina y franciscana, consistía en educar la sensibilidad, “mover el corazón”, como la forma más idónea de aproximarse a Dios. Las emociones pasaron así en el cristianismo barroco a convertirse en signos que denotaban la salud del alma, la medida que daba testimonio de la disposición de la voluntad humana hacia Dios.
En España, la espiritualidad contrarreformista dirigida por los jesuitas, supo encontrar así nuevamente en la educación sentimental del creyente los pilares para sostener su fe y devoción. La retórica clásica había enseñado cómo valerse de las emociones para seducir al auditorio, y tales técnicas se empleaban con todo su poder por los jesuitas en la predicación.[20] Tristeza, dolor y gozo, entre otras, eran las emociones que el predicador debía hacer llegar a los fieles. Si sus sermones se ordenaban a “mover”, la eficacia de los sermones jesuitas se juzgaba por la respuesta emocional que exteriorizaba su audiencia.[21]
Pero de todas estas manifestaciones emocionales, la tristeza era la más evidente al quedar expresada a través del llanto, a través de las lágrimas. De hecho, en la correspondencia de los jesuitas, éstos se refieren con frecuencia a la medida del éxito de los sacerdotes en su predicación por su capacidad de hacer llorar a las audiencias.[22] Es por ello que un autor de la época, Barcia y Zambrana, se refiere expresamente en su “Despertador cristiano de sermones doctrinales” al púlpito como “cátedra de las lágrimas” (cathedra lachrimarun).[23] Así pues, los jesuitas fueron unos maestros en la utilización de todo tipo de artificios para arrancar fuertes emociones que hacían prorrumpir en llantos y quejidos a los asistentes.
Las lágrimas como expresión por antonomasia de la melancolía eran desde largo tiempo un tópico del sentimiento cristiano que fue transversal a toda la sociedad española del Siglo de Oro en ámbitos como la literatura, la música, la pintura, la poesía, o el teatro.[24] Ello hizo que, lejos de ser considerado una manifestación espontánea de emoción, el llanto fuera una actuación cultural compleja altamente formalizada. Este mismo sentido le dio al llanto William Blake cuando dijo en su poema de The Grey Monk, que “a tear is an intellectual thing”.[25] Así pues, el llanto era algo que la gente aprendía como parte de una economía religiosa del sentimiento.[26] Las lágrimas barrocas tenían mucho que ver entonces con la creciente espectacularización de esa emocionalidad de masas en donde la gente, a través de su participación en dramas emocionales públicos, aprendía las gramáticas que regulaban los diferentes estados afectivos y, consecuentemente, qué debía sentir.
Desde el punto de vista cristiano, las lágrimas denotaban la vertiente pública de la emoción privada. Eran entonces la señal del “dolor de los pecados” y del propósito de la enmienda. Así pues, la mejor expresión de la piedad emocionada, patética, intimista y afectiva era llorar amargamente. Las lágrimas no pretendían significar dolor, sino más bien prueba de conversión; como una manifestación purificadora de los pecados.
En esa idea de que las lágrimas revelaban la vertiente externa de la emoción privada, tuvo un peso central la representación del corazón,[27] considerada como la “víscera barroca” por excelencia, pues se creía que era en éste, y no ya en el cerebro, donde resultaba la imago agens dominante, el espacio donde se genera una interpretación contrarreformista del hombre y su construcción interior.[28] El corazón funciona semióticamente entonces como el símbolo que engloba y es sede del conjunto de operaciones emocionales del sujeto desde el cual el creyente se comunica con Dios dentro de esa piedad afectiva.[29] No es casual por tanto que las cartografías anatómicas de la época tracen una conexión directa entre el corazón y los ojos, pues se entiende que las lágrimas son la expresión líquida de las manifestaciones emocionales que se producen en el corazón; el llanto actúa así como la materialización del alma arrepentida y triste que pavimenta la posibilidad del encuentro con Dios.[30]
Así pues, la predicación, junto con otros grandes rituales públicos religiosos, expresaba esa idea del dolor y de la expiación espectacular. El adagio popular decía “llora tus pecados, e sanarás”. Las lágrimas, en clara resonancia con el agua bendita, son así una suerte de clímax afectivo que aboca a una definitiva catarsis como signo de contrición y subsiguiente transformación del propio corazón y cuidado del alma.[31] Es por ello, que la melancolía a través del llanto tuvo una gran repercusión en la vida religiosa ya que formaba parte de las tecnologías del autodescubrimiento, pues revelaban la culpabilidad y al mismo tiempo la corregían mediante la compunción por su mero conocimiento.[32]
Por todo ello, las artes de gobierno pastoral de los jesuitas trataban de trazar un arco en la orientación y cultivo de las emociones que iba de la predicación al acto de confesión y contrición;[33] lo que se predicaba debía conducir a la conversión, y por tanto, a la penitencia.[34] Por esta razón, el cultivo de emociones como la melancolía se convirtió en un gran amplificador y acelerador de las tendencias individualizadoras por parte del cristianismo. El significado y uso religioso de la melancolía desde la cátedra de las lágrimas contribuyó en forma decisiva entonces a impulsar esa hipertrofia de la interioridad y la conciencia de sí que conforman el eje sobre el que bascula la emergencia del sujeto moderno.
