La fraternidad

JEAN-LUC NANCY Y MICHEL SURYA, FOTOGRAFÍA DE C. DUIZABO

 

Trad. Maria Konta

Para Michel Surya

Para quien esta no es una palabra

Sino para reconducirla a algunas palabras de él.

 

1

La República Francesa es quizás el único Estado en el mundo que lleva un lema en el que figura la palabra “fraternidad”.[1] Que sea o no realmente el único no cambia el hecho de que su lema gozó de una celebridad muy ligada a la de la Revolución de 1789 que nunca dejó de pasar —después de las revoluciones inglesa y estadounidense que habían tenido un carácter más estrictamente nacional— por el momento inaugural de la democracia en la medida en que se ofrezca a todas las naciones o pueblos. Por tal razón, el lema que fue el de la República no exactamente desde sus inicios sino probablemente desde 1793 y que sólo asumió toda su función —si uno se atreve a decirlo— y toda su brillantez desde la Segunda República, en 1848. Los hechos históricos son complejos y mal establecidos en este punto, pero es cierto que el lema en tres términos, por lo tanto con la adición de la “fraternidad” a los otros dos, por un lado, y por otro lado sin el suplemento “o la muerte” que se usó en 1793, tomó mucho tiempo para ser completamente adoptado. Después de esta adopción, todavía había grupos o personas a las que se les ocurrieron otros lemas, especialmente del lado de los movimientos obreros. Así, la Bolsa de Trabajo de la ciudad de Saint Etienne, inaugurada en 1888, lleva el lema: “Libertad Igualdad Solidaridad Justicia”.

 

Así como el término “fraternidad” se ha vinculado visiblemente a una tonalidad que se puede llamar romántica en un sentido amplio, y a un pensamiento desbordante del marco estricto de las leyes y las instituciones del Estado para apelar al sentimiento y a una idea de la “comunidad” en lugar de los principios de la organización social, así también que podemos sentir fácilmente que quieren distinguirse de palabras como “solidaridad” y “justicia”, que más bien desarrollan las implicaciones de los dos primeros términos, y especialmente de la “igualdad”.

 

Hoy en día, la fraternidad no se considera a menudo con bondad —al menos en Francia— porque parece tener un significado demasiado sentimental y, además, familiarista en un momento en que la familia ya no es una referencia. Si Maurice Blanchot ha utilizado la palabra en un contexto en el cual para él se trataba de enfatizar el aspecto afectivo de la “comunidad”, atrajo a este respecto una especie de reproche (que también se dirigió a Jean-Luc Nancy) de la parte de Jacques Derrida, que ha atestiguado repetidas veces su desconfianza por un término que es a la vez familiar, masculino, sentimental y con una resonancia cristiana. Además, nadie —salvo los dos citados— parece haberlo reivindicado en las reflexiones políticas de los últimos cuarenta años. Por el contrario, el empleo de este término por parte de un candidato a las elecciones presidenciales francesas, hace unos años, y su reanudación por el candidato entonces electo (el actual presidente Sarkozy) habían reavivado todas las desconfianzas hacia una palabra juzgada más moral que política y más dulce que responsable.

 

En la cima, quizás, de todos los análisis uno puede encontrar este argumento – además, vuelto en contra del uso de la palabra y, entre algunos, a su favor: si la libertad y la igualdad establecen derechos, la fraternidad no es un derecho. Entonces, ¿es un deber? Esto es lo que no se suele formular y que en cambio da paso a la idea de un deseo, de una aspiración y, por tanto, de una realidad poco consistente sino simplemente utópica y engañosa. Además, es indudable que se puede decir que todos los debates que conocemos sobre la idea de la “utopía” están involucrados en aquellos que se refieren a la “fraternidad”. Podemos reconocer en ellos una huella perdurable de la tradición antiutópica proveniente de Marx, quien consideró que esta palabra encubría una ilusión.

 

2

 

Para plantear de nuevo la cuestión de la fraternidad hay que empezar por plantear dos postulados: 1) no es seguro que sea aconsejable defender esta noción y hay que dar cierto crédito a los prejuicios que suscita por su carácter familiarista, cristiano y sentimental; 2) Sin embargo, si hay alguna razón para dar no obstante algún crédito a la misma palabra, debe ser mediante un examen renovado de su significado y primero detrás de ello del significado de la familia.

 

El primer postulado recomienda solo la reserva. No conviene adoptar la noción sin haber considerado la posibilidad de no ser aprisionado por los predicados “familiarista, cristiano, sentimental”. En cuanto a la familia, el segundo postulado nos llevará a preguntarnos sobre ella. Respecto al cristianismo y al sentimiento —a la vez distinguidos pero sin duda también entrelazados el uno en el otro— conviene decir esto: cada uno de estos términos nombra una realidad conocida, en un caso como el de la religión dominante del Occidente no musulmán, en el otro como la esfera incierta, incluso turbia y peligrosa, de lo que queda fuera del control de la razón.

