Soberbia, es el séptimo y último volumen de la colección universitaria Historia de los afectos. Ensayos de cine y filosofía. Esta colección nació a partir de un proyecto de investigación mucho más amplio, de expectativas del mantenimiento de un diálogo entre la narrativa del cine y la de la filosofía, por ello, el ajustado nombre de “Cine y Filosofía II. Poéticas de la condición humana”.
Armando Casas y Leticia Flores Farfán, son (acaso los culpables de esta inaudita meditación) los responsables de este proyecto que recorre los llamados por la cristiandad: 7 vicios capitales, verbalizando así, por entero, el conjunto de tribulaciones que se desarrollan en el alma, pronunciándolos, convocándolos a través de los discursos del cine y la filosofía que se han entrelazado para darnos nuevas luces, otros modos de ver y comprender lo que marcó a la cristiandad, pero de manera moderna, de forma contemporánea aún cuando ellos han sido descartados por la Iglesia.
En este libro sobre la Soberbia asistimos como a la enunciación de una alocución en donde se debe pronunciar sin cesar la palabra sobre uno mismo, lo que nos atañe, lo que nos mueve, lo que nos circunda. Pareciera, cuando leemos los distintos ensayos que crean este libro, que las distintas narrativas se entreveran para alcanzar las formas más sutiles e imperceptibles de la soberbia, de ese vicio que tiene cierto privilegio ontológico sobre los demás (pues desde siempre se le ha considerado la raíz de los pecados, el pecado de pecados, el mayor y más grande de los pecados), “la soberbia exige ser pensada desde las formas específicas de su emergencia y ello ha implicado pensarla en el fascinante entrecruzamiento de las tradiciones grecorromana y judeocristiana para salir al encuentro de sus diversas tramas y figuras, así como de sus diferentes dramaturgias y escenificaciones. Lo fascinante comienza con la puesta en juego de diversos vocabularios político-religiosos y sigue con la puesta en escena de las más variadas mitologías; luego hacen su aparición los vocabularios filosóficos y todo tipo de hermenéuticas; y nunca faltan las imágenes y los procesos imaginarios de los que se alimentan las más diversas poéticas”, como nos refiere Armando Casas en el prólogo de este libro.
Igual pare que que el leit motif de estos ensayos radica en reestablecer aquello que Foucault llamaba la discretio, en El gobierno de los vivos, donde se nos hacía ver que existía una separación entre la dirección antigua, pagana que obedecía a un maestro experto y conductor para poder salir del mal que nos atraviesa y alcanzar r el gobierno de nosotros mismos, frente a la cristiana que requería de la confesión exhaustiva para el logro del dispositivo de la verdad. Justo aquí la discretio era la noción clave, el punto medular de la dirección cristiana. La discretio es como la prudencia aristotélica, con la que se logra un cierto dominio de sí mismo, pero nunca la perfección, es decir, la medida de sí mismo que el hombre no puede poseer, ya que está habitado perpetuamente por la soberbia. El cristiano atenazado por el demonio requiere de la ayuda y del auxilio de Dios y del director de conciencia, así como del dispositivo de poder: la confesión, mientras que en el mundo pagano se confía en la capacidad del ser humano para alcanzar la verdad por medios del dominio de las pasiones en donde se encuentra la soberbia.
Mucho se ha demonizado a la soberbia, de hecho, se la identifica con el orgullo, la arrogancia, la vanidad y la superioridad. La soberbia está asociada de igual manera al desconocimiento de nuestros propios límites, o, en el mejor de los casos, como decían los griegos, a la hybris humana, que no es otra cosa que la confrontación con los límites impuestos por la naturaleza, el orden divino, y los diversos órdenes que todo lo mesuran, el peligro de la desmesura que era imperioso remediar, pues eran la raíz de lo que Casiano llamó la “confianza inmoderada en sí mismo”.