Coda en tono menor
Como hemos visto someramente, la predicación como agente cultural de conversión de masas tuvo una relevancia primordial en la conformación colectiva de emociones como la melancolía, como vigoroso instrumento de transmisión ideológico-doctrinal de la Iglesia Católica de la contrarreforma en alianza con el poder político en aras de la propagación de una uniformidad ideológica frente a los movimientos protestantes; el sermón, por consiguiente, tenía un importante cometido que desempeñar en la preservación del statu quo político y social.
Por su parte, observamos cómo la melancolía emerge en el ámbito religioso como parte de la estrategia de poder pastoral del Barroco en tanto que estado emocional proclive a la conversión mediante una contrición que navega por un mar de lágrimas y arriba al confesionario para el perdón de los pecados, sentando ya en el siglo de oro español las bases para la sensibilidad moderna amparadas en ese proceso de interiorización y densificación de la conciencia bajo sus negras alas. El fenómeno de la cátedra de las lágrimas se entronca, por consiguiente, dentro de la Historia de las emociones en tanto que su estudio resulta clave para entender con más detalle la génesis de la subjetividad moderna a partir de la vinculación de las prácticas religiosas y los procesos emocionales.
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Notas
[1] Segunda Carta a los Corintios 7:10.
[2] Cfr. Martínez Guerrero, Luis, Tecnologías del yo, afectividad y gramáticas del autogobierno en los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola (1491-1556). Un hito en la genealogía de la subjetividad moderna. Tesis doctoral no publicada, 2015.
[3] Cfr. Foucault, Michel, The Government of Self and Others: Lectures at the College de France, 1982-1983, London, Picador, 2011. Consultar igualmente Foucault, Michel, Nietzsche, la Genéalogie et l´Histoire, Paris, Presses Universitaires de France, 2008.
[4] Foucault sostiene que los siglos XVI y XVII aparecen como la época con la que mayor virulencia se extiende la cuestión del gobierno: de las almas, de los súbditos, de uno mismo, etc.; temas todos ellos, estrechamente vinculados con la pastoral cristiana.
[5] Cfr. Delumeau, Jean, El catolicismo de Lutero y Voltaire, Barcelona, Labor, 1973.
[6] Así pues, podemos trazar una genealogía de esta cuestión presente en la ética y retórica aristotélica, las filosofías terapéuticas romanas (Estoicismo), el Paleocristianismo (Padres del desierto, Filocalia, Agustín, Abelardo, Anselmo), y muy especialmente en la orden franciscana (Buenaventura, Escoto, Ockham), el Erasmismo y la Devotio Moderna; diversidad de influjos que cristalizarán en la antropología jesuita.
[7] En cuanto a la predicación, tanto los protestantes como los católicos fueron herederos de un despertar por la influencia de la palabra en la movilización de las creencias, que comenzó con las órdenes mendicantes en el siglo XIII, y que se fue incrementando exponencialmente desde finales del siglo XV.
[8]Cfr. Kennedy, George A, Classical rhetoric and its Christian and secular tradition, from antiquity to the present day, Carolina (USA), The University of North Carolina Press, 2003.
[9] Cfr. Herrero Salgado, Félix, La oratoria sagrada en los siglos XVI y XVII, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1996.
[10] Cfr. Herrero Salgado, Félix, La oratoria sagrada en los siglos XVI y XVII. Vol. III: La predicación en la Compañía de Jesús, Madrid, Fundación Universitaria Española, 2001.
[11] Cfr. Chinchilla Pawling, Perla, De la Compositio loci a la república de las letras. Predicación jesuita en el siglo XVIII novohispano, México, Universidad Iberoamericana, 2004.
[12] Cfr. Barthel, Manfred, The Jesuits. History and Legend of the Society of Jesus, New York, William Morrow and Company, Inc, 1984.
[13] Esta persuasión se llevaba a cabo imitando la técnica de los Ejercicios denominada “composición de lugar” (compositio loci). Básicamente, ésta consistía en que el ejercitante, antes de meditar, debía imaginar el espacio físico de la meditación (por ejemplo, imaginarse delante de Cristo en la Pasión). Esto implicaba hacer presente a los sentidos el espectáculo de lo ominoso del pecado y lo terrible del castigo, al lado de las imágenes de lo virtuoso, camino de la salvación.
[14] De hecho, surgió un género teatral estrechamente ligado con el sermón que fue muy cultivado en el Siglo de Oro por autores como Calderón de la Barca (1600-1681), denominado “auto sacramental”.
[15] Cfr. Bailey, Gauvin Alexander, “Le style jesuit n’existe pas: Jesuit Corporate Culture and the Visual Arts”. En J. W. O´ Malley, G. A. Bailey, S. Harris & F. Kennedy (eds), The Jesuits. Cultures, Sciences, and the Arts 1540-1773, pp. 38-89, Toronto, University of Toronto Press, 1999.