 

Sin embargo, no es seguro que estas características, sin ser simplemente imposibles de atribuir a cada una de las representaciones en cuestión, no deban ser sometidas al examen. En efecto, puede resultar que ellas mismas estén determinadas por ciertos hábitos del pensamiento que se han asentado en el curso de nuestra historia.

 

Por tanto, volveremos a este tema una vez que se haya aclarado la noción de la “familia”. En primer lugar, la familia patriarcal de la que procede la sospecha del sexismo masculino dirigida a la fraternidad no es la única estructura posible para lo que se llama “familia” y que puede definirse como el grupo social mínimo para lo que concierne a la generación y sus consecuencias (la conducta de los niños hasta su autonomía). Quizás incluso se podría decir que es el reflujo o la reflexión sobre la familia de los modelos sociopolíticos fuertemente masculinos y paternos lo que nos ha acostumbrado a poner adelante al padre y la transmisión a varones y por los varones.

 

Pero sea cual sea el caso, es más importante: los “hermanos” no son ante todo los que están unidos por la misma sangre. La “sangre” es precisamente sólo el símbolo de una filiación por transmisión del semen (de una identidad o conformidad natural), representada ella misma según un antiguo esquema en el que la madre se encontraba sin propiamente generar acción (sino una simple incubadora). La “sangre” está muy lejos de ser suficiente para pensar qué son la generación y la filiación.

 

Los hijos y las hijas son menos los que une la sangre —decía pater incertus el derecho romano – que los que une la comunidad de la lactancia materna— mater certissima: ya sea efectiva o simbólica, la lactancia materna no consiste en la transmisión interna, continua e inmediata de un principio vital, sino en el don externo, discontinuo y mediado de una sustancia nutritiva. La comida es un proceso de incorporación de sustancias ajenas que el cuerpo metaboliza en su propia sustancia. El vínculo con la madre es un vínculo paradójico donde la incorporación (certissima) se opone a la identificación (el niño no se identifica, absorbe la sustancia materna en su propia sustancia autónoma); el vínculo con el padre es la identificación, no con un cuerpo o una sustancia (incertus) sino con una figura o un signo.

 

Aquí es donde tenemos que empezar de nuevo a reconsiderar la familia y la fraternidad. Los hermanos —y volveremos a esto— son ante todo sujetos autónomos cuya convivencia no se basa más que en un compañerismo de comida (compañero significa: quien comparte el pan) y en una falta de razón a su comunidad de existencia. La figura o signo del padre, lo que a menudo se llama “la ley del padre” y que sería mejor llamar “el padre como ley”, no se determina de inmediato. Todo lo contrario: la figura es un contorno vacío o un boceto, el signo tiene un significado fugaz, indeterminado.

 

Ciertamente es posible que el padre funcione como una figura llena, así como es posible que la madre no alimente, o mal (todo esto se entiende por supuesto en un orden simbólico y además “padre” y “madre” no son necesariamente los padres, ni los padres legales). Pero esta no es la regla: la regla, si podemos usar esta palabra, más bien sería que nada asegura lo “común” de los hermanos más allá de la alimentación. La transición a la independencia, que la alimentación habrá hecho posible, significa también la constatación de que estamos juntos por casualidad, sin comunidad de origen ni significado. (Para decirlo en términos freudianos: el “asesinato del padre” precede al “padre” que sólo se erige como figura de su propia ausencia).

 

3

 

En este sentido, “la hermandad” es un modelo para la “sociedad” como asociación sin necesidad sustancial (ontológica, originaria). Por lo tanto, también es el modelo de un “debemos ponernos en acuerdo bien juntos” en lugar de un “estar juntos”. Encontrar o crear un equivalente o un sustituto de la alimentación materna es una tarea – o más bien un deseo – más y menos social: es el “ser” o el “sentido” lo que está en juego (quizás esto pasa por el arte, la religión, el amor, la celebración, el pensamiento, pero no por lo sociopolítico). Pero dar consistencia a la figura o al signo mediante el cual se indica la autoridad de “la ley” es un emprendimiento inevitable y urgente, pues su inconsistencia inicial es amenazante.

 

No se trata aquí de continuar los análisis que deberían surgir de estas premisas en varias direcciones. Solo hay que señalar esto: la “hermandad” no lleva consigo ipso facto los valores de lo masculino y lo paterno tal como los entendemos habitualmente. La fraternidad dice coexistencia sin necesidad de “naturaleza” o “destino” o “fundamento” u “origen”. Es por eso que el motivo de los hermanos enemigos juega un papel tan destacado en las mitologías de todo tipo. Por lo general, se lo entiende como una especie de monstruosidad moral, cuando dice la simple verdad de una relación intrínsecamente errática, equivocada, e incluso insensata.

