Depresión y melancolía: un análisis desde la teoría crítica

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Depresión y melancolía: un análisis desde la teoría crítica

 

Resumen

El artículo examina la transición que se da entre el siglo XIX y XX del concepto de melancolía al de depresión. La hipótesis es que los cambios producidos en el estudio de la melancolía son producto de un proceso en el que la racionalidad ilustrada —caracterizada por Adorno y Horkheimer— desestima la influencia que los factores sociales producen en el surgimiento de la melancolía. De este modo, privilegia una perspectiva que enfatiza en el análisis de la realidad observable de los objetos científicos, que despoja de al melancólico de su interioridad mental y posibilita que se le pueda tratar como mercancía, como un simple eslabón en la cadena de las relaciones comerciales.

Palabras clave: melancolía, depresión, psiquiatría, Adorno, Horkheimer, teoría crítica.

 

Abstract

This article examines the transition, which occurs between the nineteenth and twentieth centuries, from the concept of melancholy to that of depression. The hypothesis is that the changes produced in the study of melancholy are the product of a process in which the illustrated rationality —as characterized by Adorno and Horkheimer— dismisses the influence of the social factors in the emergence of melancholy. In this way, it privileges a perspective that emphasizes the analysis of the observable reality of the scientific objects, which strips the melancholic from its mental interiority and enables it to be treated it as a commodity, as a simple link in the chain of commercial relations.Keywords: melancholy, depression, psychiatry, Adorno, Horkheimer, critical theory.

 

La melancolía es una, pero se dice de muchas maneras

Pocas nociones en la historia del pensamiento occidental han sido objeto de tantas y tan dispares definiciones como la melancolía. Desde las teorías hipocráticas hasta la psiquiatría contemporánea, desde el pensamiento aristotélico, el psicoanálisis o el desgarramiento místico, la melancolía ha propiciado lecturas múltiples: Diderot la definió como “[…] el sentimiento habitual de nuestra imperfección”;[1] para Kant era uno de los dos defectos que obstaculizan la facultad cognoscitiva;[2] Víctor Hugo escribió que la melancolía es la dicha de los tristes;[3] Robert Burton la definió como un miedo y pesar sin causa;[4] Aristóteles la relacionó con el genio;[5] y los cristianos con el pecado original.

Tantas ideas se han expresado al respecto que parece imposible no sospechar del término. Robert Burton afirmó que “[…] the tower of babel never yielded such confusion of tongues as this chaos of melancholy symptoms”.[6] De hecho, hasta antes del siglo XX era común que concepciones aparentemente antitéticas de la melancolía pudieran coexistir en un mismo periodo. Por ejemplo, en la época clásica la caracterización positiva de la melancolía que Aristóteles creó con su teoría del genio melancólico coexistía con la visión patológica que postulaba la teoría hipocrática, sin que esto implicara un inconveniente para los griegos. Sin embargo, a mediados del siglo XIX se comenzaron a gestar una serie de cambios en el ámbito de la medicina y la psicología que producen una caracterización dogmática de la melancolía. Como resultado, este término es remplazado por el de depresión, con ello, produce un cambio paradigmático en la forma en que esta problemática es abordada. Con este trabajo se propone analizar cuáles son las causas que producen estas transformaciones y qué consecuencias tiene esto en el ámbito social y del conocimiento. Se busca comprobar que el surgimiento del concepto de depresión es resultado de un proceso en el que la racionalidad ilustrada — tal como es concebida por Adorno y Horkheimer— genera, en el seno de la psiquiatría, estructuras represivas que contribuyen a la reificación del sujeto, que despoja a este de su vida interior al concebirlo como simple materialidad biológica.

