El Guasón, la violencia y el mal. Una reflexión filosófica

Indy Sidhu (14 de noviembre 2019): “Joaquin Phoenix as The Joker”

 

Resumen

Comprender al incomprendido personaje fílmico Arthur Fleck (¿es posible?) es entender hasta cierto punto, a nuestra sociedad y a nosotros mismos, más allá o más acá del delirio y de las patologías. Todos reconocemos en algún momento en el anti-héroe Joker el déficit de empatía, de solidaridad, de justicia social, de ciudadanía, de convivencialidad, y notamos en nuestro entorno, la facilidad con la que se puede instalar la violencia, el odio y el caos, lo que además podría ser la antesala del autoritarismo y la demagogia, potencialidades crecientes en nuestro entorno. Cinta fascinante, sórdida, brutal, estremecedora. Esclarecedora, advertidora, representativa y por momentos emblemática.

 Palabras clave: antihéroe, patologías, autoritarismo, violencia, mal, democracia.

 

Abstract

To understand the misunderstood film character Arthur Fleck (is it possible?) is to understand to some extent our society and ourselves, beyond or beyond here of delirium and pathologies. We all recognize at some point in the anti-hero Joker the deficit of empathy, solidarity, social justice, citizenship, coexistence, and we notice in our environment the ease with which violence, hatred and chaos can be installed, which could also be the anteroom of authoritarianism and demagoguery, increasing potentialities in our environment. Fascinating, sordid, brutal, shocking. Enlightening, warning, representative and at times emblematic.

Keywords: anti-hero, pathologies, authoritarianism, violence, evil, democracy.

 

Guasón (Joker) es un filme de Todd Phillips. Estamos sus intérpretes incluidos e implícitamente invitados a emitir juicios. Desde mis propósitos es un pretexto para el ejercicio filosófico y de reflexión acerca de nuestra contemporaneidad, particularmente de la sociedad norteamericana y de lo que compartimos —o no— con ella en un mundo globalizado. Fascinante, sórdida, brutal, estremecedora. Cinta esclarecedora, advertidora, representativa y por momentos emblemática. No redundaré en lo que parecería más evidente, la situación de un enfermo mental al que se ha descuidado, dejado sin medicación y sin supervisión, pues esta visión nos desvía, es una propensión “normal” en la sociedad norteamericana, exagerar el papel de la medicación en el tratamiento de los pacientes, sin ver otras posibles alternativas en el entorno relacional, en la situación social, en la responsabilidad estatal.

 

Comprender al incomprendido Arthur Fleck (¿es posible?), es entender hasta cierto punto a nuestra sociedad y a nosotros mismos, más allá o más acá del delirio y de las patologías. Todos reconocemos en algún momento en el anti-héroe Joker el déficit de empatía, de solidaridad, de justicia social, de ciudadanía, de convivencialidad, y notamos en nuestro entorno la facilidad con la que se puede instalar la violencia, el odio y el caos, lo que además podría ser la antesala del autoritarismo y la demagogia, potencialidades crecientes en nuestro entorno. Psicosis, soledad, aturdimiento, exclusión, necesidad de reconocimiento, perversión, sadismo, ¿nihilismo moral?

 

Agnes Heller en su texto ¿Vivimos en un mundo de decadencia moral? nos explica que en el mundo heterogéneo moderno ni las normas ni las sanciones se dan por sentadas, “[…] nadie enfrenta sanciones sociales por no observar pautas morales. Enfrentan ya sea sanciones legales si violan la ley, o sanción social si descuidan o eluden algunos requisitos de comportamiento de su institución o entorno”.[1] Esto genera la posibilidad del nihilismo moral, por un lado, o del refugio en el fundamentalismo, por el otro. ¿Cómo encontrar un justo medio? Los sistemas funcionales complejos y la contingencia del sujeto en el mundo actual hacen que ya no se comparta espontáneamente un fundamento común (menos aún eterno, absoluto o incuestionable), y que exista una “pluralidad de fundamentos”.[2] Los fundamentos han de ser elegidos, nuestra libertad es un fundamento que no funda, por eso tenemos la carga de nuestra responsabilidad, pues no hay un orden mundial eterno. Necesitamos entonces criterios de distinción para lo justo y para lo bueno, una ética y una política que se tienen que ir haciéndose a sí mismas, bajo valores como la responsabilidad solidaria, la igualdad, las libertades básicas, los derechos y la justicia. Pero la opción opuesta, la elección del mal, del daño, del elitismo, del funcionalismo tecnocrático, del egocentrismo y de la falta de libertades, está siempre abierta.