 

Al mismo tiempo, la fraternidad también lleva la sombra o recuerdo oscuro y el deseo de la comida común. En esto es indudablemente más bien “sororidad” y en ese sentido hay que estar de acuerdo en que lo fraternal favorece una unilateralidad masculina. La sororidad sería la hermandad más allá o por debajo de la ley, en la esfera o en las esferas de la alimentación, es decir del “comer / rechazar” que son también las esferas del afecto.

 

La hermandad y la sororidad se cruzan, incluso se entrelazan tanto como lo hacen, en general, lo masculino y lo femenino. Los portadores de roles nunca son estrictamente idénticos a las complejas singularidades tanto de las personas como de grupos: nadie es simple y completamente “hombre” o “mujer” y una hermandad no es necesariamente una hermandad viril. Quizás estos dos términos podrían servir para distinguir dos tendencias en la semántica de los “hermanos”: la hermandad reúne sujetos que son tendencialmente idénticos porque se identifican por una función, una profesión, un rol. Los hermanos pertenecen a la familia que es, como decíamos, sólo la conjugación de una casualidad (encuentro) y un abrazo (deseo), entendiéndose que por un lado el encuentro está casi siempre sujeto a determinaciones previas (sociales, locales, etc.) y ese deseo también puede haber sido reemplazado de antemano, en todo o en parte, por la determinación. La idea del “matrimonio”, en la medida en que pertenece a la ley (es decir, no a una espiritualidad ni a una mística del “matrimonio”), resume bien la situación: se trata de controlar el azar o bien, y al mismo tiempo, legitimar las determinaciones. Se podría decir que este es el lugar del nacimiento real y el acta del nacimiento del derecho.

 

En estas circunstancias, parece que nada queda del deseo y que todo queda subsumido en la disposición sociopolítica. Esto es solo tendencialmente cierto. Porque no debemos olvidar que el derecho- la ley, el estado- se basa únicamente en la retirada de cualquier principio fundacional. La figura o signo del padre, y por tanto también la fraternidad, ofrece una vacante que hay que cubrir de una forma u otra. Los hermanos son originalmente huérfanos de padre y no hay forma de identificarlos como asociados en nada, excepto a través de la absorción de la nutrición materna, que conduce a su emancipación.

 

En cuanto se manifieste como tal el vacío paterno, el “vacío del poder” como decimos en el orden sociopolítico, debemos afrontar esta verdad ostensible que ninguna mitología fundadora ya no puede ocultar (función que siempre se cumple imperfectamente, sean cuales sean las mitologías). Este es el destino de la democracia: debe asumir este vacío sin apelar a una mitología.

 

El lado o el registro materno o femenino no proporcionan una mitología, al menos por el orden de la ley. No al menos para compensar la ausencia del padre. El deseo no se puede capturar en representaciones. Actúa, disfruta, se hunde o se precipita en el sensible espesor de la comida: hambre, saciedad, hambre de nuevo, sin fin. O de nuevo: la vida, la muerte. Y también: las artes, los pensamientos, los amores, las sacudidas del ser y, si quieres nombrarlos, los dioses. Esta es la lección constante que va desde Antígona a Scheherazade y a Hester en La letra escarlata y luego a Vera Figner a través de las Bacantes de Eurípides.[2]

 

No es de extrañar, por tanto, que la democracia aspire a ahorrar en sí misma y para ella -por lo que en ella va más allá del estricto registro de la ley- una dimensión que preserva el acceso al deseo o al afecto: a lo que aquí nombro a tropezones para designar aquel fuera de la ley y del poder, vacante o no, en el que el estar-juntos excede su propia socialidad y su gubernamentalidad. Si “libertad” e “igualdad” representan – siempre que sean siempre repensadas – las condiciones mínimas de una asociación civil sin un fundamento dado, la “fraternidad” puede señalar el horizonte de esta fuera de lo sociopolítico. A decir verdad, ni siquiera es un horizonte: es más bien una brecha abierta en cualquier tipo de horizonte, de delimitación. Esta brecha es la del sentido: sentido en la medida en que siempre se refiere a otro lugar, a un otro lado, y no crea una significación final.

 

Pero para permanecer fiel a todo lo anterior, debo reconocer que esta fraternidad debe entenderse como una sororidad, o incluso como la disociación de principio entre los hermanos y la referencia que implica, por un lado, al derecho como ficción de una conexión (y como palabra de esta ficción), por otro lado, con lo real de la transmisión y la partición de la nutrición, es decir, del afecto ingiriendo y rechazando (impulsión / expulsión, impresión / expulsión) la sustancia del mundo. La partición de la im/expulsión, la comunicación del afecto, sigue siendo sentido (sensible, sensual, sentimental).