 

El surgimiento de la depresión

En la actualidad el término melancolía ha sido relegado a los estudios literarios y filológicos para ser remplazado en el campo de la medicina por el concepto de depresión. El diagnóstico de la depresión hace su aparición a finales del siglo XIX en los escritos psiquiátricos de la época, que en primera instancia se define como uno de los síntomas determinantes del trastorno melancólico. Hacia 1860 el doctor Charlemencier escribe que el sentimiento más determinante y consciente de la melancolía es la depresión de los espíritus. Dos años después en el diccionario de piscología médica editado por Tuke, se habla de una condición en la cual la depresión de los sentimientos es acompañada por delirios.[7]

Es en el trabajo del médico alemán Emil Kraepelin, considerado como el fundador de la psiquiatría científica moderna y de la psicofarmacología, en el cual se aprecia con más claridad la transición del concepto de melancolía hacia la depresión. Kraepelin se encargó de realizar una clasificación exhaustiva de todos los trastornos mentales de su tiempo. Esta taxonomía se puede considerar como el principal antecedente del DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), que en la actualidad constituye el principal referente para el diagnóstico de las enfermedades mentales. En la primera edición del libro, Kraepelin utilizó el término periodic-psychoses para referirse a una serie de condiciones afectivas entre las que incluía la melancolía. En la sexta edición de su manual, The-text-book, el término periodic-psychoses sería remplazado por maniac-depresiv-psichoses, que incluían cinco tipos de melancolía divididas, principalmente, según su gravedad. Al publicarse la octava edición del libro, entre 1905 y 1913, la depresión dejó de ser simplemente un síntoma de la melancolía para convertirse en el nombre principal del trastorno.[8]

Sin embargo, no fue Kraepelin el principal responsable de la popularización del nuevo diagnóstico. Hizo falta la intervención de las farmacéuticas para que el diagnóstico de depresión remplazara definitivamente al de melancolía en el ámbito clínico.

El mercado de los tranquilizantes suaves se colapsó en los sesenta, después de que se divulgaran sus propiedades adictivas, y por ello hubo que popularizar una nueva categoría diagnóstica (y un remedio para ella) para justificar y atender el malestar de las poblaciones urbanas; y las nuevas leyes sobre ensayos médicos favorecieron una concepción simplista, discreta de lo que era la enfermedad. Como resultado, las farmacéuticas manufacturaron una idea de enfermedad y de cura al mismo tiempo.[9]

En este sentido, el concepto de depresión no se origina solamente en el seno de la psicología positivista, sino que es ante todo resultado de la influencia que el libre mercado ha ejercido en las ciencias médicas. Ya en la cuarta edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales no se realiza ninguna mención de la melancolía y la depresión ha quedado dividida en varías subcategorías conformadas por: trastorno depresivo mayor, trastorno distímico y el trastorno depresivo no especificado. Estas categorías, a su vez, guardan una estrecha relación con otros trastornos del estado de ánimo, como los trastornos bipolares. En realidad, todas estas divisiones representan formas particulares de lo que en otras épocas se nombraba con el título más general de melancolía.

Aunado a ello, vemos cómo en las últimas décadas hay un aumento alarmante en el diagnóstico de la depresión, a principios de este siglo la Organización Mundial de Salud (OMS) estimaba que para el año 2010 la depresión se convertiría en el mayor problema de salud pública, únicamente detrás de las enfermedades cardiacas, al afectar entre 25% y el 45% de la población adulta, con un incremento en niños y adolescentes. En 1950, sin embargo, se estimaba que la depresión afectaba solo al 0.5% de la población.[10]

Este cambio de terminología que se opera en la transición del siglo XIX al XX y se popularizó en la década de los sesenta podría parecer a simple vista solo una transformación de orden semántico; sin embargo, la aparición del término depresión representa la culminación de un proceso que inicia en la modernidad, el cual la ciencia se convierte en la única forma válida de conocimiento. Entre el siglo XVI y XVII el surgimiento del método científico influyó a la psiquiatría. Ésta comenzó a enfatizar la distinción entre la realidad humana y la realidad observable y medible de los objetos científicos. Como resultado, la razón se convirtió en el único medio válido para conocer una realidad que se consideraba objetiva y libre de prejuicios; en oposición a los sentimientos y las pasiones que eludían el análisis racional y control de los sujetos.

 

La melancolía y la dialéctica del iluminismo

Como ya se había mencionado, no sería hasta el siglo XX que la descripción fisiológica de la melancolía se establecería definitivamente como la visión predominante. El auge de este diagnóstico en la sociedad contemporánea puede ser interpretado en diversos sentidos. Se podría argumentar, y de hecho esta parece ser la visión predominante, que el aumento de los casos de depresión se debe simplemente al hecho de que los avances científicos han permitido diagnosticar con mayor facilidad la enfermedad. Sin embargo, un análisis más detallado nos revela que el surgimiento del término depresión a finales del siglo XIX fue resultado de un proceso en el cual se buscaba equiparar los problemas psicológicos con los demás problemas de salud, al reducir los primeros a la categoría de anomalías biológicas.