 

Sin embargo, para Hannah Arendt el mal radical va más allá del simple egoísmo, tiene que ver con esto: “[…] hacer que los seres humanos en tanto seres humanos se vuelvan superfluos”, que no pertenezcan a ninguna comunidad, que no tengan “el derecho a tener derechos”, que se pierda la pluralidad y la diferencia humanas, que se eliminen la dignidad, la individualidad y la espontaneidad mismas. Como comenta Richard J. Bernstein, el mal radical en Arendt —o como le llama después, el mal extremo— desafía la capacidad del pensamiento, el mal “[…] puede crecer anormalmente y asolar el planeta porque se esparce como un hongo por la superficie”,[3] un mal que aparece como superficial porque es una incapacidad de pensar, de juzgar, un dejarse llevar por los imperativos funcionales y económicos sin pensar por cuenta propia y sin pensar en el lugar de los otros, de modo que se puedan cometer actos monstruosos sin motivos monstruosos. El aislacionismo de la vida privada, cuando las personas viven juntas pero no tienen nada en común, ni intereses compartidos en una vida pública activa, y el desarraigo de las sociedades de masa modernas, facilita el desplome de la sociedad cuando hay un entorno desolador.

 

Agnes Heller discute si la teoría de Arendt realmente encajaba en el caso Eichmann que da pie a algunas de sus reflexiones, pero independientemente de esta discusión, lo demoníaco en nuestro mundo no consiste para ella en el hacer cosas malas, sino en inducir a otros a hacerlas “persuadiéndolos de que el mal es el bien”,[4] confundiendo nuestra capacidad para distinguir el bien del mal y aceptando máximas malignas que puedan prevalecer con facilidad.

 

Los totalitarismos, en particular, están moralmente basados en máximas malignas. Estas máximas forman la base del discurso iniciado por el régimen totalitario, un discurso hacia el cual se desliza el hombre de la calle. Los ciudadanos empiezan a hablar el lenguaje totalitario y como resultado llegan a aceptar hechos que un año antes no habrían aceptado y cuyo respaldo habría resultado inimaginable… la gente normal, ni especialmente buena ni especialmente mala, está expuesta a la enfermedad, se contagia y se convierte en extraña para sí misma. Si uno adquiere el virus del mal, se convierte en él, aunque no haya habido mal original en el propio carácter. Los demonios son, en efecto, un fenómeno raro. Los caracteres malignos, comparados en número con aquellos que adquieren el virus y se convierten en malos bajo su influencia, son muy escasos… Tras el derrumbe del totalitarismo, no es difícil distinguir los malvados originales de aquellos que se convierten en malvados por infección secundaria.[5]

 

Las normas malignas se alinean con el “[…] bajo mundo del alma humana y, de otra parte, asumen una apariencia de gran sofisticación” que puede embrujar, movilizando los peores impulsos psicológicos, pero esta densidad del mal luego disminuye, de modo que no suele ser un “residente permanente”. Está también, para Heller, la íntima relación con el poder, “[…] no hay mal sin poder”, por ello combatirlo es resistirlo con buenas máximas, con un carácter moral, criterios de distinción y buen juicio, se trata de personas disidentes que “[…] antes sufrirían una injusticia que cometerla”. Finalmente, el mal es autodestructivo, se vuelve contra sí mismo inevitablemente, “[…] no importa cuánto esté en el poder, no importa cuánto dure”.[6] Muchas cosas dependen también en nuestras sociedades, del modo como nos elegimos.