Recuerdo que en sus “meditaciones” Marco Aurelio escribía: “No le creas a los que te alaban, no creas lo que dicen de ti”. Los estoicos lo sabían, ellos no eran humildes, simplemente no querían ser fuertes. Este rechazo a los elogios y a las alabanzas tienen su sentido pues casi nadie es capaz de no rendirse ante las adulaciones y halagos, son como los cantos de las sirenas, audaces, seductores, impíos y peligrosos. Pero esta carga siempre negativa de la soberbia tiene que ver con nuestra cultura judeo cristiana, en donde todo parece resolverse cuando al nombrarla, se le asocia con la negación del otro y con la ruptura de lo social y ella queda puesta en cuestión, queda demonizada como un pecado, como una falta, como un error, sin poder advertir el otro lado de la misma pasión. Pero quizá sea mejor pensarla, como dice Armando Casas, en ese prólogo que es imperdible desde uno de los más apasionantes dramas de la condición humana.[1]
Con la lectura de este libro, las líneas de fuga se amplían, se abren a otros derroteros mucho más ricos, menos llenos de prejuicios, más adecuados a nuestra época descreída e itinerante, nomádica y solitaria pues de alguna forma son narrativas que analizan y diagnostican a la soberbia desde sus orígenes, con sus fallas y sus cualidades, sus peligros y seguridades, su poder de seducción y todas las fuerzas oscuras y luminosas que se pueden manifiestan y se ocultan bajo la apariencia de una “condición pecadora”, y con la cual, tendremos que lidiar toda nuestra vida.
Diré un poco parafraseando a Armando Casas que “algunas de estas reflexiones se han tejido desde los clásicos de la cinematografía mundial y no ha faltado quienes prefirieron ocuparse del tema reflexionando específicamente sobre algunas joyas del cine mexicano”,[2] y no le falta razón, pues ya en el ensayo de Gerardo de la Fuente, extraordinario por tan agudo análisis, recurre a una película que formó y retrató el sentir de generaciones enteras de mexicanos: “Los tres García”. Su escrito comienza con unas frases memorables que entresaco del primer párrafo: “En español, “soberbia” es una palabra que forma parte del selecto grupo de vocablos que son antónimos de sí mismos […]. Los antónimos de sí mismos son seguramente los significantes donde el sentido da la vuelta, los filos que dividen y unen los lados del abismo. […]; la soberbia se singulariza porque ella es el término que refiere, por un lado, al punto de límite y retorno de la moral y, por otro, al puente que comunica a lo ético con lo estético”.[3] Nada más cierto. Para quien haya disfrutado de esa película y su secuela: “Vuelven los García”, el escrito en cuestión crea una atmósfera de permanencias disponibles que De la Fuente busca (y por lo tanto encuentra) en la cinematografía clásica de México.
En el segundo ensayo de este libro, el de Leticia Flores Farfán, “Figuras soberbias”,[4] el cambio de derroteros es como una vuelta de tuerca: son los griegos los protagonistas de la soberbia. Es la tragedia de Edipo, donde se formula el juicio de que “La soberbia es un pecado de autonomía. El soberbio cree que puede renegar de los lazos que le posibilitan la existencia, renunciar a sus necesidades y dependencias, ufanarse que todo lo hace por sí mismo y que no le debe nada a nadie”; es el andrógino del Banquete platónico, que “da cuenta con claridad del orgullo excesivo o soberbia que se liga al afán de autonomía”. Pero igual es el soberbio Lucifer en el libro de Isaías, o el mismo Jesús en la película de Mel Gibson: The Passion of the Christ, pero son igual “El padre Nazario (Francisco Rabal), personaje de la película Nazarín de Luis Buñuel (1958), adaptación de la novela homónima de Benito Pérez Galdós (1895), es la encarnación de Jesucristo en un barrio pobre de la Ciudad de México al inicio de 1900 y bajo el gobierno de Porfirio Díaz”.