 

Quizás, por lo tanto, no deberíamos decir “fraternidad” y tampoco “sororidad”, porque jugando con esta inversión demasiado simple haríamos a las hermanas simétricas a los hermanos. Sin embargo, no hay dos lados simétricos: si los hermanos son bastante distintos de las hermanas, las hermanas pueden confraternizar con los hermanos en los modos fraternal y sororal. No hay simetría entre los sexos, o solo la hay si los consideramos desde el único punto de vista de los hermanos (en la igualdad política, social, etc.).

 

La “fraternidad” es de hecho un término insuficiente, aunque no necesariamente peligroso. Pero es una señal: advierte que el orden social, jurídico y político no puede asumir el registro del sentido. Solo puede moderar las proximidades. Pero es fundamental que lo haga y que para hacerlo sepa por sí mismo que más allá de la ley brota el sentido.

 

4

 

Que el sentido sobrepasa la ley no significa que la niegue o la denuncie. Más bien, la confirma porque sin su exceso sobre ella no tendría sentido: de hecho, el hacer sentido solo se da entre muchos, en lugar de que la ley no hace excepción por las personas. La ley suspende el sentido; sólo este suspenso hace adivinar el fuego inextinguible del sentido. Pero el establecimiento de la ley, que no deja de aparecer allí donde se ejerce (en todos los códigos y en todos los tribunales de todo tipo, civiles o religiosos, técnicos o fantasmales), incluye esencialmente la indicación de su autolimitación.

 

El Padre debe ser abolido, es decir la dominación feroz, y la Madre debe fluir por completo en la leche materna. Los hermanos y las hermanas, que comparten y reúnen la partición misma, la infinita división del deseo, forman la azarosa dispersión de las posibilidades del sentido. Estos se consideran excesivos en el sentido de que cada vez son posibilidades de lo imposible. La ley enfatiza la necesidad de medidas iguales para todos. En este sentido, la fraternidad es solo el nombre activo de la igualdad. (Esto no excluye que sea agresivo, incluso asesino: allí el roce de existencias puede llegar a todos los extremos, y según todas las figuras sobre las que se abren las relaciones de los inconmensurables sexos).

 

La libertad no pertenece a nadie: es el exceso común del sentido al que todos estamos expuestos. No es un poder. En ella los hermanos y las hermanas son niños para siempre: alejándose indefinidamente de todos los orígenes y afiliaciones, volcados hacia lo imposible.

 

Así es como pueden reconocer lo que tienen mucho en común, es decir, nada. Este NADA escrito en mayúsculas por Georges Bataille para dar fe de su soberanía. Nada o lo imposible, que no se debe poseer y, por lo tanto, compartir es perfecto e ineficaz. La división de los animales parlantes (pero quizás también la de todos los animales) no es una distribución de partes, es una atribución de nada: lo imposible, lo irremediable, lo simple absoluto.

 

Es por eso que la verdad de lo común no puede sostenerse en ningún tipo de política, socialidad o familiaridad: solo surge de una anarquía esencial. De principio a fin, desde la infancia hasta el final de la vida, los hermanos y las hermanas dan testimonio de esta anarquía: no dejan de desplazar, desestimar o negar cualquier origen, cualquier filiación y cualquier destino, todo aquello de lo que precisamente se asume invertido.

 

Notas
[1] Texto inédito.
[2] Scheherazade opone su imaginación, su mente y su corazón a la ley del Sultán; también actúa con la ayuda de su hermana Dinarzade. Hester de Nathaniel Hawthorne evade la ley social de la conyugalidad, lo que le valió la picota y la “letra escarlata”. Los anarquistas rusos, especialmente las mujeres (Vera Zassoulitch, Olga Loubatovich, etc.), inicialmente concibieron su acción menos como política sino como humana – o, por lo tanto, “metafísica” – en el sentido más amplio (que está de acuerdo con la idea misma de “Anarquismo”). Vera Figner escribe: “La doctrina que promete igualdad, hermandad y felicidad de los hombres debe haberme deslumbrado.” (Memorias de un revolucionario, Gallimard, 1930, p. 258). En Les Bacchantes, las mujeres de Tebas tras el anuncio del regreso de Dionysos abandonan la ciudad hacia el bosque salvaje. No hace falta decir que la lista debería extenderse … desde Sarah que se ríe de Dios hasta Simone Weil que sabe escribir en 1940: “Todos los cambios logrados durante tres siglos se acercan a hombres de una situación en la que no habría absolutamente ninguna otra fuente de obediencia en todo el mundo excepto la autoridad estatal.” (Œuvres, Gallimard, 1999, p. 382) o aún más esas hermanas hijas del general Hammerstein cuya historia Hans-Magnus Enzensberger ha contado muy bien.