La depresión aquí es concebida como un problema biológico, parecido a una infección bacteriana. La cual requiere un remedio biológico específico. Los pacientes deben ser devueltos a sus estados anteriores productivos y felices. En otras palabras, la exploración de la interioridad humana está siendo remplazada con una idea fija de higiene mental. Hay que eliminar el problema más que comprenderlo.[11]

Por lo tanto, el desuso del concepto de melancolía revela que el conocimiento en el mundo contemporáneo está condicionado por una perspectiva que concibe no solo al ser humano, sino a la realidad —en general— en términos mecanicistas, que desdeña el papel que desempeña el mundo simbólico en la conformación de nuestro entorno.

El auge de la depresión, en una sociedad que parece regir hasta sus aspectos más triviales a partir de las necesidades que el libre mercado le impone, es sintomático. Por una parte revela cómo la visión mecanicista que el cientificismo actual impone en el terreno del conocimiento es la más adecuada para satisfacer las demandas del capital. En la década de los sesenta las farmacéuticas requerían de estudios que justificaran la desmedida venta de medicamentos, era fácil echar mano del reduccionismo biológico que desde el siglo XIX imperaba en el análisis de las enfermedades mentales, porque esta perspectiva posibilita una concepción de lo humano que reduce al individuo a la mera categoría de objeto, despojándolo de toda su interioridad mental y para tratarlo como mercancía, como un simple eslabón en la cadena de las relaciones comerciales.

En consecuencia, se puede pensar que la melancolía es una forma de resistencia en una sociedad alienante que valora sus individuos solo en la medida en que pueden comportarse como miembros productivos, o lo que es lo mismo: engranajes eficientes en la producción de las mercancías.

Dado que en las sociedades industriales se ve a los humanos como unidades de energía, éstos opondrán resistencia sean conscientes de ello o no. Así, mucho de lo que se considera hoy depresión puede ser entendido como la antigua histeria, en el sentido de un rechazo a las formas presentes de autoridad y dominio. Cuanto más insista la sociedad en valores de eficiencia y productividad económica, más prolífera la depresión como una consecuencia necesaria.[12]

La posición del melancólico en la sociedad contemporánea se asemeja a la de aquel personaje de un relato de Herman Melville: Bartleby, el escribiente, quien a cada petición de su patrón y de las personas a su alrededor respondía siempre “preferiría no hacerlo”. La negativa a la acción del personaje ante las demandas de su entorno social llega a tal extremo, que el pobre escribiente termina por morir de inanición.

El cuento de Melville sirve como espejo de una sociedad la cual pareciera que la melancolía es la última respuesta que le queda oponer al individuo ante las devastadoras demandas de un entorno que se empeña en cosificarlo. Tal como, Bartleby es uno de los primeros representantes del nuevo tipo de hombre creado por la modernidad. Podemos encontrar múltiples ejemplos en la literatura moderna de este tipo de sujeto, personajes como Meursaul en El extranjero o Gregorio Samsa de La metamorfosis son representantes de una visión del mundo en el cual cada acción se revela en sí misma como privada de significado. La literatura moderna ha tenido la labor de desmentir el ideal de progreso, no es casualidad que mientras en el siglo XX los regímenes fascistas y totalitarios se empeñaban en proclamar una visión triunfal de la historia, la literatura se tornaba cada vez más melancólica, desencantada del proyecto moderno. Desde Los lanzallamas hasta 1984, la narrativa de los últimos siglos tiene como eje común la decepción.

Esas palabras del pálido escribiente de Melville “preferiría no hacerlo” se nos aparecen como un presagio que contenía ya toda la angustia del hombre de nuestro tiempo. Después del fracaso de las revoluciones del siglo XX, del holocausto y el ascenso del capitalismo como sistema hegemónico, el “preferiría no hacerlo” pareciera ser el credo de nuestra época. La negativa a la acción que se enuncia en esta frase es una manera de resistir a los valores de productividad y eficiencia que el entorno pretende imponer sobre los sujetos. Al remplazar la melancolía por el concepto de depresión se oculta una de las verdaderas fuentes de la enfermedad: la insatisfacción generalizada ante un sistema que cosifica al humano.