El espectro que cubre este texto es muy amplio pero se perfila y agudiza con el pecado de la soberbia, ella que cubre un extenso campo de acción que señala desde Nazarín hasta las películas sobre Steve Jobs con quien concluye definiendo el panorama que fue dibujando: “La arrogancia de Jobs es indiscutible, pero su vida es la muestra de una existencia humana que se despliega en altibajos, llena de éxitos y fracasos, desencantos y logros, que aprecia sin balance el esfuerzo individual y el colaborativo, que busca y se arriesga a perder, que ama y padece porque no es otra la razón de ser del hombre que vivir la vida como si tuviera algún sentido y algunos lo hacen (¿lo hacemos?) con más enjundia y altivez que otros. A ésos les llamamos soberbios por majestuosos, por extraordinarios, quizá, por imprescindibles. Así sea”.[5]
Con las coincidencias y las diferencias del caso el tercer ensayo de este libro, “De dioses y monstruos: Frankenstein o el moderno Prometeo y la apropiación de un mito cinematográfico sobre la soberbia”, de Jaime García Estrada nos lleva a recorrer ese magnífico mito de la modernidad, la imagen bizarra de lo que somos, nuestro rostro esperpéntico como decía del Valle Inclán, el intento del cumplimiento del apotegma bíblico “Y seréis como dioses”. Diría que este es un ensayo “soberbio”, en el sentido referido por Gerardo de la Fuente. Esta es una forma diferente de las usuales a tratar con esa criatura y su autor tal y como dice Jaime García Estrada: “El creador y su obra son el mismo ser desdoblado tal y como ocurre con mayor contundencia con otros personajes góticos como el protagonista de la novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886) del escocés Robert Louis Stevenson, relato llevado incontables veces al cine, o el científico demente de La isla del Dr. Moreau (1896), novela de H. G. Wells”. El ensayo no tiene pierde, es como un tapizado de capitoné del que nos hubiera hablado Lacan. Néstor Grivé ha dicho que “en psicoanálisis -el punto de capitoné- es tramado como un significante que precipita otros significantes previos, otorgando un nuevo sentido a lo anterior. Se abrocha, como un botón de tapicería, un nuevo sentido”. En rigor, y me gusta esta deriva para hablar de este ensayo que tanto disfruté, “el efecto de capitoné es algo que se decanta, pero de manera retroactiva. Esto crea un efecto diferente en el discurso. Esos hilos del lenguaje, esa textura del texto, confluyen en el punto de capitoné. A veces es el efecto de una última palabra dicha; otras, una manera de poner un punto o de puntuar en un lugar no esperado en la frase, o bien de separar un significante en dos, generando una nueva significación. Es decir, vuelve a significarse lo dicho de atrás hacia delante, precipitando y tensionando hacia un punto este nuevo saber, generando un golpe de efecto o, podríamos decir también, un efecto de golpe”.[6] Nada más cierto, El texto va tejiendo novelas y películas, narrativas que se entremezclan para darnos otro retrato de ese Frankestein sin nombre. Con enorme maestría traza el territorio de ese deseo fáustico de ser como dioses, aunque siempre Golem.
Quisiera seguir escribiendo sobre este magnífico libro, de cada uno de sus ensayos como “El demonio de la soberbia: turbias fantasías de un corazón atribulado” de Rafael Ángel Gómez Choreño; o esta invitación a la lectura de un realizador fantástico como es Jan Švankmajer, desde ese ensayo de Pablo Lazo Briones, “Jan Švankmajer. Crítico de la soberbia cultural y política”, o ese clásico de la cinematografía que es el “Ciudadano Kane: un retrato de la soberbia”, que traza Orlando Merino y tantos más, que compone la fisonomía, o quizá debería decir, la taxonomía y la topología de la Soberbia. Son tantos ángulos, tantas miradas sobre esta tribulación que asombra. Pero más que nada esta es tan solo una invitación a leer este libro, a saborear esos rincones que se nos ofrecen en el camino de su lectura.
Notas
[1] P. 9
[2] P.10
[3] P. 11.
[4] P. 23
[5] P. 38
[6] Néstor Givré, “Psicoanálisis y teatro. El desatino de Griselda Gambaro”, recuperado el 5 de junio de 2020, en https://core.ac.uk/download/pdf/230975253.pdf
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