¡Atención: frágil!

CAROLINA MAGNIN, LA FRAGILIDAD DE LA MEMORIA

Trad. Maria Konta

 

Por qué esta advertencia: “¡atención: frágil!, usada en embalajes, sobres o cajones, a menudo acompañada de la imagen de objetos de vidrio, ¿tiene un aura particular fuera de su propio uso?[1] Ciertamente debido a su fuerza emocional. Comunica mucho más que una información, más y otra cosa todo diferente, por ejemplo, que la inscripción semejante “arriba / abajo” o incluso ese otro “bien perecedero”. Porque la amenaza de la caída e incluso la de la decadencia no nos afecta tanto como el riesgo que corre la cosa frágil. No tanto, o al menos de una manera completamente diferente.

 

Lo que debe mantener un alto y un bajo, lo que debe respetar un plazo de conservación poseen estas características en forma de accidentes de sus sustancias, incluso si estos accidentes son esenciales (para hablar la antigua lengua escolástica). Pero la fragilidad es intrínseca a la sustancia frágil, está escrita en ella y no es accidental. Lo que es frágil lo es esencial, constitutiva y originariamente. Siempre es un sujeto que es frágil, no es un atributo.

 

La solidez, la robustez, la consistencia y la resistencia pertenecen al ser o a la esencia, es decir, a la materia considerada bajo el signo de la impenetrabilidad. En este modo, materia o espíritu, es todo uno: es una concentración idéntica en sí misma, impenetrable, indisoluble, irrompible. En su más grande interioridad, en la más inspirada por su aliento, el espíritu no representa otra cosa sino la concentración absoluta en sí mismo y la concreción consumada, guijarro duro y diamante puro, punto de lo irrompible.

 

La fragilidad comienza con la existencia. Existir es salir del punto. Esto es exceder la concreción cementada en sí. Es extraerse y presentarse al afuera, exponer la posibilidad de una separación entre uno mismo y el afuera, entre el mismo y el otro, separación por la que lo mismo se confirma (o tal vez se afirma por primera vez), pero lo hace solo trazando el esbozo de una división, de una disociación de uno mismo. Una fisura muy delgada, todavía invisible, se ha insinuado en el ser, y así es como llega a existir. Un desprendimiento virtual, la fina línea de un posible desprendimiento, y como todo posible inscrito en lo real.

 

Directamente en lo real del ser impidiéndole ser directamente él mismo. No directamente, por tanto, pero ya a la distancia. O de acuerdo con esta distancia que se indica, precisamente, en esta frase “directamente”: él “mismo” se pone en sí, pero el “en” ya lo fragiliza.

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Esta no es la vida. Este no es el nacimiento del viviente, y tampoco su muerte. La vida se despliega, se desarrolla, es la evolución y la involución de un mismo que se mantiene por sí mismo, que se afecta por sí mismo y que perpetúa este afecto más allá de los individuos y de las especies mismas. Es la vida inmortal, la concreción orgánica, el diamante del espíritu constituido como germen o yema, el huevo de una incubación infinita siempre recuperada en sí misma: el huevo duro o fósil que no se distingue del huevo nutritivo, del huevo realizado en recién nacido.

 

Sin embargo, el huevo en sí es frágil, y es debido a su fragilidad que el recién nacido debe poder nacer. En la delgadez quebradiza de la cáscara o de una membrana desprendible se encuentra la posibilidad de existencia que al mismo tiempo da la confirmación de la vida y su desgarradora exposición al abandono, a la debilidad a punto de romperse.

 

La fragilidad no es la debilidad por inconsistencia. No es la propiedad de un material blando o fluido. No es una elasticidad. La vida es maleable, la existencia no lo es, y por eso es frágil. Está privada de la plasticidad y sólo conoce la tensión.