 

Hombres y mujeres modernos pueden elegir y, en consecuencia, pueden elegirse como buenos, seres humanos decentes. No eligen la bondad, porque no puede saberse con certeza lo que es inicialmente bueno, pero pueden elegirse como buenas personas y empezar a convertirse en lo que han elegido ser… Hombres y mujeres que nacen con las mejores inclinaciones morales no necesitan una muleta con la cual apoyarse para convertirse en lo que han elegido ser, es decir, ser buenos. Pero todos los demás necesitan de esas muletas. No se convierten en buenos porque escogen como apoyo, por ejemplo, los Diez Mandamientos o el imperativo categórico, pero escogen ésa u otras muletas porque ya se han elegido como buenas personas, y la muleta los ayuda a convertirse en lo que son, es decir, en buenos, decentes.[7]

 

Para esto se requiere de ciertos pilares normativos, como el no usar a otras personas como meros medios, el respeto a la libertad personal y a la dignidad humana, o el principio de que todos los hombres nacen libres e iguales. De otra manera, por ejemplo si preferimos cometer una injusticia antes que sufrirla, nos perderíamos a nosotros mismos y nos convertiríamos en fracasados existenciales, en una condición miserable.

 

Es esta condición miserable a la que nos vemos enfrentados al observar el filme, y es parte de las sensaciones que provoca este agente del caos que origina un movimiento anárquico que se muestra como una impronta incontenible. Aparece como un justiciero —sin quererlo— que glorifica la violencia, por un lado, y como víctima-victimario por el otro, de modo que nos sentimos envueltos en un círculo que va inconteniblemente de la locura a la violencia, y de ésta al caos, algo inesperado pero aparentemente necesario debido a las circunstancias asfixiantes que envuelven a los personajes. Se nos muestra una sociedad espectacular, una sociedad del espectáculo en términos de Guy Debord, en donde la búsqueda de la gloria y de la aclamación pública sigue siendo un objetivo central, como expone Giorgio Agamben en El reino y la gloria, sólo que aquí se transfigura y se convierte en la gloria del payaso que se muestra incapaz de hacer reír, en el patetismo y la paradoja, en el don nadie que se convierte en alguien por asesinar. Richard J. Bernstein, en su libro sobre la violencia nos dice que “[…] la violencia puede destruir el poder, pero jamás crearlo”; aunque nos comprometamos éticamente contra ella “[…] existen circunstancias excepcionales en donde se justifica el uso de la violencia. Lo que no existirían son principios o criterios abstractos para determinar cuándo la violencia es permisible […]. La violencia desenfrenada triunfa allí donde el espacio de discusión público y comprometido se desvanece”.[8]

 

Teniendo en cuenta los peligros de toda justificación del uso de la violencia y las formas en que tales ‘justificaciones’ han sido —y siguen siendo— abusadas, la única salvaguarda ante tales abusos es el debate público crítico y comprometido en el que se discuten vigorosamente los pros y los contras de cualquier justificación propuesta… El juicio político es siempre arriesgado, pero su ejercicio adecuado depende de mantener con vida —o crear— nuevos espacios públicos —a nivel local, nacional y global— comprometidos con el debate y la persuasión; públicos que tengan en cuenta las circunstancias específicas y concretas; públicos muy conscientes de su propia falibilidad. Cuando intereses extremos manipulan y distorsionan dichos públicos, cuando el debate público comprometido se desvanece y se marchita, no queda apenas nada que pueda evitar el triunfo de la violencia.[9]

 

¿Estarán sectores de nuestras sociedades, acaso, buscando caudillos justicieros y violentos, fabricando enemigos ad hoc que justifiquen la violencia generalizada? Esta es una de las reflexiones que se les ocurren a algunos intérpretes del filme, que miran cómo el crecimiento de la pobreza, de la desigualdad, de la exclusión, de la vulnerabilidad, de la miseria en las grandes ciudades y del odio al diferente pueden ser fermentos de los comportamientos que se ven en el filme, y que pueden verse hoy. Otros advierten acerca de los nacionalismos extremos, el populismo, el racismo, la misoginia, el fundamentalismo, la antidemocracia o la ideología anti-inmigrante que invaden nuestras sociedades. Otros finalmente señalan la presencia de lo irracional, incierto y caótico en nuestras sociedades, del desamparo generalizado que dejan como estela el capitalismo neoliberal financiarizado y que genera un rechazo al sistema.