La depresión en su concepción contemporánea surge en detrimento de la idea de melancolía, es la culminación de un largo proceso con el que el pensamiento ilustrado “[…] pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante la ciencia”.[13] Este proyecto, que representa la esencia misma de la modernidad, se fundamenta en la búsqueda de una utopía en la que los hombres se organizarán libremente, más allá de sus diferencias incidentales, para tener como meta común el interés mutuo que se representa en el concepto de razón. Se esperaba que la racionalidad científica pudiera liberar al hombre del yugo del pensamiento teocrático y de la naturaleza, para esto era necesario primero la creación de un yo trascendental, supraindividual, es decir cartesiano, por tanto que la sociedad pudiera reconocer el interés común a cada uno de sus miembros. El yo trascendente se convertiría con el paso del tiempo en una especie de molde al que cada sujeto tiene la obligación de adaptarse.

Con ello se creó la idea de sanidad mental en las instituciones psiquiátricas, como referencia la noción un yo supraindividual que catalogará a los distintos sujetos. De tal forma que se considera enfermas a aquellas personas que no se adecúen a la idea de del yo que se ha establecido. La dificultad de esta doctrina radica en el hecho de que, como lo mencionan Adorno y Horkheimer[14] los distintos sujetos de la sociedad, que se conciben como portadores de una sola y misma razón, se hallan inmersos en contradicciones reales. Sin embargo, el pensamiento ilustrado tiende a hacer caso omiso de estas contradicciones que, en cierta forma, representan la fuente misma de la división de clases, porque para subsistir no puede reconocer que la razón, es decir el sujeto, tiene un límite.

Esta deificación del sujeto tenía en su génesis principalmente la intención de instituir al hombre como dueño y gobernante del mundo natural,[15] para tal propósito se requería, antes que nada, que el hombre arrancara de sí todos aquellos aspectos de su persona que no se dejaran reducir a la razón. De tal forma, para poderse forjar un yo capaz de gobernar la realidad, el ser humano no solo tuvo que reprimir en él cualquier indicio de irracionalidad, sino que también se vio obligado a proyectar sobre la naturaleza la misma sombra de esa racionalidad, ocultando de su vista cualquier aspecto de la realidad que sobrepasara las limitaciones del pensamiento ilustrado.

Se trataba, en fin, de que la percepción entera estuviera modelada según la imagen del sujeto; sin embargo, ya para el siglo XIX, Kraepelin emprendió su clasificación de las distintas enfermedades mentales y acuñó el término de depresión, el sujeto cartesiano se había visto reducido de la noción de una entidad cognoscente, de manera que la razón tiene su residencia, a la mera concepción de un conjunto de procesos fisiológicos que determina a los individuos. De tal manera que el yo supraindividual, que debía servir como referente para la organización social en el proyecto ilustrado, queda degradado a la categoría de simple materia orgánica, la cual ni siquiera la razón desempeña un papel decisivo. Puesto que, el yo supraindividual que sirve cómo modelo a la psiquiatría contemporánea para dividir a los individuos entre cuerpos depresivos y sanos, no se diferencia en nada de la planta que los botánicos estudian. Es el sujeto totalmente desencantado que buscó desde sus albores la ilustración, emancipado por completo de la mitología y la imaginación, un sujeto que ya ni siquiera requiere del lenguaje para darse a conocer. “El sí mismo, completamente atrapado por la civilización, se disuelve en un elemento de aquella inhumanidad a la que la civilización trato de sustraerse desde el comienzo”.[16]

Cuando en el siglo XIX se comienza a privilegiar el diagnóstico de la melancolía basado en signos, es decir basado en elementos cuantificables, en detrimento del diagnóstico sustentado en síntomas, o lo que es lo mismo sustentado en el lenguaje, lo que en realidad se buscaba era la creación de una identidad humana que no guardara ningún misterio para los médicos, que pudiera ser conocida (dominada) hasta en su más mínimo aspecto. Solo podría conseguirse al expulsar al lenguaje del yo del hombre, pues la racionalidad contemporánea siempre cataloga cualquier aspecto de la experiencia humana que no se someta por completo a su escrutinio como una superstición que debe erradicarse para que la marcha del progreso científico prosiga ininterrumpida.