 

“Existir” significa: estar tenso, y “estar tenso” sólo tiene su verdadero sentido cuando la tensión llega al punto de la ruptura. No se está rompiendo todavía, pero esto no es porque se doble y se modele sobre la sinuosidad de las circunstancias y de la duración. No se dobla ni se rompe, pero está al borde de la ruptura, está al borde de fallar. En verdad, ya está fallando, pero sin caer aún en pedazos.

 

Así, por ejemplo, el deseo se hincha y se dobla, agita el oleaje de su ola, sube y baja sus mareas sobre su masa oceánica. El amor, por otro lado, no conoce el oleaje, sino la tensión de la flecha: vertiginosamente rápido y rígido, congelado, volando y mirando su vuelo, Aquiles rápidamente inmóvil. El amor es frágil, como el vidrio, como la piel de los seres humanos, de muchos animales y de las plantas, como la democracia. Lo que lo hace frágil es la tensión. Esta tensión no surge en el ser que está tenso: lo forma, le da su concepto, su razón y su motivo.

 

El vidrio debe estar constituido de tal manera que una tensión de las moléculas, confiriéndose la transparencia, le dé también esta dureza a punto de romperse, esta resonancia en su superficie de una textura interna que lo tiende enteramente hacia su afuera, que tiende a agotarlo en su afuera. El vidrio le da la bienvenida a la luz, le da paso guardando un adentro y un afuera, un aquí y un allá. Ventana o frasco, el vidrio opera una tensión de luz sobre los umbrales a través de los cuales se organizan las relaciones. Por eso, refracta o difracta: cada vidrio tiene su índice de refracción. Pero lo que es fractal aquí, lo que es frangible, fragmentable y frágil, no es la luz misma, es la estructura del vidrio, es su tensión: su extensión, su existencia.

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Quién ve el vidrio—y no quién ve a través del vidrio— sabe que debe estar atento. De la misma manera quien ve una piel. La desnudez es la fragilidad que no pertenece a la vida sino a la existencia (¿un insecto está desnudo o vestido? No es ni el uno y tampoco el otro). Al esculpir a los dioses como cuerpos desnudos, los griegos inauguraron con el mismo gesto un nuevo esplendor, una divinidad muy deseable más que secreta y sagrada, un sagrado a flor de piel, pero también una fragilidad increíble de todos los dioses, una pulverización de su gloria y un temblor en su presencia. De Apolo desnudo en su propia luz a Dionisio desgarrado por sus propios compañeros, luego a Dios crucificado por él mismo, la consecuencia es buena y la fragilidad ha tensado un destino singular. Se ha tensado a medida que nuestra existencia tiende hacia nuestra debilidad.

 

Quien ve el vidrio sabe que debe tener cuidado. La atención y la fragilidad remiten la una a la otra: la tensión de la segunda apela a la primera que tenga cuidado de no romperla. Pero la atención en sí es frágil. Se cansa de vigilar. Ella se afloja, o sucede que su propia intensidad provoca el gesto afligido. A fuerza de escrutar el cielo e inspeccionar la tierra, la atención de los hombres ha hecho añicos el cristal de las siete esferas celestes, así como el oro u ónix en el fondo de las rocas. La mirada se convirtió en curiosidad, la imagen en un diagrama, la piedra preciosa en precio de costo y todo en fragmentos. El mundo entero ha revelado su fragilidad: cómo siempre ha estado al borde de su propio malestar y debilidad.

 

El mundo y el existir no están rotos, pero son frágiles. El vidrio, la piel, el amor y democracia, el sujeto, el genotipo y la capa de ozono, la materia en quarks y cuantos, todo se rompe. El resplandor luminoso de la totalidad se divide en una red como un cristal multiplex. El resplandor oscila y riela en astillas. Una fragmentación generalizada nubla y disemina el sentido. Por lo tanto, eran frágiles este mundo a su bella apariencia, y su naturaleza viva y pensante. Lo sabemos, estamos prestando atención nuevamente, necesitamos otra atención.

 

Notas
[1] Texto inédito.