El mal y la potencia

El mal y la potencia

Trad. Maria Konta

La pandemia es algo malo, he ahí un punto sobre el cual hay poca discusión.[1] Ciertamente, se encuentran algunas voces para declarar que no es tan gran cosa. Se señala que las enfermedades ya existentes y las guerras aún en acción están causando muchas más muertes. Este es un argumento extraño porque de ninguna manera reduce la adición de una mortalidad extraordinaria y hasta ahora irreprimible sin una movilización considerable y costosa en todos los aspectos. Otros sostienen que el verdadero mal radica en la servidumbre voluntaria de una sociedad que solo quiere su bienestar y que desencadena una sobreprotección peligrosa tanto estatal como médica. Como si tuviéramos que inventar un heroísmo abstracto, carente tanto de causa como de dimensión trágica.

Por supuesto, nadie niega que este virus plantee o subraye cuestiones serias de la sociedad o incluso de la civilización. Por el contrario, seguimos hablando de ello. Pero como diría Descartes, lo importante es hablar de ello.

Muy a menudo es la palabra “capitalismo” que viene en primer plano. De hecho, no se puede negar la responsabilidad de un sistema de producción y de ganancia que favorezca una expansión continua de dependencias e incluso servidumbres económicas, técnicas, culturales y existenciales. El problema es que la mayoría de las veces parece suficiente pronunciar la palabra “capitalismo” para haber exorcizado al diablo, después del cual reaparecería el dios bueno que se llama, él, “ecología”.

Así, uno olvida que este diablo es muy viejo y que ha proporcionado el motor de la historia del mundo moderno durante al menos siete siglos, configurando y dando forma al mundo. La producción ilimitada de valor de mercado se ha convertido en valor en sí mismo, la razón de ser de la sociedad. Los efectos han sido grandiosos, ha surgido un mundo nuevo. Puede ser que este mundo se esté descomponiendo pero sin proporcionar nada para reemplazarlo. Incluso uno siente tentado a decir “al contrario” cuando vemos prácticas salvajes como el chantaje de una nación en las máscaras de una otra, la huida de un rey que se limitará a 9000 kilómetros de su reino, el anuncio de un culto destinado a proporcionar inmunización divina contra el virus o simplemente quejas histéricas en torno a una hipótesis de tratamiento.

En verdad, lo que está en juego no es solo este o aquel defecto de funcionamiento. Esto es algo que sale mal de manera constitutiva, inherente al curso que el mundo ha tomado o que lo hemos hecho tomar durante mucho tiempo. Y lo que sale mal sin lugar a dudas es, si me atrevo a decir, el orden del mal. El virus no es malo en sí mismo, sino la virulencia de la crisis, sus efectos inmediatos e incluso más predecibles del deterioro de las condiciones más pobres permiten decir que de manera evidente ella reúne las características del mal.

 

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Hay tres formas del mal: la enfermedad, la desgracia, y la maleficencia. La enfermedad es parte de la vida. La desgracia es lo que hace sufrir la existencia (es decir, la vida que se refleja a sí misma) ya sea por enfermedad o por agresión (natural, social, técnica, moral). La maleficencia (que también podría llamarse el maleficio) es la producción deliberada de una agresión o de una enfermedad: ella apunta al ser o a la persona, como uno quisiera decir.

¿Hasta qué punto es deliberada la virulencia actual? Hasta el punto en que su potencia está vinculada o correlacionada con el complejo de sus factores y de sus agentes: es inútil repetir lo que ha sido ampliamente documentado y comentado sobre el desarrollo de las formas virales, las condiciones del contagio ofrecidas por las comunicaciones actuales, proyectos de investigación abiertos durante al menos veinte años y todas las interacciones técnicas, económicas y políticas.