Qué lejos se encuentra la concepción del sujeto postulada por la psiquiatría contemporánea, del ideal ilustrado del sujeto racional: mientras que se buscaba que la naturaleza entera fuera modelada por el sujeto cognoscente; la psiquiatría contemporánea ha reducido la noción del individuo a la imagen más elemental de la naturaleza: a una serie de reacciones químicas y procesos fisiológicos, a partir de los cuales, se clasifica a los individuos en sanos y enfermos. El hombre que la ilustración pretendía erigir en amo de la naturaleza devino en la psiquiatría como su esclavo. Podría parecer, a simple vista, que estas dos concepciones del sujeto son antitéticas y, sin embargo, la psiquiatría radicalizado hasta sus últimas consecuencias el proyecto de la ilustración, en tanto que “[…] todo intento por quebrar la coacción natural quebrando a la naturaleza cae más profundamente en la coacción que pretendía quebrar”.[17]

Se puede observar, como el concepto contemporáneo de depresión es un claro ejemplo de la dialéctica de la ilustración, denunciada por Adorno y Horkheimer, que tiene como finalidad la desmitologización del mundo. Lo problemático de esta búsqueda ilustrada es que en su afán de conocer la realidad en su totalidad, limpiándola de cualquier rastro de superstición, termina por denunciar como mitología incluso al lenguaje mismo, y con él, también la racionalidad que servía de sustento a la doctrina cartesiana, en tanto no se deja aprehender por completo a través del método científico.

La Ilustración se relaciona con las cosas como el dictador con los hombres. Este los conoce en la medida en que puede manipularlos. El hombre de la ciencia conoce las cosas en la medida en que puede hacerlas, de tal modo, el en sí de las mismas se convierte en para él. En la transformación se revela la esencia de las cosas siempre como lo mismo: como materia o substrato de dominio. [18]

La psiquiatría demuestra cómo en su afán de dominio sobre la realidad el hombre ilustrado termina por reducirse a sí mismo a la categoría de cosa y por lo tanto a materia o substrato de dominio. Por consiguiente, en el tránsito del término melancolía al de depresión se cumple el destino de la ilustración que en un primer momento pretendió volver al sujeto soberano de la naturaleza y terminó por volverlo cosa: materia viva, pero inerte que debe ser catalogada para dominarla mejor.

La depresión corresponde a una lógica de la racionalidad por lo que el conocimiento y la domesticación del sujeto son finalidades intercambiables. Desde esta perspectiva el hombre, para ser conocido completamente, tiene que ser despojado antes de su diferencia, para que pueda igualarse por completo a la imagen del yo abstracto que representa el ideal de la sanidad mental. De tal suerte que todos los individuos se convierten en engranajes intercambiables en la maquinaria de la industria capitalista. “El individuo queda ya determinado solo como cosa, como elemento estadístico, como éxito o fracaso. Su norma es la conservación, la acomodación lograda o no a la objetividad de su función y a los modelos que le son fijados”.[19] No es casualidad que el positivismo, el heredero más prominente de la racionalidad científica, se convirtiera en el principal abanderado del pensamiento burgués en tanto que ambos tienden a la reificación de lo humano en la forma de la mercancía o del sujeto genérico que postula la medicina.

El positivismo […] ha eliminado incluso la última instancia interruptora entre la acción individual y la norma social. El proceso técnico en que el sujeto se ha reificado tras su eliminación de la conciencia está libre de la ambigüedad del pensamiento mítico como todo significado en sí, pues la razón misma se ha convertido en simple aparato auxiliar del aparato económico omnicomprensivo.[20]

Detrás de todas estas elucubraciones cientificistas, que se sustenta el concepto de depresión, se oculta un miedo insoportable hacia el misterio. El hombre ilustrado no puede soportar que algo le sea desconocido, tiene que ejercer en todos los ámbitos de su conciencia un dominio constante, todo lo que se escapa al control de su racionalidad le aterroriza y no hay nada que le resulte más misterioso, más impenetrable, que el hombre mismo. Del mismo modo que la iglesia cristiana instituyó el rito de la confesión para que los feligreses no pudieran guardar ningún secreto ante la autoridad eclesiástica, la ciencia moderna ha instituido la psiquiatría para que clasifique y domestique a los individuos, para que elimine cualquier rastro de diferencia entre un sujeto y otro de manera que pudiera ocultarse el más mínimo misterio. “[…] a través de la mediación social total […] los hombres son reducidos […] a simples seres genéricos iguales entre sí por asilamiento en la colectividad coactivamente dirigida”.[21]