 

Algo que es necesario aclarar, es que por “mal”, no debe entenderse una entidad metafísica o teológica, sino un término común que implica una serie de exclusiones, formas de dominación, perversiones inmorales, crímenes, guerras y sufrimientos. También es necesario indicar que la referencia a evitar ciertos males de la sociedad nos obliga muchas veces a recurrir a la memoria histórica en sentido moral, para no volver a repetir grandes catástrofes como las del siglo pasado. En su texto La memoria como remedio contra el mal, Tzvetan Todorov señala: “En democracia no se alimentan semejantes proyectos de eliminar definitivamente el mal, aunque dichos impulsos existan aquí o allá. Uno de ellos adopta la forma de llamamiento a la memoria. Suponemos que si de verdad recordamos el mal que hemos hecho en el pasado, podremos evitarlo en el presente”.[10]

 

Para fortalecer una política de la memoria sería necesario además “interrogarnos sobre las razones por las que el mal apareció”, pues no está simplemente fuera de nosotros —por ejemplo, en el enemigo o en el “otro”— sino dentro. La democracia puede convertirse en su opuesto precisamente porque lleva al enemigo dentro, en sus propias tendencias tales como la manipulación, la tentación hacia la tiranía, el aumento ilimitado del poder de unos cuantos, el mesianismo y el espíritu maniqueo de cruzada, de modo que está en buena parte carcomida por los “enemigos íntimos” que ella misma engendra.

 

Como afirma Saskia Sassen en Expulsiones, nuestras avanzadas políticas económicas “[…] han creado un mundo en el que con demasiada frecuencia la complejidad tiende a producir brutalidades elementales”. Este opresor “[…] es cada vez más un sistema complejo que combina personas, redes y máquinas sin tener ningún centro visible, aunque hay sitios en donde todo se reúne, como en las llamadas ‘ciudades globales’, donde los oprimidos son parte de la estructura social para el poder”.[11] En general, como explora la teoría social contemporánea, la conciencia de la vulnerabilidad, del descuido, de la inseguridad y de la indefensión se amplía, generando así una inclinación a resaltar la condición de interdependencia mutua de las personas, de nuestra relación dependiente respecto de las instituciones políticas, económicas, de seguridad, laborales, de sanidad o educativas que deberían protegernos. Uno de los aspectos que sale a flote en estas circunstancias es el afrontamiento de la perspectiva del cuidado y del espectro relacional de interdependencia comunitaria, de la importancia de los trabajos de reproducción social.

 

No solamente afrontamos la precariedad de la vida, como ha señalado Judith Butler, sino también diversas formas de violencia y de exclusión, con la dificultad de establecer una vida “vivible” junto con los otros. Existe una injusta distribución diferencial de la vulnerabilidad física de nuestros cuerpos, pero también del reconocimiento social y político, lo que debería empujarnos a pensar, según Butler, que estamos desde el comienzo entregados al otro, expuestos al otro como seres constituidos en relaciones de dependencia, con una “orientación ética hacia el otro”,[12] hacia el reconocimiento. Se requeriría, por tanto, siguiendo a Arendt y a Cavarero, “[…] establecer una política relacional, en la cual la exposición y la vulnerabilidad del otro representen para mí una demanda ética primordial”.[13] Se podría transitar así de la sujeción a la resistencia social, como ha sucedido en los movimientos de protesta de los últimos años.

 

¿Es Joker una distopía, un relato acerca de lo que puede ocurrir en nuestros tiempos, un anuncio, una advertencia? ¿O es una crítica radical que muestra caminos de rebelión? Yo creo que no se debe empatizar con el personaje central o justificarlo, pero sí entender el tipo de mecanismos psicológicos y sociales que pueden desencadenarse, precisamente para que esto no ocurra. Pero para que esto no ocurra se necesitarían cambios de fondo. ¿Representa el Joker una forma de ironía? Es a partir de una crítica negativa, de una distancia crítica, de una metáfora paradójica, de un señalamiento de las patologías sociales que podríamos iniciar un camino de cambios, con escepticismo y sin entusiasmos exacerbados, pero con una reflexión que podría ser irónica, realista, modesta, que acepta la posibilidad del fracaso, partiendo de la conciencia de que las soluciones propuestas son todas imperfectas en un marco de diálogo plural entre opciones. En este marco Manuel Arias nos propone una alternativa irónica:

 

Acaso la respuesta se encuentre en la ironía. Una ironía entendida aquí como distancia: como la pacífica aceptación de la inevitable incompatibilidad de los distintos valores en juego… Y es que la ilusión, en sus dos acepciones, es una mala consejera: por ser antesala de la decepción y por crear un espejismo acerca de aquello que es políticamente realizable. Si la ilusión no se encuentra atemperada por el escepticismo puede dar lugar a expectativas desmedidas que, destruidas por la realidad, desemboquen fácilmente en sentimientos de desafección y cólera ciudadana… Pero el escepticismo que nace de la ironía no está reñido con una voluntad constructiva que es, sin embargo, consciente de sus propias limitaciones. El ironista melancólico parte de la derrota, no aspira a la victoria. Sabe que la completa reconciliación del sujeto con la sociedad, y de todos los sujetos con el entero orden colectivo es una entelequia.[14]

 

Estas consideraciones parten de una lectura que busca obtener respuestas a las inquietudes que genera un filme que es una provocación, una visión desilusionada que nos interpela, que puede paralizarnos o activarnos, despertarnos o dejarnos perplejos, que afronta nuestra condición humana frágil llevándola a un extremo. Un filme que provoca una reflexión poliédrica, tan compleja como comprometida.

 

Bibliografía

  1. Arias Maldonado, Manuel, La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI, Página indómita, Barcelona, 2016.
  2. Bernstein, Richard J. El mal radical. Una indagación filosófica, Lilmod, Buenos Aires, 2012.
  3. Bernstein, Richard, J., Pensar sin barandillas, Gedisa, Barcelona, 2015.
  4. Butler, Judith, Violencia, ética y responsabilidad, Amorrortu, Buenos Aires, 2009.
  5. Heller, Agnes, ¿Revoluciones en la vida cotidiana?50 años después, Siglo XXI, México, 2019.
  6. Heller, Agnes, “Del mal moral” “Los límites del derecho natural y la paradoja del mal”, en Bonete Perales, Enrique (ed.), La maldad. Raíces antropológicas, implicaciones filosóficas y efectos sociales, Cátedra, Madrid, 2017.
  7. Sassen, Saskia, Brutalidad y complejidad en la economía global, Katz, Madrid, 2015.
  8. Todorov, Tzvetan, La experiencia totalitaria, Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, México, 2014.

 

Notas
[1] Heller, Agnes, ¿Revoluciones en la vida cotidiana?50 años después, ed. cit., p. 43.
[2] Ibid., p. 40
[3] Hannah Arendt, citada por Bernstein, Richard J. El mal radical. Una indagación filosófica, ed. cit., p. 334.
[4] Heller, Agnes, “Del mal moral” “Los límites del derecho natural y la paradoja del mal”, ed. cit., pp. 274 ss.
[5] Ibid., p. 290.
[6] Ibid., p. 293.
[7] Heller, Agnes, Op. cit., p. 47. Cfr. Mendívil, José, La condición humana. Etica y política de la modernidad en Agnes Heller, Universidad de Guanajuato, México, 2009.
[8] Bernstein, Richard, J., Violencia. Pensar sin barandillas, ed. cit., p. 23.
[9] Ibid., p.268.
[10] Todorov, Tzvetan, La experiencia totalitaria, ed. cit., p. 275. Cfr. Todorov, Tzvetan, Los enemigos íntimos de la democracia, Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, México, 2014.
[11] Sassen, Saskia, Expulsiones. Brutalidad y complejidad en la economía global, ed. cit., p. 21.
[12] Butler, Judith, Violencia, ética y responsabilidad, ed. cit., p. 34.
[13] Ibid., p. 49.
[14] Arias Maldonado, Manuel, La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI, ed. cit., pp. 344-346.