[16] Pero si el fiel no iba al templo, entonces toda esta parafernalia se sacaba a la calle. Un ejemplo paradigmático de ello, son las procesiones de Semana Santa, que sin duda reúnen lo más característico de la religiosidad barroca, la teatralidad, manifestada en una intensa expresión de los sentimientos. Su principal elemento es el paso, un grupo de figuras colocadas sobre una plataforma que escenifican episodios de la Pasión, como si fuese un melodrama en su momento crucial. El espectáculo ejercía un fuerte impacto emocional, por el tamaño natural de las figuras y su disposición escenográfica, el esmero en el atavío, el maniqueísmo moral de sus figuras y el cruel tremendismo del ambiente.
[17] Las imágenes sagradas de la iglesia describen un circuito que es presumiblemente también el de la palabra en la pieza homilética. En otras palabras, el registro plástico funciona metafóricamente como sermón visual y topográfico. La estética postridentina se basa en una interrelación palabra/imagen. Por este motivo, no es casual que los tratados de oratoria y pintura se asemejen profundamente en sus fundamentos teóricos e ideológicos. Ver González García, Juan Luis (2015). Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Madrid, Akal, 2015.
[18] Cfr. Van Engen, John, Devotio Moderna. Basic writings, New York, Paulist Press, 1988.
[19] Cfr. Chinchilla Pawling, Perla 2004.
[20] Cfr. Shuger, Debora, “The Philosophical Foundations of Sacred Rhetoric”. En J. Corrigan (ed), Religion and emotion: Approaches and interpretations, pp. 115-132, Oxford, UK, Oxford University Press, 2004.
[21] Cfr. Rodríguez de la Flor, Fernando, Era melancólica. Figuras del imaginario barroco, Barcelona, Medio Maravedí, 2007.
[22] Ver Herrero Salgado, Félix 2001.
[23] Barcia y Zambrana, Despertador cristiano de sermones doctrinales, 1687, p. 11.
[24] Cfr. Bartra, Roger, Melancholy and Culture: Diseases of the Soul in Golden Age Spain, Wales, University of Wales Press, 2008.
[25] William Blake, The Grey Monk, 1972, p. 12.
[26] Cfr. Christian, William A, “Provoked Religious Weeping in Early Modern Spain”. En J. Corrigan (ed) Religion and Emotion. Approaches and Interpretations, New York, Oxford University Press, 2004. Es curioso encontrar en los tratados espirituales en uso durante el siglo XV y XVI, secciones bastante amplias acerca de la amplia tipología de lágrimas devocionales, generalmente clasificadas de acuerdo a su idoneidad y preferencia, para que el devoto supiera evaluar y discernir el propio estado emocional en el que se encontraba su alma (CSIC, 1951).
[27] Cfr. Hoystad, Ole, A History of the Heart, London, Reaktion Books, 2007.
[28] Cfr. Rodríguez de la Flor, Fernando, Mundo simbólico. Poética, política y teúrgia en el Barroco hispano, Madrid, Akal, 2012.
[29] Los jesuitas hablan de operar un cambio en la sensibilidad de los fieles como la que proponía San Ignacio en los Ejercicios Espirituales. Literalmente hablan de “transformar los corazones” mediante una teología de la afectividad.
[30] Se trata, en definitiva, del así denominado “don de lágrimas” (gratia lachrymarum).
[31] De hecho, la temática pictórica principal de esta época se divide en dos tendencias principales: 1) la Pasión y muerte de Cristo; 2) el arrepentimiento y martirio de santos como San Pedro, María Magdalena, o San Gerónimo: todos ellos representados con muchos llantos en una actitud triste y devota. A este respecto, pueden verse los cuadros de Velázquez (1599-1660), Zurbarán (1598-1664), Murillo (1617-1682), o Coello (1642-1693).
[32] Se cultiva una psicología de la ascesis privilegiando la tensión interiorizada que convierte al alma en un “teatro” de renuncias espectaculares y luchas extremadas y agónicas.
[33] El predicador y el confesor eran la misma figura: se destacaban por su habilidad en el uso de la palabra, en la capacidad transformadora del lenguaje (prefigura del psicoterapeuta, que oye y da consejo sobre lo que hay que hacer). Ver Loredo, José Carlos y Blanco, Florentino, La práctica de la confesión y su génesis como tecnología religiosa. En L. Martínez-Guerrero (ed.) Psicología de la religión: nuevas aproximaciones socio-culturales, Estudios de Psicología 32(1), pp. 85-101, 2011. A este respecto ver González Polvillo, Antonio, El Gobierno de los otros: Confesión y control de la conciencia en la España Moderna, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2010a.
[34] De hecho, los jesuitas dicen que lo que se siembra en la predicación se recolecta en la confesión: esto cierra el círculo de un sistema de control de las conciencias propio del poder pastoral.
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