En la psiquiatría se cumple de manera eficaz el instinto de manada y de resentimiento que Nietzsche denunciaba en los valores cristianos y democráticos, cuya finalidad es nivelar las diferencias entre los individuos haciéndolas descender hasta el mínimo común denominador. Al igual como los clérigos predican la doctrina del resentimiento para destruir el pathos de la diferencia entre los hombres, los psiquiatras pretenden reducir la exuberancia de la vida humana a procesos fisiológicos que deben ser regulados a través los barbitúricos. El cristianismo había dejado, por lo menos, una instancia simbólica para que el hombre se expresara y disintiera de él, de ahí que fuera posible la rebelión luterana; la farmacología contemporánea no concede, ni siquiera, esta endeble libertad para que el “enfermo” resista sus embates.

El pensamiento psiquiátrico está unido desde sus comienzos con la represión del individuo singular. Hasta antes del siglo XVIII la noción de enfermedad mental constituía un campo homogéneo, conformado por categorías imprecisas, como la manía, el furor o la melancolía, aún distantes de la clasificación exhaustiva de los distintos tipos de patología mental que se conoce hoy en día. Para que la noción de enfermedad mental evolucionara hasta su estado actual fue necesario que se comenzara con el aislamiento de los pacientes.

La conciencia de la locura no ha evolucionado en el marco de un movimiento humanitario que poco a poco la hubiera aproximado a la realidad humana del loco, a su forma más próxima y lastimosa; tampoco ha evolucionado bajo la presión de una necesidad científica, que la hubiera hecho más atenta, más fiel a lo que la locura pueda decir de sí misma. La conciencia de la locura ha cambiado lentamente, y lo ha hecho en el espacio, real y artificial a la vez, del confinamiento. […] Si los locos llegan a estar aislados, si la monotonía del insensato se divide en especies rudimentarias, no es gracias a ningún proceso médico o a algún acercamiento humanitario. Es en el fondo mismo del confinamiento donde nace ese fenómeno; es a él a quien hay que preguntar cuál es esa nueva conciencia de la locura.[22]

Por lo que se refiere, el surgimiento de la clasificación de las enfermedades mentales que conllevó en su origen el concepto de depresión es inseparable del fenómeno del confinamiento, de tal forma que el análisis psiquiátrico está impedido desde un principio para considerar al paciente como un sujeto social, expuesto a las influencias del medio en el que se desarrolla. En la cuarta edición del DSM menciona, por ejemplo, que en Estados Unidos uno de los primeros intentos por reunir información para la clasificación de las enfermedades mentales fue en 1917 “[…] el Committee on Statics of The American Psychiatric Association […] diseñó un plan adoptado por oficinas de censo para reunir datos estadísticos uniformes de los diversos hospitales mentales”.[23] De tal suerte que la concepción de trastorno mental en la psiquiatría contemporánea estadounidense también se gestó en el espacio de la reclusión, sin tomar en cuenta los factores sociales que intervienen en el fenómeno.

A pesar de que la psiquiatría en los últimos tiempos intenta desarrollar una visión menos reduccionista de los trastornos mentales, es incapaz de integrar efectivamente en su análisis los factores sociales que intervienen en la conformación de la psique del “sujeto enfermo”, por ejemplo en el DSM IV se aclara “Ni el comportamiento desviado (político, religioso o sexual) ni los conflictos entre el individuo y la sociedad son trastornos mentales, a no ser que la desviación o el conflicto sean síntomas de una disfunción”.[24] Es evidente que esta precisión realizada en el Manual de diagnóstico tiene como principal intención evitar estigmatizar conductas de disidencia social, para que la psiquiatría se deslinde de las acusaciones de ser una disciplina represiva que a menudo se realizan en su contra; sin embargo, lo único que consigue es revelar la resistencia de la psicología positivista al explícitar los vínculos entre la noción de trastorno mental y el malestar social.