Estos son complejos similares que involucran la contaminación, la destrucción de las especies, el envenenamiento por pesticidas, las deforestaciones, no menos que una buena parte de las hambrunas, migraciones forzadas, condiciones de vida difíciles, empobrecimiento, desempleo y otras formas de descomposición social y moral. Y también es gracias al crecimiento tecnoeconómico que los imperios industriales se han desarrollado por un lado, y las posesiones totalitarias por el otro, desde los más abrumadores hasta los más insidiosos, es decir, desde campamentos de todo tipo hasta granjas de todo tipo y, finalmente, hasta el agotamiento de todo lo que uno llamaba “política”.

La crisis sanitaria de hoy no se produce por accidente después de más de un siglo de desastres acumulados. Ella es una figura particularmente expresiva, aunque menos feroz o cruel que muchos otras— del giro de nuestra historia. El progreso revela una capacidad de malversación largamente sospechada pero ahora probada. Las advertencias de Freud, Heidegger, Günther Anders, Jacques Ellul y muchos otros han quedado en letra muerta, al igual que todo lo que se ha trabajado para deconstruir la suficiencia del sujeto, de la voluntad, del humanismo. Pero hoy tenemos que reconocer que el hombre hace el mal a lo humano y que no deberíamos sorprendernos si un filósofo puede escribir “El mal es el hecho principal” como lo hace Mehdi Belhaj Kacem (y sin que eso nos obligue a compartir su sistema).

El mal siempre ha sido para nuestra tradición un defecto reparable o compensable por las curas de Dios o de la Razón. Pasó por una negatividad destinada a ser suprimida o superada. Pero es el Bien de nuestra conquista del mundo lo que resulta ser destructivo, y por esta misma razón es autodestructivo. La abundancia destruye la abundancia, la velocidad mata la velocidad, la salud arruina la salud, la riqueza misma puede eventualmente arruinarse (sin que nada regresa a los pobres).

 

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¿Cómo hemos llegado allí? Indudablemente hubo un momento en el que lo que había sido una conquista del mundo (territorios, recursos, fuerzas) se transformó en la creación de un mundo nuevo. No solo en el sentido de que esta expresión designó alguna vez a Estados Unidos, sino en el sentido de que el mundo literalmente se convierte en la creación de nuestra tecnociencia que, por lo tanto, sería el dios. Esto se llama omnipotencia. Desde Averroes, la filosofía ha conocido las paradojas de la omnipotencia y el psicoanálisis ha conocido su punto muerto alucinante. Siempre se trata de la posibilidad de limitar ese potencia o no.

¿Qué podría indicar un límite? Quizás la evidencia de la muerte que el virus nos recuerda. Una muerte que sin causa, sin guerra, sin potencia, puede justificar, y que subraya la inutilidad de tantas muertes debido al hambre, el agotamiento, las barbaridades guerreras, los campos de concentración o doctrinarios. Saber que somos mortales no por accidente sino por el juego de la vida y también de la vida del espíritu.

Si cada existencia es única es porque nace y muere. Es porque se juega en este intervalo que es único. David Grossmann escribió muy recientemente, con motivo de la pandemia: “Así como el amor incita a distinguir a un individuo en medio de las masas que cruzan nuestras vidas, la conciencia de la muerte nos provoca el mismo sentimiento.”

Sin embargo, si el mal está manifiestamente vinculado, en sus efectos, a las vertiginosas desigualdades de las condiciones, quizás nada dé una base más clara para la igualdad sino la mortalidad. No somos iguales por un derecho abstracto sino por una condición concreta de la existencia. Sabemos que somos finitos, positiva, absoluta, infinita y singularmente finitos y no indefinidamente poderosos: esta es la única forma de dar sentido a nuestras vidas.

 

Notas

[1] Texto inédito escrito el 4 de abril 2020. El original en francés intitulado “Le mal et la puissance” se transmitió por YouTube, en el canal de “El filósofo en los tiempos de la epidemia”, segunda intervención.

Véanse: https://www.youtube.com/embed/kT7S2ciWz9o?wmode=opaque&showinfo=0

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