De hecho, el positivismo contemporáneo ha retrocedido por perder los avances que se habían conseguido en este terreno en los siglos pasados, contrario a lo que se piensa comúnmente en el siglo XVIII los positivistas estaban más dispuesto que hoy en día a reconocer el vínculo inherente entre las enfermedades mentales, la sociedad y la historia.

Fácilmente tenemos la impresión de que la concepción positivista de la locura es fisiológica, naturalista y anti-histórica y que han sido necesarios el psicoanálisis, la sociología y ni más ni menos que la “psicología de las culturas” para sacar a la luz el nexo que secretamente podía tener la patología de la historia con la historia. De hecho, era una cosa claramente establecida a finales del siglo XVIII: desde esta época la locura estaba inscrita en el destino temporal del hombre; era la consecuencia y el rescate del hecho de que el hombre, por oposición al animal, tuviera una historia.[25]

Sin embargo, en la actualidad raramente se admite en la psiquiatría la conexión entre el trastorno mental y, lo que Freud llamó, “el malestar de la cultura”. Es evidente y necesario realizar un análisis minucioso de cuáles son los motivos que han llevado en el ámbito del positivismo al olvido de esta postura, una posible hipótesis es que, en la medida en que el positivismo se constituyó como la ideología oficial le fue necesario eludir en sus análisis la conexión entre cultura y trastorno mental, porque la aceptación de dicho vínculo implica, ineludiblemente, una crítica de los poderes establecidos a cuyo servicio el positivismo ha prevalecido sobre las demás doctrinas.

De tal suerte que, para la literatura médica de la actualidad la enfermedad depresiva se presenta con los mismos rasgos en todos los individuos, sin importar las peculiaridades del medio social en el que se desarrollan; sin embargo, estudios recientes demuestran como la sintomatología de la melancolía/depresión varía según el entorno, en el caso de la sociedad japonesa se ha observado como los síntomas físicos de los pacientes con depresión difieren radicalmente de aquellos que se presentan en las sociedades occidentales, incluyendo malestares como el vértigo y la jaqueca.[26]

Es cierto que en el mundo contemporáneo no se suele recluir a los sujetos que son catalogados como depresivos en centros médicos, de hecho el tratamiento farmacológico al que son expuestos tiene como principal finalidad su reincorporación a la economía productiva, por lo que podría suponerse que la psiquiatría comienza a incorporar una visión social en sus tratamiento; sin embargo los procedimientos médicos que se establecieron en los siglos XVIII y XIX, en el entorno del aislamiento, para definir y separar a las patologías mentales, ejercen gran influencia aún en la actualidad. En realidad, los parámetros básicos con los que se estudia al sujeto en la psicología positivista contemporánea quedaron establecidos ya desde estos siglos, de tal forma que ya no se requiere ni siquiera el aislamiento del enfermo para ejercer control sobre él.

En las últimas décadas se asiste a una especie de relajamiento de las estructuras coercitivas que en tiempos anteriores ejercían una disciplina férrea sobre los pacientes mentales, el caso de la depresión resulta ejemplar en este sentido: en lugar de ser aisladas y perseguidas las personas que sufren este padecimiento se someten al tratamiento farmacológico por voluntad propia, se les incita para que consuman medicamentos que les permitan desempeñar sus trabajos de la forma más eficiente posible, sin que su enfermedad interfiera en lo más mínimo con su productividad. Tales cambios en los tratamientos psiquiátricos de la actualidad, lejos de significar un mayor margen de libertad para los enfermos mentales o la desaparición de las estructuras disciplinarias, es resultado de las necesidades que el libre mercado impone en el ámbito del tratamiento psiquiátrico: para que los enfermos formen parte del sector productivo de la sociedad que contribuye a incrementar la riqueza y, por ende, debe limitarse su aislamiento.

En consecuencia, se pasa a una nueva concepción en la cual el enfermo deja de ser visto como objeto de dominio y deviene como recurso económico que debe rehabilitarse para ser explotado adecuadamente. “Convertida nuevamente en esencial para la riqueza, la pobreza debe ser liberada del internamiento y puesta a su disposición”.[27] De este nuevo contexto, el libre mercado carece cada vez más de límites, los enfermos “[…]se convierten en “bajas” según el punto de vista actual, el cual considera a los seres humanos como “recursos” y en el cual una persona es sólo una unidad energética, un paquete de habilidades y competencias que pueden comprarse y venderse en el mercado”.[28]

En consecuencia, si el pensamiento ilustrado creó el ideal de un sujeto racional trascendente, supraindividual, la psiquiatría construyó también la noción de un sujeto depresivo supraindividual. De tal suerte, que no solo los márgenes de la racionalidad quedan bien acotados; sino que la irracionalidad es constreñida, domesticada, con fronteras perfectamente delimitadas para que no pueda salirse de control. En ese sentido, a pesar de que la psiquiatría comenzó a mutar hacia formas aparentemente menos restrictivas, en las que el aislamiento de los pacientes se limita en la medida de lo posible, la manera en que la psicología positivista organiza su conocimiento mantiene su esencia represiva, encaminada a perpetuar las formas de organización social que, bajo una máscara de aparente racionalidad científica, generan y reproducen relaciones de dominación.

En definitiva, tras los anteriormente expuesto, se puede concluir que el surgimiento del concepto de depresión, de mediados del siglo XX terminaría por remplazar al concepto de melancolía, lejos de ser el resultado natural del progreso científico, es producto de un largo proceso de la racionalidad ilustrada que impone una noción de la melancolía genera énfasis en los aspectos observables y medibles del sujeto, lo cual desestima la influencia que los factores sociales desempeñan en el surgimiento del trastorno depresivo. Como resultado de este fenómeno la perspectiva que la psiquiatría aborda el estudio de la melancolía, caracterizada ahora como depresión, genera tratamientos médicos que reproducen estructuras represivas encaminadas a perpetuar el orden establecido y a producir la reificación del sujeto.

Bibliografía

  1. Adorno, Theodor y Horkheimer, Max, Dialéctica de la ilustración, Madrid, Trotta, 2009.
  2. American Psychiatric Association. Manual Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales DSM-IV-TR, Masson, Barcelona, 2002.
  3. Burton, Robert, Anatomía de la melancolía, Madrid, Alianza, 2008.
  4. Foucault Historia de la locura en la época clásica, México, Fondo de Cultura Económica, 1986.
  5. Klibansky, Raymond y Panofsky, Erwin, Saturno y la melancolía, Madrid, Alianza, 2006.
  6. Leader, Darian, La moda negra Duelo, melancolía y depresión, Madrid, Sexto Piso, 2000.
  7. Radden, Jennifer, The Nature of melancholy from Aristotle to Kristeva, New York, Oxford University press, 2002.

 

Notas

[1] Como se cita en Klibansky y Panofsky, Saturno y la melancolía, ed. cit., p. 12.
[2] Como se cita en Radden, The Nature of melancholy from Aristotle to Kristeva, ed. cit., p. 57.
[3] Como se cita en Ibid., p. 108.
[4] Cfr. Burton, Anatomía de la melancolía, ed. cit.
[5] Cfr. Aristóteles, Aristótelese Hipocrates De la melancolía, ed. cit.
[6] Como se cita en Radden, The Nature of melancholy from Aristotle to Kristeva, ed. cit. p. 24.
[7] Ibid., p. 67.
[8] Ibid., p. 74.
[9] Darian Leader, La moda negra Duelo, melancolía y depresión, ed. cit., p. 23.
[10] Ibid., p. 19.
[11] Ibid., p. 280.
[12] Ibid., p. 26.
[13] Adorno y Horkheimer, Dialéctica de la ilustración, ed. cit., p. 59.
[14] Idem.
[15] “En cuanto señores de la naturaleza, el Dios creador y espíritu ordenador se asemejan. La semejanza del hombre con Dios consiste en la soberanía sobre lo existente, en la mirada de patrón, en el comando.” Ibid., p. 64.
[16] Ibid., p. 84.
[17] Ibid., p. 82.
[18] Ibid., p. 66.
[19] Idem.
[20] Idem.
[21] Ibid., p. 89.
[22] Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, ed. cit., p. 91.
[23] American Psychiatric Association, Manual Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales DSM-IV-TR, ed. cit., p. XVII.
[24] Ibid., p. 23.
[25] Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, ed. cit., p. 42.
[26] Cfr. Radden, The Nature of melancholy from Aristotle to Kristeva, ed. cit.
[27] Michel Foucault, Op.Cit., ed. cit., p. 114.
[28] Darian Leader, La moda negra Duelo, melancolía y depresión, ed. cit., p. 10.

 

 

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